El manto de la invisibilidad

1)

De acuerdo con los documentales de Animal Planet, los grandes depredadores son los que permanecen mucho tiempo escondidos, observando con distancia prudencial a sus víctimas. Se anticipan al momento preciso del ataque, para que la posibilidad de error sea mínima y así arrancar la cabeza de su presa de la forma menos siniestra. También sabemos que, bíblicamente hablando, existe un misterio alrededor de toda la adolescencia y primera adultez de Jesús, y este paréntesis es entendido por creyentes, expertos y penitentes como tiempo de preparación de lo que estaba por venir. El criminal, por su parte, quiere tomar algo que no le pertenece, y suele tener mejor suerte si utiliza el factor sorpresa. El ninja se entrena en el arte de la invisibilidad y ahí radica su esencia letal: en que al desenvainar su espada en el vacío absoluto pueda desgarrar el aire hasta partir en dos el destino de otro. Cuando el niño pequeño de la casa permanece en silencio durante varios minutos, los adultos corren a buscarlo porque saben que algo está sucediendo y requiere de su intervención… Lo no visto, lo que está en paréntesis, lo que subyace es evidencia de que algo está por pasar; pueden existir riesgos en esa invisibilidad (como lo demuestra un hombre que no puede ser visto en la novela de H.G. Wells), pero al ser una condición irreversible para quienes crecimos en los 80’s y ahora escribimos en Ecuador, la situación es clara: no tenemos alternativa.

2)

Somos unos payasos tristes. Somos miembros del Sgt. Liver Lonely Clowns Club Band. Eso nos da una ventaja importante porque no esperamos nada de nadie, solo de nosotros. Ni siquiera entre nosotros, sino de cada uno de nosotros. En Ecuador ya no escribimos para rendirle tributo a alguien, ni para romper algo. Lo hacemos porque no hay remedio, porque nos hemos quedado en el camino y en el fondo no tenemos algo de qué asirnos. Es preferible reír a llorar por toda la leche derramada. Y escribimos porque es lo que mejor sabemos hacer para hablar de esos temas que nos interesan. Los payasos tristes no lamentamos nada, ni recogemos nada; lo que hacemos es liberarnos de todo. No estamos buscando algo en particular: lo que queremos es ser consecuentes con nuestras decisiones de escritura. En el camino cometemos todos los deslices del mundo, como confundir forma con fondo, como asumir que la literatura de hoy es una literatura de solo tópicos tecnológicos, como entender que el ego es más importante que un buen párrafo. Los payasos tristes debemos aprender de nuestros propios errores, hacernos camino, descubrir cómo atacar a nuestra propia presa… que solemos ser nosotros mismos. No somos ni mejores ni peores de los que vinieron antes, somos inevitablemente distintos, y quizás no nos importe mucho esa diferencia. Es más, los payasos no pensamos mucho en eso. Hoy lo hago como un ejercicio de presentación y de diagnóstico. Salimos del cascarón por nuestros medios y jugamos a equivocarnos porque nunca hubo un límite. Vemos más allá porque nos criamos según nuestras propias reglas e intereses, armamos nuestros arsenales y puestos de vigías con el esfuerzo del que busca y escudriña para saber dónde dirigir sus armas. Nos criamos con una narrativa local ausente y por eso la literatura que nos movió de niños no conocía de límites geográficos o de necesidades nacionales; en el fondo, no aprendimos a hacer distinciones de ese tipo. Para los payasos tristes, nuestra patria es la página, no existe nada más que eso. No hay ninguna deuda que debamos pagar, ni camino que debamos sortear. Payasitos no hay camino, quizás solo nos quede andar.

3)

¿De qué narrar en un Ecuador del siglo XXI? De entrada ya no estamos en búsqueda de algo en concreto; ahora mostramos el resultado de toda búsqueda y narramos para reflejar lo que obtuvimos de ella: miramos a la humanidad, ese último bastión de creación que nos queda, y construimos ese nexo individual, ese puente que nos permite comprender de alguna manera qué es todo aquello que nos pasa. Hemos visto de todo lo que tenemos alrededor y hemos discriminado las cosas. Hemos entendido que discriminar no puede ser considerado un verbo nefasto en medio de sentencias de lo políticamente correcto. Somos seres que discriminamos a diario, que escogemos una palabra frente a otra, un libro ante otro, una tradición contrapuesta a alguna distante. Al ser invisibles, las correcciones nos importan muy poco. Nos abrirnos la cabeza para utilizar lo que tenemos dentro y lo hacemos sin conocimientos médicos como un ejercicio de nobleza necesaria, de creación de individuos que quieren hablarle al mundo visible de lo que los doblega. Porque fuimos discriminados, crecimos en terror, vivimos en ausencia y nos interesamos por la narrativa a pesar de no tener los recursos bibliográficos a la mano, o una sociedad con cultura lectora. ¿Qué narran esos niños no tuvieron acceso a librerías? ¿De qué pueden hablar esos pequeños que solo leyeron lo que había en estantes de parientes y vecinos, sin pensar en nacionalidades? ¿Cómo se enfrentan a la escritura aquellos que asumieron que contar algo es hacerlo con fuerza, como vehículo de la misma literatura? Siempre hay esfuerzo y mucho. Ecuador es el campo de la narrativa que intenta, que intenta y prefiere quedarse en el intento. La narrativa es la metonimia de lo que pasa en el territorio nacional… así ha sido siempre.

4)

Crecimos en la invisibilidad y ese crecimiento significó la construcción de un camino propio. En Ecuador nunca surgió un exponente nacional que nos pusiera en alto el listón dentro y fuera del territorio, que nos exigiera, que nos demarcara algo. Podríamos asumir que ciertos nombres entrarían en esa lista, pero eso no dejaría de ser impreciso. ¿Dónde está el problema? ¿En la calidad? ¿En la vocación casi nacional de sentirnos los últimos? ¿En la necesidad de callarnos? ¿En la vergüenza de exponernos? La respuesta podría tener un poco de cada una de estas precisiones, pero lo mejor de estos cuestionamientos es que ya no nos interesa encontrar aquella explicación. ¿Es que en realidad importa no tener obras representativas a nivel regional o que no haya autores mayores de 70 años que tengan la misma relevancia de nuestros vecinos García Márquez o Vargas Llosa? No, realmente no nos importa. Estamos en otro momento. Vivimos la siniestra ventaja del silencio, ese vacío de escritores que se encierran en cuatro paredes para que sus libros no sufran, para hacer de la literatura el reino de la endogamia. Nuestra vida, en esa edad en la que todo es novedad, se redujo al desconocimiento casi total sobre las letras ecuatorianas, porque éstas no aparecían (la apreciación podría ser discutida, porque lo que existe son excepciones que confirman esta regla). Tuvimos que enfrentarnos por nuestra propia cuenta a lo que había sucedido en el país; debimos crecer con ausencias de padres, por lo que el cacareado parricidio nos sabe a sitcom, de las malas. Esa invisibilidad fue interna, nos comimos la cola hasta desaparecer. Fuimos los cazadores del arca perdida, mientras nuestros abuelos narradores decidieron definir una receta en la que para llamar a algo literatura era necesario el compromiso político. Éramos niños, no estábamos más que sujetos al reino de la imaginación y por eso nuestra única bandera es el refugio mismo de la escritura.

5)

Para nosotros, los payasos tristes habitantes de la zona fantasma, no existe redención. Y eso no nos pone más tristes, sino en otro sitio. Todo lo hemos visto desde la distancia del observador sabio, ese que comienza a establecer relaciones en donde otros no encuentran más que terreno árido. Y actuamos ahora, aún cuando creemos que lo que hacemos al escribir sigue siendo búsqueda. A los payasos tristes nos da lo mismo la política que un pastel de zanahoria; la sensación de pertenencia o identidad nacional tiene el mismo peso que una frase de Woody Allen o un cuento de Philip K. Dick; El Capital de Marx es otra de esas biblias que hay que olvidar y el dinero es el impedimento para conseguir más libros. Tribu sí, de Carlos Béjar Portilla y En la ciudad he perdido una novela, de Humberto Salvador, descansan en el velador de nuestras habitaciones junto a Luna Park, de Bret Easton Ellis y Plataforma, de Michel Houellebecq. Para nosotros no hay mucha distancia entre páginas importantes de Demetrio Aguilera Malta y de David Foster Wallace: es lectura y experiencia. Todo en todo es todo lo que somos. Pero, en el reino de la observación, en ese espacio de gravedad cero, lo que hemos hecho los payasos es descubrir nuestros propios caminos y nuestros temas. Discriminamos y escogemos nuestros derroteros. ¿Que no somos ecuatorianos? Es tan inevitable serlo que no nos sentamos a perder el tiempo en hacernos esa pregunta. No, no es un sino, es una características más, así como comernos la letra ese cuando hablamos o alargar la efe inexistente en palabras que suelen terminar en vocal. Crecer a la vera del camino en zona de guerra siempre es una ventaja. Los payasos tristes no jugamos a la indiferencia, ni a la neutralidad; únicamente intentamos ver todo a través del cristal de la consecuencia. La literatura, en definitiva, es un oficio ético.

6)

La invisibilidad te vuelve loco. Que no te vean y que no te veas es siempre un golpe al sentido común. El ser invisible no te salva. Puedes entrar una o dos veces al baño de niñas y verlas cambiarse, pero a la quinta o sexta ocasión, la gracia se pierde. La invisibilidad no es condición de ventaja, repito; no es la puerta a la vida eterna, no es razón de calidad. Es solo sensación de abandono y gasolina para la introspección que cada uno quiera hacer. Los que escribimos ahora en Ecuador, y que hasta hace menos de una década no éramos más que lectores empedernidos, no debemos luchar contra la invibilidad para que nos vean y reconozcan. Ese sería el camino obvio y ridículo. La visibilidad no nos interesa porque hemos permanecido ocultos y hemos descubierto la ventaja de la indagación por encima de otros. Hoy, la visibilidad es una condición que la tecnología permite y sería absurdo buscarla. Ya está aquí, es virtual, estamos conectados y así quisiéramos guardarnos, no podríamos. Esa visibilidad virtual subvierte a la realidad, esa misma realidad que adornamos con nuestra imaginación y que ahora con lo virtual se vuelve requisito de literatura. Por eso no debemos luchar por lo inevitable; ahora solo debemos escribir. El ladrón debe robar sin excusas de por medio, el ninja quiere entrar a escena y borrarle la cabeza a alguien, el que narra busca formas de narrar. El error está servido, y quizás ya sea hora de que nuestros errores puedan ser leídos.

7)

Hay payasos tristes por todas las provincias del Ecuador, y hasta en el extranjero. Algunos viven más tristes que otros y suelen moverse por el camino de lo lamentable, porque en el fondo lo suyo es una lucha para evitar una extinción que consideran reversible. Varios prefieren vivir bajo la sombra de fantasmas de eso que pudo ser y nunca fue. Esa quizás sea la real tristeza de los payasos tristes. Cuando uno de ellos prefiere quedarse en el lamento, un hada pierde sus alas. Los payasos tristes entendemos que las letras son en sí revolución y los pleonasmos no sirven con ellas. Hay otros que asumen que sus ideas son sinónimo de calidad y caen en errores compasivos. Ciertos payasos se centran en el juego del marketing y confunden pastel con cuchara. Estos últimos son, sin duda, los payasos más graciosos de todos, y en la fauna de los que escriben no son los más lamentables. Los peores suelen ser aquellos que quieren salvarnos: los payasos que escriben desde el pedestal inexistente de lo grandioso son aquellos que convierten a la escritura en ataud. La invisibilidad trae problemas, sobre todo porque pavonearse como el mejor de la especie es siempre vitamina de imprecisiones. Suele pasar que tu ego y neuronas se cargan al querer cambiar esa invisibilidad, mas no el talento. Aquellos payasos tristes que partimos desde un pasado que no existió, o que si existió prefirió quedarse en sus propias discusiones e inconvenientes, sabemos que no somos buenos; no nos interesa ser los grandes narradores del Ecuador. Sucede de esa manera porque no existe nada que nos pueda servir de referente y al no tener una cruz en lo alto que nos defina el acto de fe, no necesitamos creer en algo en particular. Tenemos la ventaja de la física cuántica en nuestros dedos que teclean con fuerza. Hay payasos que son más tristes que otros; también están los que buscan las novelas del pasado y las descubren con la fijación de un extraterrestre develando los grandes secretos de razas escondidas, y están los que sienten sobre sus espaldas el peso literario de una nación, como los Atlas de un dolor patrio que sabe extraño.

8 )

Los que crecimos en la sensación de que el mismo país nos suspendía en el vacío, que nos expulsaba a la migración para conseguir los dólares nuestros de cada día y que nos volvía más esquizofrénicos que de costumbre, no creemos en Ecuador con una conciencia mágica de pertenencia. Aquellos que crecimos con la experiencia de una narrativa añeja (como la de la Generación del 30) nos enfrentamos a la certeza de que eso que se lee todavía como novedad y grandeza es ya un pasado que no negamos, pero que preferimos leerlo en un panorama mucho menos sacro, como buenos discípulos de la invisibilidad. Nosotros, que empezamos a buscar por propia iniciativa títulos que estaban por ahí regados o que alguien recomendaba en una conversación universitaria, somos los que establecemos las relaciones más bizarras con estilos, corrientes y épocas. Quienes vemos en lo académico un camino más, junto al delicioso empirismo que da la lectura sin guía, intentamos un recorrido mucho más entretenido y despierto. Los que no dudamos en abrirnos a otros formatos alrededor de una narrativa potencial (ya sea en una sala de cine oscura, en una exposición fotográfica o en un paseo de turista por la 9 de Julio) tenemos muchos más elementos para tomar decisiones. Hoy ya no estamos buscando ni pretendemos luchar por ese placer de la búsqueda en sí mismo. La literatura, insisto, es un oficio ético y por eso la narrativa que se hace en el Ecuador de 2011 es esa narrativa que quiere contar, que no quiere instruir ni delimitar caminos. No guía ya, porque entendió que no debe guiar nada como objetivo final. La narrativa que se hace hoy en Ecuador se mueve como espectro preciso, no quiere probarle nada a nadie, porque querer probar algo en un país que tuvo muy poco es una empresa con poca lógica. Nuestra narrativa no entiende de límites creativos porque creció en este país, que más que ofrecer libros nacionales ofreció televisión por cable a adolescentes que absorbieron lo que más pudieron (gracias a que MTV funcionó en señal abierta durante 4 años). Es una escritura que no se sujeta a nada sino a dictámenes del ser que las crea… ese ser invisible.

9)

Lejos de la calidad y de sus características particulares, los payasos tristes somos muchos y con diferentes búsquedas e intereses. Somos los que escriben, los que se desgastan en el reino de lo invisible, los que luchan por publicar… en un país donde hacerlo es un negocio tan rentable para ciertas editoriales que se las dan de honestas cuando son vampiros que exprimen a jóvenes al publicar sus obras a cambio de 3000 dólares, por ejemplo. Somos los que visibilizan algo que no se mueve por recetas antiguas, nos burlamos de las lágrimas derramadas y decimos: las tenemos en nuestros rostros, pero nos importan un pepino. ¡Solo queremos narrar lo que está adentro! Lanzo una lista innecesaria de narradores, porque entre los payasos tristes hay mucha gente que he leído (a algunos en manuscritos, porque todavía no pueden publicar por falta de espacios o recursos) y que debo nombrar por simple acto de conciencia: Jorge Izquierdo, María Balladares, Luis Borja, Yanko Molina, Solange Rodríguez, Edwin Alcarás, Sabrina Duque, Bolívar Lucio, Juan Fernando Andrade, María Fernanda Ampuero, Jorge Luis Cáceres, Eduardo Adams, Esteban Mayorga, Juan Secaira, Andrés Cadena, Juan Pablo Castro Rodas, Silvia Stornaiolo, Miguel Antonio Chávez, María Fernanda Pasaguay, Luis Alberto Bravo y Denise Nader… entre otros. Lo único que hago con esto es decir que hay mucha gente que se enfrenta a la narrativa asumiendo sus riesgos, jugándosela por un punto de vista al escribir, por sus ideas y obsesiones; no por reivindicar algo que los trascienda, sino para contar una historia de la mejor manera: no importa el lugar, ni las referencias, ni el lenguaje, ni el pasado. Hoy los personajes caen desde las alturas con el vértigo reducido a cero; las jóvenes ven a la Virgen y sustentan negocios alrededor de sus visiones porque lo divino es atención, los grupos de rock son anclas de vivencias mucho más intrínsecas del ser humano y que poco tienen que ver con el desenfreno; las estrellas del porno son refrendaciones del migrante que debe sobrevivir en lo que sea para entender las distancias; los matrimonios desechos son señales de alerta para la confianza gratuita… En fin, son temas de la vida que no varían, que nos definen y rodean, que siguen siendo reveladores de quienes somos como raza.

10)

En síntesis: No negamos el pasado… el pasado nos negó. No aborrecemos lo de antes, lo de antes vino a quedarse y se niega a ir. Al final del día la ventaja de ser invisibles es una paradoja completa. No se trata de escribir alejado de lo que pasó y no pasó: se trata de escribir a pesar de lo que pasó y no sucedió. Se trata de entender que inquietudes como ‘quiénes somos’ y ‘de dónde venimos’ no son más que condiciones para la escritura, como teclear con dos manos o agarrar la pluma con una, en onda Miguel de Cervantes. Los payasos tristes somos los que hemos visto con calma el destino y no nos hemos desesperado por la invisibilidad: hemos preferido hacerla parte de nosotros y escribimos a pesar de ella. Eso sí, la invisibilidad no es señal de excelencia. A veces los payasos tristes empezamos a sonreír de más y asumimos que el logro es que hablen de nosotros, que nos toquen, que nos sentencien como ejemplo. Otras veces entendemos que hablar de redes sociales o de drogas hechas en laboratorios o de orgías donde las extremidades se confunden como gusanos en espaghetti es la verdadera revolución literaria… y nos equivocamos: los invisibles podemos hacer mucho ruido casi siempre, y ese ruido suele ser la demostración de las pocas nueces que hay por ahí. El camino está en entender que la narrativa es un diálogo y que si la escritura intenta romper el pasado por el placer de romperlo, no abre espacios, los cierra. En el fondo hoy, cuando leo esto y alguien tuitea muchas de las imprecisiones que intento, la humanidad sigue temiendo por la muerte, llorando por un amor, sufriendo por la vejez, destrozándose por la culpa, lamentándose por un castigo y fascinándose por el sexo. La narrativa no se crea ni se destruye, se transforma… Sin importar de dónde venga o hacia dónde va.

by Eduardo Varas

nació en Guayaquil, Ecuador, en 1979. Es el autor del libro de cuentos Conjeturas para una tarde (2007) y de la novela Los descosidos (2010). Mantiene el blog Más allá de los libros.

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