Lectura sangrienta

I

El rojo exalta las pasiones, se lo había repetido más de cien veces, y ahora, mientras le apretaba y aplastaba su nuez (el hueso, la avellana o la manzana o no sé qué coño de Adán, la llamaba ella, aunque las mujeres, según dicen, la perdieron), no se lo repetiría otra vez… El rojo exaltaba las pasiones, eso era evidente (ahora ya era demasiado tarde, tenía que haberlo comprendido antes, la primera vez que se lo insinuó, con una educación y un tacto exquisitos, tenía que reconocerlo) Y esas cortinas tan exageradamente rojas y chillonas (como los hilillos de sangre que manaban ahora de sus ventanas nasales; aunque la sangre –con su tinte ligeramente oscuro y ferroso– lo era menos) no habían sido, desde el principio (se lo avisó –lo recordaba, como si se lo estuviese diciendo ahora mismo– mientras las colgaba de sus bastidores), nada más que otra –otra más, de la interminable y enojosa serie– de sus arteras provocaciones…

… primero, la asfixio a ella mientras duerme y, luego, antes de salir, desayuno tranquilamente…

Al principio, la idea le había sobrevenido como un trallazo (¡zas!), mientras dormía; pero a medida que, en medio del insomnio, se dejaba seducir por ella, y consideraba los pros y los contras de tal posibilidad (así como las más que previsibles desagradables consecuencias de aquel acto definitivo), le iba pareciendo cada vez más plausible y deseable… Por eso, ahora, mientras se ahogaba y se le desorbitaban los ojos, como si no entendiese lo que le estaba pasando, debería hacer un repaso (el mismo examen de conciencia que se verían obligados a hacer, un poco más tarde, los demás) de todas aquellas solapadas y menudas provocaciones (perpetradas quizás sin quererlo, pero provocaciones al fin y al cabo) que le habían llevado a aquella embarazosa situación (… era una manera muy suave de referirse a aquello: lo reconocía).

Fake blood ©Joshme17

Cuando terminó de envolverla en aquellas horribles cortinas, se dirigió al cuarto de baño, se arremangó la camisa, se lavó las manos, se secó el sudor de la frente y se echó hacia atrás, de nuevo –con un gesto seco y enérgico–, los mechones grises… En la cocina, calmado y en silencio, se terminó las galletas con mermelada (… mermelada de verdad, un montón de mermelada, sin tener que oír la cantinela de todas las mañanas…)

Antes de arrancar, repasó el salpicadero –como todas las mañanas–, y con un pañuelo de papel limpió algunas motas sueltas de polvo que se habían depositado justo encima del volante… Y, un minuto apenas, después, mientras se dirige al colegio –como cualquier otro día de los últimos veinte años–, medita sobre lo ya acaecido y lo aún por acaecer, y lo ve todo como el viejo Spinoza veía el mundo entero, sub especie aeternitatis… Las menudas incidencias del trayecto, el frío, la suciedad de las calles, las pequeñas incomodidades del tráfico, su primera clase, el desinterés y el desprecio de los alumnos, la frialdad impersonal de las aulas, las decisiones que habría que tomar cuando estuviesen todos reunidos para escucharle recitar; todo lo veía desde esa imponente óptica universal (con la distancia de un Dios ocioso e indiferente que contempla el abatimiento de su obra, igual que un niño asiste al martirio de un gordo e inmóvil coleóptero a las puertas de un gran hormiguero…)

II

Las primeras horas en el aula, por los pasillos, o en la sala de profesores, no las recordaba bien, sólo que había pasado por ellas como flotando, como se pasa por un sueño del que nada se recuerda, una vez que has despertado… A las once de la mañana, eso sí lo recordaba bien, pues era la misma hora de los cuatro últimos años (aunque, al principio, cuando propuso la idea, le hacían recitar a las nueve y media de la mañana: otra más de las cientos de veladas provocaciones con que sus compañeros le desafiaban cada día…), comenzó puntualmente el último de los actos del final del trimestre, la lectura de los poemas que él mismo había seleccionado…

¡Por Dios te ruego, marinero, digasme ora ese cantar!… Respondióle el marinero, tal respuesta le fue a dar: Yo no digo esta canción, sino a quien conmigo va… ¡Tiempo y palabra, estrofa, ritmo, sentimentalidad y metáfora, el principio de todo!… (exclama con un acento entre siniestro y teatral)

En realidad, así empezaba el guión que él mismo había ideado, pero todos le miran con la vaga sensación de que algo ha cambiado en él, en su timbre de voz, en su modo de articular y de arrastrar con rabia las sílabas, aunque ninguno podría establecer claramente el detalle preciso, o los detalles que revelaban ese cambio; quizás porque ninguno se atreviese a imaginar siquiera en qué podía consistir exactamente tal mutación… De momento, sólo era un presentimiento, o, mejor dicho, un estremecimiento…

Es justo en ese momento, cuando el más joven de los alumnos lectores que, bajo su dirección, se encargan de recitar algunos de los fragmentos seleccionados, está a punto de terminar la canción de Teobaldo de Navarra, Tal como unicornio soy que se espanta cuando una doncella lo mira… Se gira e inopinadamente, sin pestañear apenas, le descerraja un tiro en la sien.

–¡Aquí comienza el engaño, las promesas incumplidas, la gran estafa!… (grita, en medio del silencio y del estupor horrorizado de los presentes) Luego viene el primer grito desgarrador; e inmediatamente, los primeros aullidos de histeria y de terror…

–¡Callaos, panda de putas y de cabrones!… ¡Callaos!…

–¡Callaos de una puta vez, si no queréis que os vuele la tapa de los sesos a todos!…

–Ahora continuaremos, bajo la real amenaza de la muerte, hasta el final, y por fin comprenderemos… Comprenderéis todo, como yo ya he comprendido…

Es un aviso frío y alucinado, que no tiene en cuenta los alaridos y los gestos de terror… Habla mirándoles fijamente a los ojos, sin pestañear, sin hacer caso de los últimos espasmos eléctricos del joven asesinado… ¡El fundamento de la modernidad, técnica, metáfora, memoria y autoridad clásica, el dolce stil novo, Dante y Petrar!… (recupera, de nuevo, el hilo del guión, pero se interrumpe…) ¡Quien no guarde silencio, se niegue a leer o no preste la debida atención, morirá el primero!… (avisa, y continúa)

–Dante y Petrarca… Allende la esfera que más amplia gira pasa el suspiro que sale de mi corazón: inteligencia nueva… ¡Cállate, zorra, y atiende!…

La segunda detonación y el sordo manar de la sangre a borbotones, quedan sofocados por los gritos y los berridos del pánico histérico que lo inunda todo…

–¿Es que no captáis la gravedad del asunto? ¿Es que no sois capaces de percibir siquiera el aliento de la muerte en vuestras nucas? (y las ondas de la tercera deflagración se perdieron en el silencioso boquiabierto hormigueo, como de chicharras lejanísimas, que lo sustituye y lo abarca todo, de pronto: el aturdimiento y el horror ante lo asombrosamente monstruoso e inconcebible)

La sangre del segundo muchacho –el más cercano al cañón del revólver– le había salpicado la manga y el antebrazo, pero no le dio ninguna importancia…

–¡El soneto, buque insignia del clasicismo!… (exclama, sin atender ya a nada que no sea su desastroso desvarío) Garcilaso y Boscán, dos almas gemelas que buscan y encuentran… Marchitará la rosa el viento helado, todo lo mudará la edad ligera… ¡Ja, ja, ja!… La edad ligera, lo entendéis, ¿eh?, lo comprendéis ahora, joder; la edad ligera…

(silencio alucinado)

–Es el Barroco y sus almas torturadas por una tristeza y una decadencia insondables… Son Góngora, Quevedo, Calderón y el crimen de estar vivos, ¿lo entendéis…? ¡Te toca a ti!… (y señala a un nuevo alumno, al que conmina apuntándole con el arma) ¡Lee claro y alto o te espabilo, a ti también!…

Mmmiréee looos muuuros delapa… de la patria míiia… (¡Puuuummmm!…)

–¿Tú crees que se puede leer así a Quevedo…? (le grita al cráneo ensangrentado) Mira al vacío, a un punto indeterminado que está delante de él, que lo obsesiona y lo martiriza… ¡Callaos, cabrones!… (jadea y les insulta sin dejar de mirar al punto que está delante de él, que tira de él, que lo atrae, como la oscura profundidad de un pozo a un suicida; a pesar de que sólo quedan temblando algunos chillidos ahogados y algunos gemidos, que delatan, más que terror o pánico, una resignada y vencida desesperación a su alrededor…)

Y, en medio de esa pesadilla, del todo inconcebible para la estrecha mente de un niño, una mano inocente que se levanta…

–¿Qué quieres? (con helado desprecio)

–Me estoy haciendo pis, ¿puedo…?

–¡Puedes tu puta madre!… De aquí no se mueve ni Dios… ¡Termina de leer!…

pero mudo y absorto y de rodillas, como se adora a Dios ante su altar, como yo te he querido… desengáñate, así… ¡no te querrán!… Silencio mortal (nunca mejor dicho) Se le queda mirando un momento y levanta su arma de un modo mecánico; los gemidos y los aullidos estrangulados se recrudecen, y los ojos del niño se cierran instintivamente… Pero, en vez de disparar, le ordena suavemente, casi con afecto:

–¡Anda vete a mear y no vuelvas!…

Los gemidos se disuelven sin querer en lágrimas de extenuación y de una como morbosa (e inconfesable) gratitud…

–¡Romanticismo, exaltación del instante y de las pasiones del yo, la mentira continúa, el engaño, la piltrafa sentimental se perpetúa y nos aplasta en un montón de babas y de lágrimas postizas!… Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos, te pareces al mundo en tu actitud de entrega… La noche no puede venir para que tú no vengas, ni yo pueda ir… Donde el amor, ángel terrible, no esconda como acero en mi pecho su ala… mientras crece el tormento… (mezcla y confunde los versos, los recita y los grita con un enfurecimiento que deja como hipnotizadas a sus víctimas…) Yo te arrojé de mi cuerpo, yo, con un carbón encendido… ¡Libertad formal, estupor, confusión y estilo, la pasión del estilo!… ¡Cuánta puta mentira!…

El siguiente disparo fue casi como una sorpresa (como el primero de todos) pero ya no hubo más gritos, ni más aullidos estrangulados por manos nudosas y crispadas; algunas de las profesoras presentes en la lectura de poemas intentaban abarcar con sus abrazos maternales a los más pequeños…

–¡Que tierno!… ¡Qué estampa más sobrecogedora!… Una más de vuestras patrañas, una más de vuestras arteras provocaciones… Los queréis poner contra mí, qué creíais que no lo sabía, que no me daba cuenta; pero no lo conseguiréis, porque quienes sobrevivan, con el tiempo, comprenderán y os odiarán a vosotras, no a mí…

–Ella también estaba contra mí, vivía contra mí, pero qué… ¿cómo…? (titubea, y se calla)

¿Cómo iba a explicárselo todo a toda esa gente? Cómo iba a convencerles de que todo lo que les habían contado, que todo lo que él mismo les había repetido año tras año, lo que habían aceptado sin rechistar generación tras generación, no era más que una absurda sarta de chismes y engañifas; que el rojo, efectivamente, exaltaba las pasiones, que la muerte de ella no había sido otra cosa que un acto de amor supremo, y que la muerte de ellos, de esos seres malogrados (repetidos hasta la náusea) había sido un acto de justicia… Jamás lo entenderían, aunque estuviese toda una vida explicándoselo (… no vale la pena el esfuerzo: piensa) Así que lo mejor era terminar de una vez…

–¡Marinero, cántame otra vez esa canción, si aún te quedan ganas de jodernos con esa apestosa cantinela del amor y de la reconciliación!… (grita, en el mismo instante en que apunta a su garganta y resuena el último estallido, el último y definitivo relámpago de trágico sentido) Y, a continuación, sólo el desconcertado y vertiginoso espanto del absurdo y de lo inexplicable…

by Matías Escalera Cordero

(Madrid, 1956) es autor de varios libros de poesía, además de haber escrito teatro y una novela, Un mar invisible (IslaVaria, 2009). También práctica el relato corto y recientemente ha publicado el libro Historias de este mundo (Baile del Sol, 2011) al que pertenece el relato que les ofrecemos.

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