Curioso cuando somos víctimas de nuestras propias ironías. En el último cuento de Los culpables (Almadía, 2006), “Amigos mexicanos”, un periodista llamado Katzenberg regresa a México para escribir sobre el país luego de que años antes escribiera el “enésimo reportaje sobre Frida Kahlo.” El reportaje se tituló “Eruptions, Frida and the Volcano”, y fue un éxito. Katzenberg, nos dice el narrador
“se entrevistó con profesores de estudios culturales en Brown, Princeton y Duke. Había hecho su tarea. El siguiente paso consistía en establecer un contacto fragoroso con el verdadero país de Frida. Me contrató como su contacto hacia lo genuino. Pero me costó trabajo satisfacer su apetito de autenticidad.” (p81)
Inmerso en esa necesidad del periodista extranjero, el narrador confiesa haberlo atiborrado de “lugares comunes y cursilerías vernáculas.” Y agrega: “Pero la culpa fue suya: quería ver iguanas en las calles.” Sin embargo, al publicarse el artículo el narrador se ofende porque Katzenberg transcribiera “sin comillas ni escrúpulos todo lo que yo había dicho. Su crónica era un despojo de mis ideas.”
¿Cuáles ideas?, se pregunta uno. ¿Los lugares comunes y las cursilerías vernáculas o, “algo que dije de la salsa verde y el dolorido cromatismo de los mexicanos”? Cualquier autor con semejante sentido de la dignidad preferiría no ver su nombre asociado a tantos lugares comunes. El narrador, sin embargo, se siente ultrajado y nos dice -con candidez- que eso sólo demuestra que los norteamericanos se aprovechan de los mexicanos. No se siente ofendido porque Katzenberg haya escrito un artículo lleno de cursilerías vernáculas sobre México, sino porque no le dio el debido crédito. Como dice: “Por la mitad de precio podían haberme pedido la crónica a mí.”
Curiosamente es esta moral la que recorre cada uno de los cuentos. Al tratar los exotismos mexicanos -al querer mostrarnos nuestra absurda complejidad-, la ironía de Villoro, paradójicamente, muestra un mecanismo tan repetitivo y artificial que resulta sorprendente que semejantes exotismos resulten tan monótonos y gastados, porque el único movimiento del libro es ironizar sobre las cursilerías vernáculas añadiéndoles un toque todavía más exótico, como si eso fuera suficiente para dotar de profundidad o complejidad a las historias: un mariachi que no sabe montar a caballo y al que le gustan las albinas (y que ve en entredicho su masculinidad); un judicial que ve películas de Buñuel; un trailero metido a guionista de cine; un limpiavidrios con aspiraciones intelectuales; un periodista gringo que busca el México verdadero; un trío de amigos que viajan con una iguana; y esbozos de mujeres que aparecen con estudiada oportunidad para establecer relaciones inestables con hombres inestables.
Pero sigamos con “Amigos mexicanos”, en el que parece caber la creencia de que la profundidad o complejidad de un personaje puede radicar en hacerlos más grandes que la vida. Los autores que así lo han hecho han medido cuidadosamente sus efectos. Uno recuerda por ejemplo, a los personajes de Bellow –greater than life– como Valentin Gerbasch o Henderson. Pero su complejidad como personajes no se basa en hechos puramente factuales ni en datos espontáneos salidos de la mano de un narrador dadivoso. Así es como el narrador de “Amigos mexicanos” nos muestra a Gonzalo Erdiozábal:
Gonzalo parece un moro altivo del Hollywood de los cuarenta. Transmite la apostura superdigna de un sultán que ha perdido sus camellos y no piensa recuperarlos. Esto es lo que pensamos en México. En Europa parece muy mexicano. Durante cuatro años de la década de los ochenta se hizo reverenciar en Austria como Xochipili, supuesto descendiente del emperador Moctezuma. Cada mañana, llegaba al Museo Etnográfico de Viena disfrazado de danzante azteca, encendía incienso de copal y pedía firmas para recuperar el penacho de Moctezuma, cuyas plumas de quetzal languidecían en una vitrina.
Y un poco más adelante:
Llamé a Gonzalo Erdiozábal para pedirle que se ocupara del guión. No escribe pero su biografía parece un documental sobre sincretismo. Antes de viajar a Viena, fue un aguerrido actor de teatro universitario (recitó los monólogos de Hamlet sumido en un pantano inolvidable), estuvo en un proyecto de cría de camarón de agua dulce en el Río Pánuco, dejó a una mujer con dos hijas en Saltillo, financió un video sobre la mariposa monarca y abrió un portal de Internet para darle voz a las 62 comunidades indígenas del país. Además, Gonzalo es un triunfo de la razón práctica: arregla motores que no conoce y encuentra en mi despensa sorpresivos ingredientes para hacer guisos sabrosos. Su energía de pionero y su sed de hobbies tienen algo hartante, pero en momentos de quiebra resulta indispensable.
De semejantes atributos uno esperaría una personalidad compleja (no en balde se deja a una mujer con dos hijas y se abre un portal de Internet para darle voz a las 62 comunidades indígenas del país). Y aquí es donde surge la contradicción del libro, pues la temática (el exotismo, los clichés mexicanos, la visión que se tiene de los mexicanos en el extranjero) se transformó en tratamiento artístico; peor aún, las cursilerías vernáculas (el objetivo de la ironía) se transforman en atributos interiores de los personajes. Así, no sorprende que la voz de personajes tan extravagantes sea tan uniforme e inmisericordemente monótona. Esta confusión entre temática y tratamiento artístico se extiende al uso de las metáforas:
Desvié la vista a la computadora, tapizada de papelitos en los que anoto ‘ideas’. El aparato ya parece un doméstico Xipe Totec. Cada ‘idea’ representa una capa de piel de Nuestro Señor el Desollado. En vez de escribir el guión sobre el sincretismo por el que ya había cobrado un anticipo, estaba construyendo un monumento al tema.”
La imaginación posmoderna habría encontrado innumerables metáforas e interpretaciones para un montón de post-its pegados a una computadora, pero esta metáfora es tan forzada e inverosímil que no por nada el narrador se ve obligado a explicárnosla.
A estas alturas puedo escuchar a ciertos lectores gritándome: “¡Pero es que no comprendes!. Precisamente esa es la ironía del libro. ¿No ves qué absurdo, qué irónico? No ves qué descabellado el hecho de que una computadora parezca, entre todas las cosas del mundo, una estatua de Xipe Totec? ¡Sólo en México! No entiendes un carajo”.
El resto de los cuentos adolece de esa contradicción. Y en general, Villoro parece poner en la mesa viejas preguntas que desde siempre han estado en el corazón de la narrativa mexicana: ¿qué es lo mexicano? o ¿cómo debemos hablar de lo mexicano? Y luego, ¿escribir “sobre” México o “en” México?
O cómo eludir, precisamente, las cursilerías vernáculas cuando se aborda la ficción con un tratamiento realista. ¿Cómo escapar de ello o cómo aprehenderlo?
Las notas de prensa y la cuarta de forros dicen que Villoro ha renovado su estilo “a fin de explorar registros orales de los impredecibles y complejos sujetos que pueden ser los mexicanos”. Ciertamente la prosa es rápida, empeñada en mostrarnos esencias de los personajes (aunque fracase) y también es cierto que la prosa de Villoro encuentra momentos gracias a los cuales podemos hacernos una idea de sus futuros cuentos o libros de ficción; prosa en la que logra la síntesis y la fuerza de imágenes sin necesidad de explicaciones o tautologías:
Odio las manchas. Inhalé demasiado cemento en la preparatoria y una noche entendí que las manchas eran arañas metidas en mi piel. Quise sacarlas con un cuchillo. Mi padre me salvó pateándome la cara. También me rompió la quijada. Me la cosieron con un alambre y pasé semanas comiendo sopa con un popote. Dejar el cemento no es fácil. Amaneces con las uñas llenas de cal de tanto arañar las paredes. “Sólo te alivias con el dolor”, me dijo mi padre. Es cierto. Su patada me dio un rumbo nuevo. No volví a la prepa donde un maestro nos decía: “Estudien muchachos, o van a acabar de periodistas”. Yo quería hundirme como periodista. En vez de eso, ascendí en un andamio como limpiavidrios.
El problema, para ciertos lectores, será lidiar con la promoción del libro, con los premios, con las notas de prensa, con la misma cuarta de forros que nos promete el cielo y la tierra: “Un libro que termina por leerse una y otra vez, siempre con mayor admiración.” Al final me queda la sensación de que este libro se escribió para gente como Katzenberg, para aquellos que buscan el México verdadero o desean ver iguanas en las calles. Como el narrador de “Amigos Mexicanos” uno podría decir: pero la culpa es de ellos, querían ver iguanas en las calles. Y es lo que ofrece, a final de cuentas, este libro, un montón de iguanas en las calles.
nació en 1979. Vive en la ciudad de México.
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