Vida y destino

Aun veo la flota hundida en la bahía de Sebastopol. Las colinas de fondo y la armada invasora que llena el mar azul. La potencia visual de Tolstoi supera toda la literatura bélica, incluso la más actual, que echa mano del cine, como si el cine bélico de Coppola a Fleeming no fuera un extractor de la cantera que fueron las grandes novelas épicas: Mitchell, Conrad, Tolstoi, Hugo, Suetonio, Homero. Una artimaña comprensible, si se tiene en cuenta que muchos escritores de novela bélica nunca asistieron a una guerra, nunca olieron el humo de una batería, y en consecuencia difícilmente podrían distinguir el color de las siete clases de humo en un batalla. Tolstoi, en el primer reportaje de”Sebastopol”, elige la retórica de un guía de museo para dar instrucción de atrocidad a aquel que nunca ha visto una matanza. La fórmula del narrador es didáctica: “Si camina usted hasta el fondo, entonces verá…” Tolstoi se ha encarnado en la voz de ese narrador que se pasea por en medio del desastre, fascinado, en compañía del turista: “Ahora, si es capaz de seguir, ingrese al pabellón de cirugía; allí verá a un grupo de médicos amputando piernas y brazos con una segueta.” Desconcierta la frialdad de esta prosa quirúrgica que se anticipa a todo y que se relame con la lucidez del efecto gastronómico de su descripción. No hay un personaje definido. Todo es narrado en presente impersonal y se impone directamente de Tolstoi al ojo del que lee.

La fuerza visual de “Sebastopol” (relato en 3 entregas que publicaría en un periódico) se debe en gran parte a que fue escrito por un testigo presencial de lo que cuenta: Tolstoi se había alistado como voluntario, a petición de su hermano, para servir en Crimea, la guerra entre Rusia Vs Turquía (aliados, los otomanos, a franceses e ingleses en el Mar Negro). Estuvo en Sebastopol (entre mayo y junio de 1852) y en esos ocho días debió presenciar muchas paradojas y contrastes morales y muchas de las heroicidades gratuitas que escribió (hay que creerle). Pero la mitad de las historias que soportan el relato debió oírlas en boca de quienes llegaban a diario del “cuarto bastión” -el lugar más peligroso del sitio- al hospital de campaña, puesto que Tolstoi para todo lo relacionado con sacar tripas no era bueno, y en menos de ocho días logró salir sin un rasguño del sitio más peligroso del mundo en ese año. Quería ser escritor, se entiende.

Un aspecto a destacar de “Sebastopol” es que en el tránsito que hace desde ese amanecer en las colinas hasta el anochecer en los bastiones del frente, Tolstoi se ahorra el mapa del combate (tan caro al historiador). Un error común de los narradores bélicos que no asistieron nunca a una guerra consiste en situar el mapa, por temor de los historiadores. Si el novelista es fiel a sus fuentes, miente a la literatura. Un novelista no puede restringirse al trapo sucio de la verdad histórica, ni siquiera a la precisión geográfica. Si es un verdadero novelista tiene que inventarse todo. Si el dato histórico dice que había cinco mil soldados, deberá decir que había docemilcuatrocientosveintiseis (y treinta mujeres de ambulancia y veinte de cocina, una de las cuales era bizca y coja). Allí donde el historiador dice, apoyado en documentos fidedignos, que había un río de nombre tal, interpuesto entre los dos ejércitos, el novelista sólo debe interesarse por el aspecto de ese río, por el tinte sanguinolento del cuarto día, por el hedor del agua saturada de cadaverina, por un soldado al que le dan la orden de cruzar el río y deserta, por no saber nadar. Con el primer capítulo de “Sebastopol”, dicen que Tolstoi hizo llorar a Turgueniev y al zar de Rusia. Eso tampoco se puede probar. Lo que sí se puede comprobar es que con ese primer relato el lector asiste como testigo a la destrucción de aquella ciudad y deja al lector reconstruir su mapa como le de la gana. El referente son las palabras de Tolstoi, no la geografía. Tolstoi dibuja al mismo tiempo un fresco moral de los defensores, provenientes de toda Rusia, dispuestos a morir por su zar.

Los dos relatos posteriores abarcan el deterioro físico y moral de las tropas de la ciudad, y la prefiguración de la derrota. Termina con una espléndida descripción de la retirada a marchas forzadas y posterior caída del bastión. Ahora Tolstoi decide narrar la batalla desde el punto de vista de los oficiales, de su mundo de licores e ilusiones frustradas por la guerra, de su casta, de su idiotez. Tendríamos que esperar hasta Stephen Crane para imaginar la guerra desde el soldado raso. (Y es que las crónicas de las grandes batallas han pertenecido al mundo del oficial, del general; de los que mandan. Después de Tolstoi, Stephen Crane aprendería la lección, y después de Crane vendrían Remarque, Hemingway, OBrian a contar la experiencia del soldado, en esos maravillosos talleres literarios llamados Verdún, Maginot y Vietnam).

Tolstoi definió en “Sebastopol” qué es lo que hermana a aquel que va a pelear de aquel que simplemente va a VER pelear: sobrevivir. El soldado debe seguir vivo para vencer. El cronista, para contarlo.

La autoridad que otorga ser testigo presencial lo convierte en un cronista de guerra nato, y a su relato, en un reportaje. Tal vez el primero. Tal vez insuperable…

Durante el siglo XX en la literatura rusa se prohibió, por decreto, incluir borrachos, prostitutas, mendigos, asesinos, rateros, contrarevolucionarios, agitadores profesionales. Para el realismo socialista sólo cabía la “gente buena”. Todo lo que en literatura se saliera de tal directriz sería señalado de “decadentismo burgués”. Y los escritores que cultivaron tales obras, parásitos de la sociedad, contrarevolucionarios, traidores. Sabemos que Maiakovski fue el Poeta de la revolución hasta que se suicidó con un balazo tras la desilusión de la Rusia pos-leninista. Sabemos que Mandelstamm fue deportado en 1937 a Vladiosvostock para asignarle un campo de concentración, de camino enloqueció y en su locura se negó a comer porque temía que lo envenenaran, en consecuencia murió de hambre. Sabemos que Ajmátova tuvo que aprenderse de memoria sus poemas porque sus papeles fueron confiscados una y otra vez. Sabemos que Tsvetaeva se ahorcó en una crisis de desesperación al regresar a su país del exilio y descubrir que la Rusia estalinista seguía condenando al ostracismo a los poetas y condenando a las lesbianas como monstruos inmorales. Sabemos que Solzhenitsin vivió en la miseria por atreverse a publicar un libro que atentaba contra el espíritu de la revolución socialista. Sabemos que aun después de la desestalinización que introdujo Nikita Jrushchov se siguió censurando a los escritores. Sabemos la historia del Doctor Zhivago: Pasternak entregó los originales de su novela a la Unión de Escritores Soviéticos (que vigilaba la disciplina ideológica de los autores e informaba de su lealtad con el régimen, manipulaba los textos, eliminaba capítulos enteros, dictaminaba la distorsión de los contenidos); la Unión de Escritores cedió el texto a instancia final para que el propio Jrushchov diera la última palabra, y Jrushchov que era un campesino apático a la lectura aprobó su publicación inmediata, pero la Unión de Escritores lo acusó entonces de autorizar una obra que atentaba contra la URRSS, tras lo cual Jrushchov rechazó a Pasternak y salvó su pellejo, procediendo a vetar la publicación de la novela en Rusia, pero no en el extranjero; nuevamente la Unión de Escritores atacó a Jrushchov y el gran hermano procedió a confiscar esta vez todos los originales del Doctor Zhivago, pero Pasternak había enviado ya un manuscrito al italiano Giangiacomo Feltrinelli; tras lo cual obtendría el premio Nobel, el galardón del mundo anticomunista, que no se atrevió a recibir por temor a la cárcel.

Sabemos que aquellas persecuciones obligaron a los escritores a planear las más ingeniosas formas de difusión clandestina: panfletos, colectas entre amigos, tertulias subterráneas, recitación obligada, mecanografía telepática. Sabemos del código de honor que implementaron algunos amantes de la literatura: “un grupo de amigos, de total confianza recíproca todos, acuerdan que si cualquiera de ellos encuentra un buen texto literario se compromete a hacerlo conocer a los demás y si es de indudable buena calidad, deciden en común ponerlo en circulación cerrada. También aquí el procedimiento es simple: cada uno contribuye con un rublo mínimo y confían el manuscrito a un mecanógrafo que cobre diez kopeks por página. En seguida cada amigo hace llegar otra copia a otro amigo (que a su vez tiene un círculo de amistades al cual generalmente pertenece el primero), y repite la operación siguiendo en ello la cadena de “listos” que en el Occidente surge de tarde en tarde y que se llama –o algo así- la cadena de la felicidad para recibir relatos gratuitos. Así pudieron circular en la URSS el relato de Eugenia Ginzburg, “El vértigo”, la novela de Bex, Nada, y cuando las autoridades decidieron autorizar la publicación por entregas de la novela de Vassili Grossman, el samitzdat (autoedición, en ruso) ya lo estaba editando hasta el punto que sus ventas fueron poco menos que nulas, ya que las gentes conocían el libro en su edición clandestina”. Por estas ediciones piratas de escritores marginales, el mundo conoció la historia de aquellos hombres a los que se les condenó a trabajos forzados por escribir un poema, aquellos que se tatuaban en la frente “soy un secuestrado de la URRSS” y luego un cirujano les arrancaba la piel de la cara. Por esas ediciones piratas que lograban cruzar la frontera en portafolios de médicos, entre ropa interior femenina, en pañaleras de bebé, en microfilms, se supo de aquellos hombres que ingeniaban torturas que pusieran fin a su confinamiento; hombres que se tragaban anzuelos sujetos a las bisagras de la celda para así destrozarse los órganos internos cuando los carceleros abrieran con la mazamorra en la escudilla, hombres que se auto-mutilaban, que clavaban sus propios testículos con tachuelas, que se enterraban puntillas tras las orejas para perder el conocimiento, que aspiraban polvo de vidrio molido para destrozarse los pulmones, que se tragaban las fichas del dominó para morir de indigestión; hombres condenados por haber dejado ir una errata en el nombre de Stalin, por haber escrito un poema, por haber puesto de protagonista de su cuento a un asesino…

Vida y destino (Galaxia Gutenberg, traducción de Marta Rebón) en una aproximación primaria, casi precaria, narra la historia de la toma, defensa y caída de Stalingrado desde el punto de vista militar, y al mismo tiempo describe los estragos de la segunda guerra desde el punto de vista civil.

La primera parte (son tres) sitúa ya al lector en la toma de Stalingrado. Los Nazis, al mando de Paulus, toman con el sexto ejército y la división rumana la ciudad industrial rusa en la orilla occidental del río Volga, durante la Segunda Guerra Mundial. La descripción descabelladamente detallista de la explosión de los depósitos de combustible y el riesgo que corre el Estado Mayor del ejército ruso de ser liquidado, expone la superioridad bélica de los Nazis al comienzo de la ocupación y el temor del pueblo a ser derrotado. La segunda parte describe la defensa de los rusos y la preparación de la ofensiva contra los Nazis. Todos los actos heroicos, atroces y desesperados ocurren al interior de la casa 6/1 que defiende un grupo de artilleros hasta su exterminio total. La tercera parte narra la gran ofensiva que desde el norte y por el sur y hacia el centro lanzan los rusos al mando de Yeremenko para cercar a trescientos mil nazis y decidir el rumbo de la guerra. El punto de vista se desdobla esta vez y la ofensiva es narrada desde el comandante de un cuerpo de tanques ruso y desde el punto de vista de Paulus y el Estado Mayor del ejército alemán. En esta parte del libro Grossman se permite el capricho fulgurante de incluir a Hitler y a Stalin como protagonistas de sendos capítulos.

Este es esquema general de la novela en medio del cual se desarrollan más de cien argumentos con dramas humanos.

El sistema nazi de exterminio

Dos realidades paralelas coexisten en Vida y destino: la vida en medio de la guerra, y la vida civil estropeada por la guerra. La guerra en dos planos, en dos dimensiones humanas: la civil y la militar. La primera parte, narra la vida de los deportados a los lager nazis de Ucrania. En un contrapunto se narra también la vida de los presos rusos, los acusados de desviacionismos, los kulags expropiados por Stalin, los presos del partido condenados a trabajos forzados por el rumor de ser desafectos al Partido. Grossman describe cada uno de los tentáculos de dos craken llamados fascismo y comunismo. La tesis, si tiene, si puede sintetizarse, es casi existencial: las ideologías conducen al crimen y a la esclavitud. Grossman describe los síntomas de sumisión al yugo de un Estado totalitario, sea ruso o nazi: la pérdida de la individualidad (en ambos casos), la colectivización del estigma (o bien por la raza o bien por el credo político) y en un súbito despliegue de análisis más que sociológico, más que antropológico, expresa el mapa espiritual de los hombres sujetos a ideología:

El cambio principal que se producía en las personas consistía en el debilitamiento de su sentido de la individualidad mientras que, cada vez con mayor intensidad, advertían el sentido de la fatalidad

La transición del punto de vista en cada capítulo es la estrategia narrativa que le permite rastrear los síntomas de la segregación que llevan a la esclavitud y luego al exterminio: si un capítulo narra la vida en un campo de concentración, el siguiente cuenta el fragmento de la vida de una mujer que vive frente al guetto y ve salir una patrulla con deportados, el próximo narra el viaje en tren de una judía deportada de un lager a una cámara de gas, el siguiente la vida de un operario de cámara, luego el punto de vista de un enterrador Nazi que calcula los muertos que caben en una fosa común para llevar la estadística. La misma estrategia con los campos de trabajos forzados rusos: un capítulo sobre un interrogado, otro sobre un preso político, otro sobre un fusilado. Es una astucia literaria notable, puesto que los pequeños episodios hacen avanzar la lectura a un ritmo insólito cambiando de escenario en cada capítulo, pese a las 1100 páginas. La destreza se agradece en un mundo que empieza a tener serias fallas de atención.

La gran pregunta que plantea esta cadena de eslabones atroces, desde un plano humanista, es ¿qué se requiere para un exterminio masivo? Que sea natural. Los factores que enuncia para comprender el exterminio pueden ser discutibles, pueden ser aumentados, pero no se pueden soslayar: la fuerza hipnótica de la propaganda de ideas, y el terror. Y el aporte de los que serán víctimas es: el instinto de supervivencia y la sumisión por falso optimismo. Dice:

Asimismo, en los casos de exterminios masivos de personas, la población local no profesa un odio sanguinario contra las mujeres, los ancianos y niños que van a ser aniquilados. Por ese motivo, la campaña para el exterminio masivo de personas exige una preparación especial. En este caso no basta tan sólo con el instinto de conservación: es necesario incitar en la población el odio y la repugnancia.—Una vez puesta al servicio del fascismo, el alma del hombre declara que la esclavitud, ese mal absoluto portador de muerte es el único bien verdadero. Sin renegar de los sentimientos humanos, el alma traidora proclama que los crímenes cometidos por el fascismo son la más alta forma de humanitarismo y está conforme en dividir a los hombres en puros y dignos e impuros e indignos. La voluntad de sobrevivir a cualquier precio se expresa en el oportunismo del instinto y la conciencia.—Había sido reprimido, pero existía. El hombre condenado a la esclavitud se convierte en esclavo por destino, pero no por naturaleza.

La única conclusión que encuentro, es tan natural como sobrecogedora: el hombre en manos del Estado, no tiene destino.

El sistema soviético de exterminio

El hombre del comunismo tampoco tenía destino: el sistema soviético de represión fue similar en procedimientos, en terrorismo, en alienación, al del Nacionalsocialismo: a nombre del bien común se anulaban todas las libertades del ser humano:

“Fue precisamente en una atmósfera de odio y repulsión como se preparó y llevó a cabo la aniquilación de los judíos ucranianos y bielorrusos. En su momento, en aquella misma tierra, después de haber movilizado y atizado la ira de las masas, Stalin abanderó la campaña para la aniquilación de los kulaks como clase, la campaña para la destrucción de los degenerados y saboteadores trotskistas-bujarinistas.— Y no ya decenas de miles, ni siquiera decenas de millones, sino masas ingentes de hombres fueron testigos sumisos de la masacre de inocentes. Pero no sólo fueron testigos sumisos: cuando era preciso votaban a favor de la aniquilación en medio de un barullo de voces aprobador. Había algo insólito en aquella extrema sumisión. – En ayuda del instinto acude la fuerza hipnótica de las grandes ideas. Apelan a que se produzca cualquier víctima, a que se acepte cualquier medio en aras del logro de objetivos supremos: la futura grandeza de la patria, la felicidad de la humanidad, la nación o una clase, el progreso mundial. Y al lado del instinto de supervivencia, al lado de la fuerza hipnótica de las grandes ideas, trabaja también una tercera fuerza: el terror ante la violencia ilimitada de un Estado poderoso que utiliza el asesinato como medio cotidiano para gobernar. La violencia del Estado totalitario es tan grande que deja de ser un medio para convertirse en un objeto de culto místico, de exaltación religiosa.”

Para ilustrar este paralelo, Grossman elige narrar la vida de un físico nuclear envilecido y alienado por la burocracia estalinista. La historia de Víctor Sthrum es a mi parecer el eje que sirve a Grossman para mostrar que aquellos que vivieron al margen de la guerra tal vez tenían otro destino, pero que tampoco les pertenecía. La lista de personajes que sostienen esta idea es larga: un físico nuclear que se obligado a creer en una física socialista, un comunista ortodoxo que acabará en la cárcel de torturados de Lubianka torturado por otro miembro del partido, un campesino condenado a perpetuidad por oponerse a la expropiación de las tierras, una anciana sobreviviente a la expropiación del campo que mató de hambre a diez millones de campesinos, un condenado que fue obligado a firmar una confesión falsa de decadentismo por dejar ir una errata en el nombre de Stalin en su periódico; la sombra de un brazo largo, el stalinismo, el puño de hierro que oprimía las florecillas que se interpusieran a su paso.

Influencias superadas

Vida y destino se escribe para ir un paso más allá de Guerra y paz, la novela bélica por excelencia, inclusive para rebasar con creces la descripción de la batalla de Sebastopol, narrada en el primer libro de Tolstoi, y que parecía insuperable, ya no sólo en la literatura rusa, sino en la literatura bélica en general. Al narrar una extensa porción de la novela desde el punto de vista alemán, Grossman va un paso más allá inclusive en el alcance de la novela totalizadora: a la novela no le interesa la guerra, sino como circunstancia dramática; a la novela no le interesa definir quién es el bueno y el malo de una guerra: le interesan los motivos y las dudas y las tragedias de todos los combatientes, de todo los civiles, de todos los países involucrados. Con la inserción de capítulos que son síntesis históricas del comunismo y el nazismo, fragmentos documentales y periodísticos, esquemas que sitúan la batalla, el momento histórico que se decide en Stalingrado, teorías científicas del futuro y el universo integral, las tensiones en las dos caras del frente, fragmentos de discurso tanto de Hitler como de Stalin, las suspicacias entre generales divididos, los pormenores del cerco, panegíricos sobre la amistad, el valor y la vida que demuestran un conocimiento profundo de la conciencia y la naturaleza humana, ensayos breves sobre la valentía y el hambre y la miseria, con un ramillete de herramientas de narrador experto, Vasili Grossman aplica a su experiencia periodística el método Pasternak, el método Solzhenitsin, el método de los memorialistas de la primera guerra mundial (entre los que descuellan clásicos de guerra de trincheras de resonancia internacional como Sin novedad en el frente de Remarque), y de esta mezcla de géneros tan heterogénea (heterogénera) Grossman logra confrontar ficción con realidad para revelar la tragedia de una conflagración mundial y de paso la tragedia desoladora y la comedia sangrienta de pertenecer a una sociedad totalitaria.

Hallazgos

La limitación del libro es su tercera persona inveterada, decimonónica, que se empeña en ilustrar los pensamientos y registrar la correspondencia y los aspectos más subjetivos de los personajes. Este estilo (impersonal indirecto, llaman los formalistas), logra sostener la unidad de un libro que podría extraviarse en los laberintos joyceanos infinitamente más libres, pero menos afortunados y condescendientes con la memoria del lector. A pesar de las fórmulas trilladas de relleno (inevitables al unir un volumen de argumentos que podrían multiplicarse al infinito) lo que salva al libro de un naufragio seguro a manos de un autor con menos pericia o más ignorancia (uno que no se hubiera cultivado en la academia de la reportería bélica), son los hallazgos poéticos y el conocimiento del corazón humano.

Así desnuda un mínimo acto de piedad:

Sólo descubrió, entre los troncos partidos y los trozos del estucado, un gatito sucio. El pequeño felino se hallaba en un estado deplorable, pero no pedía nada, no se quejaba, tal vez pensaba que la vida sobre la tierra consistía en eso: estruendo, hambre, fuego.
Klímov no se explicaba por qué, de repente, se metió el gatito en el bolsillo.

Así caracteriza a personajes secundarios y efímeros pero tan fulgurantes que difícilmente se olvidan:

Al frente de la infantería estaba el teniente Zúbarev, que antes de la guerra había estudiado canto en el conservatorio. A veces, por la noche, se acercaba con sigilo hasta las líneas alemanas y entonaba “oh, efluvios de la primavera, no me despertéis” o el aria de Lenski de Eugenio Oneguin. Cuando le preguntaban qué le empujaba a subirse a un montón de cascotes para cantar, aun a riesgo de poner en peligro su propia vida, Zúbarev eludía dar una respuesta. Quizás allí, donde el hedor de los cadáveres flotaba en el aire día y noche, quería demostrar, no sólo a sí mismo y a sus camaradas sino también a los enemigos, que las fuerzas destructoras, por poderosas que fueran, nunca podrían borrar la belleza de la vida humana.

Así recobra el valor de la vida humana un instante después del horror:

Había oído un sinfín de historias sobre enfermeras, telefonistas, telemetristas, chicas acabadas de salir de la escuela que se convertían de mala gana en amantes de los comandantes de regimiento o de división. Unas historias que a él le traían sin cuidado.
En ese preciso instante el oficial de servicio del Estado Mayor fue avisado por teléfono de que el jefe de la sección política Vasíliev había ordenado que le enviaran de inmediato al soldado de la casa cercada.
La historia de Dafnis y Cloe continúa conmoviendo los corazones de los hombres, pero no porque su amor naciera entre viñas, bajo el cielo azul. La historia de Dafnis y Cloe se repite siempre y por doquier, ya sea en un sótano sofocante impregnado de olor a bacalao frito, en el búnker de un campo de concentración, entre los chasquidos de los ábacos en una oficina de contabilidad o en el almacén polvoriento de una hilandería. Y esta historia había brotado por enésima vez entre ruinas, bajo el aullido de los bombardeos alemanes, en un lugar donde los hombres no alimentan sus cuerpos cubiertos de mugre y sudor con miel, sino con patatas podridas y agua de una vieja caldera, allí donde no existe aquella paz que te permite reflexionar, sólo piedras rotas, estruendo y pestilencia.

Así convierte en epifanía la mirada del hombre que contempla la estepa mientras va a la batalla:

El automóvil prosigue el viaje a lo largo del camino abierto en la estepa uniforme. Y de repente esa región desértica se muestra al hombre bajo una luz completamente diferente: ¡la estepa calmuca! Antigua, noble creación de la naturaleza donde no existe ni un color estridente, ni un solo trazo duro, abrupto, incisivo en su relieve, donde la sobria melancolía de los matices que van del gris al azul pueden competir con el titánico torrente de colores del bosque ruso otoñal, la estepa donde las mórbidas y apenas onduladas líneas de las colinas ejercen una fascinación mayor que las cordilleras del Cáucaso, donde los lagos avaros atesoran en su seno aguas antiguas, oscuras, tranquilas que parecen expresar la esencia del agua mejor que todos los mares y los océanos. Todo pasa, pero ese enorme y pesado sol de hierro fundido, en la niebla vespertina, ese viento amargo, impregnado de ajenjo, no puede ser olvidado. Y la estepa se yergue, pero no en su pobreza, sino en su riqueza. La estepa se la recuerda a aquellos que la han perdido.

Así despelleja el pensamiento de una mujer damnificada del amor por la rutina cotidiana:

Lo sabía todo de él. Conocía sus lecturas infantiles en la cama antes de dormir; su cara cuando iba a lavarse los dientes; su voz sonora, un poco trémula, cuando, ataviado de gala, empezaba su conferencia sobre la radiación de neutrones. Sabía que le gustaba el borsch ucraniano con judías, que gemía suavemente cuando se cambiaba de lado mientras dormía. Sabía que gastaba rápido el tacón de la bota izquierda y que ensuciaba los puños de las camisas; sabía que le gustaba dormir con dos almohadas; conocía su miedo secreto a atravesar las plazas de las ciudades; conocía el olor de su piel, la forma de los agujeros de sus calcetines. Cömo canturreaba cuando tenía hambre y esperaba la comida, qué forma tenían sus uñas de los dedos gordos del pie, el diminutivo con que le llamaba su madre cuando tenía dos años; su modo de caminar arrastrando los pies; los nombres de los niños con los que se pegaba cuando estudiaba el último curso preparatorio. Conocía su carácter burlón, su costumbre de fastidiar a Tolia, a Nadia, a sus colegas. Incluso ahora, que casi siempre estaba de mal humor, Sthrum la pinchaba poruqe la mejor amiga de ella, Maria Ivánovna Sokolova, leía poco y una vez, conversando, confundió a Blazac con Flaubert.

Así revela, con ojo de biólogo, el verdadero alcance y terror de un bombardeo:

Las casitas de adobe temblaban, trozos de arcillas se desprendían de las paredes y caían al suelo sin hacer ruido. En los pueblos de las estepas las puertas de las isbas comenzaron a abrirse y cerrarse por sí solas, mientras el ahora frágil hielo del lago se agrietaba. Un zorro corría, meneando su cola de abundante pelo sedoso, y la liebre en lugar de huir de él, le seguía; en el aire se levantaban en vuelo, agitando alas pesadas, aves rapaces nocturnas y diurnas, tal vez reunidas por primera vez.

Hallazgos poéticos que convierten un relato ordinario de batallas en una obra de arte. Y es que con solo periodismo y testimonio no basta. Con sólo sociología e historia no basta. Hay que darle pretexto a todo lo que se aprendió en una vida para escribir una novela como ésta. El pretexto que le sirve a Grossman para humanizar la tragedia es una familia de mujeres repartidas de cuerpo y corazón por toda Rusia. A través del amor y desamor de estas mujeres se narra el clímax de la Segunda Guerra Mundial. Los hallazgos de la poesía, los giros morales, la agudeza de su observación convirtieron esta porción de historia, periodismo y testimonio en ficción.

Grossman, según la prensa

Vasili Grossman fue un cronista de guerra que cubrió, para el periódico Estrella Roja, la toma de Stalingrado por los Nazis. Después de la guerra, se quedó sin empleo, vivió los últimos años de su vida organizando el material para hacer lo que podría considerarse el Guerra y Paz del periodismo. Por una broma del talento y la disciplina, por su calidad privilegiada de testigo del combate más sangriento de la historia, y sus dotes de narrador sagaz, logró hacer la gran novela bélica del siglo XX. Planeada en el aislamiento y la censura por su retrato descarnado de la sociedad soviética en otros libros previamente publicados; por convertir en personajes a los desheredados de la sociedad soviética, a los presos de estado, a los damnificados de las reformas comunistas, por su retrato cínico de la burocracia estalinista, Vida y destino se convirtió en el monumento de la literatura clandestina y de los escritores subversivos. La peripecia editorial de Vida y destino es una broma más del sistema comunista: vetado a último minuto, su edición se canceló y el manuscrito se mantuvo oculto durante dos décadas. La primera versión, en español, se publicó en los años ochentas, vertida de un manuscrito en francés que se publicó en suiza. A comienzos de 2000, sin embargo, se halló una copia microfilmada del original en ruso, y de allí salió la versión de Galaxia Gutenberg, en versión directa del ruso de Marta Rebón, que por fortuna conocemos.

Grossman murió en 1960, vilipendiado, sin imaginar siquiera que su novela sería editada, sin imaginar siquiera que había hecho la gran novela rusa del siglo XX, una de las obras más bellas y terribles que he tenido la dicha de leer, y cuyos méritos radican en la sabia exposición de los valores y estigmas y conflictos más hondos del ser humano: el sacrificio, la piedad, el orgullo, la sevicia, el infortunio, el honor, el valor, el amor y el desamor; méritos que sólo me parecen compatibles con las otras obras maestras de aquel siglo desdichado: El tambor de Hojalata, Un húsar en los tejados, Luz de agosto, Cien años de soledad.

by Stanislaus Bhor

es blogger y cronista independiente. Es autor de La balada de los bandoleros baladíes (2011) y miembro del consejo editorial de esta piara. Escribe semanalmente en Una hoguera para que arda Goya.

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