La mañana del 29 de septiembre de 2009, poco antes de las 7, me hallaba junto con mi familia paseando en un lugar que muchos otros han descrito como paradisíaco. Francamente, la primera vez que lo vi, la tarde del 28 de septiembre, me lo pareció, y así lo describí en el mismo instante de llegar a él, al doblar la curva que enfila la larga playa de Lalomanu, en la isla de Upolu, Samoa. La imagen: una playa dorada, multitud de cocoteros junto a la orilla de un mar azul, de aguas limpias, cristalinas, el verdor de la naturaleza tropical al fondo, detrás de los modestos fales donde se alojan los turistas. Paz, relajación, sensaciones todas positivas. La imagen de paraíso que nos venden los folletos que uno hojea en agencias de viajes.
Poco después de la salida del sol aquella mañana del 29 de septiembre, la tierra tembló bajo el océano Pacífico, en la llamada Fosa de Tonga. Unas cuantas sacudidas a unos doscientos kilómetros de distancia, que junto al mar no parecieron nada extraordinario. En realidad, fueron tres temblores simultáneos en una misma región sísmica: 8,3 en la escala Richter. Nadie en aquella parte de Lalomanu reaccionó tomando la decisión de alejarse del mar. Todos los turistas pensamos que habría un sistema de alarma, que algo o alguien nos avisaría si corríamos peligro.
Apenas unos ocho minutos después cuatro gigantescos muros de océano, de unos diez o doce metros de altura, se precipitaron sobre la costa sur de la isla. Aunque corrimos, no nos dio tiempo a llegar a terreno elevado. El tsunami nos atrapó a los cinco: a mi esposa, a mis tres hijos y a mí.
Todavía no tengo claro cómo sobreviví, ni cómo fui capaz de salvar a uno de mis hijos de las fauces de aquella cosa indescriptible. Sigo sin entender cómo fue posible que se salvaran mi esposa y el hermano mellizo del que yo tenía en mis brazos. Cuando por fin terminó la última embestida de las cuatro con que nos apisonó aquella bestia de mar hambrienta de muerte, y pudimos salir a duras penas de la laguna de unos dos metros de profundidad que el tsunami había formado en el lugar donde dos minutos antes había habido un poblado de casas rodeado de plantaciones de taro, descubrimos que nuestra hija mayor, Clea Soledad, de seis años y nueve meses de edad, no estaba. Estaba bajo el agua, atrapada entre las toneladas de escombros que arrastraron las aguas. La encontraron al día siguiente.
El certificado español de defunción de mi hija (al cabo de los meses, nos dieron dos, uno australiano y uno español) lleva el número 1 del tomo 1 del registro civil de Samoa. La ironía de inaugurar un registro: ningún ciudadano español había fallecido antes en Samoa, la isla donde vivió, escribió y falleció muchos años antes el gran Robert Louis Stevenson, a quien los nativos le otorgaron el honorable título de Tusitala. Apenas cuarenta horas antes, Clea había estado paseando y curioseando por los dormitorios, salones y pasillos de la casa del creador de La isla del tesoro, Vailima; se había asustado al ver una piel de leona que adornaba el piso de una de las salas en la casa de Stevenson, reconvertida ahora en museo.
Me pregunto qué habría escrito el honorable Tusitala Stevenson si hubiera presenciado el terror y el horror que vivieron tantos aquella mañana de septiembre, tanto los samoanos como nosotros los palagi. Solamente en Samoa murieron 143 personas, la gran mayoría de ellas niños menores de 10 años, y ancianos. ¿Hubiera él encontrado las palabras? ¿O habría dicho él también, como tantos otros me dijeron, que «no hay palabras»?
No quiero describir aquí cómo fue el estar dentro de aquello, qué es el hacerle frente a un tsunami mientras sujetas a tu hijo de cinco años porque sabes que si se te escapa de entre los brazos no lo volverás a ver vivo. Ver la muerte tan próxima nos cambia la vida. El relato detallado de esa mañana lo he dejado escrito, pero no lo hago público; es para mis hijos, que están aprendiendo el valor de las palabras. Al fin y al cabo, es el suceso más significativo de sus vidas, y uno que, con suerte, y dado que tenían solamente cinco años, no les dejará demasiadas secuelas.
No, no es este lugar ni momento para narrar el pánico, el terror, el horror. Solo puedo nombrarlo. Así, con palabras sueltas que vienen a ser como golpes en la conciencia. En la mía, pero también en la conciencia de todos los que no quisieron o no se atrevieron a preguntar, que fueron muchos.
Durante muchas semanas creí que me estaba volviendo loco. Dicen que el loco deja de serlo desde el momento que se sabe loco. Las personas que han sufrido un trauma necesitan hablar de él. Yo, para escaparme de la locura a la que el trauma y el dolor me empujaban día tras día, para superar el muro de silencio por el que de repente me hallé rodeado por todas partes, tomé la decisión de recurrir a la poesía, a las palabras. Escribí todas las experiencias del tsunami, las del regreso a Australia, las del dolor de perder a mi niña, la persona a la que más quería en este mundo, en un pequeño libro de poemas, Lalomanu. Un libro de poemas que conocidos y desconocidos han descrito como hermosos y terribles.
Darle salida a las palabras me ayudó a conservar la cordura. O al menos eso creo.
***
Hacia fines de marzo del año en curso el poeta mexicano Javier Sicilia recibió, mientras estaba asistiendo a una conferencia en Filipinas, la desgarradora noticia de la muerte de su hijo Juanelo, torturado y estrangulado cerca de Cuernavaca, junto con otras seis personas. El bello nombre de México viene acompañando a la muerte y la crueldad desde hace demasiado tiempo. Mientras regresaba a su país y al cadáver de su hijo, el poeta escribió estos versos, que luego leyó en público, en el zócalo de Cuernavaca:
El mundo ya no es digno de la palabra
Nos la ahogaron adentro
Como te asfixiaron
Como te desgarraron a ti los pulmones
Y el dolor no se me aparta
Sólo queda un mundo
Por el silencio de los justos
Sólo por tu silencio y por mi silencio, Juanelo.
El mundo ya no es digno de la palabra. Puedo intimar con el dolor de Sicilia. Perder a un hijo es perder un mundo. Qué digo un mundo. Si nuestros hijos son los que nos hacen perdurar, al perder a nuestro hijo perdemos la perdurabilidad. Es mucho más, es perder el ser y el estar, el pasado, el presente y el futuro; se pierde el verbo, se pierde la persona y el número, se pierde todo; es perder el deseo de proseguir con la vida misma.
Puede que a usted, y a mí, a todos, nos acuda a la mente la expresión que subtitula este ensayo (y perdónenme si con ello pareciera que les estoy liando): no hay palabras para explicarlo. Pero yo quisiera sugerir darle la vuelta al anterior silogismo, y declarar que es precisamente la palabra la que ya no es digna de ese mundo donde los justos guardan silencio.
Tras leer este poema ante el público reunido, Sicilia declaró que ése sería el último poema de su vida: «Es mi último poema. No puedo escribir más poesía. La poesía ya no existe en mí».
Quizás sea el mundo el que no merece a alguien como Javier Sicilia. Es un hombre demasiado valioso, cuya dimensión humana aventaja, y con creces, las respuestas manidas de los políticos al problema del crimen que asola a México. Y muchas otras partes del planeta.
Quisiera pensar que quizás algún día Javier Sicilia vuelva a encontrarse, a dar con lo que le queda de sí mismo en la poesía, aunque solo sea por hacer añicos el silencio del dolor que no se le aparta, un dolor que nunca va a dejarle vivir en paz.
Obsérvese, por otra parte, que el poeta percibe ya claramente dos silencios diferenciados: el suyo y el de su hijo muerto. No le queda otra respuesta al silencio —que es todo lo que obtendrá de su hijo Juanelo— que el silencio. Nada de melodramas. Sicilia y yo transitamos, en sendas paralelas y afines, semejantes pero no intercambiables, una vida de dolor.
Me aventuro a decir que hay por lo general muchos otros silencios, tan significativos como estos dos primeros (y primarios) que este gran poeta ha vislumbrado, tan rápido. Estos dos silencios que Javier Sicilia convoca en su último poema son, para su infortunio, solo el principio.
***
La mente me obliga a recordar con cierta frecuencia el silencio que siguió al tsunami. Así es la mente humana: te fuerza a recordar cosas que quisieras no recordar, mientras que, con el paso de los años, la memoria se anquilosa y vas olvidando otras que quisieras conservar siempre frescas, presentes, cercanas. Como la voz de tu hija.
Una de las cosas en las que muchos supervivientes de la catástrofe de aquel día coincidieron fue el rugido ensordecedor que se oía mientras el muro de océano se lanzaba a gran velocidad sobre la isla de Upolu. Yo no recuerdo el rugido de las aguas, pero sé que permanece atrapado en mi subconsciente —e imagino que algún día volverá a aflorar. Pienso que no le tengo miedo, pero tampoco ardo en deseos de que se produzca ese reencuentro. Es algo así como el matón del colegio, ese que te pegaba y te humillaba: preferirías no volver a encontrártelo nunca, ni siquiera veinte años después, en esas consabidas y por lo general detestables school reunions.
Ese era un silencio distinto, diferente de otros silencios. Tras el rugido del tsunami y la pugna por sobrevivir y salvar a mi hijo Jordi, una de las sensaciones que tuve, muy breve, apenas un instante, un segundo quizá, fue la idea, la sensación, de que había en ese silencio una paz inenarrable, indescriptible.
¿Es esta una buena situación para hacer uso de esa expresión tan manida: «no hay palabras»? Estuve tan cerca de la muerte en aquellos dos o tres largos minutos atrapado por las aguas, que a veces he querido imaginar que ése debe ser el silencio que uno recibe en el momento de la muerte. Y no me importaría que así fuera.
¿Es la nada eterna, a la que con toda probabilidad nos vamos desde aquí, simplemente eso: silencio? A mi parecer, puede ser algo bello: volver a ser parte del universo, esa página interminablemente en blanco que se rescribe a sí misma constantemente, y en la que realmente no somos protagonistas ni por asomo.
El escenario es desolador: pasar del rugido con el que aúllan las imparables toneladas de agua de un tsunami al silencio de la muerte; un silencio que solamente iban a romper pocos segundos después las voces, los gemidos y los lloros de los supervivientes, de los muchos heridos que el tsunami causó aquella mañana en un lugar que, hasta dos minutos antes, era un paraíso. Un inconcebible y largo silencio que de vez en cuando quebraba el crujido de los árboles que se partían y caían, muchos minutos después de la brutal embestida del tsunami. Era el silencio lo único que respondía a nuestras voces angustiadas, que llamaban en vano a Clea, a nuestra hija, que se había ahogado y estaba atrapada bajo las masas de escombros que el océano había arrastrado consigo.
¿Podían valerme las palabras para tanto dolor? ¿Logran acaso acercarse a decir mi dolor? ¿O puede ser que, para poder explicar mi dolor, tal y como Javier Sicilia hablaba del suyo, a mi alcance yo solamente tuviera el silencio? El silencio de la habitación violeta de Clea, el silencio que escrupulosamente guardaban sus inocentes muñecas cuando retornamos a nuestra casa en Canberra sin su amiga, sin su dueña, sin su compañera de juegos. Ya no tienen a nadie que les dé voz a sus juegos. También ellas se han quedado sin palabras.
***
Recelo ahora del lenguaje, y en determinadas ocasiones, prefiero el silencio. Pese a mi formación como filólogo, empiezo a sentir una especie de desconfianza por el lenguaje y creo que el silencio puede ser mucho más elocuente. No es cierto que el silencio no nos dice nada: basta con repasar la obra de grandes dramaturgos de los dos siglos anteriores (Maeterlinck, Chejov, Beckett, Pinter, Ionesco, Albee). Como señala Leslie Kane en The Language of Silence, ‘la devaluación y la deshumanización del lenguaje contribuyeron de forma directa a la inhumanidad política del siglo XX’.
¿Dónde nos está fallando lo que más nos separa de los animales, el lenguaje? Desde luego, este descalabro no se produce en el ámbito de la literatura. Al imparable avance tecnológico y científico, resultado de la persistente indagación que hacemos de nuestro entorno en sus múltiples facetas, debemos la creación de nuevas palabras. Los seres humanos seguimos desarrollando el lenguaje. Dice el australiano David Malouf:
mientras haya más cosas por descubrir y crear, más cosas que comprender y convertir en cosas reales, debemos seguir inventándonos a nosotros mismos. (The Happy Life)
Inventarnos a nosotros mismos entraña inventar signos lingüísticos con los que identificarnos. Ese es uno de los aspectos del lenguaje al que todavía podemos aferrarnos. Toda nueva metáfora que imagine un futuro poeta será un valor añadido al lenguaje, y ayudará a contrarrestar la degradación y el menoscabo palpables en este estado de ruido digitalizado global, en esta algarabía virtual en que parecemos haber convertido al mundo.
Pero si me lo permiten, podemos observar este asunto desde otra perspectiva.
Uno podría suponer que en circunstancias en las que más precisas —en ambos sentidos del término— debieran resultar las palabras, o ante la imposibilidad del (con)tacto directo, en tanto que las personas nos hacemos llegar nuestro apoyo y comprensión mediante el lenguaje, es paradójicamente, «No hay palabras», una de las frases que más se dice.
Cuando tiene lugar una pérdida trágica, la muerte de personas queridas como consecuencia de un accidente o una catástrofe, cuando pareciera, en fin, que más necesario es identificar, determinar de algún modo —aunque sea solamente por solidaridad, o en aras de la amistad— el horror, el dolor o el duelo, los seres humanos parecemos encontrarnos en un estado de impotencia lingüística (o tal vez incompetencia, elijan ustedes).
En todo caso, cabe constatar que optamos por reconocer nuestras limitaciones, nuestra incapacidad o incompetencia para generar significado a través de significantes: reconocemos que no nos sirve el lenguaje, admitimos nuestra derrota como seres humanos.
Pero, ¿realmente no hay palabras? ¿O, porque tenemos miedo de que nuestras palabras no sean las adecuadas, no nos esforzamos o no nos atrevemos a dar con las palabras que necesitamos —o que otros necesitan, más que nosotros?
No se trata del absurdo, sino de una rendición en toda regla ante el silencio; la conciencia de que hay cosas que no sabemos, no podemos, o no nos atrevemos a intentar expresar, por el motivo que sea. Nuestra impotencia, nuestra incompetencia o nuestra cobardía nos llevan de lleno al silencio. Y así, llegamos (o regresamos) a ese mundo que de pronto le sobrevino a Javier Sicilia. O a mí mismo.
Adentrémonos en el ámbito del silencio, en el reino del dolor. Este es un mundo que nos puede acontecer —por así decirlo—, al que de repente podemos ingresar todos (sí, usted también), en cualquier parte y a cualquier hora. Incluso en lo que podemos pensar que es el paraíso.
***
Hay otros silencios, que no son menos sobrecogedores que el silencio de la muerte.
Existe en nuestra cultura occidental una ley no escrita que dicta las expectativas sociales depositadas en un hombre (en un padre, un marido, un novio: elijan ustedes el escenario) tras la muerte de un ser amado. Esas expectativas —especialmente en la cultura anglosajona, pero también en la nuestra, la hispana— se centran especialmente en el silencio. No parece estar bien visto que un padre hable de la muerte de su hija, y mucho menos que dé rienda suelta a sus sentimientos de dolor en público. Eso es lo que se espera de las mujeres. Las expectativas (la presión social) pasan particularmente por el silencio.
En mi caso, comprobé que se trataba de un silencio que se producía en dos sentidos: al igual que casi nadie esperaba ni realmente deseaba escuchar mi dolor, si es que yo daba con las palabras para expresarlo, en mis interlocutores se producía una renuncia al intento por transmitir un apoyo genuino que no fuera más allá de las consabidas fórmulas y frases hechas: «No hay palabras». ¿Significa eso que solamente hay silencio?
Hay otros tipos de silencio, que pueden parecer tan elocuentes como las mismas palabras. Tomemos, por ejemplo, el silencio de la página en blanco. ¿Qué nos dice una página en blanco? ¿Qué sensaciones transmite?
Invito al lector a imaginarse recibiendo una carta. Tras abrirla, el lector comprueba asombrado que en el interior del sobre hay una página en blanco. Su corresponsal no ha escrito ninguna palabra. Nada. ¿Es esto lo que viene a significar la expresión «No hay palabras»?
¿Realmente no hay palabras para hacerles llegar a los demás que hemos intentado atisbar la dimensión de su dolor? ¿O preferimos en general guardar silencio para expresar lo que no nos sentimos competentes de decir con palabras?
Esa es la situación a la que se ve abocado alguien que pierde a un hijo: un silencio de doble dirección, un silencio biunívoco. Casi nadie quiere acercarse al dolor; es comprensible, supongo, pero muy duro para el que lo que sufre.
Apenas un mes después del tsunami, las pesadillas me despertaban todas las noches, a horas intempestivas. Era siempre la misma pesadilla: la misma playa, la misma carrera desesperada, la misma sensación de angustia, pánico y terror al ser atrapado por las fauces del tsunami.
Muchas de esas noches y madrugadas quise dejar constancia escrita, por medio de las palabras, de ese dolor inexpresable que el silencio de la habitación vacía de mi hija comunicaba. Con lágrimas en los ojos, sin comprender nada, miraba su calendario, con escenas típicas de Samoa, en el que Clea había marcado días que no alcanzó a vivir. Mas cada vez que quise hacer el esfuerzo de intentar comunicarlo directamente al ‘exterior’, me encontraba empotrado contra el silencio de la página en blanco. ¿Cómo podía decir ese silencio? ¿Podía contarlo con palabras?
En cierto modo, la página en blanco era la metáfora misma del silencio, de la muerte de mi hija. La única manera que encontraba de contar a otras personas lo que por entonces había dentro de mi ser venía representada —y esto es algo que descubrí con enorme, indescriptible estupefacción y una tristeza infinita— por una página en blanco. Solo podía expresar el silencio que llevaba tan inefablemente incrustado dentro de mí explicitando el silencio en la ausencia de palabras.
Mas encontré las fuerzas (la rabia, quizás) para rebelarme contra ese silencio impuesto por la convención social, y aullé mi dolor en forma de poesía. A diferencia de Sicilia, de quien admiro y entiendo su silencio, yo opté por escribir poesía para hacer añicos el silencio que cada mañana, cada minuto de consciencia de esta nueva vida que yo no quería, me aullaba en los oídos y me recordaba que Clea, mi niña, ya no estaba entre nosotros.
Ojalá Javier Sicilia pueda un día hacer añicos ese espejo de silencio que le ha roto el corazón. El mundo será un poco mejor el día que lo haga.
***
Para mi desgracia y profunda irritación, se está volviendo cada vez más habitual que en los medios de comunicación se emplee la palabra «tsunami» fuera de contexto. Digo para mi irritación porque lo hacen de un modo que se me antoja insensible, cuando no enormemente estúpido.
La metáfora no es solamente poco afortunada: se habla de gobiernos barridos del poder por un tsunami electoral, o de equipos de fútbol que sucumben en defensa ante el tsunami del ataque del equipo contrario, y sandeces similares. Y por citar un ejemplo muy cercano, esta exquisita estupidez que el dramaturgo australiano Louis Nowra nos regalaba hace poco en The Australian: «There appears to be no easing of the tsunami of academic studies, novels, movies and documentaries about Nazi Germany». Indeed, Mr. Nowra, a tsunami never ‘eases’. Yo podría contarle…
No es solamente poco afortunado hablar de un tsunami de publicaciones; la metáfora es irrespetuosa con todas las víctimas (en los casos más recientes, en Indonesia, Sri Lanka y Tailandia, en Samoa, en Chile, en Japón, etc.) de ese monstruo de lengua negruzca que surge de las profundidades pelágicas para arrasar todo lo que se encuentra a su paso.
Cabría esperar que las imágenes procedentes de Japón que el día 11 de marzo de este año recorrieron todo el mundo a los pocos minutos del suceso debieran haber sido ser no solamente harto sobrecogedoras sino lo suficientemente educativas para periodistas y comentaristas de toda índole. Mas no es así. De hecho, mis dos hijos levantan ahora la vista alarmados hacia el televisor cada vez que escuchan la palabra «tsunami», y se quedan extrañados porque solamente ven los rostros triunfantes de políticos en vez de las imágenes de esa bestia que surgió del fondo del mar y que les quitó a su hermana. No comprenden la falacia que representa la metáfora.
La profesión periodística (en Australia, la frase parece a veces un oxímoron) comparte en gran medida la responsabilidad de cuidar el lenguaje, de mimarlo, y así respetar al lector con el uso que hace de las palabras. En general, no lo hacen. Hasta hace bien poco, este uso metafórico de la palabra «tsunami» no era habitual. ¿Es este otro caso de «no hay palabras»? ¿O es más bien una moda pasajera que aprovecha la fascinación que suelen producir las catástrofes naturales entre los telespectadores, tranquila y cómodamente sentados en el sillón de su casa?
***
¿De qué me han servido las palabras en este trayecto interminable de dolor, en el camino del duelo? ¿Qué valor puedo concederles, tanto a las mías como a las palabras —notablemente menos numerosas, todo hay que decirlo— de otros? En los primeros meses tras la muerte de Clea, vertí mi dolor en las palabras de los poemas de Lalomanu. Seguía, sin saberlo entonces, las recomendaciones de los psicólogos ante una pérdida tan brusca, tan brutal. En su libro Good Grief, Zita A. Weber nos dice: «Vivimos en una sociedad verbal. Encontrar las palabras para describir nuestros sentimientos y nuestro dolor es de vital importancia para que sane nuestra herida. Compartir dichas palabras es igual de importante.»
La nuestra es una familia trilingüe, algo cada vez menos infrecuente en la aldea global. Quiero que los hermanos de Clea aprendan a leer, y en cuantos más idiomas, mejor. Pero mis hijos se han acostumbrado al subjuntivo y al condicional compuesto demasiado pronto en sus vidas. Debo tener cuidado de que mi desconfianza hacia el lenguaje en el siglo XXI no suponga una influencia negativa en su aprendizaje.
Recibimos a diario mensaje por medio de imágenes y palabras que aparentan decir algo; son raudales de información inútil y es posible escapar a buena parte de esa abundancia de significantes vacíos. Enrique Vila-Matas apuntaba hace algunos años algo con lo que me identifico: «En mi caso, no entender nada no es un problema.» ¿Para qué hacer el esfuerzo por entender palabras que en realidad no significan nada?
Añadía Vila-Matas:
… además la incomprensión la he convertido en mi poética literaria. Cargo de sentido la sensación de absurdo que da la vida y, de paso, considero que lo esencial de la realidad se encuentra en los libros. Aunque no he entendido nunca nada de este mundo (y en cambio, no sé por qué, entiendo perfectamente lo que estoy ahora escribiendo), aunque no he entendido nunca por qué vivo ni tampoco por qué un día estaré muerto, aunque no he entendido nunca nada, yo he seguido siempre adelante buscando y encontrando siempre en la literatura, y paradójicamente en el absurdo mismo, el sentido del mundo.
Como declaración de una visión poético-vital, en estos extraños tiempos que vivimos, me parece difícil de mejorar.
***
Quiero terminar volviendo a la mar, a las orillas del océano Pacifico. En Moolooloba (Queensland), en la costa este de Australia, a miles de millas de las hermosas costas de Upolu, aunque sean sus mismas aguas las que bañan estos parajes. Esta parte de la playa por la que camino se encuentra protegida hoy del fuerte oleaje reinante, gracias a la escollera del puerto. Sopla un fuerte viento del sur, pero las olas rompen con inusual pulcritud y apenas alcanzan la orilla.
Entre ola y ola, el mar parece guardar un respetuoso silencio. Es como si quisiera desmentir su fiereza. No es fácil a veces comprender por qué este océano recibió el nombre de Pacífico. En realidad, es una falsedad total. No es pacífico, en absoluto. ¿No es esta otra razón para desconfiar del lenguaje? ¿Topónimos que no designan la realidad del entorno que uno observa?
Habiendo crecido en las playas del Mediterráneo, recuerdo muy bien la primera vez que me bañé en las aguas de esta enorme extensión oceánica, un día de julio (en el invierno austral) en la hermosa aunque un poco peligrosa playa de Bronte, en Sydney. La fuerza de sus olas sorprende a los que nunca antes se han bañado en sus aguas.
Ahora, por razones obvias, miro el océano Pacífico con otros ojos. Un año después, en octubre de 2010, regresé con mi familia a Samoa. Regresamos para asistir a la inauguración de una pequeña, modesta biblioteca en la escuela pública de Lalomanu. Familiares, amigos, compañeros del trabajo, las maestras de la escuela de Clea, perfectos desconocidos, compañías y el gobierno australiano, por medio de sus diplomáticos, se volcaron en ayudarnos a recaudar fondos, recolectar libros y construir una biblioteca que lleva por nombre el de mi hija: The Clea Salavert Library. A ella, tímida en público, le habría causado sonrojo. Pero a Clea le encantaba leer, adoraba sus libros. Creía en el poder de las palabras.
Volvimos también para poder terminar nuestro paseo por la playa de Lalomanu. Era la primera vez que volvíamos a la orilla del mar, la primera vez que llevábamos a los hermanos de Clea cerca del océano desde aquella mañana del 29 de septiembre del año anterior. Es del todo impensable que unos niños —especialmente unos niños australianos, dada la cultura playera de la que hacemos gala en este país— crezcan con miedo al mar.
Y mientras recorríamos otra vez las doradas arenas de Lalomanu, ahora salpicadas de incontables fragmentos de botellas verdes que el tsunami destrozó, botellas de la refrescante cerveza samoana, que también se llama Vailima, me propuse a mí mismo la tarea de buscar las palabras que podía decirles a un par de chicos de seis años que en este mismo lugar estuvieron a punto de morir doce meses antes, a los dos chicos mellizos que no volvieron a ver nunca más a la niña que iba a su lado aquella mañana, dando saltos en la arena, intentando acompasar sus huellas con las de su padre, mucho más grandes.
No encontré palabras para explicárselo. El rumor de las olas que rompían en el arrecife coralino que rodea la playa de Lalomanu iba a ser mucho más elocuente que cualquier cosa que les dijera. Esa vez era yo el que reconocía mi incapacidad, mi incompetencia. No hay palabras.
Todavía no lo he logrado, pero seguiré buscándolas. Las buscaré más allá de la línea del horizonte, más allá del océano, más allá del cielo azul y nítido que rodea este hermoso planeta que estamos arruinando. Seguiré buscándolas a pesar del silencio de quienes no se atreven; seguiré buscándolas en la esencia de quien soy o quien creo ser, hasta que pueda mirarles a mis dos hijos con entereza y determinación a los ojos y decirles que no, que no es cierto lo que nos dice la gente, que sí hay palabras.
***
Nota: Agradezco al equipo editorial de Hermano Cerdo y en especial a René López Villamar sus sugerencias e ideas en la redacción definitiva de este ensayo.
nació en Valencia en 1964. Vive en Canberra, donde se dedica a la traducción y a la lectura. Escribe en el blog Notas Literarias,. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.
Increíble valentía, volver a esa playa. Yo no podría haberlo hecho.
Tal vez un día las encontrarás, las palabras, para contarlo. Hay suficientes. Yo, que creo en el destino, no he podido discernir qué ocurre con el destino cuando el final de la vida es compartido en las muertes masivas, en las grandes tragedias. A lo que he llegado es a esta idea: Todo el mundo muere de distinta forma; o: aunque la muerte sea compartida, todos hicimos un camino distinto para llegar a ella. Creo que hay un calificativo impresionista, pero desafortunado en tu testimonio: “aquella bestia de mar hambrienta de muerte.” La naturaleza no tiene remordimientos. Tampoco anda sedienta de muerte. Seguimos siendo antropocéntricos: creemos que le importamos a las mareas, a los huracanes, a los leones, a la fuerza gravitacional. Creemos que los desastres están ahí para hacernos la vida imposible. Tampoco es equiparable la muerte de tu niña al asesinato del hijo del poeta mexicano. Media esta distancia: una conciencia criminal. ¿El mal? W. Jonas solucionó en parte el problema del mal planteado por Hans Kung ante la pregunta capciosa de cómo es posible que exista un Dios omnipotente y al mismo tiempo que ocurra el Holocausto: “Dios es infinitamente bondadoso, pero el libre albedrío limita su omnipotencia”. Cuando ocurrió el Tsunami japonés, el desastre natural más impresionante del que he tenido noticias en mi efímera vida, consulté el I Ching. El ideograma fue el primero de la serie: El acto de creación, el comienzo de todas las cosas. ¿Me hablaba del resurgir? Durante semanas pensé en qué quería decir. Sólo he podido llegar a la conclusión de que después del caos todo vuelve a empezar, y luego un nuevo caos, y luego un vuelta a empezar. ¿Qué hubo después del tsunami? Silencio. Hoy el paraíso quizá ha vuelto a serlo. El I Ching: “Pasan las nubes y actúa la lluvia y todos los seres individuales penetran como una corriente en las formas que les son propias.”
Y permíteme añadir otra cosa. Me fío mucho más de lo que dijo mi hijo, que por entonces tenía solamente cinco años: ‘I saw a monster with white teeth’, ‘Vi un monstruo de dientes blancos’. No creo que él se equivoque: los niños, como bien sabes, dicen las cosas tal como las ven. A un hombre gordo le dicen ‘hombre gordo’, no saben todavía usar eufemismos.
Un saludo,
Jorge
Gracias Bhor por tus comentarios. Mi intención no era atacar a la naturaleza. Pero te aseguro que es la imagen que llevo incrustada en la memoria: los cinco huyendo a la carrera de algo que era enorme, pavoroso, que emitía un rugido, no lo recuerdo pero estaba ahí, de eso no cabe ninguna duda. Y de pronto entre los pies surge algo como una lengua de agua negra que me alza en vilo, y acto seguido, agua, agua y más agua. La lavadora en centrifugado. ¿Sería esa imagen más respetuosa con la naturaleza? De alguna manera quise explicarlo: no es quiera que nadie pase por lo mismo, pero pienso que no debieras calificar mi descripción de desafortunada.
Respecto a Kung, te digo que la contradicción inherente a su argumento salta a la vista: una omnipotencia limitada por el libre albedrío no es ‘omni’. Habrá que buscarse otra palabra u otro prefijo. Punto y final. No creo en Dios. Y si hubiera algo que rige nuestro destino, algo en lo que tú crees, llegado el momento (¿qué momento?) le pediría cuentas. Prefiero vivir desde mi convicción de que somos animales dotados de una conciencia por la evolución; eso nos hace a un tiempo más fuertes y más vulnerables. Materia orgánica con conciencia, que se pudre cuando morimos. Y ya es mucho para el poco protagonismo que realmente tenemos en el universo. Por cierto, el tsunami de 2004 de Aceh (Indonesia) causó muchísimas más muertes que el de Japón: no haber visto las imágenes en directo no lo hace menos destructivo.
Un saludo cordial,
Jorge
Me siento orgullosa, Jorge, de que quieras compartir todo tu dolor conmigo. Creo que es un acierto el querer
y sentir la necesidad de exteriorizar a través de tu literatura y compartir con los demás todo tu pesar, incluso creo que no hay otra salida posible.
Quiero que sepas que también yo he sentido, a veces, que no tenía palabras para tí pues es inimaginable e
indescriptible como una persona puede sentirse tras la pérdida de una hija. Sin embargo, no significa que no las haya.
¡Claro que hay palabras! Puedo hallar en mí palabras de solidaridad, palabras de compasión y sobre
todo, palabras de comprensión.
No puedo entender como alguien, por muy erudito que sea, se atreva a cuestionarte las palabras que utilizas para describir tu inmenso pesar. No importan las palabras sino el contenido, los sentimientos que esas palabras transmiten. Eso es lo importante de tu mensaje. Sin embargo, parece ser que el nivel cultural e intelectual no está directamente relacionado con la madurez emocional y alguien puede ser capaz de comprender un texto o palabras extremadamente complejas pero no los sentimientos o la manera de expresar éstos. Nada tiene que ver la cultura intelectual con la cultura emocional.
[…] had a story to tell. My husband wrote an article for an online journal – HermanoCerdo – called Despues Lalomanu with a subtitle ¿no hay palabras? which means there are no […]
[…] la pérdida de su mujer) que por desgracia no está entero en línea. Otra lectura relacionada es este ensayo de Jorge Salavert que publicamos en […]