Los años cincuenta del siglo pasado fue la Edad de Oro de los platillos voladores: avistamientos, abducciones, líneas extrañas en las milpas texanas, encuentros de segundo tipo y autopsias alienígenas en Nuevo México; ficciones que ocupaban las primeras planas de los periódicos y las pantallas de la televisión a blanco y negro. De todas las latitudes del mundo donde se avistaron platillos voladores, el único lugar donde un artefacto interplanetario se dignó aterrizar fue en un terraplén de La Habana, donde por entonces se adelantaban las obras para una Ciudadela Deportiva. Era un artefacto oval, metalizado, con un periscopio de submarino que apuntaba hacia la nada. Nadie sabía si se había accidentado o quedado sin combustible para concluir su viaje intergaláctico. De adentro no salían señales de vida. Era la primera visita oficial de los extraterrestres al planeta tierra y se daba allí, preciso en Cuba, donde vivía Ernest Hemingway. El escritor tenía un antiguo televisor Admiral que usaba únicamente para ver partidos de Béisbol. Para la grilla adicional, no tenía tiempo. Pero ante un evento de tal magnitud (la llegada de los extraterrestres) no podía permanecer al margen. La policía se movilizó al sitio del aterrizaje con su Estado Mayor y una división blindada del ejército y el cuerpo de Bomberos. Hemingway, en la sala de Finca Vigía, a seis millas (once kilómetros de La Habana) buscó la botella más grande de su reserva para pasar el trago amargo y presenciar el hecho que daría un carpetazo a la historia de la raza humana y dejaría en ridículo todas nuestra guerritas pasadas (incluidas las dos de Alemania, a las que Hemingway había asistido como testigo), y se sentó a ver la transmisión en compañía de sus 57 gatos y los nueve empleados de la servidumbre.
Después de varias horas de transmisión continua, hacia las cuatro de la tarde, el platillo volador abrió la escotilla. Los televidentes, boquiabiertos, aterrados, vieron cómo se desbandaban los curiosos, cómo los militares se protegían con los cañones de sus fusiles y cómo el brigadier del ejército “pistola en mano” se parapetaba tras el vehículo oficial. Del vientre del platillo volador surgió entonces una extraña figura: una modelo muy famosa de la época con un traje diminuto que mostraba a la altura de sus pechos gelatinosos una inofensiva botella de cerveza marca Cristal.
Norberto Fuentes:
Por la misma escotilla emergieron los 43 integrantes de una orquesta de música popular que tocaban sus instrumentos y coreaban este estribillo contagioso: “Hasta los marcianos toman Cristal”. Demasiado para Hemingway. Terminó de beberse su litro de ginebra Gordon. Sin hielo, sin agua, sin agua tónica, sin limón. Sus empleados lo estaban observando. Hemingway se levantó y fue directamente hacia su cama, no a la de Miss Mary, y se durmió sobre la montaña de cartas, los ojos tapados con una estrujada edición dominical de The New York Times.
Así oscilaba la vida de Hemingway en Cuba, entre el delirio y la más prosaica realidad. De todas las versiones que conozco de su vida (la de Burgess es un inventario de esposas, la de Leicester H. una profilaxis del Hemingway político, el retrato de Lillian Ross veinte páginas de semblanza con alguna destreza para capturar diálogos sueltos, la del propio Hemingway: una remembranza de sus primeros años de aprendizaje en París) de todas, digo, es la de Norberto Fuentes la que más lo humaniza, las más agraciada por el numeral de anécdotas, la que revisa las versiones y declaraciones hechas en otros libros sobre la vida del escritor y contrasta cada proceder con testimonios de viva voz de quienes le conocieron, le sirvieron y lo acompañaron en la cotidianidad de Finca Vigía durante los veinticinco años que pasó en Cuba.
Y es que los años de Cuba fueron los más fecundos para la obra literaria de Hemingway. Allí escribió tres de las mejores novelas de su peculio: Por quién doblan las campanas, El viejo y el mar y París era una fiesta. La isla le permitió hallar en un solo lugar el ambiente adecuado que exigía su ritmo cardiaco para tener esa vida alborotada y monástica que solicitaba al mismo tiempo aventura y soledad. Aventura en la corriente del Golfo (a bordo de su yate El Pilar) y retiro y soledad en la finca, con nueve mil libros a su disposición, una cava repleta de los mejores licores y las piezas mayores de sus trofeos de caza que le estimulaban los recuerdos para escribir dos o tres verdades que son lo mejor que se ha dicho sobre morir y matar.
Hemingway y los algoritmos
Un aspecto notable de esta biografía es la revisión de la correspondencia y los cientos de papeles sueltos que quedaron en Finca Vigía. Norberto Fuentes ha revisado los libros para comentar los subrayados que hacía el escritor en las márgenes; todo ese instinto de sabueso para tratar de entender qué le inquietaba, qué censuraba, cómo seleccionaba los temas el escritor, qué pensaba de la crítica, cómo recibía los comentarios ajenos.
Para inmiscuir el dato sencillo de cómo era uno de los días en la vida de Hemingway, Norberto Fuentes interroga a un grupo notable de personalidades de todos los rangos (desde el más humilde pescador de Cojímar que le inspiraría El viejo y el Mar, hasta el barman que le preparaba los daiquirís cerreros en El Floridita). Con un collage hecho de testimonios fragmentarios logra establecer exactamente que Hemingway a. se levanta al alba, b. escribe cuatro horas de pie con una botella de champaña en la mano contraria, c. come sopa de tortuga licuada y carne de aguja capturada ocho meses atrás y tres botellas de vino, d. sale a pasar la tarde a La Habana en una furgoneta, e. lee los periódicos en la segunda silla de la izquierda entrando al bar Floridita, f. bebe entre ocho y catorce daiquirís sin azúcar y g. regresa minutos antes de la hora prometida a cenar con Mary Welsh y evitarse así los regaños y las amonestaciones de la dueña de casa.
Los que tenemos el fanatismo de archivar datos insólitos (datos que sólo servirán para alimentar el mito de nuestros gurús espirituales) sabemos debido a la extrema meticulosidad de Norberto Fuentes que en épocas de pesquería Hemingway comía toneladas de cangrejos crudos con limón. Sabemos de su guerra contra el azúcar en los tragos. Sabemos que temía a la cirrosis (porque dejó subrayados en un vademécum para enfermedades hepáticas). Sabemos cuál era el insulto que más le gustaba por su resonancia gutural (“me cago en la puta madre”, proferido en español castizo, aprendido en España, en tiempos de la Guerra Civil). Y sabemos dos o tres minucias reveladoras de ese carácter contradictorio que se regodeaba matando leones pero lloraba cuando moría uno de sus gaticos domésticos.
Uno de los datos más curiosos que dibujan de cuerpo entero a ese escritor acostumbrado a pulverizar los libros que no le gustaban, pero desestabilizado ante los comentarios desfavorables ajenos, es el encono que le causó el ranking que William Faulkner hizo de los escritores norteamericanos insignes de Estados Unidos (reservándole un execrable quinto lugar a Hemingway y reservándose a sí mismo un modesto segundo lugar por debajo sólo de Thomas Wolfe).
En uno de esos documentos fatigados por Norberto Fuentes, Hemingway dejó escrita una sutil venganza contra Faulkner:
Me parece que es un mierda, pues como escritor tenía gran talento y, por falta de aplicación, por borracho, por hollywoodense y los defectos comunes de un profesional sureño, resultó ser un fracaso. Sin embargo, nunca deja de aparecerse en NY para la publicación de un libro nuevo, ni tampoco deja de besarle el culo a quienes le otorgan premios. Dile que durante años lo alabé por toda Europa como el más grande escritor norteamericano, que sus borracheras me daban pena y tenía la esperanza de que llegara a un lugar donde pudiera vivir sin tener que putear en Hollywood. Dile que es una puta y un coño triste y miserable con una voz dulce y con todo el talento intacto y vulgar del cobarde sureño”. El original de este fragmento está en papel timbrado de Finca Vigía, San Francisco de Paula, Cuba. Sólo existe la hoja foliada con el número 2. No tiene encabezamiento. Es evidente que las alusiones están dirigidas a Faulkner: sureño, borracho, el más grande escritor norteamericano, hollywoodense, etcétera.
Sí. El Hemingway que dibuja Norberto Fuentes es también un hombre mezquino. Aquel que se incomodaba con las lisonjas de la admiración y es capaz de contestar con un jab directo a la nariz de un escritor en ciernes que sólo intenta acercarse a saludar. “Es que la gente lo ve a uno concentrado en el periódico y viene a interrumpirlo”, se justificó, después de guisar a puños a un incauto de El Floridita. Es también el Hemingway paradójico de las fotos en África (el libro ostenta un acervo enorme de material fotográfico), el Hemingway que protegía su reputación desaprobando con lápiz de tinta roja las fotografías en que se le veía sonriente y complacido ante la bocaza abierta de un león acribillado a tiros (imágenes que tal vez ridiculizarían sus profundas reflexiones sobre el rito de la muerte en la sabana africana, imágenes que finalmente no circularían en medio mundo a través de las páginas de la revista Esquire). El descarte de esas fotos, sin embargo, no impidió que la lectura atenta de Edmund Wilson después de sumergirse en Las verdes colinas de África develara esa paradoja en las entrelíneas, con una agudeza honrada y pugnaz:
“Casi lo único que llegamos a saber de los animales es que Hemingway los quiere matar. En cuanto a los nativos, aunque incluye una descripción aguda de una tribu de corredores maravillosamente ágiles, la impresión principal que recibimos es que son gente sencilla e inferior y que todos admiran enormemente a Hemingway”.
Hay listas. En este libro abundan los algoritmos, los inventarios, las enumeraciones. De los aparejos. De los suministros para una temporada de pesca en el yate El Pilar. De las cuentas por pagar (Hemingway, calcula el biógrafo, invirtió veinte millones de dólares en Cuba durante su estancia, razón apenas evidente para aceptar la buena comunicación entre el Nobel y la Revolución cubana, aunque Hemingway sólo le sobrevivió tres años a la revolución). Hay sumas arcanas con las que quizá llevaba el control del total de palabras escritas en un día (entre 400-550 los días más inconstantes, y entre 800-1000 los días con más “jugo”). Hay minutas que siguen el rastro de los huracanes caribeños. Hay bitácoras de navegación de su puño y letra como capitán de yate. Hay un mapa minucioso de cada objeto que reposa en Finca Vigía y del lugar en que se encuentra. Hay un inventario etílico maravilloso que quedó como una estampa del Hemingway más íntimo y doméstico en la mesa-bar de su casa convertida en museo: seis botellas de agua mineral efervescente, Marca El Copey; una botella de scotch White Horse; una botella de ginebra Gordon; seis botellas de Schweppes Indian Tonic; una botella de ron Bacardí; una botella de scotch Old Forester; una botella de vermut Cinzano; una de Champán sin etiqueta. Luego Fuentes acota: “los contenidos originales, desde luego, fueron sustituidos por agua coloreada.” Hay una relación de cartas enviadas y recibidas a y desde medio mundo (Scribner, Ross, Marlen Dietrich, Ingrid Bergman, Robert Capa, Howard Hawks, Hearts Junior, Adriana Ivancich, Gellhorn) y una con el valor agregado de contener las notas y comentarios de Hemingway al guión de la versión cinematográfica de El viejo y el mar, dirigida por Fred Zinnemann. Esa misiva, con apartes del guión, ocupa la última secuencia de toda la biografía y presenta un material apócrifo pero lo suficientemente locuaz para atisbar la visión del autor sobre su propia obra, para contemplar los aspectos que Hemingway consideraba innegociables de su novela capital a la hora de verla transpuesta en el lenguaje cinematográfico.
Tampoco se incluirá la escena del viejo alimentándose con los peces voladores sacados del estómago del delfín. “Creemos que el impacto visual sería demasiado fuerte. Nuestra sugerencia, por tanto, es utilizar solamente los filetes del delfín, pero no los peces voladores”. Hemingway se muestra incomprensivo: “¿Por qué demasiado fuerte?”. Zinnemann reitera su fórmula, como en el mejor diálogo hemigwayano: “Discutir”. ) (La secuencia 152 presenta algunas dificultades técnicas. La novela describe una aguja haciéndole la corte a su pareja. “Nos parece que confundiría la continuidad visual.” Hemingway se muestra comprensivo ahora: “Reconozco que esto es probablemente muy difícil, pero podría manejarse por medio de la narración. Si no, tiene que eliminarse.”) (Los cambios en la secuencia 250 proponen no utilizar las algas del Golfo ni los camarones pequeños. Hemingway, agresivo, hace su última resistencia: “¿Por qué? Es estúpido. Pero, estoy de acuerdo si tienen que cortar.” Zinnemann elude el insulto y cobra su venganza: las aguas del Golfo y los camarones pequeños no se dejan ver en un solo fotograma de la película.
Hemingway y la revolución
Tal vez el aspecto más trivial de toda la biografía es el intento por mostrar que la postura política de Hemingway fue una voz favorable a la Revolución cubana. Los que han profundizado en la figura pública de Hemingway saben que el escritor recibió y saludó con la misma efusión de muchos intelectuales el advenimiento de esa revolución como una esperanza para mejorar la vida de un pueblo empobrecido. Se sabe, además, que lo hizo en declaraciones abiertas. No sabemos, sin embargo, qué tinte hubiese tomado esa visión de Hemingway ante la misma evolución revolucionaria, o cuál hubiese sido la percepción del gobierno revolucionario del escritor de haber vivido una década más en la isla. La paradoja es que el mismo Norberto Fuentes (que en alguna página de su libro recrimina con dureza a Cabrera Infante por “traicionar a la revolución”) se convertirá a comienzos de este siglo, del XXI, en el último disidente (a veinte años después de haber escrito la biografía de su líder máximo).
Digo que es trivial tratar de potenciar este aspecto proselitista de Hemingway porque para resaltarlo el biógrafo emplea demasiadas páginas que hubiera podido utilizar mejor en análisis comparatistas y en relacionar aspectos literarios de la obra a la luz de anécdotas vitales. Pese a lo obsolescente que pueda parecer en el año 2011, la trivialidad de ese aspecto propagandístico no impide ver la pericia del método de Fuentes para atar los cabos de su biografía. Una de esas agudezas le lleva a contrastar las palabras consignadas por la viuda de Hemingway, Mary Welsh, en el relato biográfico que ella dejó escrito. Welsh asegura que su marido no tenía interés alguno en la Revolución cubana. Fuentes pasa a revisar y a citar las declaraciones públicas de Hemingway en la prensa cada vez que los monopolios mediáticos norteamericanos lo recibían en los aeropuertos con preguntas sesgadas en contra de la revolución, y rastrea en ellas todo lo contrario. Mary dice que Hemingway se mostró descontento el único día en que se encontró con Fidel Castro. Fuentes arguye que si es verdad que los dos estaban descontentos (el señor y la señora Hemingway) debe haber algo en su fisonomía que delate este disgusto durante la fecha mentada. Entonces revisa el material fotográfico donde se les ve en compañía de Fidel Castro, aquel día de 1959, y a Fuentes le parece que por el contrario el señor y la señora Hemingway parecen muy felices de fotografiarse con el premiado en el segundo lugar de la competencia pesquera: Fidel Castro.
Como curiosidad de ese esfuerzo fallido que empaña la biografía, queda un antiguo diálogo entre Fuentes y Fidel Castro en que el reportero hace disertar al líder cubano sobre algunos aspectos formales de la obra literaria de Hemingway:
Norberto Fuentes: Usted se ha referido en otras ocasiones a Por quién doblan las campañas. ¿Cómo explicaría su predilección por esta novela?
Fidel Castro: Lo he dicho, ¿no? Porque trata de una lucha en la retaguardia de un ejército convencional. Y el libro nos ilustra sobre la vida en retaguardia, sobre la existencia de una guerrilla, y cómo puede actuar con entera libertad en un territorio supuestamente controlado por el enemigo. Me refiero a las descripciones tan vívidas que hay en esa novela. Nosotros ya intuíamos -cuando leímos la novela por primera vez, en la época de estudiante- cómo podía ser una lucha irregular, desde el punto de vista político y militar. Pero la novela nos hacía ver esa experiencia. Y luego conocimos esa vida por nuestra propia actividad. De manera que el libro se convirtió en algo familiar. Y regresamos a él siempre, incluso cuando ya éramos guerrilleros, porque es como regresar a los viejos tiempos, cuando la lucha era solo un proyecto.) (Ha estado presente porque realmente su obra no habla de hombres hechos con materiales tan duros que se hayan deshumanizado. El héroe de Hemingway nunca tuvo nada que ver con la perfección fascista. Y este puede haber sido uno de los puntos de vista erróneos de sus críticos. Y la confusión se establece por la voluntad férrea que los personajes de Hemingway son capaces de desplegar. El hombre puede enfrentar el medio adverso, debe hacerlo incluso. El final no estará escrito, el triunfo no se obtendrá siempre. Pero lo imperativo es buscarlo, luchar por él.”
Con esa entrevista resulta más evidente la conformidad de la revolución con Hemingway que la de Hemingway con la revolución.
Hemingway y el árbol genealógico
El último aspecto destacable es la recuperación de un árbol genealógico redactado por la madre de Hemingway y regalado al hijo para un cumpleaños. Es revelador porque presenta casi un cuadro freudiano en el atavismo del escritor: ancestros aventureros, desarraigados, rebeldes contra el puritanismo irlandés, contra una religión impuesta, y mujeres invisibles, sin rol alguno. La última generación, la inmediatamente anterior a Hemingway, es ya una clase burguesa americana. Allí se da la inversión del árbol: un padre pusilánime, inexistente, apocado, esquizoide y suicida, y una madre viril que sobreprotege al niño. Hemingway sufre en la infancia los avatares de aquella madre castradora. La madre que lo viste de niña para exhibirlo en sociedad (porque tal vez así satisface un deseo interno no cumplido: haber parido una niña que reivindicaría su linaje, un linaje borrado para las mujeres). Hemingway se alista en un batallón de ambulancia que parte al frente italiano en la primera guerra mundial para huir de los cuidados posesivos de aquella madre que primero lo afeminó y que luego, en la adolescencia, buscó convertirlo en un sustituto de su marido. Hemingway prefiere jugar al fútbol, quedarse sin educación profesional, a ser una eminencia de la medicina como su padre, pusilánime, inexistente. Hemingway decide que la única forma de cortar todo vínculo con esa madre invasora es poner tierra y mar de por medio. De otro modo no logrará ser autónomo. Y lo consigue. Se salva de ser su padre, a costa de convertirse en su tatarabuelo: un aventurero, un cazador, un mercenario; a costa de convertirse en el prototipo de escritor viril, un hombre que se hace fotografiar con cañones fálicos. Un depredador. El macho delta. El marido de cuatro hembras. Sin embargo, tal vez nunca logrará liberarse de su árbol genealógico. Cuesta generaciones quitarse de encima los fantasmas de la neurosis, los secretos familiares, las herencias viles, las castraciones, las ausencias afectivas, la negación de los roles. Hemingway acabará bipolar, disminuido; se matará al igual que su padre, y heredará esquizofrenia, alcoholismo, trastornos y un deseo de exaltar la feminidad borrada por parte de sus nietas, bellísimas, pero bulímicas, herederas de uno de los más grandes escritores, pero disléxicas, que se negaron así a leer sus libros, que se negaron así a seguir masculinizadas, que reivindicaban la ausencia del rol femenino en sus antiguas madres. (Margaux se suicidó el 1 de julio de 1996; al día siguiente se conmemoraba el suicidio del abuelo.) La inserción de esa memoria familiar revela un aspecto fundamental en la transmisión de fantasmas esquizoides.
Supongo que no es necesario anotar que así acaba la biografía: con el suicidio de Hemingway, la pérdida de peso (al parecer por una diabetes, o por leucemia; no se establece). La crisis bipolar. La terapia de electro shocks en el hospital de Saint Mary. Las últimas palabras que recuerdan sus empleados. Las cartas que envió donde decía que ahora pesaba 50 kilos, como un niño, después de pesar 120, como un toro; la misiva en que decía que no se podía vivir en este mundo convertido en un estorbo.
Su imagen guerrera disminuida.
La escopeta de dos cañones en el paladar.
El 2 de julio de 1961.
El amanecer en Ketchum, Idaho.
El disparo.
Fin.
Un libro para coleccionistas de lo insólito.
es blogger y cronista independiente. Es autor de La balada de los bandoleros baladíes (2011) y miembro del consejo editorial de esta piara. Escribe semanalmente en Una hoguera para que arda Goya.
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