Un lugar para Shirley

La publicación de las obras selectas de Shirley Jackson en la Library of America es un momento tan bueno como cualquier otro para imaginar cómo habrían sido las cosas si las cosas hubieran sido diferentes.

Supongamos que Jackson no hubiera publicado “The Lottery” en el New Yorker en 1949, cuando todavía no era famosa. Supongamos que no se hubiera casado con un animal y que no hubiera tenido hijos ni necesidad de alimentarlos. Pero sobre todo supongamos que Estados Unidos hubiera sido, por ejemplo, Francia. En este mundo ucrónico, hoy no celebraríamos la llegada de Jackson al Olimpo oficial de las letras norteamericanas porque no haría falta: ella llevaría medio siglo en su pedestal, indiscutible, inamovible, barriendo los añicos de la campana de cristal y enterrando los restos del guardián entre el centeno. Pero a eso llegaremos en su momento. Antes debemos hablar de jerarquías, géneros, historia y lapidaciones.

The Lottery

La mañana del 28 de junio era clara y soleada. Los lectores del New Yorker abrieron la revista y leyeron un relato que comenzaba precisamente una clara y soleada mañana del día anterior. Ayer mismo, según narraba la historia, los habitantes de un pueblo se reunieron alegremente para celebrar un tradicional sorteo anual. Uno a uno, sacaron sus papeletas de una caja descolorida por el tiempo. La ganadora fue Tessie Hutchinson, que recibió su premio: morir lapidada por sus vecinos. Fin del relato.

O tal vez no. La historia de la respuesta a “The Lottery” da para un ensayo sobre la ficción, la realidad y los límites del gusto en la América de hace sesenta años. La revista recibió miles de cartas airadas, cientos de lectores cancelaron sus suscripciones, la prensa se hizo eco (portada en el San Francisco Chronicle) y Shirley Jackson quedó condenada a ser siempre la autora que escribió aquella historia de la mujer muerta a pedradas. Por primera y única vez en su historia, el New Yorker dio la cara y publicó algo así como una disculpa a media voz, admitiendo que aquel relato había generado la mayor cantidad de cartas en la historia de la revista.

Y así, con una noticia que llegó de costa a costa, Jackson entró en el imaginario colectivo estadounidense.

El caos doméstico

El sueño del ama de casa de los años cuarenta y cincuenta, impecable, sumisa, organizada y tecnificada, tenía cara y cruz. Las mismas revistas que lo alimentaban (Ladies’ Home Journal, Woman’s Day) mostraban su reverso, exorcizado gracias al humor, digerible y dulce, en relatos en los que los niños eran traviesos pero encantadores, los maridos indiferentes pero responsables y las esposas histéricas pero ingeniosas. Shirley Jackson, madre de cuatro hijos y cabeza (es un decir) de un hogar a la deriva, escribió tal vez las únicas piezas del género domestic chaos que hoy no han caducado porque trascienden la intención cómica de sus congéneres: Jackson, obesa, empastillada, sucia y subyugada por su marido Stanley, que insistía en ser el único intelectual de la familia, sabía de qué hablaba cuando describía el desorden, la dejadez y el abandono. Y, aunque su tono sea ligero, casi casual, es difícil leer “The Night We All Had Grippe” o el final del primer capítulo de Life Among the Savages como piezas sólo de humor: aquí hay histeria y saña, desesperación y angustia. Shirley Jackson de parto en el taxi, sola y fumando, es posiblemente la imagen más radical del comienzo de la Age of Anxiety.

Pero, a efectos literarios, el domestic chaos, escrito por mujeres y para mujeres, era un subgénero dentro del género autobiográfico, que a su vez era inferior a la narrativa o la poesía. Estaba fuera del canon: quien se aventurase a firmar un relato sobre madres jóvenes con final feliz quedaba condenado.

Y de este modo, metiendo el pie en un género que no debería haber pisado, Jackson se hizo relativamente famosa y, en consecuencia, proscrita para el mundo literario. Persona non grata.

Las décadas pretenciosas

Del mismo modo que los escritores estadounidenses se asfixian bajo la obligación de acometer en algún momento la Great American Novel —esa obra maestra platónica y monumental que resumirá la complejidad del espíritu patrio y hará arrodillarse al mundo entero—, el medio literario yanqui ha esperado desde siempre la llegada de su “gran generación de escritores”: un mito como otro cualquiera.

En los años cincuenta pareció darse algo parecido a un grupo de escritores que compartían características. Desencantados, francófilos, sesudos, pretenciosos, bebedores, gregarios, universitarios, psicoanalíticos y politizados, eran los hombres que podrían acudir a la fiesta dominical descrita por Jackson en Hangsaman, para la que bastaban unos cuantos ceniceros y una estantería con los libros de consulta de cualquier discusión de clase media y pretenciosa, incluyendo “el Ulises, C.S. Lewis, La función del orgasmo, la última novela homosexual inglesa, Hot Discography, una versión abreviada de La rama dorada y un diccionario sin abreviar”. Era el momento de Ginsberg, de Marilyn leyendo a Joyce y del jazz en el tocadiscos, y era, sobre todo, el momento en el que William Maxwell, como editor del New Yorker, marcó el canon: los jugadores estrella serían Eudora Welty, Nabokov, Cheever, Updike y Mavis Gallant, y en la segunda división jugaría cualquiera que escribiera sobre el desencanto en los barrios suburbanos dando pena y poniendo el foco en los sentimientos no expresados mediante metáforas y correlatos. Circulaba una broma entre los escritores: para publicar en el New Yorker, bastaba con inventar un relato melancólico donde no sucediera nada, y quitarle el último párrafo.

La crítica y la prensa hicieron frente común con su primera generación de escritores “serios” y, por primera vez en su historia cultural, Estados Unidos sacó pecho. La edición de la revista Esquire en julio de 1963, que mostraba en su portada a una rubia en éxtasis ante un barbudo, estaba dedicada a la literatura, y funcionó a todos los efectos como una declaración de principios acerca de la lista de invitados a la fiesta de las letras: Mailer, Styron, Edward Albee, James Jones, Ginsberg y Nabokov. Miradnos bien —parecían estar diciendo al mundo—: somos muchos. No nos tose nadie.

Sí, pero ¿dónde encaja Shirley Jackson?

Problemas de género

Al otro lado del mar, en Francia, los teóricos habían encontrado un filón en la literatura “de género”, ya fuera erótica, negra, de terror o bélica. Críticos y escritores se lanzaron a reflexionar en sus respectivos campos sobre la fascinación que despertaban las obras de género, y con buenos motivos. Suponiendo —como ellos hicieron— que la literatura era un sistema de códigos pactados, sería en sus manifestaciones más rígidas donde mejor podría observarse lo convencional de todo el asunto. El terreno estaba listo para que empezase la mezcla de géneros, la revisión irónica, el homenaje y la reescritura posmoderna, como de hecho sucedió.

Pero en Estados Unidos la literatura no bromeaba: era un arte serio al servicio de la realidad, no sólo un lenguaje y tampoco un experimento a cuatro manos entre universitarios y literatos. Aquí importaban los temas, los personajes, el efecto veraz y la reproducción de la vida a través de los ojos y los intereses de la clase media. Aquí la novela de género la leían sólo los incultos, y punto.

Como consecuencia, en Estados Unidos ha habido sitio para casi cualquier escritor lastrado por la inevitable pesadez suburbana, de Richard Yates a Amy Hempel, de Raymond Carver a Miranda July y de Richard Ford a Lorrie Moore, pero no para Patricia Highsmith, que voló a Europa en cuanto se dio cuenta de que sus novelas, que pasaban por obras de suspense en Estados Unidos, eran recibidas en Europa como estudios filosóficos sobre la moral que, además, renovaban el género del thriller.

Muy bien, pero ¿qué hacía Shirley Jackson?

Mientras tanto, Shirley Jackson…

Mientras tanto, Shirley Jackson escribía libro tras libro y relato tras relato en su casa de Vermont, en el centro de un remolino de niños, libros, desorden, tabaco y alcohol. Desde su ventana (figurada) había visto que el horror puro, y no sólo el tedio, era lo que yacía en el fondo de la vida suburbana, y dedicó una carrera literaria de quince años a consignar esa visión según la cual la vida y la pesadilla, la realidad y la alucinación, la incertidumbre y el abismo eran la misma cosa. Como en sus novelas.

Pero resultaba difícil encajar tal visión en los géneros existentes. La novela realista, donde apenas cabe lo que no está verificado, se quedaba corta, y la novela de terror parecía demasiado conservadora y restringida por sus efectos como para asimilar una nueva definición del pánico. Y sin embargo, la vida era para Jackson una experiencia fluida en la que el delirio, el terror a lo cotidiano y la presencia de lo sobrenatural se confundían con el tedio, el aislamiento y el caos contemporáneo. Ser fiel a tal visión exigía inventar formas literarias híbridas. Y eso hizo.

The Road Through the Wall (1948) es una tentativa de disparo que narra la vida vacía, cruel y amoral de los vecinos de Pepper Street, asustados ante la posibilidad de que el muro que hay al final de su calle sea demolido. Mitad disquisición filosófica y mitad novela experimental, este libro se lee hoy con desconcierto: los personajes (muchos de ellos con el mismo nombre) son deliberadamente intercambiables, y el muro pesa tanto en sus vidas como en la lectura, a modo de símbolo sin significado. Minimalismo, experimentación, absurdo, un texto que se vuelve fascinante cuanto más opaco es… Piensen en Beckett y habrán acertado.

Hangsaman, la segunda novela de Jackson, se publicó en 1951. Superficialmente, es una novela “de iniciación” basada, según la anécdota, en la desaparición de una adolescente en los bosques de Bennington, a pocos kilómetros de la casa de los Jackson. Pero la novela es en realidad un viaje a la paranoia, las alucinaciones y la disolución (metafórica o real) de la protagonista Natalie, una joven que deja al Holden Caulfield de El guardián entre el centeno, publicado el mismo año, a la altura de un mocoso en el campo de la angustia teenager. Y perdón por el agravio comparativo.

Pero Shirley Jackson podía llegar más lejos, y en The Bird’s Nest (1954) reventó el uso de la psiquiatría como fuente de caracterización de personajes a la manera de, por ejemplo, Tennessee Williams. Se lanzó aquí con una novela esquizofrénica y caleidoscópica, narrada desde los tres/cuatro puntos de vista de las personalidades múltiples que habitan el cuerpo de la joven Elizabeth, y dejó para el futuro el ejemplo más oscuro de un género (la relación entre el paciente loco y el analista loquísimo) que Hollywood no tardaría en vampirizar.

Tres novelas más cerraron la carrera literaria de Jackson. Son tres joyas góticas, o eso parecen. Son tres novelas sobre la locura y el aislamiento, o eso parecen. Son tres libros sobre el terror como fuerza vital, o eso parecen. Son tres novelas protagonizadas por mansiones, o eso parecen.

The Sundial (1958) funciona como una historia narrada en varias claves simultáneas: se presenta como una sátira sobre las novelas de horror, como una novela futurista y como un relato acerca de la obsesión por el peligro nuclear, y funciona en cada uno de los niveles. Narra la historia de los asquerosos habitantes de la mansión Halloran, único lugar del mundo que se salvará, según una profecía, del Apocalipsis. Pero hay en la elección de precisamente estos personajes como herederos de la nueva tierra una intención sarcástica y moral que convierte a esta novela en el ejemplar único de su especie: una parábola del absurdo.

Sigue The Haunting of Hill House (1958), tal vez su único texto puramente de género: una historia de terror con poltergeist, fenómenos paranormales y una casa habitada por el mal, que es al mismo tiempo una novela psicológica sobre la soledad y el aislamiento capaces de generar manifestaciones sobrenaturales. ¿Es el mueble que vuela por los aires causa o efecto de una mente perturbada?

Pero aquí debemos detenernos. We Have Always Lived in the Castle (1962) es la última novela terminada por Jackson, y su reciente reedición en Penguin Classics con prólogo de Jonathan Lethem le augura, tal vez, un cierto renacimiento. Es, por supuesto, otra novela engañosa, con mansión decrépita, gato, envenenamientos, pistas falsas y una narradora aficionada a los conjuros y los ritos. Pero lo que empieza como un relato sobre el abandono y la agorafobia disfrazado de novela gótica asciende poco a poco hasta un desenlace extraordinario que lo convierte en alegoría.

Añadan a esto casi cien relatos y pregúntense por qué Shirley Jackson no les viene a la cabeza cuando piensan en los escritores de la América de posguerra.

¿Qué pasó?

Pese a la buena recepción crítica de su obra, Jackson se quedó fuera de la lista oficial de grandes escritores estadounidenses, y ha vivido en un limbo extraño durante varias décadas. Demasiado leída para ser “descubierta” o para ser reclamada como una rareza “para escritores”, demasiado atrevida en su visión de la novela como género híbrido, demasiado lastrada por la fama de “The Lottery”, demasiado esquiva, demasiado flexible, Jackson sigue esperando una rehabilitación histórica.

Mal, Shirley, muy mal. No encajabas. No estabas en el canon. Te adelantaste medio siglo a The Road, de Cormac McCarthy y a Haunted, de Joyce Carol Oates. Lo sentimos, pero te quedaste fuera, y nadie nos ha dicho si debemos colocar tus obras al lado de Stephen King o de Angela Carter, en la primera, en la segunda o en la tercera filas.

Pero de momento, mientras reflexionan sobre un establishment literario en el que William Maxwell cabe y Shirley Jackson no, hagan un ejercicio: lean Hangsaman y después lean El guardián entre el centeno y La campana de cristal para ver quién gana; lean The Sundial y después Oryx and Crake; lean The Road Through the Wall y después lean cualquier libro de Richard Yates, incluso los buenos. Pero sobre todo lean We Have Always Lived in the Castle con Harold Pinter en mente.

Y después hablamos.

by Pablo Chul

nació en Valladolid, España, hace treinta y cinco años. Historiador del Arte y la Cinematografía por formación, habla cinco idiomas y ha cursado estudios en Corfú, donde enseñó español y se especializó en cultura clásica y arte bizantino. Vive y escribe en Madrid, donde colabora como asesor free-lance en empresas de tendencias de ocio y turismo. Lleva el blog Como una metáfora.

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