Borges en el diván

Hay una paradoja en las biografías literarias. La mayoría de los lectores interesados en una biografía literaria, especialmente una tan larga y exhaustiva como el Borges: A Life, de Edwin Williamson, son admiradores ya de la obra del escritor. Por lo tanto serán, en su mayoría, idealizadores de ese escritor y sujetos (conscientemente o no) de una falacia intencional. Parte del atractivo de la obra del escritor para esos seguidores es el sello distintivo de la personalidad del escritor, sus predilecciones, su estilo, sus obsesiones y modos particulares, esa sensación de que esos textos fueron escritos por ese autor en particular y que nadie más podía haberlos escrito.[1. Por supuesto, el famoso “Pierre Menard, autor de ‘El Quijote’” apoya esta convicción al igual que el tardío “Borges y yo” anticipa y refuta toda la idea de una biografía literaria. El hecho de que su ficción esté unos cuantos pasos por delante de sus interpretes es una de las cosas que hace que Borges sea tan grande, tan moderno.] Y, aún así, con frecuencia ocurre que la persona que encontramos en la biografía literaria no puede ser la persona que ha escrito los libros que admiramos. Y cuanto más íntima y más profunda es la biografía, mayor es ese sentimiento. En este caso, el Jorge Luis Borges que emerge en el libro de Williamson, un niño consentido, vano y tímido, que dedicó la mayor parte de su vida a temblorosas obsesiones románticas, es totalmente diferente de lo que se deduce del límpido, ingenioso y panfilosófico escritor adulto de sus historias. Con razón o no, cualquiera que reverencie a Borges como uno de los mejores y más importantes escritores de ficción del siglo pasado se asombrará de esta disonancia y buscará, para explicar y consolarse, los defectos obvios en el estudio biográfico de Williamson. El libro no los defraudará.

Edwin Williamson es un “don” de Oxford y un hispanista notable cuya Penguin History of Latin America es una pequeña obra maestra de la lucidez. Por eso no resulta sorprendente que su Borges empiece muy bien, con un esbozo fascinante de la historia argentina y del lugar que ocupa en ella la familia Borges. Para Williamson, el gran conflicto en el carácter nacional argentino es el que se da entre la “espada” de liberalismo civilizador europeo y el “puñal” del romántico individualismo gaucho y argumenta que la vida y la obra de Borges sólo pueden ser entendidas con propiedad con referencia a ese conflicto, especialmente por el papel que juega en su infancia. En el siglo XIX los abuelos de ambas familias se habían distinguido en batallas importantes para independizarse de España y en el establecimiento de un gobierno central argentino, y la madre de Borges estaba obsesionada con la gloria histórica de la familia. El padre de Borges, un hombre eclipsado por la sombre de la figura paterna bajo la que había vivido, hizo cosas como regalar a su hijo un puñal para que lo usara en contra de los que le molestaban en la escuela o llevarlo a un burdel para que fuera desvirgado. El joven Borges fracasó en ambas “pruebas”, cuyas cicatrices le marcaron para siempre y aparecen constantemente en sus ficciones, piensa Williamson.

Es en estas atribuciones sobre la persona codificada en la obra del escritor donde radica el defecto real del libro. Para ser justos, es simplemente un caso pronunciado de un síndrome que parece común a las biografías literarias, tan común que puede observarse como una falla de diseño en toda biografía moderna. El gran problema con Borges: A Life es que Williamson es un lector atroz de la obra de Borges. Sus interpretaciones son del tipo de crítica psicológica deshonesta y simplista. Puede verse porque este problema parece ser intrínseco al género. Un biógrafo quiere que su historia no sólo sea interesante sino de valor literario.[2. De hecho, ambas ideas se traslapan ya que la única razón que puede hacer que alguien se interese en la vida de un escritor es por su importancia literaria. (Piénsenlo: no van a ser especialmente emocionantes las vidas personales de alguien que pasa catorce horas al día sentado, solo, leyendo y escribiendo).] Para asegurarse eso, la biografía hace que la vida personal y los trabajos psíquicos del escritor parezcan vitales para su obra. La idea es que no podemos interpretar correctamente una muestra de arte verbal a menos que conozcamos las circunstancias personales y psicológicas que rodearon su creación. Que esto sea asumido como un axioma por muchos biógrafos es un problema. Que ese acercamiento funciona mejor con unos escritores que con otros también es cierto. Funciona muy bien con Kafka (el único moderno que se equipara con Borges como escritor de alegorías y con el que se le compara a menudo) porque los escritos de Kafka son expresionistas, proyectivos y personales. Tienen sentido artístico sólo como manifestaciones de la psique de Kafka. Pero las historias de Borges son muy diferentes. Están diseñadas primariamente como argumentos metafísicos [3. Esto es una parte de lo que otorga a las historias de Borges su cualidad precognitiva y mítica (las metafísicas más vitales de las culturas tempranas son mitopoéticas), una cualidad que, a su vez, explica porque son a la vez abstractas y conmovedoras.], son densas, cerradas en sí mismas, con sus propias lógicas absurdas. Pero sobre todo, quieren ser impersonales, trascender la conciencia individual, “que se incorporen”, como dice Borges, “como las fábulas de Teseo en la memoria general de la especie y que trasciendan, incluso, la fama de su creador o la extinción del lenguaje en que fueron escritas”. Una razón para esto es que Borges es un místico o, al menos, una especie de neoplatónico radical para el que el pensamiento humano, la conducta y la historia son todas producto de una gran Mente o elementos de un Libro cabalístico inmenso que incluye su propia decodificación. Como expertos en biografías, entonces, se nos presenta una situación extraña en la que la personalidad individual de Borges y los asuntos de circunstancia sólo le interesan en la medida en que le conducen a crear obras de arte en la que los asuntos personales son irreales.

Borges: A Life, que tiene sus puntos fuertes en el tratamiento de la historia y la política argentinas[4. Lo más valioso de esta biografía está en su recuento de la evolución política de Borges. Un rumor repetido en los chismes literarios es que la razón por la que a Borges no se le concedió el premio Nobel es por su supuesto apoyo a las juntas políticas argentinas de los sesenta y los setenta. De Williamson aprendemos, sin embargo, que la política de Borges era más compleja y trágica. Hijo de una vieja familia liberal, e izquierdista en su juventud, Borges fue uno de los primeros y más fieros oponentes del fascismo europeo y del nacionalismo de derechas que desató en Argentina. Lo que le cambió fue Perón cuya siniestra dictadura populista de derecha desató tal odio en Borges que se alió con la Revolución Libertadora antiperonista. La situación de Borges que siguió a la primera salida de Perón en 1955 está repleta de paralelismos desconcertantes para un lector norteamericano. Ya que el peronismo todavía tenía una gran popularidad entre la clase trabajadora más desfavorecida, el dictador exiliado retenía todavía un enorme capital político y podría haber ganado cualquier elección democrática en los años 50. Esto colocaba a los creyentes en una democracia liberal (como a J. L. Borges) en la misma clase de nudo al que se enfrentaron en Vietnam del Sur unos años después: ¿cómo promover la democracia cuando la mayoría del pueblo, si se le da la oportunidad, votaría porque se terminara el voto democrático? En esencia, Borges decidió que las masas argentinas habían sido tan engañadas por Perón y su esposa, que sólo era posible un regreso a la democracia cuando la nación se hubiese limpiado del peronismo. El análisis de Williamson de esta cuesta abajo en que le puso a Borges su decisión, y la descripción del trabajo basura que los derechistas argentinos le dieron a Borges como consecuencia de su reputación política y en pago por su traición (de tal modo que en 1967, cuando el escritor llegó a Harvard a dar unas conferencias, los estudiantes prácticamente esperaban que llevara bombachas y sombrero de montar) son los mejores capítulos de este libro.], es peor cuando Williamson habla de obras particulares leyéndolas a la luz de la vida personal de Borges. Por desgracia, habla de casi todo lo que Borges escribió. La tesis crítica de Williamson es clara: “Sin una clave en su contexto autobiográfico nadie puede atrapar la vívida significación que estas piezas tenían para su autor”. Y, caso tras caso, las lecturas resultantes son planas, forzadas, distorsionadas y así tienen que ser para que el proyecto del biógrafo se cumpla. Un ejemplo al azar: “La Espera”, una maravillosa historia corta de la colección de 1949 El Aleph escrita en forma de homenaje a Hemingway, a las películas de gángsters y al bajo mundo de Buenos Aires. Un mafioso argentino, escondiéndose de otro y asumiendo el nombre del perseguidor, sueña con tal frecuencia que los asesinos se apresen en la habitación que, cuando al final llegan a por él, “con una seña les pidió que esperaran y se dio vuelta contra la pared, como si retomara el sueño. ¿Lo hizo para despertar la misericordia de quienes lo mataron, o porque es menos duro sobrellevar un acontecimiento espantoso que imaginarlo aguardarlo sin fin, o -y esto es quizá lo más verosímil- para que los asesinos fueran un sueño, como ya lo habían sido tantas veces, en el mismo lugar, a la misma hora?”

Ese distante final interrogativo[5. N.T.: no conozco la traducción inglesa, pero al menos en el original español no termina así sino con una frase tras la interrogación que es un párrafo aparte: “En esa magia estaba cuando lo borró la descarga”], un recurso muy borgesiano, se convierte en una suerte de inquisición sobre los sueños, la realidad, la culpa, los augurios y el terror mortal. Para Williamson, sin embargo, la verdadera clave para el significado de la historia parece ser que “Borges ha fracasado en el intento de ganar el amor de Estela Canto… Con Estela ya desaparecida, parece que nada valga la pena por vivirse” e interpreta el final de la historia como, y únicamente, un suspiro depresivo: “cuando los asesinos por fin lo encuentran, sin más se da la vuelta a la pared y se resigna a lo inevitable».

No es sólo que Williamson lea todos los detalles en la obra de Borges como un correlato del estado emocional del autor. Es que tiende a reducir todos los conflictos psíquicos de Borges y sus conflictos personales a la búsqueda de las mujeres. La teoría de Williamson involucra dos grandes elementos: la incapacidad de Borges de rebelarse contra su madre[6. Debe advertirse que bastante de la psicologización basada en la madre parece sacada de Oprah. Por ejemplo, “Sin embargo, al urgir a su hijo a que cumpliera las ambiciones que ella había establecido para sí misma, sin querer le creó un sentido de poca valía que se convertiría en el principal obstáculo para auto afirmarse”.] y su creencia, codificada en una lectura deslumbrada de Dante, de que “era el amor de una mujer lo único que podría librarle de la realidad infernal que compartía con su padre y que le inspiraría a escribir una obra maestra que pudiera justificar su vida”. Cuento tras cuento son interpretados por Williamson como un despecho en clave de la carrera amorosa de un Borges que se convierte en triste, timorato, pueril, lunático y (como mucha otra gente) muy, muy aburrido. La formula se aplica por igual a obras famosas como “El Aleph” (1945) cuyo subtexto autobiográfico alude al amor imposible por Norah Lange y a historias menos conocidas como “El Zahir”:

Los tormentos descritos por Borges en este cuento… son, por supuesto, confesiones desplazadas de sus extremas dificultades. Estela (Canto, que acababa de romper con él) tenía que haber sido la ‘nueva Beatriz’ inspirándole a crear una obra que sería ‘la rosa sin propósito, la platónica, la atemporal’ pero él estaba de nuevo hundido en la irrealidad de su laberíntico yo, sin posibilidades ya de contemplar la rosa mística del amor.

A pesar de lo débil que sea este tipo de explicación, es preferible al proceso contrario en el que Williamson presenta los cuentos y los poemas de Borges como “evidencia” de sus extremos emocionales. Williamson propone, por ejemplo, que en 1934, “tras el rechazo definitivo de Norah Lange, Borges… llegó al extremo de intentar matarse”, basado en dos breves cuentos de la época en que los protagonistas piensan en el suicidio. No sólo resulta un modo grotesco de leer y razonar (¿era el Flaubert que escribió Madame Bovary por eso suicida?) sino que además Williamson parece creer que eso le permite hacer todo tipo de afirmaciones dudosas y humillantes sobre la vida interior de Borges: “Un poema titulado «La Noche Cíclica” … que se publicó en La Nación el 6 de octubre revela que estaba en medio de una crisis personal”; “en los fragmentos del poema incompleto … podemos ver que la razón de que deseara cometer suicidio era por un fracaso literario que derivaba en última instancia de la duda sexual”. Gulp.

Me repito. Es principalmente por los cuentos cortos de Borges por los que alguien se preocuparía por leer sobre su vida. Y mientras que Williamson pierde demasiado tiempo en detallar el repentino éxito que disfrutó Borges en su edad madura, después del Premio Internacional de Editores en 1961 (compartido con Samuel Beckett), cuando su obra se introdujo en Estados Unidos y en Europa[7. Los capítulos de Williamson sobre la súbita fama mundial de Borges serán de especial interés para esos lectores norteamericanos que no estaban vivos ni leían a mediados de los sesenta. Yo tuve la suerte de descubrir a Borges de niño pero sólo porque me encontré Labyrinths, una recopilación temprana de sus cuentos más famosos, en las estanterías de mi padre en 1974. Creí que el libro estaba ahí sólo por el extraño buen gusto y discernimiento de mis padres –que sí que lo tenían- pero lo que yo no sabía era que en 1974 Labyrinths estaba también en decenas de miles de estantes de otras casas en el país, que Borges había sido un éxito a la altura de Tolkien y Gibran entre los lectores modernos de la década anterior.], hay muy poco en este libro que explique por qué Jorge Luis Borges (1899-1986) es un escritor tan importante que merezca una biografía tan bajo la lupa. La verdad, por decirlo pronto, es que Borges es sin lugar a dudas el gran puente que va del modernismo a la posmodernidad en la literatura mundial. Es un modernista que en su ficción muestra una mente humana de primera mano liberada de todo fundamento en la certeza religiosa o ideológica: una mente que voltea para verse a sí misma.[8. Laberintos, espejos, sueños, dobles – tantos y tantos elementos que aparecen una y otra vez en la obra de Borges son símbolos de la psique invertida.] Sus cuentos son cerrados y herméticos, con el terror oblicuo de un juego cuyas reglas son desconocidas y en el que se apuesta todo.

Y la mente de esas historias es casi siempre una mente que vive en y a través de los libros. Esto se debe, fundamentalmente, a que Borges el escritor es un lector. La alusividad densa y oscura de su ficción no es un gesto y ni siquiera un estilo. No es por casualidad que sus mejores cuentos tengan la forma de ensayos falsos o reseñas de libros ficticios, que tengan textos como centro de sus tramas o que sus protagonistas sean Homero o Dante o Averroes. Ya sea por razones artísticas seminales o por una personalidad neurótica, o por ambas, Borges convierte al lector y al escritor en una nueva clase de agente estético, aquel que hace historias con historias, aquel para el que leer es, esencial y conscientemente, un acto creativo. Esto no es porque, aunque también, Borges sea un escritor metaficcional o un crítico inteligentemente disfrazado. Es porque sabe que al final no hay diferencia: que el asesino y la victima, el detective y el fugitivo, el intérprete y el público son lo mismo.

Obviamente, esto tiene implicaciones posmodernas (de ahí la clarísima afirmación hecha un poco más arriba) pero Borges tiene realmente un interior místico y bastante profundo. También resulta estremecedor ya que la línea que separa el monismo y el solipsismo es muy delgada y porosa y tiene que ver más con el espíritu que con la mente en sí. Y, como programa artístico, este tipo de colapso/trascendencia de la identidad individual es también paradójica y requiere una grotesca obsesión con uno mismo combinada con un desapego casi total del ser y la personalidad. Manías y obsesiones aparte, lo que hace que un cuento de Borges sea borgiano es la extraña e ineluctable sensación que se siente de que nadie y todos lo hicieron. Esa es la razón por la que resulta tan irritante ver, por ejemplo, cómo Williamson describe “El inmortal y “La escritura del Dios”, dos de los más grandes cuentos místicos jamás escritos, junto a los cuales las epifanías de Joyce o las redenciones de O’Connor parecen crudas y palidecen, como productos respectivos de la “inquietud de varios niveles” y “la indiferencia ante su destino” tras el rechazo de varias novias idealizadas. Cosas así pierden el punto totalmente. Aunque lo que proponga Williamson sea cierto, los cuentos trascienden de tal modo su motivo que los hechos de la biografía se vuelven, de un modo profundo y literal, irrelevantes.

by David Wallace

nació en 1962 y murió en 2008. Es el autor de las novelas Infinite Jest y The Broom of the System. También publicó numerosos cuentos, ensayos y crónicas en revistas norteamericanas.

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