El nihilista
A juzgar por las sentencias más desoladas, Fernando Vallejo es, aparentemente, un nihilista. Aparentemente, un anarquista. Aparentemente, un gran amante. Aparentemente, un científico. Y aparentemente, gran escritor.
Sus opiniones políticas (en libro y de viva voz) son originales porque el odio que ha incendiado a Colombia al fin encontró una expresión literaria y una voz directa que lo exprese. Sus libros son el sentir de un pueblo a la sombra que ha visto en la política la res publica de los angurrientos, de esa élite aristocrática y mezquina que se apropió de la vida de los demás como si se tratara de cerdos en ceba. En Colombia abundan tipos como Vallejo. En cada barrio hay uno. La diferencia entre ellos y Vallejo es que algunos disparan, mientras Vallejo escribe. Y escribe gramaticalmente correcto. Lo que no lo catapulta a priori para ser “El más grande escritor” como dicen en los periódicos nacionales tras su última novela El don de la vida.
El mero gramaticalismo ha hecho de Vallejo el escritor que no es: un gramático-lumpen intocable, un genio-chirrete especialista en sindéresis, un nihilista culto que se pasea con las peores raleas sin mezclarse (y con quienes lo único que comparte son los fluidos y emanaciones de su verga salpicadas de algunas acertadas y otras imaginarias correcciones lingüísticas). Por él nos enteramos de la palabra «visaje», que viene del lunfardo, del argentino antiguo coreado en los tangos de Medellín, la otra, la triste, que frecuentaba cuando era joven para cautivar jovencitos con algunos billetes y canciones desesperadas de Leo Marini. Por él nos enteramos parcialmente de lo que significa vivir en las vaguadas de pobres de Medellín llamadas comunas: “sólo una vez subí a una (comuna, en La virgen de los sicarios) y salí vivo”. Sólo una vez, y la suficiencia con que lo dice su portavoz no se refiere al hecho de haber subido sólo una vez, sino de haber salido vivo de allí. La violencia de sus libros, sin embargo, no está asentada en la realidad. La violencia de Vallejo no radica en lo que dice, sino en cómo lo dice. Esta aparente irreverencia se localiza en la aguda selección del epíteto para enunciar sus parrafadas. Por eso es equivocado decir que Vallejo es el escritor de la Violencia urbana actual de Colombia. La violencia que señala Vallejo es léxica, no narrativa. Es cierto que la lengua es la primera esponja que absorbe todas las tensiones y degradaciones sociales. Pero también es cierto que su discreta violencia tiene poco que ver con la que deja quince muertos por noche en Medellín. La violencia en sus obras es verbal. Todos los argumentos de Vallejo, hasta los más violentos, se pueden resumir en triviales anécdotas. Anécdotas engrosadas con disquisiciones y peroratas que dilatan la narración. Si su carencia de argumentos le da para hacer novelas, es porque la literatura no está tan fatigada (como tanto predica) sino viva, y dinámica, y en arte, según decía Wilde, todo importa, salvo el tema. Vallejo, como Thomas Bernhard, es enemigo de los argumentos:
Entre fantasmas: enumeraciones de muertos y reminiscencias de la violencia de los años 50.
Desbarrancadero: la muerte de su hermano cariado de SIDA y el odio manifiesto a la madre.
La rambla paralela: un viaje a Barcelona y la conciencia de la muerte.
Mi hermano el alcalde: reivindicación de un político bueno y las peripecias e infortunios que tiene que pasar precisamente por no ser corrupto ni hampón.
Vallejo no narra. Enumera. Si su afán en algún momento parecía apuntar a una impugnación (por el arte) de los crímenes de la realidad, su método hace tiempo que falló: con enumeraciones no basta; las enumeraciones son melódicas, rítmicas, pero mantienen la misma parcialidad conceptual de que adolecen las cifras: el abuso estadístico. No tienen rostro, ni víctimas, ni victimarios. Vallejo escasamente menciona nombres de lugares que se corresponden con lugares de matanzas. Para su acostumbrada eufonía elige ciertas masacres de Colombia cuyos nombres riman y agilizan el fraseo. Con esos nombres fabrica una salmodia a la que le falta sólo el responso: ora pro nobis. Luego increpa al lector y lo califica de “desmemoriado”. Enseguida advierte que él sí se acuerda. Pero Vallejo no se acuerda de nada. Sus libros no abordan estas tragedias que tanto han propiciado el nacimiento en el seno de nuestro desolado país un tipo social como el sicario. Libro tras libro, Vallejo repite el mismo responso, cada vez revitalizado con nuevos adjetivos secuestrados de diccionarios, letras de tango, o dialecto paisa; luego matiza la desgracia actual con remembranzas nostálgicas del pasado (que al comienzo funcionaban y lo hacían “odiar con ternura”, cliché que repiten uno tras otro de sus exaltados seguidores): la finca de Santa Anita (paraíso perdido), las películas que le impidieron rodar en Colombia y tuvo que malograr en México (descargo agotado), su amor por los perros, la gente que conoció en esas épocas y de la que oyó que había muerto. Y además se reclama narrador “de primera persona”, como si la primera persona fuese un descubrimiento de su cantera, como si al elegir este pronombre para narrar estuviera renovando la literatura con libros sin argumentos, con poca técnica, con un uso del tiempo libre pero cansino; cacofónico, más trillado a su pesar de lo que imagina. Y es que sólo lo imagina, porque sus lecturas están desactualizadas. Vallejo cree que la literatura se acabó con los hermanos Goncourt (antes escritores, ahora un premio). Es un reflexivo gramático, y como todo gramático radical, cree a los que no comparten su pasión como ignorantes literarios, que es casi como decir analfabetas del arte. Otra falacia, o de lo contrario aquella pasión habría hecho de Rufino Cuervo y de Andrés Bello y de José Manuel Marroquín grandes novelistas, y no lo fueron. Su obra es única en Latinoamérica, precisamente por ser religión de un solo mesías. Nuevos libros de Vallejo se publican cada dos años. Extraño en un autor para quien los infinitos registros de la prosa parecen finitos. Vallejo se enorgullece de no leer literatura. No es necesario que lo reitere. Sus últimos libros lo demuestran: que no lee. Vallejo no abre caminos a la literatura; los cierra.
Los sicarios
La virgen de los sicarios (novela de culto, con una adaptación al cine magnífica llena de planos secuencia, de Barbet Schoerder) resulta un libro violento sólo por el título elegido. En su interior, la única violencia se reduce a una vendetta entre sicarios y a ciertos usos hoy vetustos del parlache paisa de los años noventas. En detalle, estas matanzas pueden leerse mejor narradas en un periódico de tercera categoría como El Espacio Millonario, o en los reportajes de Alonso Salazar (antes periodista, ahora alcalde de Medellín). La virgen de los sicarios es un libro trivial cuyo único valor radica en presentar al sicario y al pederasta como protagonistas, como héroes de novela. El triángulo de amor que se establece entre un anciano pederasta y dos sicarios adolescentes tampoco es profundo: un mero contrato económico. No hay desarrollo introspectivo para comprender la vida que los junta. Los junta la muerte, dirá algún lector obnubilado, pero esa es la varita mágica de los críticos y lectores para con Vallejo: teoría acomodaticia que transfiere a la nada cualquier otra interpretación; excusa venial para justificar el desconocimiento del razonar humano que ha convertido al sicariato en una forma de nuestra economía informal. Los giros de la novela se dan por las conjeturas que le llevan a descubrir al narrador que su nuevo efebo adolescente fue quien mató a su ex amante prepúber: un triangulo de amor fatal. Entre los fragmentos que causaron escándalo en la época de publicación (del libro y la película) se destaca aquel pasaje en que uno de los sicarios adolescentes se ofrece para matar al presidente de la república. La manera para firmar su ofrecimiento es disparar contra el televisor donde se transmite una imagen del presidente (en la película fue elegida la imagen de Andrés Pastrana, presidente de Colombia 1998-2002, a quien Vallejo dedicó algunas de sus más ácidas críticas). El contraste moral más elevado: cuando el nihilista Fernando Vallejo (el otro, el que narra la novela) muestra un atisbo de piedad por un perro herido, y el sicario que lo acompaña se muestra incapaz de hacer por el perro lo que gustoso hace a los humanos: darle un tiro. Contrastes morales, pero contrastes ingenuos, porque son solo generalizaciones de sentimientos colectivos y escasamente se rastrea el origen del instinto que haría posible la comprensión de cada personaje, de cada individuo. Vallejo quiere convertir en héroes a dos representantes de la hez social: el sicario y el pederasta, pero en su libro ni el sicario es un personaje sólido, ni el pederasta un nihilista verdadero, sino un mendigo de amor, un hedonista dependiente de afecto que sufre como Vallejo (el de carne y hueso) de la misma desgracia que ataca a todos los hedonistas: negarse a envejecer.
El filósofo
Algunas estudiosas de la obra de Vallejo (que haberlas haylas) ponderan que Vallejo maneja un discurso de doble vía racional que consiste en elevar una idea a dicotomía, a dos posibles alternativas, y escoger, de las dos, ambas. En sus libros estas bifurcaciones del racionamiento se pueden ubicar siempre por una pregunta que el narrador se hace a sí mismo: “¿Entonces lo que propone usted es la anarquía total? No. O sea: sí” Aseguran, las críticas, que razonamientos como éstos son una forma nueva que se aleja del pensamiento binario occidental; recuerdan que dicho pensamiento doble se presenta en las mentes más lúcidas desde Nietzsche a Kant, pasando por Lichtenberg y Céline, y que obedecen a la superación del pensamiento binario (0,1- sí, no). El doble pensamiento en Vallejo sería una forma de la literatura de tesis, de conceptos, si las dicotomías trascendieran en reflexiones filosóficas, si a la síntesis le sucediera un análisis, lo que jamás ocurre. Son meras elecciones en el abismo (como elegir de qué árbol anhelas que te ahorquen, ¿de Guayacán o del Roble?). A mí me recuerda el diagnóstico clínico de esa enfermedad mental de los indolentes llamada Alexitimia: el paciente es incapaz de discernir entre dos vías morales, porque las situaciones que les deberían generar sentimientos son confundidas por órdenes contrarias. A lo sumo, juegos retóricos, chistes de paso. Vallejo es un escritor de humor negro: provoca a la risa, pero no participa de ella.
Las dos dimensiones estructurales que verdaderamente definen y profundizan su obra, a mi juicio, son el tiempo y la memoria. La noción de tiempo que maneja Vallejo parece demasiado elemental, tipo Presente, Pasado y Futuro, pero su forma libre de fragmentación se corresponde con las teorías de Bergson: el flujo de la consciencia es el que hace posible saltar del presente al pasado y viceversa. El río del tiempo es la metonimia con que titula el conjunto de su obra. El barco que halló para navegar por ese río son las palabras. La alusión en el título es evidente: refiere al río Heráclito donde nunca nos podremos bañar dos veces porque ni el agua ni nosotros seremos jamás los mismos. Esa idea tal vez sea la más trascendental de toda la obra. Tal vez la brevedad de la existencia sea el lastre mayor que arrastra Vallejo por el río, el motivo que lo llevó a escribir a pesar del escepticismo. Su reflexión sobre el tiempo es instintiva, digresiva; poco científica (a pesar de los dos libros de ensayo científico que publicó) porque el tiempo de los científicos es una medida útil, un patrón del movimiento (el espacio que recorren los electrones del átomo de Cesio alrededor del núcleo) pero un patrón ideal, inútil en la literatura donde tiende a fracturarse. El tiempo de los científicos jamás pasa, ni se lo lleva el viento. El tiempo de Vallejo, sí. Mucho tiempo en el mundo es nada en la literatura. La exploración de la memoria en El río del tiempo se convierte en la única manera de fijar la vida, de darle significación mientras se extingue en medio de la rotación incesante de los electrones. Si los electrones cesan, no se acaba el tiempo. Si el hombre muere, ya no será más su tiempo. La memoria desafía el tiempo, porque la obra literaria aspira a convertirse en la memoria del otro. Sin esta memoria prestada, todo lo que hemos hecho en el transcurso de una vida se perdería. Vallejo combate al tiempo con palabras, y como los antiguos arrieros paisas fija su memoria con melodía y trova y falsos recuerdos y exageraciones memorables. El tiempo de sus obras es incesante, pero circular. Aun así, recordar es una desgracia y la memoria resulta otra ilusión: no somos lo que recordamos. Los dos elementos filosóficos de la obra de Vallejo se funden en uno y el mismo: la autobiografía, que no es otra cosa que el recordar. La memoria individual corre el riesgo de borrarse. El autor corre el riesgo con cada obra de convertirse en un monigote trascuerdo. Vallejo da muestras de estar acabado desde la publicación de Mi hermano el alcalde. Nemotécnicamente ya no hay nada que decir, y la forma de su prosa (más frenética, menos lúcida) da muestras de fatiga. Simplemente se repite, y cada vez que se repite, como en todo rito, pierde significado.
El escritor
Sus narraciones son discontinuas. El estilo de Vallejo (la digresión, el anacoluto) es un truco gastado que cada vez se salpica más de incrustaciones sensacionalistas: insultos, odas al sexo, ataques religiosos, xenofóbicos, misóginos. Publicidad le sobra a Vallejo para ocupar cada año las primeras listas de ventas, pero su obra desmejora. Las intervenciones públicas para promocionarse pertenecen cada vez más a los terrenos de la publicidad que a los de la lógica. Vallejo hace pensar en un hombre que habla como escribe, un escritor capaz de lanzar de viva voz toda la mierda que almacena en sus odres, pero lo cierto es que empeora con cada repetición. Sus lanzamientos librográficos y conferencias zoopolíticas (a las que suele asistir con una jauría de perros callejeros protegidos por él y fustigar gobiernos), son apenas una estrategia publicitaria. Todos los escándalos que pueda levantar hoy no levantarán en nada la obra. Lo mejor que le podría pasar a la obra de Vallejo es que se suicide, que sea capaz de un acto elocuente y silencie de una vez por todas la pluma, ya que la literatura conduce a la nada. O que al menos algún amante adolescente o sicario lo mate por celos como tanto anhela ese trujamán que escribe sus obras y le evite así prolongar la cobardía de un suicidio que al parecer jamás llegará. Vallejo escribió para derrumbar un orden moral, pero lo hizo a costa de la literatura. En su obra no hay cruce de voces. Es una voz megalómana en múltiples direcciones: la nostálgica de Los días azules, la maricona afectada de El fuego secreto, la energúmena de Caminos a Roma y Años de indulgencia, y la pugnaz de Entre Fantasmas y El don de la vida. Las otras voces de sus novelas son apenas las variaciones de las primeras. Muchos de quienes le leyeron con deslumbre cuando eran jóvenes (años 90s) no soportan una relectura hoy. Mi percepción es que su obra ya no presenta aportes literarios significativos. En las novelas más reflexivas (Rambla paralela, Desbarrancadero, El don de la vida) trató de revitalizar el alter ego desdoblándose en múltiples YOES, pero sólo consiguió un galimatías donde las interrupciones constantes estorban a la narración y la dilatan. Más de lo mismo: reiterativamente va impugnando al diosito capaz de ver a través de las paredes a los amantes. El escritor vuelve a señalar que la tercera persona del singular es camino trillado en literatura. Pero es camino trillado por Tolstoi y de Flaubert, por Grass y por Faulkner. Vallejo, frecuente defensor de lecciones literarias esenciales como el ritmo, olvida que hay una regla superior en la literatura: la ficción. Literatura es lo que se escribe en el límite de la realidad. Un escritor es verdaderamente grande cuando es capaz de escribir sobre lo no conocido, cuando puede ver a través de las paredes y a través del pensamiento. Vallejo, al parecer, se basa en la experiencia. La primera persona del singular se acopla a esta intención, pero si alguna vez fue vivaz y original, ya no lo es. Su insistencia en publicar más de lo mismo se ha convertido en una deshonestidad intelectual. Para dar la idea de que su obra es la de un solo libro fracturado y para generar la idea novedosa de llevar a las últimas posibilidades el YO y declarar la muerte al narrador omnisciente dice que él siempre ha dicho “yo” y que se morirá diciendo “yo”, hablando sobre lo que ha visto. Vallejo dejó de ver desde hace tiempo. Su técnica literaria ostenta un único recurso, pero el recurso está liquidado, agotado. Su insistencia lo convierte en mago de un solo truco.
El escandalizador
Los paisas se enorgullecen de esa enseña que los distingue entre los colombianos como valentones, frenteros, mercaderes, ambiciosos, avivatos, rezanderos, deslenguados y embusteros. A lo que ha de sumarse una desbordada sublimación de la riqueza y del brutalismo, resultado de los años de gloria del cartel de Medellín y la migración imparable de miles de desheredados que llegaron a buscar fortuna, desplazados de Urabá en la guerra de Paramilitares, Estado y Guerrillas de las últimas tres décadas. Fernando Vallejo ha logrado capturar y parodiar en sus novelas lo mejor y lo peor de aquella raza, al punto de hacer una literatura de relevancia internacional con novelas costumbristas. Y es que en Colombia no hay costumbre más antigua que matar, y se necesita de una sociedad puritana como la paisa para ser un gran degenerado. Se necesita de una sociedad beata y camandulera como la antioqueña para ser un iconoclasta. Los paisas son un grupo social que se sobrestima como el más pujante y progresista de todo el país y ha creado un estereotipo: el antioqueño. Sin embargo, en su seno se ha engendrado los escritores más pesimistas. Nacidos en un crisol de culturas que se reclaman como denominación de origen la línea vascuence y la sangre judía, Antioquia, Colombia, ha parido a Tomás Carrasquilla, Fernando González, Gonzalo Arango y Fernando Vallejo. De más no está decir que también aquella provincia ha engendrado a Sangrenegra, Carlos Castaño Gil, Rafael Uribe Uribe y Álvaro Uribe (de otros Uribe), entre quienes se encuentran los asesinos y más conservaduristas y atrasados dirigentes y terratenientes de este país. El dialecto paisa que aun mantiene viva la segunda conjugación del plural (vosotros), es un rastro indeleble de la colonización ibérica que se mantuvo viva por haber perdurado en la frontera de una zona montañosa con una población mayoritariamente rural hasta hace 50 años. La dicción paisa y los puntos de articulación de sus frases (que no distingue entre vocablos sino en parrafadas) hacía las delicias de un profesor de fonética que en la universidad nos demostraba una escalofriante teoría: dentro de 800 años los paisas hablarán en una lengua tonal que se parecerá más al coreano que al español: azozí (ah, eso sí), evemariapuesome (eh, ave María, pues, hombre), quiubomaniño (qué hubo, mi niño). Se necesita de una sociedad beata y camandulera como la antioqueña para ser un iconoclasta. Se necesita de una sociedad totalitaria para ser un disidente. Se necesita de una sociedad optimista para brillar por pesimista. Se necesita de una falsa democracia para ser un contradictor. Se necesita de un Estado que monopolice el uso de la fuerza para ser un terrorista. Se necesita de un caldo de cultivo para que un escandalizador afile su látigo, y para que su obra adquiera pleno carácter.
¿Qué tipo de sociedad es la que se escandaliza con un Jonathan Switf que dice: “la solución para que los niños irlandeses no mueran de hambre es comérselos”? La Inglaterra imperial que explotaba a sus colonias y las dejaba morir de hambre mientras la flotilla de piratas con patente de corso surcaba los mares con especias para reina lectora. ¿Cuál es la sociedad que se escandaliza con los apotegmas sobre la libertad de Epicteto, un esclavo liberto, lisiado de las piernas, que gritaba sus ideas a las puertas del coliseo romano, el símbolo del esplendor imperial? La Roma esclavista y decadente de Domiciano. ¿Cuál es la sociedad que se escandaliza con los panfletos antisemitas de Céline? la posterior a Vichy, una Francia Post-Nazi, que arrastraba un pasado colaboracionista. ¿Cuál es la sociedad que se escandaliza con los libros de Bernhard? La Austria xenófoba, con su pensamiento binario y computarizado que auxilió genocidios y propició el holocausto con silencio servil.
Para comprender la potencia de una ironía en la obra de un gran escandalizador hay que comprender el tipo de sociedad que escandaliza. Fernando Vallejo escandaliza por el lastre de maricón que arrastra con orgullo en un país homofóbico lleno de maricas reprimidos con el traje de homosexual doblado en el armario. Escandaliza por sus saetas directo al hoyo del culo del papa de turno en un país de feligreses encomendado al sagrado corazón de Jesús donde aun existe el concordato entre la iglesia y el Estado y donde ostentamos el triste honor de tener a un general con sotana. Escandaliza por sus epítetos denigratorios (en prensa, radio, televisión y libro) a todos los presidentes de Colombia desde el año 1996, a las FARC, a los Paramilitares, a los Narcotraficantes y a los políticos de toda laya. Escandaliza por sus reiteradas alusiones a las matanzas olvidadas de esta mala patria y por su insistencia en decir que Colombia es “un país de asesinos”. Escandaliza a otros por su indulgencia con los animales (los perros) en contraste con su intransigencia por la demografía y la fertilidad de la mujer y la proliferación de los pobres en un país donde más de la mitad de la población es miserable, y por tanto, inculta, desinformada, manipulable y en un 2%, analfabeta funcional.
El río del tiempo
Años de indulgencia y Caminos a Roma son las obras que pondero sobre todo lo que he leído de Vallejo. En esos dos libros casi perfectos a los que opacó poniéndole tres más a cada lado encuentro la obra que perdurará. Allí Vallejo narra las peripecias de un estudiante de cine en Europa y de un inmigrante en Estados Unidos, llamados como él Fernando Vallejo.
Años de indulgencia es uno de los libros más violentos y graciosos que se han escrito contra la mujer y la desmitificación de los inmigrantes que al fin resultan en un escritor algo distinto a lo políticamente correcto y cercano a como los ven en todos lados: invasores, hampones, malos, feos y sucios. Caminos a Roma es la primera entrega del nihilismo de Fernando Vallejo. Ambos libros contienen sendas matanzas perpetradas por ese narrador llamado también Fernando Vallejo: la matada que le da a una casera de París con chocolates empozoñados y a un gringo explorador lanzándolo a un abismo, y el incendio provocado contra el edificio de latinos donde se aloja en New York. Con esos dos libros hilarantes, inteligentes, propios de una época lúcida en el escritor, le habría bastado a Vallejo para ganarse una tumba en la pléyade colombiana, en el Cementerio Central de Bogotá junto a su adorado José Asunción Silva. Con esos dos libros el escritor no se hubiera expuesto al descrédito de sus lectores después de descubrir que la misma pluma que había escrito esas dos piezas magistrales se habían degradado con Mi hermano el alcalde y El Don de la vida.
Declaración de amor a Fernando Vallejo
Hasta que leí a Vallejo nunca antes el desprecio, la ironía, el chisme, el escepticismo y el descrédito de la nación colombiana se me había presentado tan creativo y fulgurante. Nunca antes la sátira menipea, la literatura sostenida precisamente en trincheras de antivalores me pareció luminosa, y eso que había leído a Fernando Gonzáles (su antecesor), y eso que en el colegio tuvimos que devorarnos al viejo Carrasca de la Marquesa de Yolombó y Frutos de mi tierra. Antes de leer a Vallejo ya había leído a Pierre Drieu La Rochelle, y al coleccionista de odios León Bloy, y al menos dos novelas-memorias, las más filiadas con la prosa de Vallejo, de Céline (Viaje al final de la noche, De un castillo a otro), y el Thomas Bernhard implacable de Extinción. Leer a Vallejo era tener a un acusador de la humanidad en el patio de atrás de la casa. Sigo pensando que lo mejor que le pudo haber pasado a la literatura colombiana sumida en los años ochenta de la esterilidad creativa fue Fernando Vallejo (y dos más: Moreno Durán y Raúl Gómez Jattin). La cadencia de su prosa. Ese ritmo del siglo de oro español con el que delata que el único camino para ser un gran escritor es perseguir el ritmo, la música de las palabras. Con Vallejo me ocurrió como con Hemingway: el único modo de quitarle el embrujo que ejercía sobre mí fue bajándolo del pedestal, desmontándolo, contando en lápiz y papel las sílabas exactas de que estaban compuestos sus mejores pasajes, para descubrir que la música provenía de esa capacidad para redactar párrafos que recordaban poemas, frases que separadas en sílabas daban la medida, a veces exacta, de la poesía de sus favoritos: la de José Asunción Silva y Barba Jacob. Vallejo era la brillantez para enjuiciar, para impugnar, para injuriar, y sin embargo era garrafal cuando se equivocaba (y se equivocaba tanto en su admiración por un personaje siniestro de la historia colombiana llamado Laureano Gómez, como en su respeto lacayo por la gramática, y la misoginia). Todo el mundo que yo odiaba, lo odiaba a él. Por eso creí todo lo que dijo, y aplaudí todas sus payasadas, incluso cuando se volvió loco como el viejo Carrasca y Fernando Gonzáles y renunció a la nacionalidad y lanzó su último ataque contra la iglesia católica. Era por fin el gran prosista de Colombia, el escritor al que debieron aspirar los esperpentos del XIX y al que no llegaron ni en caricatura por andar dando tumbos de palíndromo en palíndromo mientras el país se hundía en la mierda. Sólo lamento que ignorara un rasero que define a un buen escritor de uno malo: saber cuándo callar. También me entristece que a nivel de estructura sus novelas tuvieran tan poco que enseñar. El Río del Tiempo, de todos modos, me hizo pensar que no era necesario ir tan lejos para hacer literatura, que con una ciudad bastaba y sobraba; me enseñó a bucear en los territorios del pasado personal y del pasado ajeno como si fuera propio. Chapolas Negras (el libro que salvaría del incendio para reír en medio de la tragedia) el rigor del dato y la insignificancia de la cita académica cuando el mejor método para enseñar la historia del hombre es olvidarse de la ficha y contarla como si fuera un chisme de café y nunca, jamás, en simples datos de algoritmo. Barba Jacob, el mensajero, el camino del artista verdadero, el camino del apestado. Y Logoi, el rigor comparatista que hoy uso en su contra. Sólo por eso le estuve agradecido. Después, tuve que matarlo.
es blogger y cronista independiente. Es autor de La balada de los bandoleros baladíes (2011) y miembro del consejo editorial de esta piara. Escribe semanalmente en Una hoguera para que arda Goya.
Para mí Vallejo es un humorista canéforo, un gran biógrafo, visionario de ciertos animales urbanos (los taxistas) y un maestro pianista.
Vallejo es idéntico a Paulie de Los Sopranos!!
Muy bueno el texto!
Me rio de janeiro. Usted no leyó o no entendió a Vallejo. Usted debe ser usted miembro de la camarilla «críticos de los críticos», como alquien bien la llamó.
La academia internacional, señor Bhor, que algo sabe sobre estos temas, reconoce a Vallejo como un gran escritor. Sus obras «La virgen de los sicarios» y «El desbarrancadero» se encuentran entre las mejores novelas que se han creado en América Latina en los últimos tiempos. Su perorata es larga y aburrida, mal redactada y demuestra que en Colombia hay gente que cree ser muy original llevando la contraria, a todo y a todos, desfenestrando hasta a los más inconoclastas, criticando aún a los críticos más severos, todo en un esfuerzo vano y patético por hacerse notar.