1. El Rey arriba
En 2008, David Foster Wallace, escritor, ensayista y filósofo, tomó la decisión de quitarse la vida. Por algunos años había trabajado en una extensa novela, intitulada sucesivamente SFJ, Glitterer y The Pale King. A su muerte, la inconclusa obra había tomado tumultuosa forma, diseminada en una vasta cantidad de manuscritos. Tres años después de la desaparición de Wallace, The Pale King llega finalmente a librerías, publicado por Little Brown & Company, la casa editora que en 1996 diera a la luz su ya clásica novela, Infinite Jest.
En tanto que objeto, la edición de Little Brown es superba. Su diseño no deja nada al azar. La cubierta, concebida por Karen Green – artista visual y viuda de Wallace – es ejemplo de ello. Lleva como elementos primordiales el verso y el anverso de un naipe de baraja inglesa, presentados en delicado relieve. El naipe elegido – el rey – está atravesado en cuadrícula por fragmentos de una página de declaración de impuestos. Esos fragmentos pertenecen a una declaración sometida por Wallace ante el estado de Illinois. Ostensiblemente, confluyen así el misterioso ente del título y el mundo de la burocracia impositiva central al libro. Las guardas del volumen aluden también a ésta última: en lugar de conservarse en blanco, llevan impresa una lista de formularios del IRS, el Servicio de Rentas de los Estados Unidos.
El título de cubierta, presentado en la más sobria tipografía posible, es el ya mencionado The Pale King. En portada, sin embargo, está predicado por un subtítulo: “An unfinished novel”, “Una novela inconclusa”. Esa dicotomía es relevante. La novela llega a sus lectores en una encarnación no determinada por Wallace. La palabra «inconclusa» podría sugerir que éste creó un manuscrito tradicional, falto, en razón de su muerte, de pulir o de recibir un capítulo final. La realidad, sin embargo, es mucho más compleja. Elementos de la novela se encontraron dispersos en múltiples manuscritos, en diversos estados de redacción, elaborados en distintas épocas y sin guía definitiva alguna que indicase un orden definitivo. El libro publicado es, en consecuencia, fruto de una selección y disposición efectuados por Michael Pietsch, el editor que por muchos años gozó de la confianza de Wallace.
2. La canonización de Wallace
En nota preliminar a The Pale King, Pietsch detalla la situación en que halló el manuscrito de la novela, y los principios que siguió para intentar editarlo. Consciente de que el trabajo al que se entregó por dos años no dejará de suscitar polémica, Pietsch formula en su texto dos inquietudes directas, “¿Qué tan inconclusa es esta novela? ¿Cuánto más de ella habría podido existir?” Su respuesta es clara: resulta imposible saberlo. Ello, no solo por el estado fragmentario de los elementos de la obra, sino por el estilo mismo de Wallace, notorio por su experimentalismo y, a veces, adverso a la noción misma de conclusión. Pietsch admite que ciertas secciones y detalles de The Pale King poseen defectos propios de borradores tempranos, problemas que Wallace de seguro habría confrontado en versiones más elaboradas. A pesar de ello, el editor no duda en expresar un juicio en extremo admirativo: “Incluso inacabado, se trata de un trabajo brillante, de una exploración de algunos de los desafíos más profundos de la vida, y de un esfuerzo de extraordinaria osadía artística.”
La crítica estadounidense comparte en aplastante mayoría tal criterio. Las reseñas, redactadas en anticipación de la fecha de circulación de la novela, han coincidido en elogiarla. Ese entusiasmo era predecible. Ya antes de su muerte Wallace había alcanzado un nivel de admiración singular dentro de los más diversos y rarificados ámbitos. No en vano, en 2008, Michiko Kakutani no dudó en calificarlo en The New York Times como “un mago de la prosa”, capaz de “delinear lo infinito y lo infinitesimal, lo mítico y lo mundano.” Una admiración tan sin ambages, viniendo de una figura tan temida y a veces virulenta como Kakutani apunta a una consagración fuera de lo común. Es síntoma de la canonización de Wallace dentro en el mundo de las letras estadounidenses, como un testimonio publicado en The Chronicle of Higher Education mencionase a principios de este año.
La leyenda creada alrededor de la concepción y supervivencia del manuscrito de The Pale King ha contribuido no poco a ese fenómeno. En 2009, The New Yorker publicó un extenso texto de autoría de D. T. Max, intitulado “The Unfinished”. Su tesis central se transparenta en el subtítulo: «David Foster Wallace’s struggle to surpass Infinite Jest» (“La lucha de David Foster Wallace por superar Infinite Jest”). El ensayo de Max, delineaba la aspiración de Wallace por crear un libro excepcional con The Pale King. Implícita en la relación de los hechos y en los testimonios de amigos de Wallace, incluyendo Jonathan Franzen, se halla la impresión de que, más allá de la depresión que afectaba al autor, la extrema tensión de empeñarse en crear una obra maestra lo había conducido al suicidio. Del artículo de Max, Wallace emergía como un mártir auto inmolado en aras de una imposible perfección literaria.
El párrafo final de Max apunta a ello, en detalles de perdurable impacto: se inicia con la imagen de la esposa de Wallace llegando a la casa que compartían para allí encontrarlo muerto. Mientras, en el garaje que servía de estudio al autor, “bañadas en la luz de sus muchas lámparas, permanecía una pila de cerca de doscientas páginas”, dejada allí por el propio Wallace claramente para que fuesen halladas. El contenido de esas páginas ha causado especulación sin tregua. En el ensayo de Max se habla de la existencia de cantidades considerables de material “que evadieron sus intentos para integrarlos en el manuscrito”. En virtud de esas pautas, muchos asumieron que la novela póstuma de Wallace, si bien incompleta, contaba ya con una forma publicable el día de su suicidio, forma que no incluía un substancial legado de material adicional. La llegada de The Pale King, junto con las declaraciones de Pietsch permite apreciar lo errado de esa especulación.
Las secciones que el autor dejó sobre su escritorio no seguían orden narrativo alguno; tal como el resto del abundante material que Wallace preparase para su obra, pertenecían a una disgregada, laberíntica versión en progreso. Tan tumultuosa era la misma que el propio Pietsch consideró en su día la posibilidad de crear una versión interactiva, que permitiese que los lectores combinaran ad infinitum las secciones de la novela, visto que todo arreglo es una hipótesis, jamás definitiva, de la voluntad de su ausente creador, en la que ninguna opción es a priori descartable.
3. El mundo de The Pale King
Max establece que el primer capítulo del manuscrito dejado por Wallace se iniciaba con un capítulo autorreferencial y metaliterario. En él, un personaje de la novela homónimo del autor, “David Foster Wallace”, quien ha ingresado a la burocracia del IRS en su centro de Peoria, se presenta como el verdadero autor del libro. El texto que sigue es una explicación conducente a, inter alia, convencer al lector de que “lo que sigue es, en realidad, no ficción en lo absoluto, sino substancialmente verdadero y exacto”. En la versión publicada por Little Brown, esa sección aparece en noveno lugar, habiendo sido reemplazada por otra, ya publicada en 2002 bajo el nombre de Peoria (4), una creación breve que constituye una cierta anomalía dentro de la producción de Wallace, al tratarse de un poema en prosa. Dos parágrafos que describen de modo detallado y densamente lírico, un campo y su explosión de vida natural.
La decisión de iniciar la novela con el texto de Peoria (4) en lugar de con el texto del ficcional Wallace fue tomada por Michael Pietsch. Este detalle da la medida de la magnitud de sus decisiones respecto de The Pale King. También permite vislumbrar la estructura que Pietsch ha privilegiado para la novela: comprende ella secciones sin conexión lineal, que comparten un ámbito común, las actividades de funcionarios de un centro de procesamiento de impuestos, en Peoria, durante la década de 1980 del siglo pasado. La extensión de cada sección varía considerablemente. Algunas son muy cortas, otras alcanzan dimensión de cuentos; de hecho, cuatro de ellas fueron publicadas como tales, ya en vida del autor, por Harper’s Magazine y The New Yorker. El tono de los textos es también diverso, incluyendo monólogos, notas de prensa, transcripciones de videos.
Wallace jamás fue escritor de ficciones convencionales. Para un lector habitual de su obra es posible, en consecuencia, apreciar The Pale King sin que su fragmentación constituya un problema. A ello contribuye la ya legendaria originalidad de Wallace, su sentido del humor y la maestría con la que explora los detalles más ínfimos de cada situación para presentar, aparentemente sin esfuerzo, un panorama que es matemáticamente preciso en su vitalidad, aún si dislocado en su desarrollo narrativo. Bajo tal premisa, The Pale King puede sin duda incorporarse dentro del canon wallaciano sin mayores dificultades. A ello ha contribuido Pietsch -veterano de las lides de la edición de Infinite Jest, como se recordará- quien ha sido sin duda alguna el colaborador ideal para procesar la complejidad de la obra póstuma de Wallace. El resultado de sus labores fluye de modo natural, sin las aristas que forzadas inclusiones crearían.
Ese medio centenar de secciones está habitado por multitud de personajes. Se benefician todos de un tratamiento remarcable por su intensidad y precisión. El bisturí descriptivo ya en uso en Infinite Jest ha desarrollado una agudeza aún mayor en The Pale King. Los muchos funcionarios de rentas de la novela están definidos con certitud clínica. Algunos se destacan dentro de largas narrativas, y reaparecen en otras, a veces repetidamente. De entre los más importantes, Claude Sylvanshine, poseedor de una habilidad psíquica que le permite enterarse de los detalles más triviales de las vidas de otros, como cauce permanentemente ruidoso de datos sin importancia dentro de su mente. Chris Fogle, adicto y entregado a desperdiciar su vida hasta que la misma se transforma por las fuerzas combinadas de la muerte de su padre en un accidente de tren subterráneo y una clase de contaduría con tintes de sermón a la que asiste por error. Y, desde luego el ficcional “David Foster Wallace”, curiosamente repelente por su modo de ser, aquejado de terrible acné, observador irónico por excelencia.
La misma intensidad se encuentra en los personajes que irrumpen tan solo por unas pocas líneas. Son hombres y mujeres ordinarios, debidamente dedicados a sus tareas, con una lealtad que va a veces más allá de la muerte. Wallace brinda espacio en su novela incluso a los fantasmas de antiguos funcionarios, apareciendo aún en beneficio de sus colegas aún vivos. O la obediencia cadavérica llevada al extremo, como la que presenta la sección 4: Frederick Blumquist, empleado de rentas de cincuenta y tres años, ha fallecido en Peoria. Por cuatro días, su cuerpo ha permanecido en su posición habitual, frente a su escritorio. Ninguno de sus colegas se ha percatado de algo fuera de lo común. Potencialmente, todos ellos son elegidos para un martirio similar, una especie de heroicidad heterodoxa casi invisible en la vorágine de la existencia común.
Esa heroicidad se remarca en varias instancias de la novela. Particularmente importante, un discurso en la sección 22 en el que un catedrático de contaduría y sacerdote jesuita –cualidades ciertamente no elegidas al azar por el autor– explica la esencia ideal del funcionario de hacienda:
El verdadero heroísmo es usted, solo, en un designado cubículo de trabajo. El verdadero heroísmo son minutos, horas, semanas, año tras año de un silencioso, preciso, juicioso ejercicio de probidad y cuidado, sin que nadie se halle ahí para ver o aplaudir. Este es el mundo.
Cada funcionario es, en consecuencia, un héroe en potencia, oprimido por el verdadero y omnipresente protagonista de la novela, la burocracia como un absoluto sofocante. Tan sofocante y absoluto como el entretenimiento artificial de la película Infinite Jest, al centro de la novela homónima. Para superar el tedio infinito, la diversión tal como se propone en la sociedad contemporánea no es la respuesta. Dónde reside esta puede vislumbrarse en la sección 44 del libro, un corto monólogo de un funcionario anónimo, quien ha comprendido desde muy joven el secreto para sobrevivir las rutinas del servicio de rentas:
la clave burocrática subyacente es la habilidad para manejar el aburrimiento. Para funcionar de manera efectiva en un ambiente que excluye todo aquello vital y humano. Para, dicho de otra manera, respirar sin aire. La clave es la habilidad, sea innata o aprendida, para encontrar el otro lado de la rutina, de lo baladí, de lo sin sentido, de lo repetitivo, de lo complejamente absurdo. En una palabra, ser totalmente inaburrible [unborable].
El término “unborable” puede traducirse como “imposible de aburrir” o “quien no puede experimentar tedio”. Su verdadera trascendencia, sin embargo, se aprecia con la contundente frase que lo antecede, “respirar sin aire”. Más allá de las fronteras de la diversión y del tedio infinitos, es posible empeñarse y superar ambos obstáculos, alcanzando trascendencia y liberación, una especie de samadhi, una fusión con lo intemporal. Aspiración que sin duda fue la de Wallace, marcado por singular lucidez durante toda su carrera y existencia.
nació en Pelileo, Ecuador, en 1971. Es autora de La Flama y el Eco: ensayos sobre literatura (2009); Mejía secreto: facetas insospechadas de José Mejía Lequerica (2013), Anatomía de una traición: la venta de la bandera (2015), Dolores Veintimilla, más allá de los mitos (2015), y de la edición crítica de las obras de Dolores Veintimilla (2016). Reside en Nueva York.
Pero qué bueno es este artículo. Felicidades y felicidades. Lo acabo releer, ahora que estoy revisando las pruebas de imprenta de nuestra edición de EL REY PÁLIDO