El primer detalle de importancia que debe saber el lector al encontrarse con la ópera prima de Pablo Gutiérrez (Huelva, 1978), es que ya la dicotomía que se desplegará en la misma, viene anunciada en su título, Rosas, restos de alas. Se trata de unos versos extraídos del poema en prosa «Espacios», de Juan Ramón Jiménez, y que se refieren a la fuga (del yo poético) y que se cifrará, tanto en el poema del premio Nobel, como en la novela que nos ocupa, en presentimiento y olvido. En despojo de palabras, pues, y en la búsqueda de otras nuevas. Porque Rosas, restos de alas es una brava indagación en la naturaleza de las palabras, en su misterio, su condena y en su (potencial) salvación. En definitiva, una novela sobre la (de)construcción de la identidad (entendida en términos lingüísticos).
El protagonista es un hombre en la treintena, un hombre que se dice bueno, un heredero anónimo de “miedos católicos y ralo cartesianismo” (p. 92) que “habita[n] dentro de [él] y no ha[n] dejado de murmurar” (p. 116). Todo comienza con una lista, que le pide su mujer, la de cosas que quiera llevarse del apartamento compartido, y el hombre acierta a escribir solo Elena, Elenita, el nombre de la mujer que le acaba de abandonar, el nombre de la mujer que lo engloba todo. Esa primera noche del abandono, antes de su huida definitiva, duerme solo, en un pasillo, con sus libros, doliéndose por el intento de su mujer de “hacer[le] pedazos, [de] fulminar cada vínculo, [de] orfanar[le], [de] desumbilicar]le]” (p. 103). Y así, por efecto de su jaculatoria nocturna, le cae encima “un goytisolo y lo demás” (p. 98), y lo demás es lo más importante: esos versos de Juan Ramón Jiménez, que se repetirán a modo de mantra, invocación y plegaria durante la novela. Y es que sucedió así, que “cayó un libro y del libro una página y de la página un salmo” (p. 19). Y ese salmo es lo que le desvela La Idea, y que “se [le] insertó como algo ajeno” (p. 20); una idea sencilla, pero osada: fabricar “poemas con los dedos” (p. 20), y así “no meditar, no regir, no tomar decisiones” (p. 16). Un pasadizo para huir de la tiranía lingüística de Elena, Elenita, que lo engloba todo.
Su forma de evidenciarlo (la del propósito de ser solo cuerpo y evitar todas las palabras viejas asociadas a su mujer Elena, Elenita) será a través de un viaje suicida a Portugal. Allí, para ahuyentar las palabras viejas (y fugarse con el olvido) se confunde –e identifica- con el paisaje, y así fantasea con ser él mismo parte integrante de esa realidad que es sólo “el sol que rebota en el mar de plata, la transparencia verde, la fosforescencia de las praderas de posidonia” (p. 87). Y entretanto, “leía poemas [y] dormía al raso” (p. 93); es decir, iba desapareciendo. Pero el problema (el presentimiento) viene cuando de veras encuentra ese nuevo cuerpo que busca, que es el de Alice Frost (un trasunto de Madeleine McCann), una niña perdida que “tenía seis años y desde hacía un mes la buscaban por cada esquina del país” (p. 82).
Así, el protagonista, huérfano de su propia historia, y tratando de fabricar(se) “una historia memorable” (p. 78), tratando de fabricar(se) “con los dedos un cuento que sólo hable de [él]” (p. 31) indaga en esa otra vida perdida e inocente igual que la suya, la de Alice Frost, quien “desapareció en Praia Vermelha mientras sus padres dormían la siesta debajo de un toldo de alquiler” (p. 82). Saca fotografías de las fotografías de Alice Frost, recopila los recortes de prensa, arranca los anuncios de las paredes, toma notas sobre ella, y lo guarda todo en una carpeta en la guantera del coche. Hasta que unos guardinhas, tratando de buscar la documentación del vehículo, en un control rutinario (o no tanto) encuentran la carpeta y le obligan a que recurra de nuevo a las palabras, las palabras viejas que den cuenta de su identidad íntegra (la social), pero esta vez delante de un juez. Por eso, la llamada a su mujer, Elena, Elenita, quien bien sabe de ese yo suyo anterior, se hace inevitable.
Entretanto, y para olvidar(se), el hombre ha venido buceado en el incontaminado recuerdo de su infancia y primera adolescencia, en un intento de purificación. Dicha indagación, unida al periplo portugués, le ha servido como lucha simbólica entre el Viejoyó y el NuevoYó. El lenguaje literario que refleja esta lucha es uno que utiliza un registro fabril, de homo faber, estrategia que tratase de soliviantar “metáforas que hacían ovillos informes” y que “regresa[ban] […] a la argamasa de la memoria” (p. 76).
De ahí la razón por la que la novela esté escrita forzando una sintaxis heterodoxa, basada su estructura en dinamitar el verbo, a fuerza de escamotearle los complementos obligados por la gramática; entonces queda una morfología trunca del párrafo, como quien enfrentase entre sí las oraciones, obligándolas a exprimir su contenido poético. Una poética, ha de decirse, que encontraría cierta semejanza, de un lado, con la seca sordidez narrativa de Juan Carlos Onetti y, de otro, con la conjetura sintáctica, como de registro minucioso tomado al vuelo tan característico de Georges Perec. Asimismo, ese viaje suicida tiene algo pavesiano, de “impávido gesto” (p. 84).
Pero, a mi modo de entender, lo genuinamente nuevo aquí es que la corporeidad del texto, fruto de su sintaxis orgánica, incompleta, y que va creando extrañas y caprichosas simetrías. Y ello, porque la narración se configura como una suerte de experimento de discurso en proceso, no es ya el flujo de conciencia modernista o el clásico monólogo interior, sino algo así como una “oralidad interna” del individuo, el individuo que trata de dialogar consigo mismo, pero que no sabe todavía y, por esta razón, balbucea, y es así impreciso, demostrando con ello que “ nadie deja nunca de estar solo” (p. 40).
La novela cierra con Elena, Elenita, que ha acudido a la llamada desesperada del protagonista, sentada ya junto a él en la confitería portuguesa de las rosas de azúcar. Elena, Elenita escucha silenciosa como el hombre habla, y habla, y se lo suelta -al fin- “todo junto y sin tregua” (p. 103). Elena, Elenita le acusa primero, y calla después, se acerca al mostrador. Elena, Elenita pide “un café y una rosa de azúcar” (p. 103). Es su gesto último, también impávido, el gesto silencioso que concede la posibilidad final del olvido. Esta muerte definitiva, y pactada, encuentra acomodo en la esquina de la página última de la novela, otra impar, la 103, igual que como comenzó la historia en la página nueve, “página impar, autodefinido (p. 9).
Abierta y cerrada memorablemente, esta historia queda flotando como restos de alas, no tanto en la memoria como en el ánimo del lector, y así le queda a éste el hermoso presentimiento de la posibilidad de nuevas rosas, con alas intactas, que vuelvan a volar tan alto en el cielo como la excelsa calidad literaria de esta novela.
es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.
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