William Burroughs y Joan Vollmer se conocieron en Nueva York. Vivieron en el mismo departamento que Jack Kerouac compartía con su novia Edie Parker. Les gustaba consumir drogas y hablar de literatura. Les gustaba salir de viaje por Estados Unidos sin mucha planificación. En 1948 Burroughs y Vollmer viajaron a México con sus dos hijos, escapando a una sanción por tráfico de marihuana. Para ese entonces, él ya era adicto a la heroína y ella a las anfetaminas. Una noche, en una cantina de la ciudad de México decidieron mostrar a sus amigos un truco llamado “el número de Guillermo Tell”. Joan se colocó algo encima de la cabeza y Bill apuntó con una de sus pistolas. No se sabe si lo hacían frecuentemente. Lo que se sabe es que Bill apuntó mal o le pegó al blanco demasiado bien. Es un hecho muy publicitado en la historia de la literatura. Un hecho de culto. Una enfermedad con nombre propio que desvela varias reflexiones acerca del hombre y la mujer. Yo sólo puedo añadir que la mejor versión que he leído de ese suceso (y hay muchas), es la que cuenta la misma Joan, en el libro Mantra, de Rodrigo Fresán. Son páginas para arrancarse los pelos. Páginas que se agradecen. También puedo decir que descubrí mi propio mantra al final de Naked Lunch: “sólo hay una cosa sobre la cual un escritor puede escribir: lo que tiene al frente de sus sentidos al momento de escribir“. Y lo repito, hasta este momento, una y otra vez.
Vuelvo a Naked Lunch. Ese libro en el que Burroughs examina al mundo con su OJO inmenso. Burroughs miró como pocos han podido. Y miró largo. Metió su cabeza en un portal desconocido y no cerró los ojos ni movió un solo músculo de su cara. Se sentó en la mesa del almuerzo y contempló fijamente a lo que tenía clavado en la punta del tenedor. Yo tengo una edición Black Cat de 1982. La conseguí en el Internet con la tarjeta de crédito de un amigo y me llegó a Quito vía Baltimore. Se demoró veinte años en llegar a mis manos. Y cinco años más en ser leída de principio a fin. Mi experiencia Burroughs ha sido complicada. Nunca había podido terminar Naked Lunch y ahora que lo hice no sé como detenerme. Desbocado y en actitud junky, he consumido tres novelas más de Burroughs: The Soft Machine, Nova Express y The Wild Boys. Además de las Cartas del Yagué (libro de correspondencias entre Burroughs y Allen Ginsberg), pedazos de Rimes Of The Ancient Mariner (Samuel Taylor Coleridge) y las letras de las canciones «Something in the Way» (Nirvana) y «The End» (The Doors). Todo en un tiempo record de once días, seis horas y cincuenta y dos minutos. Pero la lectura excesiva, así como el consumo excesivo de drogas, tiene sus consecuencias. En palabras de Bill: el junk es el producto ideal, porque el pusher, en vez de mejorar el producto, degrada y simplifica al cliente.
La obra de Burroughs nos deja pocas opciones. A mí me atraparon las recurrentes imágenes del Ecuador. Cada vez que asomaban, me decía a mi mismo, Burroughs estuvo en el Ecuador. Eran pistas. Se repetían y salían de la nada. Cosas como: pueblos-ríos, buitres comiéndose cabezas de pescados, vientos fríos bajando desde una postal del Chimborazo, vendedores ambulantes gritando “A ver, Luckies”, Fue adquiriendo paracaídas defectuosos. Sus libros, además, me mostraban al ser humano sometido a un proceso de automatización. Y a muertes estrafalarias (parálisis de los pulmones, combustión espontánea, sobredosis de afrodisíacos, etc.) Eran escenas salidas de una reedición del más oscuro cuadro de Bosch, en versión XXX y pasadas por una cloaca. Todo en una topografía que, según el autor, bien podría ser la de Latinoamérica o la de Venus; y, bajo el dominio de la mítica multinacional, Interzone Inc. Una entidad sin conciencia ni objeto social claramente determinados. Con agentes que no saben bien cuál es su misión, que venden drogas, practican cirugías plásticas futuristas y fundan partidos políticos totalitarios liderados por inmensos ciempiés. Así más o menos es el torbellino llamado Bill Burroughs. Su exégesis del Planeta Tierra, en donde no hay clasificaciones como primer o tercer mundo. Ni diferencia alguna entre Suecia, China o Estados Unidos. Marruecos o Guayaquil. Pertenecen a la misma categoría y son, en el fondo, el mismo lugar (por ejemplo, puede haber una cantina mexicana y una calle de St. Louis en la mitad de Marrakesch). Y por si fuera poco, en la literatura de Burroughs hay altura poética como en ningún otro sitio. Sus novelas son largos poemas, completamente nuevos, completamente visionarios. Y conmovedores. Poemas cósmicos que desbordan las mismas páginas donde residen. Tanto es así, que The Soft Machine, Nova Express y The Wild Boys son ramificaciones de Naked Lunch y fueron escritas del residuo que dejó esta novela original. Por eso, me encontré con pasajes calcados (producto de los mecanismos de escritura como cut-up, fold-in, etc.) y los mismos grandes temas: 1) adicción (a cualquier cosa) 2) poder y 3) conquista planetaria. Ésta última llevada a cabo por los mismos invasores de siempre (gente de Venus), cuyo único fin es el extermino de nuestra especie y del Planeta Tierra.
¿Pero cómo vino Burroughs al Ecuador?
Luego de matar a su esposa y ser rescatado por sus padres (le siguieron un juicio en México; nunca pudo regresar), Burroughs pasó un tiempo en Panamá. Entre enero y septiembre de 1953 viajó por las selvas colombianas y ecuatorianas en busca del yagué o ayahuasca. En este tiempo se escribió con Allen Ginsberg, de quien estaba un poco enamorado, y quien siete años después recorrería los mismos pasos para así dar forma a las Cartas del Yagué. En 1953 el Ecuador no era más ni menos de lo que es hoy. Velasco Ibarra era presidente y, a pesar de eso, su patria era un lugar bastante tranquilo. Las radios, ya viejas, emitían tangos argentinos o boleros mexicanos. Todo el mundo decía conocerse. Aficionados al fútbol se sentaban en el graderío tapándose del sol mientras los clubes del astillero se repartían casi todos los títulos. La gente se vestía como en fotos de los años veinte. Bill llegó por tierra. Cruzó la frontera norte cerca de Putumayo. Exploró la región amazónica y después se dirigió a Esmeraldas antes de bajar a Guayaquil. Recorrió la costa sur del país, estuvo en Manta, donde fue arrestado por un error policial (lo creyeron a él y a un “muchachito” que lo acompañaba inmigrantes ilegales provenientes del Perú). Hizo todo con apuro. El 5 de mayo, fecha mexicana por excelencia, escribió a Ginsberg diciéndole “Recorrí Ecuador lo más rápidamente posible. Qué lugar horrible es.” Y luego añade “Un complejo de inferioridad nacional de país pequeño en su estado más avanzado.” Pero nadie debe sentirse lastimado por estos comentarios. En parte porque son verdad, y en parte, porque el hombre no estaba del todo sano y hay que entender eso. El Bill de las Cartas del Yagué, a pesar de ser igual de profundo que el Bill de las novelas, carece de esa gran Visión. El Bill de las cartas es miope como lo es cualquier ser humano que no sabe cómo aprovechar del todo el instante. En las Cartas es él, más bien, el acomplejado. Busca amor. Busca drogas. Y en el fondo, creo yo, intenta producir una reacción de celos en Ginsberg, que está tan lejos y que nunca le paró bola como amante. Al parecer ni en Colombia, ni en Ecuador consiguió lo que quería. Ni un muchachito joven ni opio en ninguna parte, repite Burroughs, una y otra vez. Hasta llegar a Perú donde finalmente los encontró. Lima, con sus vestigios virreinales, le recordaba físicamente a la ciudad de México, que fue el único lugar en el mundo, junto a Tánger (pero eso vendría después), por el que tenía sentido de pertenencia. Despreciaba a prácticamente todas las demás ciudades del mundo. Sean en Estados Unidos, Europa o Latinoamérica. Así que todo bien, Bill. A la final también te hartaste de Perú, aunque en algún momento llegaste a decir, refiriéndote al Ecuador, “Que Perú se apodere de él y lo civilice”.
Entrando al noveno día de lecturas excesivas, mi experiencia continuaba. Iba por la mitad de Nova Express cuando algo hizo clic en mi cabeza. A él le había costado tanto venir hasta acá para probar ayahuasca y yo, que vivo aquí, no lo había hecho nunca. ¿Podría mejorar mi artículo si me decidía a probar ayahuasca? Pensé que sí. Sí podría. Me contacté con amigos que lo habían probado. Consulté con agencias de viajes locales. Nada me convencía. Quería tener tiempo para perderme en el sector del Cuyabeno, donde estuve una vez, y buscar por mi cuenta un shamán que me guiara en una de las experiencias más fuertes que se puede tener, según palabras de Bill. Al mismo tiempo, tenía que escribir este artículo y necesitaba conversar con alguien más que no fuera un escritor estadounidense muerto. Llamé a la Niña Arrepentida y nos citamos en un patio de comidas de la ciudad. A pesar de no haber leído mucho la obra de Burroughs ella me dijo que sentía que podría ser su amiga, que tendrían de qué conversar. Luego me propuso una mejor salida a mi búsqueda del yagué: MDMA, vulgarmente conocida como éxtasis. Dos llamadas telefónicas después conversaba con una bruja, quien me contó que al igual que hace cincuenta y cuatro años, el opio y sus derivados son drogas que difícilmente se consiguen en el Ecuador. Bill seguiría con hambre.
Esa misma noche, la Niña Arrepentida y yo, tomamos dos pepas de MDMA. Al principio, todo estaba claro y nuevo como cuando se retorna a un recuerdo poderoso. Hubo un momento de duda y luego un fuerte soplo de viento que se llevó muchas cosas. Todavía no estoy listo para hacer un análisis de las reacciones de mi cuerpo ante el MDMA (es una droga peligrosa), pero sí puedo decir que salí a una terraza y bailé desnudo bajó la luz de la luna. También contemplé durante toda la noche el paso del planeta, constatando que las nubes, por lo general, tienen formas animales. En algún momento de la madrugada, justo al frente mío, se colocó una nube distinta al resto. Era la figura de un hombre anciano apoyado sobre sus manos y sus rodillas, puesto un gorro triangular, como el de un gnomo, y con una inmensa barba blanca que señalaba hacia el cielo. Tenía los pantalones en las rodillas y el culo al aire. Qué nube tan homosexual, pensé, y justo en ese momento vislumbré que se trataba de Bill Burroughs. Lo supe de golpe pero con una extraña certeza. No podía ser nadie más. Era obvio que regresaba al planeta con la misma promiscuidad de siempre. La Niña Arrepentida y yo levantamos nuestras manos para saludarle. Y la nube levantó la suya. Luego, todos nos matamos de la risa (Bill nunca terminó de reírse). La nube Burroughs flotaba livianamente en el cielo negro, con dirección hacia el norte y en el camino fue girando hacia el oeste. Sufría mutaciones constantes que daban aliento. Primero se transformó en un tigre bebé (un tigre blanco, por supuesto) y yo pensé, qué sabia decisión. Luego en una mujer con escote (tal vez era Joan Vollmer). Luego en un dragón. Y finalmente, como en un guiño, se transformó en un ciempiés, personaje fundamental de sus textos. Pero la cabeza del ciempiés empezó a separarse lentamente del resto del cuerpo y la nube se convirtió en un pequeño caimán del Amazonas, la misma selva que Burroughs recorrió con impaciencia. La nube desapareció a mis espaldas. Bill había regresado al Ecuador en forma de nube redentora y se dio muchas vueltas más por el espacio.
Quería que yo le reconstruya. Y quería darme fe.
Una de las grandes contribuciones de Burroughs es hablar acerca del exterminio de un mundo sobre otro. Exterminio que se llevó a cabo de manera categórica sobre las culturas nativas de Norteamérica. Y que se fundamenta en la destrucción de la vida espiritual. Por lo general, dice Burroughs, para destruir un grupo de personas debes destruir a su creador. Durante sus experiencias en Latinoamérica y África, Burroughs pudo constatar que el exterminio en estos lugares no ha sido tan efectivo, digamos, como el de sus ancestros anglos en Estados Unidos. Observó los parches del sincretismo con su gran OJO y las imágenes viven y hablan solas dentro de sus textos. Desorden general, la incapacidad de ponerse de acuerdo, la falta de garantías, la sumisión de unas culturas a otras, son parte de nuestro día a día. En los grandes genocidios, así como en las adicciones personales, algo nos dice que los seres humanos, en el fondo, queremos las cosas que más tememos. Pero el temor es tan grande que por lo general, no nos atrevemos a hacer lo que queremos. Leyendo a Burroughs, da la impresión de que él no fue así, de que durante un largo periodo de su vida, luego de asesinar a su cónyuge, Joan Vollmer, se entregó al deseo y se olvidó del miedo. Lo reconfortante, para el resto, es que Bill no sacó nada muy bueno de todo eso. Decidió volver. Vivió muchos años. Murió viejo y limpio.
nació en Londres en 1980. Escribe desde Ecuador en diversas publicaciones periódicas y en los blogs Sin Hermano y Mujer Piloto.
Así fue, el yonqui murió viejo y limpio, pero no sano, además dejó un horripilante halo infeccioso que aún nos reconforta. Buen texto.
que onda loco, buen texto
intente argyreya nervosa, o peyot
seguro que se encuentra por ecuador
estoy leendo roberto bolaño y siento la influencia beatnik en los visceralistas, jeje