1. La vida de Brian
En la ribera porteña que enfrenta a lo que llaman “Rulo” o “Vuelta de Brian” se sitúa la Villa 21-24. De ese lado del Riachuelo es el barrio de Barracas, que se pega demasiado a otro barrio, el de Parque Patricios. Del otro lado del río todo es Avellaneda, provincia de Buenos Aires. Yo estoy dentro de un Ford, a pocas cuadras de la villa, sobre la margen de la ¿París? sudamericana, en Amancio Alcorta y Zavaleta. Traje a mi mujer en el auto, que es prestado, a una imprenta. Juntos trabajamos hace unos días la inscripción de unos textos sobre unas bolsas. Ella es diseñadora, llámenla Silvia, o Silvita. A mí pueden decirme Zamudio. Una georreferenciación más: el dueño de la imprenta gentilmente me abrió hace un rato una persiana para que yo entrara con auto y todo. “No sea cosa”, dijo, “que te pase algo”. A pocas cuadras de ahí, sobre Amancio Alcorta, también está la cancha de Huracán, club que descendió a la B como mi equipo, River Plate, tirando hacia el este. Algo conozco Parque Patricios. Una vez, hace trescientos mil años, tuve por esta zona de la ciudad una novia que decía que el espíritu de su abuelo la perseguía. Quiero decir, no todo Parque Patricios es una amenaza para una mantequita clasemediera como yo. Pero Amancio Alcorta y Zavaleta sí lo pueden ser ahora que, todavía, es de mañana, ahora que dentro del auto sigue haciendo demasiado frío; y después, también después, en este otro ahora que es el de hoy, donde me digo que esto es lo menos parecido a una crónica.
El Rulo o Vuelta de Brian es así llamado por el trazo que ahí el Riachuelo realiza: se trata de una curva pronunciada, con forma de omega o de corcho de sidra un tanto inclinado hacia el noreste. Ese corcho propiamente dicho, bordeado por el río, es tierra provincial, partido de Avellaneda, una pequeña y gruesa verga (estos son tiempos de pornografía casera, de pecado) que se asoma a las aguas malolientes y que penetra en una de las muchas vulvas de la ¿afrancesada? ciudad autónoma. La vista satelital de este paisaje (margen verga provincial – margen vulva capitalina) es pintoresca. De cerca la cosa cambia.
En la Villa 21-24, a la sazón uno de esos sexos femeninos de la ciudad, tengo el dato fidedigno y oficial de que viven, tan sólo a la vera del río, más de mil trescientas familias. Multipliquen ese número por cuatro, por lo menos, y tendrán una cifra más o menos real de la real cantidad de gente que ahí concretamente habita. También tengo, pero este dato me gustaría comprobarlo in situ, que, frente a la villa, en la mentada verga, o cerca de ella, se encuentra una de las fábricas abandonadas de la ribera, exactamente una planta de la Siam, donde se hacían lavarropas y heladeras en épocas doradas de la industria nacional, pesada y metalmecánica. Todo en apenas un pedazo ínfimo de Riachuelo, porque el Rulo o la Vuelta de Brian, con su villa vulva de un lado y su corcho verga del otro, al fin y al cabo es un pedazo ínfimo, distante pocos kilómetros de donde aparentemente fue fundada Buenos Aires por don Pedro de Mendoza, el hidalgo que encontró por estas tierras Su Gran Oportunidad y, muy enseguida, Su Última Desgracia.
Otra cifra más, oficial: hay ya un plan impulsado por la Corte Suprema de Justicia de la Nación para relocalizar a más de diecisiete mil familias (casi dieciocho mil, debería decir) que viven en villas y asentamientos precarios a lo largo de las aguas. De esas más de diecisiete mil familias, dicen también los datos oficiales, un buen porcentaje, quienes pueblan la vera del río en su cuenca baja, tienen hijos con plomo en la sangre, el plomo derramado junto a otros tóxicos durante más de una centuria por industrias sucesivas que se turnan entre el pobrerío: curtiembres, frigoríficos, embotelladoras, petroleras, imprentas, laboratorios, areneras, aserraderos, galpones dudosos. En el lado A de todo esto más o menos así lo escribí no sin esfuerzos.
Un muestreo realizado (…) sobre mil seiscientos ochenta y siete niños de la región, de entre uno y seis años, indica que el ochenta y siete por ciento tiene altos índices de plomo en la sangre.
Dentro del Ford, mi mentalidad burguesa no piensa en estas cosas, ni siquiera en los términos pornográficos de estas cosas. Se reduce a temer por la irrupción de un delincuente, asocia la delincuencia con la pobreza. Le cuesta no pecar de pensamiento, palabra, obra u omisión. (Estos son los tiempos, también, de los tibios, aquellos que serán vomitados del Reino de los Cielos.)
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(“Paisaje”, también escribí en el lado A de todo esto. Y que la Cuenca Matanza-Riachuelo tiene a “cerca del trece por ciento de la población total de la Argentina”; más de cinco millones de personas, sobre un total de más de cuarenta millones. De todas maneras, las cifras no son más que representativas del presente; cuando esto en el futuro sea leído, en términos numéricos tendrá muy poco valor.)
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La razón del “Brian” yo al principio no la sabía. Y nadie supo comunicármela. Me las tuve que arreglar solo. Nada del otro mundo. No soy el gran investigador periodístico ni la mente más sagaz para sacar de mentiras verdades a la gente. Pero decía, y quiero insistir en este punto, debo realizar mi mea culpa: al principio de todo esto de pensar en el Riachuelo mi mente burguesa apenas pudo asociar al nombre gringo del Rulo o la Vuelta con la historia de un mártir villero. Ideó mi jibarizado cerebro lleno de prejuicios y modernidad la típica mitología de los santos y los héroes de la miseria: un chico que araña la mayoría de edad y que se llama Brian, que delinque sin demasiados códigos y que es ultimado por la policía o por otros pibes o por cierto transa, luego de una larga persecución motorizada por Parque Chacabuco, Parque Patricios y Barracas, hasta la villa impenetrable, donde la historia sigue de a pie, entre pasillos y fangales.
En esa fantasía Brian es un Gauchito Gil violento y triste, de los muchos Gauchitos Gil que han de haber por estas barriadas de mala fama a las que los políticos, si llegan, es para el toma y daca. Aquí nuestro Brian por lo menos se acuerda de su madre, es bueno y generoso con ella. Lo que no gasta en pasta base y putas se lo deja a ella diciéndole “perdonemé, mamá, perdonemé”. Agrego: hubo otra versión clasemediera, moderna y burguesa que mi cabeza fabricó. Fue la versión número dos, si se quiere, y aunque a nadie debería interesarle, creo que es importante la autoflagelación, el tomarme a mí como la parte por el todo. De eso, al fin de cuentas, vive el periodismo. (Además, subrayémoslo: esto de incorporar como animales de zoológico a los indios, los morochos y los villeros, cosa tan común en los documentales televisivos donde un conductor rubio y de ojos claros se hace el conquistador alemán, El Gran Poronga de los porongas, ya es algo que orilla no sólo lo trillado, sino también el racismo; y es necesario intentar la crónica, el cuento, acerca de ese incluido social tan creído de sí mismo y de su civilización, que va a la caza de Tarzán, Jane y la mona Chita.)
La versión número dos, contaba, tiene también a un tal Brian de santo, pero, esta vez, de santidad estándar. San Brian realiza curas milagrosas entre el pobrerío que sufre de medievales tuberculosis o sífilis. No habla. Como Jesús hasta los treinta años, predica con el ejemplo. Y se hace famoso con un milagro recurrente: meter un bidón en las aguas llenas de cromo y mierda; sacarlo inmaculado, con agua potable y cristalina. Con ese líquido, enseguida, le ceba tererés a una anciana de origen paraguayo, su madre.
Fin de la historia: San Brian, como el otro Brian, muere joven, de un balazo.
Gracias a Dios nada de lo anterior es cierto. La realidad hay veces que se muestra un poco menos rebuscada, un poco más elemental.
El Rulo o la Vuelta que el río traza entre Barracas y Avellaneda se llama “de Brian” porque por la zona (un poco más allá de donde aguardo a Silvita) hay una estación del antiguo Ferrocarril Oeste denominada “Ingeniero Brian” y más de cien años atrás llamada más sencillamente “Riachuelo”. Hasta ese confín supo transitar el extraño ramal de aquel ferrocarril, tirando vagones cargados de basura. Lo hacía desde el barrio de Almagro, donde hubo alguna vez un enorme basural, hasta la quema de Parque Patricios, primero —la quema original: muy vecina de la imprenta que me cobija—, y más luego extendida hasta donde hoy todo es villa.
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(Otra comparación de último momento y un poco forzada: el Rulo, en su parte provincial, o dicho de otro modo, lo que antes era pequeña y gruesa verga, también tiene forma de útero, mientras que las márgenes capitalinas que a este y oeste lo continúan obran de trompas. De ser así, el Rulo en su conjunto es un embarazo tan múltiple como ectópico, donde la preñez llega al grado de fenómeno paranormal y extremo, con bebés echando raíces fuera del útero y asimismo sobre las trompas… Como sea, el Rulo o Vuelta de Brian me sirve para empezar con este asunto del Riachuelo.)
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2. Donde no termino de arrancar
Hasta la Villa 21-24 fue hace muy poco un funcionario que así prefiero nombrar para no tener problemas (nada malo hay en lo que digo, pero la forma en estos casos les aseguro que es tan estratégica como fundamental, trátese de crónica oficial o lado A, o de esto). El funcionario no llegó a entrar, sin embargo, más allá de lo que la gendarmería pudo, que fue poco. Sus motivos eran loables y guardaban relación con la voluntad de relocalizar a las familias que viven sobre la ribera contaminada. Sus motivos también obedecían a aquellos otros más elevados en rango, los de la Corte Suprema, que, además de ordenar el desalojo y la reubicación de las poblaciones en peligro, condenó en julio de 2008 al Estado argentino, como así también al provincial y al de la ciudad autónoma, por no haber hecho lo suficiente en materia de saneamiento no sólo del Riachuelo, sino de toda la cuenca, que, en su parte alta, arranca en el río Matanza. La Corte, además de esas conminaciones a los tres Estados, entre otras cuestiones obliga a los condenados a reconvertir industrias contaminantes situadas en la cuenca (o bien a embargarlas y/o clausurarlas) y a restablecer el camino ribereño, llamado “de sirga”, que, de uno y otro lado del río, debe perpetuarse a lo largo de más de setenta kilómetros (esta última disposición se funda en lo escrito en el Código Civil argentino, el artículo que recuerdo es el 2369, pero hay otro más, busquen en Google).
La causa elevada a la Corte y que sirvió para condenar a las tres jurisdicciones responsables la inició una vecina de otra villa, la Inflamable, en el partido de Avellaneda, barriada tan excluida como la 21-24 y cercana al Polo Petroquímico de Dock Sud, situada aquélla y situado éste bien al este del Rulo o Vuelta de Brian. Beatriz Mendoza es el nombre de la mujer que inició la mencionada causa junto a otros pobladores de Villa Inflamable. “Causa Mendoza” es la manera con que usualmente se menciona al caso. La presentación original fue en 2004 y me han dicho mis fuentes ultrasecretas que hoy Beatriz trabaja para el municipio de Avellaneda (me han prometido su número de teléfono, no sé si contaré con tiempo para llamarla; si me da, lo haré en cuanto pueda).
Villa Inflamable también está incluida en el plan integral de saneamiento de la cuenca; no, hasta donde yo sé, en los objetivos inmediatos de relocalización. En este caso específico, más de un millar de familias todavía vive donde vivía o vive Beatriz. Pero después, sí, las autoridades de todo tipo aseguran que algo, desde la condena de la Corte, se ha hecho. Como quitar barcos hundidos a la altura de la Boca (Cristina Fernández de Kirchner ha dicho que fueron cincuenta y siete; y debo creerle, los presidentes no mienten). Como ya haber desalojado un par de asentamientos en Barracas y Avellaneda, tras brindarles a sus pobladores complejos habitacionales en otros puntos geográficos (en el caso de Barracas, uno de los destinos fue Villa Soldati, barrio donde hubo que desalojar a sorpresivos usurpadores de los complejos destinados a los otrora habitantes del asentamiento Luján; un soberano quilombo).
He visto, también, cómo sacaban autos del barro del Riachuelo, en el trayecto de poco más de cinco kilómetros que abarca el tramo de río comprendido entre los puentes Alsina y La Noria: allí, en este ahora del auto y la imprenta, julio de 2011, todavía están trabajando; quedan más de setenta autos hundidos de la margen provincial, correspondiente al partido de Lanús (ya sacaron como cincuenta del lado capitalino).
Pero me desvié demasiado, debo volver al funcionario. (Estos son los tiempos de la desviación y los ataques de pánico.)
Él me dijo que, tras el fracaso por tierra, probó suerte por agua, en una lancha de la prefectura que circunvaló el Rulo o la Vuelta de Brian. Me dijo que los resultados fueron más o menos los mismos: cascotazos desde la margen capitalina, algún disparo. Desde entonces no dejo de pensar a diario en esa zona en especial de la cuenca.
¿Y qué más? Muy poco más. Tan sólo por ahora decir, hablar del Rulo o Vuelta de Brian para empezar con esto del Riachuelo, con esta suerte de anticrónica por su falta de rigurosidad, por mi cobardía y mi abúlico profesionalismo; lado B de un trabajo que es A y que estoy haciendo con otro nombre por estos días tan fríos de julio.
Aquí puedo darme el lujo de la primera persona y, sobre todo, puedo llamarme Zamudio. Aquí me creo con derecho a burlar la necesidad perentoria de aparentar objetividad con cifras y hechos: artificios, al fin y al cabo, que pueden servir de prueba para explicitar la injusticia circunstancial, pero jamás para otra cosa.
(Si yo fuera medianamente bueno en esto, este lado B se dirigiría sin curvas hacia una explicación de la maldad humana. Si además fuese sincero, declararía mi reciente confirmación del amor que me mueven las aguas sucias del Riachuelo.)
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3. Salto innecesario y egocéntrico
Escribo estas cosas y me acuerdo de salir con mi viejo de la cancha de Boca, primeros años de la década de 1980.
Racing tenía clausurado su estadio; había hecho esa vez de local en Boca. Iba yo vestido con mi camiseta de River, con el número tres en la espalda, más la corneta y la gorra con los colores de mi club. Racing 0, River 1, gol del uruguayo Alzamendi que escapó por la punta. Y me acuerdo, sí, de salir de la cancha con mi viejo y de estar caminando en busca del auto, junto al Riachuelo, cuando un hincha de Racing a mi viejo lo putea porque mi viejo, así dice el tipo, me hizo de River.
“Hijo de puta”, le grita el tipo, un gordo de chomba blanca, medio pelado, que va sentado en el asiento del acompañante de un peugeot blanco, y es el tipo el verdadero hijo de puta, o el que no supo lo que es tener madre. Porque mi viejo no me hizo hincha de River, fue mi abuelo; porque mi viejo perdió a su madre cuando él era una criatura, entonces ¿cómo le van a decir eso? Y sin embargo me acuerdo también de la templanza de mi viejo, de su prudencia, de esa cosa cristiana que hace reverberar la sangre; del “inadaptado” que salió de su boca, me acuerdo.
Mi viejo es por esa época mi mejor amigo. Es la prueba de la existencia y la justicia de Dios. Y el Riachuelo, ahí, testigo de mi indignación infantil, de mi amparo y de mi cobardía refugiada en la charra defensa de mi viejo, de lo que fue mi viejo treinta y tantos años atrás, cuando él frisaba mi edad, cuando él era lo que ahora soy, pero más bueno, pero más valiente.
Dentro del Ford también pienso en él. El Ford me lo prestó él. Y en el Riachuelo, pienso. En qué lindo es bajar por Almirante Brown y ver cómo de repente irrumpe el viejo puente Avellaneda, con su transbordador detenido para siempre, con sus fierros entrecruzados. En qué lindo que es ahí el feo barrio de La Boca, con esos botes de madera que cruzan a los pobladores del Doque y a los de la ribera capitalina, según cada caso, para ir y venir como sus antepasados, de un lado al otro de la costa, como también los vírgenes porteños de antaño, que regresaban en esos botecitos ya debutados y tristes de los lupanares provinciales. En lo bellas, pienso, no encuentro otra expresión menos afeminada, que pueden ser Buenos Aires y su ribera contraria un día ordinario, sin pretensiones turísticas, sin pretensiones de ningún tipo. Bellas como la prostituta hoy muerta del Doque y de la que, lugar común mediante, se enamoraban sólo quienes, a la par, también se obsesionaban con ella (la más linda) y procuraban de inmediato rescatarla de la infamia. Putita linda de Isla Maciel, del Doque que ya no es, putita linda y buena que fuiste. Bella como esos pibes que pueblan la cuenca y que, como las putas verdaderas, son víctimas de un sino que no eligieron, de una historia que no lograron domar. Esos pibes de la cuenca baja, que te dicen “eh, amigo, ¿no tenés un centavo?”, o que agachan la cabeza cuando te ven pasar, porque andás con zapatillas que no están rotas, porque bajaste de un auto que podrá tener diez años, ¿pero qué son diez años en esos arrabales de chatarra, perros y basura, surcados por dodges desvencijados de cuatro o más décadas y unidos, en esa parte del Riachuelo, por esos botecitos de madera que comienza a pudrirse?
Riachuelo, Riachuelo.
Riachuelo, Riachuelo.
Ahí. Y en toda su extensión. Catorce municipios provinciales. Más la ciudad autónoma del otro lado hasta su límite con La Matanza. Cuenca baja, para circunscribirme un poco, para no ir más allá de donde conozco más o menos algo.
Riachuelo, bizcochuelo.
Barrio Amanecer, La Salada y La Saladita (Lomas de Zamora).
Barrios también La Saladita, Don Juan, El Mosquito, Los Ceibos Sur y Mi Esperanza (La Matanza).
Villas 26, Magaldi y 21-24 (ciudad autónoma), con Rulo o Vuelta de Brian incluido de este lado.
Y siguen los nombres, de uno y otro lado del río: El Pueblito, Villa Diamante, Villa Inflamable, una manguera así de larga llena de etcéteras.
El Riachuelo en esa parte baja de la cuenca, la más sucia. Y Esteban Echeverría que escribe más de un siglo atrás que hay en las adyacencias de sus aguas decimonónicos álamos, mosquetas, nardos y rosas, y que a un sujeto
“el aroma de las flores
le tiene como embriagado”
y que
“el Riachuelo se desliza
del gran Plata tributario”,
Mientras
“sombrean su fresca orilla
viejos sauces agobiados,
jóvenes retoños suyos,
acacias, higueras y álamos”.
Y con la neutrónica de saladeros y curtiembres iniciales, Baldomero Fernández Moreno y Enrique Cadícamo: el primero diciendo que ahí, ahora,
“duermen las barcazas
pegadas al muelle…
anchas, viejas, sucias
las barcazas duermen.
Aguas del Riachuelo,
aguas malolientes,
aguas con estrías de aceite”;
y el segundo con su
“turbio fondadero donde van a recalar
barcos que en el muelle para siempre han de quedar”.
Orden y progreso.
Industrialización.
Modernidad.
Riachuelo.
Crónica involutiva, no ésta, sino la histórica, escrita por un Ovidio mal dormido, donde hay un dios que es un río y que de ser el donjuán de cuanta ninfa había a su alrededor cayó en el destino fatuo de convertirse en un viejo pedófilo con el ganso al aire.
Plomo, zinc, cromo, alpargatas, cuerpos humanos, animales, autos, caca, cero oxígeno y, no obstante, tan pintoresco visto desde google y a distancia. Y tan parisino, también, si querés, con esos gaviotines blancos y suicidas que, de a ratos, picotean veneno en las aguas, por Puente Alsina, las aguas ésas que dividen lo que es capital de lo que comienza a llamarse interior.
Riachuelo, Riachuelo, quisiera fumarme un cigarro dentro de este Ford. Pero no se puede. El galpón de la imprenta está lleno de plásticos y papeles.
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4. Trastornos obsesivo-compulsivos
Al funcionario le debo mi segundo acercamiento al Riachuelo tras los avistajes de la infancia y los otros más difusos de la juventud en compañía eventual de alguna novia aunque, más que seguro, de mi tremenda soledad de loser resignado y de peor poeta por esos años mozos. Es un trabajo duro el del funcionario (por lo menos en esto de salir de recorrida), de algún modo también lo es el mío. No podríamos, ni él ni yo, creo, hacer estas cosas con setenta años y las rodillas hechas pelota. Él es joven, creo que más joven que yo, lleva una barba rala que le disimula esa mayor juventud.
Lo conocí un jueves, creo que fue un jueves, junto al río. El plan pintaba monótono: realizar la recorrida con él y otros funcionarios por los márgenes provinciales y capitalinos, sacar de todo ello una crónica donde se relatara todo el esfuerzo y también toda la desobediencia de los Estados condenados para sanear las aguas, neutralizar la contaminación industrial, relocalizar o urbanizar asentamientos y villas, limpiar las costas. Sin embargo, no obstante esa monotonía anunciada, como tengo trastornos obsesivo-compulsivos, era una obviedad que me iría a obsesionar con el asunto. Pero no tuve esta certeza hasta que terminé ese primer paseo junto al funcionario por eso que debería haber sido Sena, Támesis o el más sencillo Tíber, y que ni siquiera adquiere las alturas de río sagrado y contaminado.
Estaba ya con este Ford prestado a causa de los severos inconvenientes mecánicos de mi vieja lancha coreana (ella se fatigaba en el taller, la séptima u octava vez en el año (con Silvita necesitamos tener algo con tres filas de asientos, con Silvita somos como conejos judíos y ortodoxos (la lancha había sobrecalentado lo que se dice mal y la junta de la tapa de válvulas más ciertas mangueras y ciertos caños habían quedado deformes))) y en el Ford prestado fui hasta el carrefour de Avellaneda, el lugar de partida de mi pequeñoburguesa excursión por tierras marginales.
Recuerdo que no llevé mi grabador digital, sino el que carga minicasetes. Recuerdo que me resolví por esa opción un tanto anticuada pensando en el paisaje que, supuse, me esperaría. “Es más aguantador éste”, me dije. Recuerdo también que me calcé un pantalón azul que me queda demasiado largo, que me pisaba el pantalón con los talones, y que guglié bastante antes de llegar, primero, para saber dónde quedaba exactamente el carrefour y por qué lugares me debería conducir; nada del otro mundo, es bastante fácil llegar ahí desde la ciudad autista, es tomar el puente Pueyrredón y bajar por donde la bajada del puente te conecta con la avenida Pavón: enseguida el carrefour aparece.
El funcionario y sus compinches me aguardaban en una sprinter blanca, en eso habíamos quedado. De manera que dejé el auto estacionado en la playa del carrefour y tras las presentaciones formales iniciamos la viaje.
En este lado B de la recorrida me quedan algunos otros recuerdos que nada tienen de la formalidad del lado A:
Un hombre de bigotes que no me pierde pisada por La Saladita, en Lomas de Zamora.
Unos morochos del pobrerío conurbanesco que por Lanús piden a Novoa, el fotógrafo, que también es de la partida, que les tome unas cuantas fotos: “¡Eh, amigo, una foto para los pibes, una foto para los pibes, amigo”, ellos, los pibes, con ropas deportivas, uno acomodándose la verga mientras Novoa condesciende al pedido; con piercings y pómulos marcados por el hambre, los pibes. “Eh, amigo, ¿de dónde son?”
Nuestro viaje serpenteante un poco por dentro de Avellaneda y Lanús, otro tanto junto al río, a veces pasando a la margen capitalina para luego volver a cruzar el río, hasta llegar a La Saladita, donde se están demoliendo puestos de venta tan clandestina como pública y notoria; me corrijo: donde se está demoliendo una parte de esos puestos, alrededor de doce mil, aquellos que se levantan sobre el talud y, desde ahí, hacia adentro.
Puedo ver todavía todas estas cosas. Son raros los mecanismos de la memoria. Es raro cómo es que ella selecciona y actúa. Escucho discusiones, ruidos de máquinas desmoronando edificaciones precarias sobre palafitos; tengo frío pero mi frío no es real, hoy desayuné, desayuno todos los días; mi frío no es real como tampoco lo son mis preocupaciones, al menos no con el peso que la realidad supone. Una mujer aindiada reclama que si a ella le tiraron el puesto que dice alquilar, que también se lo hagan al puestero vecino; otra mujer más, que vista desde atrás parece de unos cuarenta años, que de frente tiene como setenta o más, lleva el pelo con unas rastas extrañísimas: encara al funcionario, encara a los colegas del funcionario. “Ya van a ver, ya van a ver ustedes”, dice, cacique de la zona, ella, cacique que dice dar la cara, que dice ser una de las armadoras de los puestos, de las que alquilan esos puestos de cinco por dos por casi cien dólares dólares el día. “Porque aquí los dueños no son dueños”, me dice el funcionario por lo bajo, mientras avanzamos hacia el cruce del Ferrocarril Belgrano Sur sobre el Riachuelo, “porque acá hay toda una mafia organizada de tipos que dicen esto es mío y les alquilan a los puesteros los puestos que se arman”, puestos hechos con caños y también hechos con material, puestos sobre los que las máquinas, donde les es permitido por los caciques y mirones, avanzan. Y yo pienso “esto va a terminar, tarde o temprano, a los cuetazos”. Y yo me digo “porque los caciques, desde su unidad de lugar extraña a la ley, ejercen esa contención social que no logran ni la política ni la democracia progresista y liberal”. Y diciéndome estas cosas me piso con los talones el pantalón, me lo ensucio, y otra vez el hombre de bigotes ahí está, a mi espalda, suponiendo quizá que soy alguien realmente peligroso, una verdadera amenaza que se pisa los pantalones para esa pax romana de La Saladita, El Enviado de las Fuerzas Paraestatales que viene a quitarles a los puesteros sus únicas fuentes de trabajo, sus únicas excusas para no echarse a delinquir.
Novoa rumbea hacia donde rumbeamos el funcionario y yo, el puente por donde cruza a paso de hombre el Ferrocarril Belgrano Sur, cargado de proletarios resignados a una vida mejor como yo lo estoy a ser millonario, y el hombre de bigotes ahí sigue, ángel custodio de ese pequeño cielo venido a menos donde, sin embargo, alrededor de doce mil puesteros pueden volver a sus casas felices porque evitaron otra vez el robo, el asesinato, la Gran Robin Hood de sus vidas, y porque ahora ya saludan a sus mujeres y a sus hijos y carajean porque están cansados del trabajo, pero siempre es mejor eso que delinquir, que ser chorro, que cargarse un muerto, siempre es mejor eso que llaman trabajo y que no será del todo legal para los de afuera, pero que les posterga la gran venganza contra nosotros los incluidos en este sistema tan bien construido, donde hay regulaciones e impuestos, donde hay ciudadanos y dirigentes, donde hay automóviles, camiones, semáforos, masones, políticos y tipos que se pisan los pantalones.
“¡Eh, amigo, una foto para los pibes!”, también desde el tren.
A lo que Novoa, medio cagado hasta las patas, haciendo otra vez caso, mientras yo trato de desmarcarme del hombre de bigotes y de todos los que me persiguen.
Desordenada memoria.
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Carrefour de Avellaneda, así debo contarlo. Carrefour de Avellaneda, a orillas del Riachuelo, sobre el camino de sirga o “de la ribera”. Novoa, el fotógrafo, y yo, dentro de la sprinter oficial, rumbo al puente Bosch, por donde pasa por encima otro ferrocarril, el Roca. En las vistas de google todavía se pueden ver las casillas del asentamiento que ya no está ahí, que ya fue relocalizado. Del otro lado del Riachuelo también todavía Google se muestra fuera de sintonía con el tiempo: en la margen capitalina, barrio de Barracas, se ve el chaperío del asentamiento Luján que orillea las aguas, ese chaperío que ya tampoco está y donde el Luján no es en homenaje a la Virgen sino a una calle, la calle Luján. Y luego: la tierra adentro, así debe seguir esto, así debo amoldarme a lo que sucedió. El cambio de partido, de Avellaneda a Lanús. El funcionario que me dice “una mujer de una de las familias que se fueron del puente Bosch y que ahora vive en un complejo habitacional me contó que la primera noche de lluvia se despertó con toda su familia a levantar todo lo que tenía, a ponerlo en altura, medio dormida, creyendosé que todavía estaba junto al Riachuelo, creyendosé que el agua la iba a tapar. ‘Y me largué a llorar’, me dice el funcionario que la mujer le dijo, ‘me largué a llorar cuando me di cuenta de que eso no sería más así’”.
“Igual”, tercia otra fuente dentro de la sprinter, otro funcionario, “no todo el mundo quiere irse; irse a un lugar mejor es entrar en el sistema, es dejar todo tu esfuerzo, es el vértigo de no saber cómo vas a mantener el departamento que el Estado te da para que te vayas”.
El frío y la ola polar de julio bajo un cielo tan gris como los frontis que se levantan a uno y otro lado de las calles y avenidas.
El regreso circunstancial al Riachuelo para pasar a través de un puente a la ciudad autónoma otra vez, para por ahí seguir hasta nuevamente cruzar hasta La Saladita, donde el hombre de bigotes y sus amigos me verán llegar pisándome el pantalón, más molestos con Novoa que conmigo, más molestos todavía con los funcionarios y con los policías que hoy chapean autoridad para no quedar en orsái. Los policías esprándonos, recibiéndonos. Un oficial moreno que me extiende la mano, seguramente pensando que soy un petiso poronga del conurbano con el que mejor quedar bien.
Y Silvita, que se acerca al Ford.
“Ya está”, que me dice.
Y yo: “Me gustaría llevarte al Riachuelo”, le digo.
“Estás loco”, me dice, “tenenemos que seguir trabajando”, me dice.
“Pero yo voy a tener que volver”, le digo.
“Bueno, me alegro”, me dice. Y su alegría es sincera. En el lado A me pagan por hacer cosas parecidas a ésta, cosas no iguales a ésta.
Yo quisiera decirle a Silvita que me gustaría vivir a orillas del Riachuelo, construir una casita de fin de semana en el Rulo de Brian, junto a la vieja Siam abandonada que ansío ver. Pero no se lo digo, soy un perfecto idiota, no puedo tener este tipo de deseos. Además Silvita, con toda la justicia y la razón de su parte, podría ofuscarse.
“¿Alguna novedad?”, escribo a Novoa antes de darle marcha al Ford.
“Pasado mañana, en Dock Sud”, la respuesta una o dos horas después de Novoa, el fotógrafo, que en realidad no es tan poco hombre, que es el Riachuelo el que lo traviste, seguramente aterrorizado con que le roben la nikon, con que se le caiga al agua.
“Te paso a buscar”, le escribo.
“Más te vale”, leo, verdaderamente entusiasmado.
Habrá esta segunda vez recorrida, paseo, excursión, safari, travesía, por el Rulo o Vuelta de Brian, ese dibujo geográfico que me quita el sueño como la cruz a las monjas de clausura, como un cartón de vino a un hombre barbudo que vive solo, en la calle, haciendo noche, si la policía no se da cuenta, a la vera no de un río, sino de un banco.
Debería referirme un rato más a mi primera excursión por la cuenca baja. Hablarles de los proyectiles soterrados en un viejo predio de Fabricaciones Militares por Lanús, adonde será relocalizado más de un asentamiento sobre el camino de sirga. Debería hablarles de los autos llenos de óxido que una barcaza sacaba de una parte del río, la parte provincial. ¡Hubo diálogos interesantes con el capataz de esas últimas tareas!:
“¿Sacaron cuerpos?”
“Caballos, perros.”
“¿Humanos?”
“No esta vez, pero hace quince años que trabajo en la zona y sí, se sacan.”
Tendría también que extenderme acerca del hombre de bigotes y sus secuaces. Decir algo del ferrocarril que ahí, en La Saladita, avanza a paso de hombre para no llevarse puesto a nadie. Hablar de mi primera interpretación en clave de investigador rubio que se cree El Gran Poronga así todo custodiado por funcionarios y policías, y que sucumbe a la fascinación del paisaje y lo desconocido, a la vez que, en secreto, se pregunta por toda esa gente ahí en la orilla del Riachuelo, tan sólo en la cuenca baja, toda esa gente que es el pobrerío y que también son los puesteros y que asimismo son los empresarios e industriales que ahora mismo arrojan sus efluentes líquidos para llenar de plomo y otras sustancias la sangre de miles y miles de pibes que, nomás crezcan un poco, si lo logran, agacharán la cabeza frente al extraño, o lo encararán diciéndole “eh, amigo”, perdonándole la vida. De todo eso debería escribir, ampliar un poco más. Poner también que hay un caño verde que cruza el río, desde La Saladita, en Lomas de Zamora, a La Matanza. Poner que por ahí, cuando los compradores al por mayor de los puesteros invaden la zona y no encuentran lugar por donde cruzar el río, cuando se topan con que el puente peatonal está copado y también el ferroviario, que entonces resuelven hacer equilibrio y pasar por aquel caño, arriesgándose, todos, a caerse.
Podría, podría; el problema es que estoy demasiado cansado para hablar de todo esto y aquí no es del tal “todo esto” de lo que más me interesa hablar, escribir, decirles a ustedes. Para eso están las revistas, el periodismo. Aquí lo importante es la reacción de la mantequita clasemediera con ínfulas de poronga que visita la zona, y también lo importante es la autoflagelación posterior. Porque éstos deberían ser los tiempos de la sinceridad y no, como es que son, los de la mentira.
Nació en Buenos Aires en 1973. Es autor de los libros Tulipanes para Zamudio, Bonito/Yo soy aquel y El huérfano de Montemarciano. Escribe semanalmente en La Agenda de Buenos Aires.
Impresionante, lo he disfrutado como si lo hubiese vivido. Y un finísimo sentido del humor: «debo creerle, los presidentes no mienten». No, son todos tan honrados, tan sinceros…
Por cierto: River volverá. Tiene que volver, la historia no se puede escribir sin sus protagonistas.
Gracias por compartirlo, Javier.
J.S.
Una excelente descripción de un cuadro contemporáneo y deprimente en el que algunas opiniones personales no desentonan con la imagen general, muy actual y premonitoria de un futuro posapocalíptico para nuestro país.
La crónica no es mala, pero tiene una entrada eterna que para seguir leyendo ha que tener muchas ganas o ser familiar directo