…ni a ningún otro lugar. Permaneceré en esta ciudad maldita hasta siempre. No habrá madrugadas ni amaneceres en otras latitudes, y menos en una de las capitales que más me gustaría conocer, porque todo el primer piso de esa ciudad es un bar -según me ha contado un amigo editor de un periódico sensacionalista que viaja para allá cada vez que puede, precisamente por eso (cuestión que no comprobaré), y se va de copas y lo pasa de miedo-.
“Y dónde están las lilas y la metafísica cubierta de amapolas…” Se dirá a sí mismo, recordando al vate odioso que no pudo soportar que le cambiaran el escenario. No iré a Madrid porque la mediocridad endémica de este país culiao me mantiene aquí, empotrado en esta inmundicia portentosa. No iré a Madrid, insisto, permaneceré aquí porque nadie me ha ofrecido irme para allá. Me quedaré aquí mirándole las caras a todos estos ahuevonados imperecederos que impiden cualquier motivación de viaje.
Es tan insoportable ser chileno que he pensado seriamente en renunciar a esta nacionalidad perversa. No niego que alguna vez por identificación deportiva me abanderé por el color de una camiseta, pero todos lo hacemos en algún momento para sentirnos pertenecientes a algo o por formar parte de una comunidad o tribu. Cuestión que no me duró mucho, no sólo por la tendencia incontrarrestable al fracaso que tiene el fútbol chileno, sino porque hay que padecer a una hinchada o público fanático que sólo pretende hacer daño y que usan el evento deportivo como pretexto para la comisión de delitos o simplemente para matar. Vivo, en un país, territorio o paisaje que no faculta para la vida humana, por eso no iré a Madrid.
No pienso ir a Madrid ni a París tampoco, no lo hice cuando pude haber accedido a la beca Pinochet y no lo voy a hacer ahora en democracia cautelada. No soy artista ni intelectual, ni empresario, ni carterista internacional, luego, no tengo billete pa’l pasaje, y aunque lo tuviera tampoco iría, porque no tengo nada productivo que hacer allá y para pasear o vacacionar me basta con esa cagada de litoral central que queda aquí cerquita y que está llena de poetas hijos de puta. Te insisto, no iré a Madrid ni a Roma tampoco, y menos a Buenos Aires. Ya sé que es más barato, es como obvio, no tengo línea de crédito ni capacidad de ahorro. Por eso no voy. Porque ese huevón que fue y después escribió “España en el corazón” fue porque se benefició del agregadurismo cultural y allá se hizo cafiche de una mina con plata que, además, le enseñó los modales necesarios para transitar por esos lados. Por eso no voy a ir ni cagando a Madrid, porque no quiero y no puedo, no me lo permiten mis condiciones de vida.
Tampoco voy a ir a Londres, viejito, por lo mismo, porque las condiciones nunca se me han dado. Claro que iría gustoso, siempre he querido salir, aunque sea un rato, de este país de mierda. Yo hubiera querido ir a Madrid en otras condiciones. No iré a Madrid porque el orden cultural y social me lo impide. Los viejos aparatajes institucionales anquilosados del país no lo permiten. No iré a Madrid porque la poesía me da justo en los cocos. No iré a Madrid, porque los que suelen ir para allá son los buenos escritores y uno que otro futbolista, y creo que algunos políticos invitados y también las putas y algunos delincuentes, y yo no pertenezco a ninguna de esas cofradías.
Y volviendo a lo de los escritores, se trata o me refiero a ésos que en verdad escriben como hay que escribir, no como uno que escribe idioteces sin sustancia ni fundamento. Porque los buenos escritores escriben de los grandes temas, de los universales temas y la conchetumadre. No iré a Madrid ni a Ámsterdam, ni a Hamburgo, porque no hay nada que pueda hacer allá. Todos son no lugares para mí, y para un lugar me basta con esta basura. Y nótese que no soy artista que anda en busca de lugares exóticos, como los artistas maricones que buscan ser fornicados por los nativos de un lugar lejano. Pero sobre todo no iré a Madrid y menos a Barcelona, y tampoco a Lisboa, una de las capitales más hermosas de Europa, según un amigo escritor que sí ha ido y que me ha dicho que es la mejor ciudad para vivir, sobre todo para un escritor. Y yo no lo soy. Tampoco iré a Praga, otra ciudad preciosa según un amigo filósofo que por ahí anduvo y que la consideraba la más hermosa del mundo.
Y, por supuesto, tampoco iré a Ginebra, la ciudad de Borges, porque simplemente sería una pretensión sin ninguna base real. Pero lo fundamental es que no iré a Madrid. Te insisto. Eso sí que lo tengo claro, después de todo lo que ha pasado. No iré por esos lados porque estoy fatalmente aquí, clavado en este pequeño y putrefacto pueblo del litoral central. ¿Hay alguna otra razón por la que no iré a Madrid? Sí, porque no me da la gana.
Tampoco me voy a preocupar de los que sí van a Madrid. No los odio por eso, los desprecio porque viven acá y de repente van para allá, y tienen, al menos, la experiencia de estar un rato en otra parte que no sea esta inmundicia. Tampoco voy a ir a La Paz, a pesar de que tengo una gran admiración por ese pueblo -envidio su conflictividad política y su aparente disponibilidad para la muerte-, cuestión que aquí no pasa, lo que es una gran lata, porque la violencia política es un buen drenaje social y existencial. Y brindo por eso, porque nunca iré a Madrid.
Aunque me lo chupen. Y no se hable más del asunto. Ni un culiao va a Madrid hasta nuevo aviso. La situación es insostenible. No hay ciudad para uno, ni siquiera este pueblo amalditado que habito sin expectativas. Creo que ni siquiera sé dónde queda Madrid, no puedo saberlo porque nunca iré a Madrid, y no es que no sepa en el sentido del saber geográfico, de ubicación en el mapa. Para mí Madrid no tiene ubicación, o peor, está en todas partes, pero esa ubicuidad queda demasiado lejos para mí. Por eso no iré. Nunca voy a ir. No iré, porque ese futuro posible es de una lejanía que se viste de imposibles.
Tampoco quiero hacer una historia de la no posibilidad de ir a Madrid, una especie de tragedia de la locación imposible. Lo que intento hacer es, quizás, hacer un catastro de no lugares para refregártelos en la cara y así evitar contar la historia que debo contar. No iré a Madrid como una toma de decisión carcomida por la nostalgia de lo no visitado, porque ha corrido tanta agua bajo el puente del no territorio, que hacerlo sería un acto ilusorio, una pendejada inútil. No iré a Madrid porque sería complicadísimo rediseñarme. Quizás, en vez de decir lo que no voy a hacer, debiera decir lo que sí voy a hacer. De hecho he pensado mucho en eso: decir, por ejemplo, “iré al boliche de la esquina a tomarme una cerveza”. Algo que suene coherente.
En el fondo, quizás, el problema tenga que ver con los modos del traslado, porque el enunciado que alude al no viaje, implica negación de movimiento, no traslado de una situación a otra. No muda, no mudanza, no cambio, es decir, una negatividad que busca todas las afirmaciones, sustentada en la ley suprema de la contradicción, amor.
No iré a Madrid porque no hay vuelos disponibles, tan simple como eso. No voy a ir porque el otro día conversé con un compañero de trabajo que desprecio y que me dijo que estaba programando un viaje al viejo continente y que probablemente pasaría por esa ciudad a la que no iré. Y aquí la historia toma cierta linealidad del tipo consecutiva. No era exactamente un viaje vacacional, aunque le correspondía tomárselas; se trataba más bien de un periplo indagatorio, así lo llamó Raimundo -así se llamaba mi compañero de trabajo-, mientras tanteaba con sus labios la temperatura del café y olisqueaba su aroma con un par de aspiraciones apenas audibles de sus fosas nasales, en el café La Pérgola. Dicho así la huevá parece prosa narrativa y eso terminaría siendo.
A Raimundo le encantaba mantener estas conversaciones de café, incluso llegué a pensar que realmente le gustaba el café, más concretamente el de granos, ese que en Chile llamamos redundantemente café-café, porque tomaba mucho, pero me di cuenta que lo que le gustaba era ir al lugar que llamamos genéricamente café, y que se sentía obligado a tomarlo por una especie de obligatoriedad circunstancial. En alguna oportunidad que andaba algo enfermo del estómago, yo le recomendé que tomara té -ofrecido en el mismo local y en variedades muy finas, como el Twinings- ,pero se negó por una imagen negativizada que tenía del producto, recordó imágenes dramáticas de una madre dominante en reunión de señoras tomando té. “No tomaré té”, dijo en tono perentorio.
En ese contexto no ir a Madrid era un conflicto que había que resolver en La Pérgola, un buen boliche para tomar café, se reitera, donde se servía el mejor café del centro de Santiago, según Raimundo, asunto irrelevante o poco sostenible que hasta le servía de tema con clientes y amigos. A La Pérgola podíamos ir en cualquier momento, porque en la productora en que trabajábamos, el horario dependía de las exigencias de la pega, que en ese momento no era mucha, después de haber terminado el comercial que le habíamos hecho al Ministerio de Bienes Nacionales, en una campaña para regularizar títulos de dominio. Raimundo sentía que no debía ir solo, que necesitaba ir con alguien como yo, que ni siquiera éramos tan amigos, pero que había complicidades que nos unían en relación con ciertos espacios de ocupación y quizás algunas obsesiones que por ahora podríamos llamar creativas, aunque esa denominación seguía siendo demasiado genérica.
No ir a Madrid en ese contexto era una traición, decía él, a cierta estrategia fundamental de existencia, al mismísimo ejercicio profesional y a las experiencias compartidas. Al contrario, la afirmatividad de una decisión de viaje correspondería a una concepción del diseño basada en una estética de los recorridos, en una reformulación o reciclaje de lo internacional desde la revisitación de lo local. Todo esto dicho con mucha expresividad, yo diría que en forma delirante y algo ampuloso. Además, salía barato, ya que la agencia de viajes nos debía un billete no menor por los diseños de una campaña. Era como para aprovechar la ocasión. Lo raro era que Raimundo quería que fuéramos juntos. “¿Por qué no viajas con tu pareja?”, me propuso, como un modo de convencerme.
A mí no se me había ocurrido, aunque la Carmencha, me había planteado el deseo de ir a Buenos Aires. Yo no tenía ganas de viajar y menos con ella. No estábamos en un buen momento, aunque me imagino que quería aprovechar el viaje para mejorar nuestra relación, creí inocentemente. Por otra parte, Raimundo estaba interesado en desarrollar alguna obra en el área de las artes visuales, dijo, y utilizar toda la infra que nos daba la publicidad, algo que estuviera cruzado por lo poético, siguió diciendo. Y eso lo conversábamos cada cierto tiempo, entre medio del trabajo. En realidad era Raimundo el que hablaba y programaba, y proyectaba. Parecían inquietudes como de artista adolescente, fascinado y obsesionado por el arte y la cultura, en cuanto estrategia de visibilidad. La verdad es que Raimundo era un pelmazo desatado. La Carmencha también lo encontraba un insoportable, incluso solía molestarme porque lo encontraba amariconado, dudando de su amigabilidad, que porqué tanta onda conmigo.
Mi teoría era que él se sentía inseguro y me necesitaba como soporte técnico de su obsesión de obra, que en verdad era algo súper pedestre. Raimundo quería ser famoso y punto. Y eso significaba, en su registro o en su escala valórico cultural, pertenecer al gremio de la intelectualidad chilensis, sólo eso, creo que su obsesión era pertenecer a una elite y me había elegido como su lugarteniente. Por eso yo decidía, entre otras razones, no ir a Madrid, porque no me veía como un segundón de un manipulador culturero. Por eso Raimundo solía intentar reuniones de alto nivel con seudopersonalidades que él suponía top para persuadirlos de participar en proyectos o cosas por el estilo, que yo le había escuchado relatar hasta el cansancio.
Siempre intentaba conectarse con productores, directores y operadores audiovisuales, periodistas, escritores, operadores políticos y personajes así, con la idea de producir obras en que se mezclaran promiscuamente, distintos personajes tocados por la varita mágica del arte y la conchetumadre. Y en La Pérgola me hacía escuchar sus peroratas esteticoides, y yo escuchándolo en silencio, con ese mutismo típico de la depresión, sólo alterado por algunas recomendaciones de que bajara la voz, porque como buen chileno la vergüenza ajena me persigue pegajosamente. El viaje le habría surgido por una idea de trabajo surgida cuando grabábamos ese spot para el Ministerio de Bienes Nacionales, que se le metió entre ceja y ceja, una idea fija por deschilenizar chilenamente las artes –chilenas– del periodo ése, tan determinado por la autorreferencia testimonial, decía, y yo asentía cabeceando.
Creo que eso era, en términos generales, lo que ocurría entre nosotros, y durante meses me llevaba a tomar cafecitos, porque era café, ni siquiera tomábamos trago, y me conversaba, lápiz y papel en mano –aunque luego se agenció un notebook– tiraba líneas, y desarrollaba esquemas de trabajo y bosquejos de proyectos. Yo lo escuchaba y opinaba y me aburría. Yo me interesaba más por escribir poemitas, quería juntar unos cuantos para publicarlos. De ahí me habría surgido la idea de armar mi proyecto poético sustentado en el enunciado “no iré a Madrid”, era la representación de un juego de las negatividades, surgidas de las pláticas delirantes con un sujeto retórico. Aunque a nivel más anecdótico, debo consignar que cuando íbamos a La Pérgola, creo que los días martes, siempre se juntaban a departir unos tipos que eran intelectuales, poetas y escritores, decía, que venían de la vertiente aristocrática del campo cultural chileno, que no tenían esa cosa marginal que suelen tener los escritores como de “izquierda», todo lo contrario, exhiben con cierta arrogancia sus costumbres de consumo, que en ningún caso son el pipeño y el cauceo de pata, y que él quería conocer. Un día se dio la ocasión.
Estaban algo pasados de trago, porque su costumbre era una comensalía literaria muy regada y platicada que los hiciera célebres y Raimundo aprovechó de meterles conversación, pero fue muy patético. Los tipos se mofaron de él, que pretendía hablar en serio con ellos. Creyeron captar en él –el alcohol les dio el arrojo para agredirlo y la percepción para captarlo– un cierto arribismo intelectual al que yo me había acostumbrado y lo hicieron pebre a ironías.
No iré Madrid, para decirlo una vez más, porque sólo los cuicos van, y la pretensión de este huevón era hacer un recorrido de artista en clave consagratoria. Y yo, para rebajarle su pretensión, le dije que para eso bastaba con Buenos Aires, a sabiendas que la única aspiración posible era la vieja Europa. Y me quería a mí de acompañante, porque nos conocíamos muy bien, complicidades incluidas, en el trabajo publicitario, insistía; sobre todo en el modo de enfrentar las producciones, en la elección de locaciones, en el modo de relacionarnos con el grupo de trabajo, en la teoría composicional, etc. Según él, con el único que podía recorrer Santiago o cualquier ciudad era conmigo, porque entendía su modo de mirar y entender el paisaje. Y yo recordé cuando hicimos una pega para una Municipalidad de la zona poniente, y tuvimos que recorrer zonas de una gran precariedad, y en algún momento de lata y desesperación, fantaseamos con recorrer capitales europeas, como un juego que Raimundo jugó sin entender de qué se trataba exactamente. “Imagínate en Moscú o en Praga”, me decía y simulaba encuadres sin ninguna certidumbre y, lo peor, sin ninguna gracia, haciendo reflexiones de una gran torpeza que impiden la posibilidad de la cita.
Recuerdo, en ese contexto, algunos frontis del barrio Yungay que eran muy sugerentes -andábamos en busca de una locación que tenía que ver con un servicio de salud-, y que el boludísimo de Raimundo lo relacionó con un ex país socialista. Me imagino que fue una arbitrariedad, como tantas otras. Yo creo que en ese momento estaba de moda la ciudad como tema poético. Quizás fue eso o lo que haya sido, pero en ese momento el enunciado tajante y absoluto, “no iré a Madrid”, se impuso en mi conciencia crítica para hacerle frente a una agresión cultural insostenible y que terminó siendo una perorata histérica que marcó un antes y un después en mi vida. No es que hayamos terminado nuestra relación laboral, pero ésta fue repensada y reestructurada sobre otras bases, menos neuróticas.
En el fondo el boludísimo Raimundo estaba obsesionado por hacer documentales urbanos y tenía la ingenua intención de hacer un registro o catastro de de ciudades patrimonio de la humanidad y por eso debía viajar, y que yo debía ser su productor ejecutivo. Era una especie de Carlos Argentino Daneri audiovisualista. Todas las pláticas a que me sometía eran la planificación permanente del trabajo que tramaba. El muy idiota alcanzó a filmar o grabar algún material disperso, como de apoyo, para armar su archivo, ese que yo debía administrar. Uno que otro muro descascarado, una calle desierta, rostro de gente caminando, rincones, esquinas, perros orinando, puro sentido común audiovisual que luego me remitía. Yo simplemente los apilaba en un anaquel de mi oficina sin siquiera mirarlos.
En lo personal, yo estaba cada día más convencido de no ir a Madrid. Me interesaba más que nada escribir versitos, como ya dije. Por eso fui tan enfático cuando le grité a Carmencha: “No iré a Buenos Aires”, aunque de inicio no me creyó, y siguió haciendo las gestiones para el viaje, el que obviamente fracasó definitivamente cuando me fui de la casa después de una discusión violenta, de esas que terminan con descalificaciones mutuas y desafíos de término definitivo de contrato.
Y así con el periplo del no viaje, y entonces no ir a Buenos Aires ni a Lima, era una extensión de mi “no iré a Madrid”. Por esos mismos días tenía el plan de mi obra poética que se intitularía, sin ir más lejos, y creo que ya lo dije, No iré a Madrid. Por eso me dejó de importar la publicidad y el tema audiovisual, incluso tenía ganas de retirarme y, en cierto sentido, así lo hice cuando le espeté a Raimundo en el café La Pérgola que no, un no rotundo que tuvo una resonancia estratégica. Un no audible e inolvidable que valió, me imagino, por todo un psicoanálisis, porque tuvo el efecto de un deshollinador que destapa una chimenea obturada.
En términos teórico reflexivos, un viaje debe tener una buena justificación, de lo contrario no debe hacerse. Al menos esa fue la explicación de mi no rotundo. Deben haber circunstancias verdaderamente más relevantes que determinen una empresa de esa envergadura, y no el voluntarismo turístico cultural. Tampoco quería convertirme en recolector de imágenes. Finalmente lo perdí de vista y no supe de él durante varios meses, me imaginé que había hecho el mentado viaje, y efectivamente viajó, pero no a la eterna Europa, sino que a Chiloé, como solía hacerlo mucha gente del ámbito audiovisual, para captar imágenes patrimoniales o algo como eso. No alcancé a entender su cambio de perspectiva, pero ya no me importaba.
Yo por mi parte hice un viaje al norte, invitado a un recital poético en una oficina salitrera, organizado por una productora cultural que se dedicaba a implementar la política cultural del gobierno y que resultó un fiasco. Después de eso agarré mi escarabajo y me dediqué a viajar por los alrededores de la Región Metropolitana, en un recorrido razonado por las proximidades, indagando o intentando trabajar o recuperar la magia de lo cercano, frente al exotismo arbitrario e impostor de lo lejano. Anduve por Melipilla y pueblos interiores, como Alhué, El Monte, Talagante, El Paico y otros que ya no recuerdo. Saqué fotografías y tomé notas y no saqué nada en limpio o, mejor dicho, no hice nada productivo con ese material, porque encontré inútil la dicotomía lejano-cercano y decidí deprimirme. “No iré a Madrid” terminó siendo una metáfora muy cómoda de la imposibilidad del viaje, un ajuste de cuentas con la obsesión del periplo en la literatura universal, que se supone, según los tratadistas, centrada en la necesidad de una búsqueda, simbólica, del padre, creo.
Tampoco me pareció necesario vender la mula o intentar la estrategia alternativa del viaje metafísico. ¡Basura! Lo único claro es que no iré a Madrid ni a Lisboa. Estaba en pleno desarrollo de estas negatividades y la argumentabilidad requerida, cuando apareció la Cristina en mi existencia, el amor de mi vida en ese momento, y que por esas casualidades del destino, era agente de viajes. Ella solía tramitar pasajes aéreos a lugares remotos para nosotros, como Marruecos. Y también le correspondían pasajes que equivalían a comisiones. Y aprovechando esa circunstancia fue que me invitó a viajar al viejo continente; el objetivo era consolidar una relación que prometía, pero yo fiel a mi ideología literaria no tenía intenciones de moverme y no acepté. Tamaña insistencia mía comenzaba a desgarrarme. Mi corazón se resentía por ese rigor enfermizo de lo que se te reitera sin que lo cites y comencé a experimentar los dolores de espíritu que te provoca la vulnerabilidad.
Reiterar, repetir incansablemente un enunciado tan consistente en su insistencia obsesa y resentida, no era una situación cómoda –al menos retóricamente–; y en la práctica se tornaba imposible de soportar sin dolor. En ese momento sentí la inconmensurable certeza de que el mundo estaba plagado de nuestros más preciados errores, los que se convertirían en tales cuando un sorpresivo giro de algún acto o circunstancia posterior provocara la evidencia de la torpeza, esa que provoca el enfermizo arrepentimiento. Menos mal que los errores son posteriores, como dice Maturana. En todo caso, es que la figura de la reiteración debiera tener su contrapartida o correlato en el silencio, que debiera ser la madre de todas las metáforas.
Y, a pesar de todo, ahí estaba yo, ya sea con el teléfono a la oreja o tomándome un café cargado, y reafirmando con absoluta convicción que no iría a ningún lugar. Ni cagando voy a Madrid. No iré a Buenos Aires, dije o espeté –como dicen en algunas traducciones notables de novelas clásicas-, sobre la marcha. Aunque no puedo dejar de admitir que la pura insistencia en la negatividad me hizo cambiar de ciudad, es decir, necesitaba un nuevo lugar desde donde sostenerla. Y en un sueño pesadillesco, mientras desfilaban ante mis ojos sorprendidos, como en un trailer cinematográfico, la ciudad de El Cairo, La Meca, Damasco y otras divinizadas por Alá, se me apareció el insólito y despreciable pueblito de Cartagena en el litoral central chileno, junto al puerto de San Antonio.
Y, paralelamente, mi proyecto poético sufría el impacto de la irrupción de las distancias más duras, que aparecían brutales para nuestra sensación de secundariedad hemisférica. Los versos que afirmaban los noes tan enfáticos comenzaron a mostrar su inconsistencia programática, de ahí todo se hizo feble y falto de sentido. Las columnas versales comenzaron a desestructurarse y no fueron capaces de sostener los desafíos tornasolados de la esperanza poética. Dicho en tono mitad académico, mitad siútico. No sé por qué lo sentí así y lo dije así, pero así fue que lo sentí y así fue como lo dije. La luna de entonces tambaleaba peligrosamente, sostenida apenas por unas imágenes blandas y despotenciadas, sin un sustrato carnal que las llenara de sentido.
En ese trance de caída abismal comencé a recibir llamadas de Carmencha y de Raimundo que pretendían reparar los quiebres de itinerario. De a poco comencé a decir sí, fueron unos síes tímidos, poco creíbles, pero que se fueron haciendo consistentes en el tiempo. Más que nada eran un síntoma de la descomposición de mi personalidad. “Te gustaría comer conmigo esta noche”, me preguntó la Carmencha y yo decía que sí. Aunque debo confesar que no siempre acompañaba el lenguaje a la acción, porque por lo general no cumplía con las promesas que esas afirmaciones implicaban por el influjo de la negatividad que todavía era fuerte. Dicho simplemente, no cumplía con las citas. Los síes terminaron finalmente por diluirse, a pesar de un aparente auspicioso comienzo, hasta que recibí una postal de Raimundo. Estaba en Madrid. La postal era de la Puerta de Alcalá. Era un envío que pretendía, creo, ser como un ajuste de cuentas. Sólo decía “aquí estoy, y sí, el primer piso de España es un bar”. Sólo eso. Al tiempo recibí otra postal, también de España, de Barcelona. Era de la Carmencha. Al principio no me imaginé que andaban juntos, eso se vino a corroborar un mes más tarde cuando en La Pérgola un productor independiente me contó que Raimundo le había enviado un video para que se lo moviera en los medios locales y donde la Carmencha hacía de asistenta de dirección.
Ambos estaban de lo más instalados en la madre patria. Y esa misma semana me llamó la Cristina para decirme que quería pasar a buscar algunas cosas a mi casa, el modo clásico de cortar una relación; no quería viajar sola y ya había encontrado compañía. A esas alturas apenas tenía energía para mis versitos. Igual le eché para adelante, aperré, como dicen los chilenos. Y el proyecto lírico “No iré a Madrid” se constituyó en un texto que en términos generales era la voz de un sujeto desterritorializado que pretendía reubicarse en un paisaje carente de referencias vitales, al menos eso escribí en el formulario de un proyecto concursable en el que participé para financiar su publicación. Todo se fue a la mierda porque el proyecto no fue aprobado.
Al poco tiempo dejé de trabajar en publicidad y comenzaron los conflictos económicos. Luego vendría una recomendación, creo que de mi hermano mayor o mi propio padre, de que lo intentara en otro lado, una manera de decir “ándate a otra parte”. En el fondo me recomendaban el traslado, un viaje, en suma, una especie de ir a Madrid alternativo, para no molestar por estos lados, lo que suele ocurrir con algunos miembros indeseables de las familias chilenas, sobre todo cuando entran en desgracia o en cesación de pagos, que es lo mismo.
Desde ese momento la presión se hizo insostenible, determinando mi traslado a exactos cien kilómetros de Santiago, precisamente a la costa, comúnmente llamado litoral central, un lugar que ya había soñado; no sin antes vender un valioso patrimonio y solicitar algunos préstamos familiares a modo de blindaje. Me ubiqué, patéticamente, en una residencial de Cartagena al modo de algunos personajes de Adolfo Couve. Ahí, frente a La Playa Chica, me dediqué a pulir mi poemario. La obra llevaba por título, creo que ya lo indiqué, No iré a Madrid. Los dos primeros días creo que fui levemente feliz. Recuperé algo de energía, la que necesitaba para seguir luchando.
A la semana recibí un correo de Madrid, Raimundo me pedía colaboración en un documental que preparaba sobre este antiguo balneario. Me solicitaba que viera locaciones y que le buscara alojamiento para un equipo de filmación. Vendría con Carmencha, por cierto, que seguía siendo su asistenta de dirección. Me tranquilicé un poco cuando me comunicó que me considerara parte del equipo de producción y que me pagarían. En ese momento no pude si no hacer una consideración menor o quizás una evaluación de los acontecimientos y concluir que el proyecto poético “No iré a Madrid” se me ha hecho cuesta arriba, sobre todo por la carga tan brutalmente verosímil de su negatividad.
nació en 1955 en Chile y es narrador, profesor de castellano y terrorista cultural en la ciudad puerto de San Antonio. Es autor de El Huidor (Ojo de Buey, 1992), El Objetor (Cuarto Propio, 1998), La Provincia (Sudamericana, 2000), Informe Tapia (La Calabaza del Diablo, 2004), Ciudadanos de Baja Intensidad (La Calabaza del Diablo, 2007) y de la antología de cuentos Armas arrojadizas (Metales Pesados, 2010).
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