Una cancha de la mente

La formación cinematográfica suele realizarse casi

sin esfuerzo. A diferencia de un auténtico aprendizaje

o de un estudio, ésta llega al aficionado como un

simple pasatiempo, mezclada con la pura distracción…

Enrique Lynch, El aficionado.

Quizá todavía haya quien pueda disentir acerca de la capacidad de la ciencia para explicar cómo se conformó la vida en el planeta que ahora se nos desgaja. A quien lo hiciera, deberíamos revisarle exhaustivamente las manos ya que podría, a diferencia de los demás, no contar con pulgares opuestos. Por ejemplo, imaginando la vida como un cuadro, la ciencia puede explicar las fibras que componen al sustrato, al óleo y sus cualidades para adherirse a una superficie determinada; a los elementos que dan un tono particular a las arcillas que ha elegido un pintor para su obra, etc. Sin embargo, aunque pueda tal conjunto de conocimientos, métodos y herramientas, explicar la conformación del cuadro, resultan inútiles para interpretar lo que el cuadro significa (si es que significara algo). Para esto lo último, se han manufacturado con eficacia la religión, la filosofía, el arte y el futbol.

El futbol es lo más cercano a una lengua total por ser la resultante de los dos únicos idiomas supuestamente universales: el amor y las matemáticas. Se suman goles, pelotas que van a besar los postes por designios físicos incomprensibles para la sangre en estado gaseoso de las gradas, se acumulan pases como las eternas antesalas del siempre impuntual gol, mientras simultáneamente se resta con el ábaco de la ansiedad, los minutos que nos quedan de recogimiento ante aquel efímero trenzado de planeación y azar sobre el pasto.

Futbol de playa, en Playa Redondo. © Miguel Vera

La línea (una geométrica sucesión de puntos de penal) que divide al mundo en las más disparatadas dicotomías, también regula al futbol, y a veces, como un Robert Walser en las afueras del manicomio de Herisau divago a lo largo de toda su longitud, bordeando esa franjita no de nieve pero sí blanca, no más ancha que un pie. Bordeo pero jamás cruzo la línea; no llego hasta ese lugar donde no intuyen panfletaria la frase de Jorge Valdano: “El futbol es la cosa más importante de entre las menos importantes”. Siento más bien lo mismo que pensó Washington Cucurto cuando terminó su verso: “El futbol es un deporte de hombres dulces”; y estoy convencido de que la gran aportación filosófica de Albert Camus es su sentencia: “Todo cuanto sé con mayor certeza sobre la moral y las obligaciones de los hombres, al futbol se lo debo”.

El futbol es la metáfora más redonda que hay; y la debieron incluir Mark Johnson y George Lakoff en Metáforas por las que vivimos. Como sucede con las religiones, las escuelas de pensamiento o los ismos en el arte, el futbol en sus fuerzas básicas, no es muy distinto de cualquier otro deporte. Todos se revelan tan similares en sus preceptos y búsquedas, como las religiones en su afanoso empeño por subordinar este mundo a la relevancia de otro del que nadie ha enviado jamás ni siquiera una postal. Así, la simpatía por cualquier deporte o religión, está saludablemente amañada tanto por la genealogía, la geografía y demás ías, como por las exigencias que el futbol o el budismo zen imponen a sus aficionados. Este tipo de elecciones son siempre sutiles y progresivas paradojas.

El incuestionable –y enorme– minimalismo del futbol se encuentra en los irreductibles fundamentos sobre los que opera; similares, si no es que idénticos a aquellos que ordenan –incluso en un aparente caos– el universo cotidiano de cualquier aficionado o persona. Y pareciera ser que esa condición alojada en el ácido desoxirribonucleico del futbol, es precisamente lo que lo hace una creencia voraz en sus demandas. Un dios justo, en toda su desproporción. Además, no cuenta el futbol americano –por nombrar alguno– con signos universales como para brincar las fronteras de un país y convertirse en el mínimo común denominador de los habitantes de un barrio en Mali o en Chacarita, como sí ocurre con los ilustrativos ejemplos del arte pop, el existencialismo o la religión católica. Y así como el catolicismo hace de la culpa y sus múltiples aplicaciones experimentales su piedra de toque, el futbol hace del empate, la suya.

Es anormal el futbol –y quizás de ahí su llamamiento–, porque a diferencia de lo que sucede con el tenis, el atletismo, la natación o el hockey, no se explica sin la cardinal presencia del empate como resultado oficial. Y oficialmente digno algunas veces. (¿Sería el empate total, sólo posible en la tauromaquia, el momento justo en que toro y torero al mismo tiempo se pincharan mortalmente?) Alguna vez, ante la visión de una caja vacía en el supermercado, sin una persona a lo largo de esa suerte de pasillo, donde rastrillos, revistas y pilas son como los jeroglíficos que palpamos y miramos atentos como la pieza faltante en la antropología de nuestro copioso carrito, discreto pero a toda prisa, me he dirigido a ella. Primero hay que asegurarse de que en sus alturas, junto al número encendido que la distingue de las demás, no esté el anuncio que nos constriñe a formarnos sólo si llevamos menos de cierto número de artículos. Luego, se mira furtivamente de un lado al otro, esperando ser el único que ha visto este oasis en el desierto de las largas filas. Pero nunca se es el único, y cuando los dos o tres que vimos la caja vacía, voraces llegamos a ella al unísono, nos encontramos con un letrero que se columpia a la altura de nuestras rodillas donde se lee: “Caja cerrada”. Ahora, tomando en cuenta el civilizadísimo estado en que vive esta sociedad nuestra, lo natural es que quede en dos de los tres, el sentimiento de una democrática y espumosa rabia. Pero dado que ninguno perdió ni ganó nada, a mí lo que este tipo de circunstancias me recuerdan es un empate.

El futbol es el insuperable teatro, circo u ópera –dependiendo tanto de las características de la liga de cada país, como de la idiosincracia de sus aficionados–, donde las pedestres injusticias que suceden diario se representan fielmente. El equipo que golea a su rival sin merecer el triunfo, el mezquino que se dedica a defender su único tanto durante todo un partido, el equipo coral y expresivo que se gana el respeto y admiración de la afición propia y rival, pero que pierde el título en los últimos minutos del tiempo de compensación son épicas atómicas correspondientes con el día en que la tímida e inteligente chica de la banca de adelante, luego de suplicas espolvoreadas con sonrisas y una urgencia disfrazada de complicidad, accede a levantar el codo de su banca, para entonces poder transcribir el enigmático balanceo de una fórmula química.

Camp Nou. Estadio del Futbol Club Barcelona. ©Laureà

Quizá realizar un esfuerzo aclaratorio en la forma en que se llega a esos ordinarios merecimientos o injusticias cotidianas, en lugar de a sus causas y efectos, pueda deslavar a los últimos hasta la trascendencia de una telaraña en la cochera o a la de la velocidad con que el viento azota las costas de Groenlandia. Sin embargo, modificaciones tan sutiles pero trascendentes sobre los enraizados y autómatas mapas mentales que nos conducen, no se dan por el solo llamado de la fuerza de voluntad, o por la violencia del hartazgo. Los ejemplos en cambio, acaso por ilustrativos y depositarios tanto de empatía como de realidad, vienen a ser como los rieles sobre los que se embala la contundencia de un cambio inevitable.

La fábula de Jesús, aunque cuenta con un mayor presupuesto y la omnipresente producción de su Padre, esencialmente es la misma que la de Sócrates (más independiente la del griego): ambas plantan bajo sus capas narrativas –o de ficción– la chabacana pero erudita certeza, de que las palabras pueden convencer, pero que el ejemplo arrastra. Cada una, con sus particulares matices y énfasis, llaman la atención de unos u otros dependiendo de la debilidad que se tenga por determinado artificio; ya sea por unos inolvidables y espectaculares efectos especiales, o, por el efecto especial de un excelente guión. Cristo, unido a una cruz mediante clavos se dirige su ubicuo Padre no para que lo auxilie, sino para aconsejarle que disculpe a quienes lo tienen ahí ya que no saben lo que hacen; Sócrates, parcamente hace de la cicuta el pedestal inalcanzable de todas sus certidumbres. Un film del oriundo de Jerusalén bien lo podría realizar James Cameron. El del fantasmal preguntón, si se animara, podría estar a cargo de Charlie Kauffman.

A mí me parece que para –parte de– la población de la ciudad condal, Josep Guardiola, podría ser de esta calaña. Como estos dos arcaicos ejemplos que durante milenios han inspirado a tantos hombres, Guardiola lo ha hecho desde que en 2008 tomara las volubles –y voluptuosas– riendas de la dirección técnica del FC Barcelona. Desde aquel entonces y con una elegancia gestual y sonora, que pareciera expresarse en el acento de un pensamiento concebido en catalán pero que muchas veces tiene que desdoblarse en español, el entrenador del Barça, a través de la moral como estética, ha revertido el victimismo histórico del equipo de su ciudad natal y ha hecho de éstas, la vértebras cervicales que soportan al abarrotado estadio Camp Nou, cada jornada. Así, Guardiola ha devenido en el poste totémico y la piedra filosofal del barcelonismo. Trocó a la institución a la que pertenece desde los 13 años en el equipo más plástico y triunfal en varias generaciones. Su Barcelona, es uno de los astros más brillantes en la cosmología futbolística. Sin embargo, la relevancia del equipo blaugrana, radica en cómo ha llegado al reconocimiento y alabanza de todo aquel tenga ojos y sea feligrés: alineando en el equipo titular ocho jugadores salidos de La Masía (la escuela y mina de diamantes del deslumbrante collar del futbol condal). Jamás renunciando a un estilo de juego preciso, veloz, que siempre busca la portería rival y que sería mejor ver con los oídos: construirlo a partir de los sucesivos y rítmicos sonidos del balón en los tacos de sus once futbolistas; una sinfonía que hipnotiza y que todo rival encuentra difícil si no imposible interrumpir, parecida, como ha escrito Hiriart –sólo que él se refiere al esqueleto de un diplodocus–, a un animal soñado por Mozart. Un futbol encauzado siempre por la brújula Guardiola; todavía más en las derrotas. Ser víctima y testigo de una experiencia estética así, a no ser que uno sea un parapléjico emocional, modifica.

Me imagino la historia del catalán, contada por David Fincher. Retratando con la misma oscuridad de Se7en y The Game, su carácter contenidamente visceral y con la agazapada verdad de Fight Club tanto su infalible facultad de maestro como su completa entrega a una institución y sentimiento que considera superiores a él. Su “sentido trágico del profeta: consciente de que acabará ardiendo un día u otro en el altar del sacrificio” que ha dicho de Guardiola el novelista y poeta Antoni Puigvert, sentido con el que ha dado “vuelta a una inercia histórica que combinaba el culto a la belleza con la tendencia a caer en la apatía y la depresión en el momento de la verdad”. Quizá lo podría rodar con un misterio mecanismo de Zodiac. Más que película, sería un examen forense a los títulos y la manera en que los consiguió el equipo condal.

Queda la sensación de que toda vez desmantelado el Barcelona de Josep Guardiola, el futbol regresará a un estado –en adjetivos de Pitol– tangencial y epidérmico, como máxima expresión de sus posibilidades. Se encaminará hacia el mismo destino que el arte, después de que éste fuera intervenido por la argucia de Duchamp y la clarividencia de Warhol.

Abundarán las explicaciones y justificaciones de equipos que practican un futbol conceptualmente plástico, como las esculturas de Lawrence Weiner. Para la presentación del planteamiento táctico del equipo y la alineación, los técnicos recurrirán al tan afamado modelo descriptivo del rizoma de Deleuze y Guattari. Se dirá, que para entender una determinada obra futbolística se debe contemplar como un guiño u homenaje al Brasil del 70 o al Ajax de Cruyff. Y a través de una intricada explicación de la cinta de Moebius, se explicará la circulación de pelota que va, desde el portero al delantero y de regreso. Mientras, sabedores de que el futbol no es ciencia nuclear, los aficionados escucharemos perplejos esta verborrea como quien intenta diligentemente descifrar los textos en vinil, que dan calurosas bienvenidas a la entrada de museos y galerías.

La plástica técnica de controlar una esfera llena de aire con los pies, ya no será algo que desde tiempos inmemorables cualquiera comprende con los sentidos y siente con la mente, sino que se verá reducida a una interpretación que sus autores tendrán que dar al espectador, para que sea disfrutable. Quizá porque producir una obra a partir de lo universalmente consabido es sumamente difícil y esporádico; y porque es peor ser tildado de banal que de barroco, de ahí la tendencia a enmascarar la incapacidad a realizar este tipo de obras e inclinarse por la pereza del catenaccio, el fácil contra golpe y un futbol especulativo, y dar la espalda a un futbol esculpido con maestría renacentista del cual nadie necesita mayor guía que la de sus ojos siguiendo un balón sobre el césped.

by Edgar Yepez

nació en el Estado de México en 1982. Es poeta y ensayista y actualmente becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de ensayo.

3 Replies to “Una cancha de la mente”

  1. 1
    elprofeguz

    Me he quedado perplejo y frío. Hermosa la sensación de ver pasar el balón barcelonista entre líneas, y más frío aún ver la cara de Mourinho fúrico entre lo que se describe como el «darle la espalda al futbol esculpido con maestría renacentista…». Hermoso texto.

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