Aviso: este texto es raro porque va de humanos y los humanos son raros. Se pasan la vida imitándose unos a otros a la par que intentando diferenciarse en cualquier cosa. Naturalmente, si le preguntas a uno por qué hace lo que hace te mirará como si fueras un extraterrestre y te evitará. Evidencia de que, por mucho que se ufanen, los humanos no están preparados para conocer su propia lógica. Un humano llamado Darwin se acercó bastante a las causas de ese extraño comportamiento, pero por desgracia dejó inconclusa su obra en la parte más interesante. Otro humano llamado Freud fue vilipendiado y celebrado a partes iguales por sus (vanos) esfuerzos en cuadrar aquel círculo lógico. Un tal Hawking lo reduce todo a una cuestión de modelos y ecuaciones complejas de cálculo imposible. Todos ellos yerran el método puesto que todos ellos son sólo científicos. Intentan explicar la lógica del comportamiento humano mediante la lógica humana, que sólo puede aplicarse a seres y objetos inferiores a ellos mismos. Por eso no terminan de ponerse de acuerdo respecto a la lógica divina. Para obtener respuestas serias sobre el comportamiento humano es necesario recurrir a una subespecie humana cuyos actos tangibles permanecen al margen de cualesquiera leyes y teorías. Dicen percibir lo que a la mayoría le está vedado. De ahí que nadie les crea y que a su trabajo se le denomine ficción. Pero lo cierto es que sólo adentrándose en el reino del caos aparente de la ficción pueden esos seres al margen de las normas acercarse a un remedo de explicación válida para el problema que nos ocupa. Explicaciones que, las escasas veces que son buenas, provocan que a sus autores se les tilde de locos. (Por si no lo sabías, loco es aquel humano cuyos actos son imprevisibles porque no los está simulando.)
I
Pensemos durante un momento en el devenir humano como mero amontonamiento. Neguemos la posibilidad de cambio, de mutación, y tratemos las transformaciones sensibles como pura reescritura sobre tablas ya pintadas. El original se retuerce bajo una acumulación de nuevos trazos y la forma patente se muestra condicionada por la estampa y colores de las capas subyacentes. Los expertos realizan radiografías para descubrir viejas obras bajo otras más nuevas. (Era la escasez de materiales lo que empujaba a los pintores a repintar sobre las tablas de otros, e incluso sobre las propias.) Con un humano es mucho más sencillo saber si hay que revelarlo o no, si hay original debajo, pues casi siempre está mintiendo mediante actuación, pose o simulación. Una simulación tan extendida y aceptada que nos hemos acostumbrado a catalogar mediante signos externos, incluyendo en éstos los rastros dialécticos (habla, escritura). Un sujeto es lo que aparenta, nos conformamos con su descripción epidérmica. Pero nadie sabe quién es realmente, ni quizá él mismo.
Ejercicio nº 1
Cuando termines este párrafo, deja de leer y vete al cuarto de baño, enciende la luz y cierra con pestillo. Mírate al espejo. No, así no. No vas a peinarte ni a maquillarte ni a estudiarte ni a ensayar expresiones o perfiles favorecedores. Vas a comprobar cómo eres en realidad. No hace falta que te relajes. No es necesario que dejes la mente en blanco. Sé tú mismo pero ve arrumbando el estereotipo que de ti has ido fabricando a lo largo de los años. Quítate esa puñetera máscara. Date cuenta de que nadie te ve. Estás solo y puedes ser ese personaje que hay debajo de tu educación, tu cultura, tus prejuicios, tus abalorios costumbristas, tus imposiciones estéticas. Sí, por un momento puedes ser ese imbécil que te hace perder la paciencia, o ese cabrón que tanto te esfuerzas en reprimir, o ese egoísta que apenas si mantienes encerrado tras un fino velo de altruismo artificial. Mira, mira bajo toda esa mugre con la que te pintarrajeas, aparta el disfraz, rasca hasta que sientas hueso y después tuétano; entre la sangre y el calcio hay vísceras en funcionamiento que son más tú que ese pato laqueado que sueles cocinar a diario en el azogue y en la sesera. […] ¿Ya? Sí, ya sé que no te gusta lo que ves, pero ¿no crees que ése seas tú?
II
En la novela epistolar Correspondencias, de Hugo Abbati, uno de los personajes (hay poco más de dos) desmonta, a base de menciones laterales pero insistentes en el tiempo, el andamiaje en que se basa su realidad personal y, de paso, la de su interlocutor. No habla de simulación propiamente dicha, sino que utiliza un sinónimo menos oficializado por la prosopopeya literaria: disimulo. El término me parece perfecto para institucionalizar, de una vez por todas, la manera en que los humanos se relacionan entre ellos. No es a través de vectores de verdad como los sujetos entran en contacto y hacen sus cosas en común. Siempre se juega con una importante cuota de ocultación, de fingimiento, de actuación o representación. No es como verdaderamente soy como me ven los demás sino como yo quiero que me vean —hasta donde yo sea capaz de conseguir acercarme a ese ideal, por mí deseado, de mí mismo. Sólo en determinadas culturas —y sólo en determinadas circunstancias— es posible asistir a un comportamiento naturalmente no cubierto por la capa de simulación que, a modo de scripts ontológicos, reviste y oculta lo poco o mucho que de auténtico quede en el poso de ese constructo terminológico llamado “individuo occidental”.
La cultura, entendida como la herencia conductual continuamente recibida y consumida, informa mis movimientos; me dice en cada momento cómo debo proceder ante los estímulos que me llegan del exterior. Acepto una serie de normas de comportamiento comúnmente manejadas, instituidas. Digo sí cuando querría decir no —o cuando querría decir, a la manera de Coetzee, sí-no—. Guardo una compostura física, estética, para mantener a los demás a una distancia prudencial, apartados pero a mano, de acuerdo con mis intereses. Templo mi ira cuando ésta amenaza desbordarse e invadir territorios ajenos. Soy conciente de la otredad en tanto que riesgo pero también como oportunidad; me cuido del peligro que representa, sin renunciar a los beneficios que otorga. En una palabra: simulo; para maximizar mi tiempo de vida, y su calidad. Igual que aceptamos envolvernos con ropas que uniforman, nos vestimos de conductas. Ratificamos la simulación desde nosotros mismos, sin reconocer hasta qué punto esa actitud no implica una caída generalizada en la esquizofrenia.
Quizá por todo ello la narrativa que se centra en despojar a los sujetos de sus capas de fingimiento sea la que más fascina. Ya sean literarios, audiovisuales o meramente periodísticos, los relatos que ahondan en el ser auténtico, una vez desprovisto de aquel paquete de software procedimental, atraen poderosamente nuestra atención. Ver en los demás, desnudos, cómo somos en realidad; comprobar de qué seríamos capaces, adónde podríamos llegar caso de arrojar lejos la máscara. Personajes auténticos, locos que no simulan —y ahí radica su especial locura—. Aunque, ay, en demasiadas ocasiones, y a causa tanto de una escritura deficiente como de una lectura defectuosa, son mera representación de lo inexistente.
Ejercicio nº 2
Un escritor te llama para hacerte una oferta de trabajo. Desea que poses para él como personaje de una novela. Necesita para ello que te quites la pose, los prejuicios heredados, los falsos criterios, las actitudes plagiadas. Quiere, en definitiva, que te desnudes. Propone que vayáis al cincuenta por ciento. Es un trato justo, pues que el producto acabe siendo una buena narración depende tanto de su destreza como de tu sinceridad. Aceptas. Durante varios días, te cuentas sin tapujos ni simulaciones: no cómo reaccionaste aquellas veces cuando te jodieron tanto sino lo que sentiste y qué hubieras deseado hacer; hablas con él de creencias y sentimientos como si, tras desmontarlos, estuvieras ahora construyéndolos desde cero; adviertes que, al despojar tu vida de hechos, lo que te queda son un par de curvas sinusoidales de sensaciones y estados de ánimo cuya narración sale de tu boca como si cuerpo y mente nunca hubiesen estado disociados sino que hubieran formado un todo compacto más duro que el diamante. Efectivamente, sientes que tu vida así es como un mineral puesto en remojo, sin las impurezas añadidas del artificio y el disimulo. Es posible que sufras algo en tanto el escritor termina su tarea y gira el papel para que puedas ver el resultado. Y entonces miras. La calidad de su trabajo es apreciable, está todo ahí. Estás tú, expuesto ante quien sea capaz de unir en líneas los puntos: una cartografía anímica de cuyos desniveles y ángulos no puedes culpar a nadie. Si has cumplido tu parte del trato, te gustará leerte y te encontrarás con un inopinado deseo de más. Porque ¿eres tú? ¿Sí? Quizá te preguntes si hay otros iguales o parecidos. Quizá te parezca un desperdicio de tiempo y esfuerzo todas esas otras palabras que suelen dedicarse a la superficie de las cosas y no a ellas en sí mismas. Quizá convengas en que lo único que merece la pena ser contado está dentro, y que no haya mejor forma de sacarlo a la luz sino mediante las palabras de otro.
III
Gran parte del atractivo de las narraciones a manos extranjeras reside en los aspectos humanos ligera o completamente diferentes de los que nos son propios. Parece que no nos interesa tanto saber cómo son nuestros semejantes más cercanos como desentrañar el ser auténtico de los más inaccesibles. Creemos saberlo todo de aquéllos pero admitimos cierta ignorancia respecto de quienes nos son ajenos por vivir en otros países, supuestamente otras culturas. La función literaria es así sutilmente tratada como vehículo antropológico, zoológico e incluso museístico. Otorga la posibilidad de conocer a los otros desde el más castizo de los sillones, con una inversión despreciable y sin correr más riesgo físico que el de ir perdiendo la vista. Permite observar sus evoluciones y reacciones como si esos seres hechos de palabras fueran cobayas, y da carta blanca para opinar sobre ellos a voluntad, sin tener que endulzar o maquillar el discurso; sin la cargante molestia de lo políticamente correcto.
Pero hoy el conocimiento directo y sobre el terreno ha sustituido casi por completo esa vieja función vicaria de la narrativa foránea. Al igual que nos permitimos establecer juicios de valor sobre interioridades de nuestros vecinos y conciudadanos (tan bien los conocemos, tan semejantes a nosotros), obviando así buena parte del esfuerzo literario que sobre ellos se efectúa, un puñado de días de estancia turística pueden derivar bien en la liberación y definitivo asentamiento de un conjunto de tópicos previamente moldeados, bien en la rotura de una opinión que se creía inamovible. El turismo ramplón como sucedáneo del esfuerzo intelectual por descubrir, ya sea mediante palabras o con imágenes en movimiento, cómo piensan y actúan en realidad los hombres y mujeres que no tienen nuestra misma nacionalidad. Se da por descontado que lo visto fuera de nuestro país es más auténtico que lo examinado en el propio. Que en el extranjero el arte de la simulación, primera práctica vernácula, no se profesa o al menos no con tanta intensidad; ya sea por adjudicarles a los nativos del país de destino un mayor avance ontológico —ellos, alienígenas evolucionados, no necesitarían a estas alturas de tales cuidados cosméticos en su conducta—, ya por un considerable retraso sociocultural —entonces no ciudadanos extra sino indígenas, aborígenes intocados por la mano de la ilustración occidental— que les permitiría ser “auténticos”. En ambos casos los extranjeros son graciosamente adjudicatarios de una desinhibición a veces deseable y otras, remediable y/o reprobable. El turista, escritor diletante, es su autor.
Sin embargo, como decíamos, la función literaria, cuando funciona, descubre al ser oculto bajo el personaje; sea indirectamente, mediante la exposición de sus capas de simulación, como quien abre de par en par un armario ajeno y va examinando lo que sea que cuelgue de las perchas; sea filmándolo desnudo, su interior. Es sólo bajo estas condiciones de despojamiento cuando pudiera cumplirse aquello de “no hay dos hombres iguales”. Nadie se acerca a una novela de —es un ejemplo— Rushdie para leer que un indio es un indio, mientras que es muy posible que contrate un viaje organizado a India en el que le complacerán mostrándole que los indios son indios. Siete días en California no bastarán —ni probablemente siete veces siete— para penetrar en los equivalentes en carne y hueso de los personajes de una novela de Ellis, como tampoco el clásico tour austríaco ofrecerá un claro panorama de psiques enfermas como lo hacen las novelas de Thomas Bernhard. La lista, por fortuna, es larga.
La conclusión es clara: leer para ver, escribir (bien) para saber.
Ejercicio nº 3
Una institución gubernamental te elige para realizar una prueba piloto cuyo objetivo es conocer el nivel de racismo y xenofobia en el país. La selección ha sido aleatoria, pero se ha tenido en cuenta tu historial de sujeto razonable, equilibrado, sin problemas con la justicia o el fisco. Puedes rechazar el ofrecimiento, pero la mujer que primero te telefoneó y después ha venido a entrevistarte es tan… ¿educada? Si fueras algo más joven podrías plantearte un cambio de tercio y —que no se diga que no eres lanzado y abierto—, tras una mise-en-scéne denominada seducción, proponerle que os fueseis a vivir juntos. Te dice que la primera parte de la prueba consiste en hacer un viaje a un país árabe, con todos los gastos pagados. El clásico tour con estancias en un par de buenos hoteles y noche en una jaima “auténtica”. Así entrarás “en contacto” con aquella cultura. En la segunda parte deberás hacerte cargo de un crío enfermo, de entre tres y diez años, que vendrá a tu país para ser operado. Con él sólo tendrás que actuar de padre, te asegura. Acompañarlo al médico, al hospital, cuidarlo en su convalecencia, alimentarlo y procurarle diversiones acordes a su edad. Y cuando se restablezca, será devuelto a su lugar de origen, con su familia. Aceptas porque… en realidad no sabes por qué, pero mucho tiene que ver la incapacidad de decirle no a la joven funcionaria. Recibes la documentación, te vas a África y te lo pasas en grande. Los moros…, perdón, los árabes son gente excepcional y de una hospitalidad sin límites. Su pobreza material no es obstáculo para entregar lo poco que tienen a sus huéspedes. Te sientes agasajado como… sí, como un marajá. Vuelves satisfecho, es probable que alardees algo en el trabajo, y unas semanas después recibes una llamada de aquella chica, la funcionaria. Te avisa del día de llegada y características del niño enfermo que te comprometiste a cuidar durante una “temporada”. Adviertes el desequilibrio inherente entre tu reciente disfrute de unos pocos días y la palabra que ella acaba de pronunciar. De repente eres consciente de su vaguedad en cuanto al cuánto. Sigue contándote que se fracturó una pierna hace tiempo y no puede andar. Añade que un niño allí, con ese tipo de tara, está abocado a la indigencia. Y los médicos del país, por uno u otro motivo, no están seguros de poder hacer el mejor trabajo. Te encuentras tomando nota para no olvidar los datos. Y es cuando vas delineando las palabras, los signos, cuando adquieres consciencia cabal del compromiso como si fuera un cuerpo extraño que hubiera que ir montando. Lo sientes hormiguear en la mano que escribe, en los ojos que leen el trazo que evoluciona, en los oídos que no oyen pero recuerdan las palabras distorsionadas por el viaje entre auriculares. Pero renuncias a seguir cavilando y llega el día señalado y recoges al niño de manos altruistas en el aeropuerto. Es delgado, no habla tu idioma y va en silla de ruedas. Tendrá unos diez años. Al cabo de unos días lo operan con éxito y lo velas durante seis noches seguidas que se te antojan meses. Salís del hospital y el crío evoluciona favorablemente. Todos los días lo llevas al fisioterapeuta, quien te aconseja que le des paseos al sol en su silla de ruedas. Y que no lo fuerces a andar, la naturaleza actuará por sí sola. Pasa un mes. Y luego otro. El niño sigue sin hablar tu idioma. De hecho, no ha pronunciado una sola palabra desde que llegó. El asunto es típicamente cinematográfico, sin necesidad de transiciones elaboradas. Arrinconando estos devaneos narrativos, haces caso de los consejos médicos y una tarde, paseando al crío, descubres que está llorando, sin emitir sonido alguno. No sabes si añadir que “se te parte el corazón”, pues te cuesta creerlo. Lo que viene a continuación sí que es increíble, pero al que alza la ceja —o tuerce el gesto— le aseguras que es totalmente verídico. Auténtico.[1. Ejercicio nº 3 (cont.): No sabes qué hacer, cómo actuar. Le preguntas qué le sucede pero él no responde. Tan sólo llora, pero sin que en ese llanto intervengan más pedazos de cara que sus ojos oscuros. Te esfuerzas en comprender, y lo único que consigues es visualizar una palabra huérfana de significado, empatía, y una inexpresable sensación de encogimiento en algún punto del tórax. En el parque no hay nadie más. Aunque a lo lejos ves a un hombre cargado de bolsas y telas, acercándose. Se trata de un vendedor ambulante de vestidos baratos, estampados, de esos cuyo precio siempre es negociable. Parece…, sí, crees que es árabe. Y piensas, en un momento de lucidez, que quizá él podría ayudarte. Cuando llega a tu altura, lo abordas. ¿Podría usted hablar con este niño? Lo estoy cuidando pero no… Las explicaciones brotan desordenadas de tu cara y manos, y cuando quieres darte cuenta el viejo ya está hablando con el niño, quien responde lentamente, como si hubiera olvidado cómo formar frases e incluso las palabras originales (esto es muy bonito, sí: un momento “verdadero”). El viejo dice: “El niño está triste. No ve a su familia. A su padre, a su madre. A sus hermanas”. Entonces, otro fogonazo: “Pregúntele dónde vive su familia”. Más cháchara inentendible. El niño se anima. El viejo dice: “Qué casualidad, la familia vive en X, de donde también soy yo”. Tú también te excitas por efecto, quizá, de los beneficios de la globalización. “¿Y la dirección?, pregúntele la dirección”, pensando ya en escribir una carta, una vieja y trillada carta en la que contarías que el niño está bien, come regularmente, se recupera poco a poco… y que echa mucho de menos a su familia. Quién sabe, igual surte efecto y quedas libre de obligaciones. Hace días que has empezado a hartarte de compromisos gratuitos, a tu edad. ¡Maldita educación! Quién te mandaría a ti… “Dice que no sabe el nombre de la calle pero que su padre es conocido allí. Repara radios. El niño dice que ningún otro repara radios allí”. Una solución sería indagar la dirección del servicio técnico de, digamos, Sanyo, en X y mandar la carta allí (se nota que estás inspirado, eres un tipo optimista y no te rindes a la primera; ¿estará aflorando tu verdadero ser?). Pero inmediatamente piensas, ¿cómo?, ¿en árabe? No. Sí. No. Obviamente, descartas dirigirte a la funcionaria. Quedarías como un completo egoísta, o como un impaciente. Arruinarías la imagen que se haya formado de ti. O peor: te daría la dirección de un psicólogo infantil y otra de un traductor de árabe para que llevaras al niño a nuevas sesiones y entonces… “Oiga, ¿y usted viaja a menudo a X?”, preguntas al viejo. “Sí, yo voy mucho allí. Yo compro telas y vestidos en X para venderlos luego aquí. Algunos de mi familia aquí, otros allí. La semana que viene voy otra vez. Esta es la última ropa que me queda. El resto, todo vendido”. ¿Quién dijo que había crisis?, piensas. Pero dices: “¿Y podría usted buscar al padre y avisarle que su hijo… está triste?” “Sí, yo podría. No se preocupe. Yo voy a X y busco al padre y le digo que niño está triste”. Apático, desconfiado del efecto placebo de la esperanza, le das una tarjeta profesional al viejo y te despides de él, agradeciéndole su ayuda. Ni siquiera ha intentado venderte algo de lo que llevaba encima, esos restos de mercancía. Vuelves a casa empujando la silla de ruedas, lentamente, como el pasar posterior de los días. Hace ya cuatro meses que recogiste al niño de manos de aquellos cooperantes cuando la funcionaria educada te telefonea para saber cómo va todo. Le cuentas que el niño es capaz ya de dar algunos pasos apoyado en muletas, pero siempre en la consulta del fisioterapeuta. En casa no hace ningún esfuerzo por moverse, ni por hablar. Le cuentas que come muy poco y que las mañanas, según te dice la asistenta que has tenido que contratar para suplirte mientras trabajas, las pasa frente al televisor con la cabeza ladeada, en realidad mirando por la ventana. La funcionaria muestra una preocupación telefónica despreocupada rayana en la amabilidad, aunque por debajo de esa amabilidad adviertes un matiz profesional prematuramente encallecido por la costumbre. Con todo, promete pasarse por tu casa un “día de éstos”. Y entonces cuelgas y piensas que este ejercicio para arrancarte un lado del velo de simulación se está alargando en exceso y nadie va a leerlo aunque todo lo que estás contando es más cierto que la gran mayoría de historias que has leído en los libros. No sabes cuándo va a recuperarse el niño, ni si al final podrás liarte con la funcionaria, tampoco qué tipo de conclusiones podrá extraer el Gobierno acerca del racismo y la xenofobia de sus ciudadanos cuando en realidad son los extranjeros a los que se ayuda quienes ni siquiera se esfuerzan por facilitarles la labor a sus benefactores. Esos extranjeros deberían quedarse en sus países con su gente, sus gobiernos y sus ininteligibles lenguas. Tú no tienes la culpa de que existan diferencias sociales, culturales ni económicas. No pediste nacer aquí o allí. Y a quién se le ocurre ser padre en las circunstancias de aquel país. Si hubiera sido el caso, tú hubieras preferido emigrar y renacer en un país diferente, mejor organizado, con más oportunidades. Quizá entonces sí te hubieras decidido a formar una familia. No se puede vivir en un país extraño sin construir un núcleo propio alrededor. Bien que lo sabes tú, que tan solo vives. Que tan solo estás. Vaya futuro le espera al niño, continúas pensando. Por mucho que dentro de poco —eso piensas— pueda valerse por sí mismo, ¿de qué sirve un cuerpo en las situaciones casi límite que, imaginas, se viven a diario en esa parte del mundo? En sitios así el cuerpo es puro lastre. Pide comida, agua, tiene frío, se cansa, enferma y no hay remedios asequibles y accesibles como aquí, en tu país. Allí, estar sano y no estarlo es casi lo mismo. El resultado es lo menos importante porque objetivos no hay, no puede haberlos, sólo un mero estar y una pasión desperdiciada. Estás casi seguro de que allí se tienen hijos para distraer ese aburrimiento mediante el acto de hacerlos y, después, mediante los actos tendentes a librarse de ellos. Como ha hecho el padre del tuyo, quieres decir del niño que tienes en casa. ¿Qué estará haciendo ahora?, te preguntas. Qué pasará por su cabeza. Seguro que te odia por el simple hecho de no ser su padre. O más fácil: por la sencilla razón de que no hablas su idioma. Con aquel viejo se le iluminó la cara, pero tú no has conseguido sonsacarle ni una sonrisa. Aunque tampoco es que te desobedezca o sea rebelde. Nada de eso. Si tú le dices que coma, él come. Si le dices que se vista para salir, se viste. Y cuando le señalas la cama para que se vaya a dormir, no protesta. No está mal enseñado el niño, no. Quizá con un intérprete conseguirías entrar en él e ir convenciéndolo, con paciencia, de que cambiara de actitud, de que se dejara enseñar palabras, expresiones. ¿Cuánto costará un traductor? Bueno, el dinero no debería ser un problema. Seguro que es un niño listo. Y, desde luego, valiente: mete a uno de los de aquí en un avión, solo y enfermo, y envíalo a un país de lengua y gentes extrañas para que lo operen y manoseen; se muere de terror antes de despedirse de su mamá. Jajá. Pero, piensas, las cosas son como son y los esfuerzos del hombre para cambiarlas son fútiles y carecen de sentido. Estás pensando todo esto, mordiendo un lapicero, cuando suena el teléfono del despacho y la recepcionista te comunica que alguien pregunta por ti en la entrada. “¿Quién es?”, inquieres. Y ella responde: “Un señor que parece… moro. Tiene su tarjeta”. Sales del despacho, cruzas pasillos, tu reflejo se estremece en superficies de acero falso antes de llegar al hall y ver allí a un único hombre plantado, quizá algo mayor que tú, de tez morena, pelo negro y escaso, bigote recio, delgado, mal vestido y muy nervioso que te tiende una tarjeta tuya bastante manoseada en cuyo reverso hay dos palabras escritas con torpe caligrafía, “Padre Niño”, seguidas del dibujo en miniatura, pulcro y excelente, de una pierna infantil. a.
a. Esta historia en realidad es bastante menos larga en versión oral. Además es verdadera. Sólo he alterado, a fin de acomodarla a los objetivos marcados por el espíritu del texto, las motivaciones que llevaron al hombre occidental a aceptar el encargo. El final es feliz e incluye un par de violaciones normativas: una de leyes contra la inmigración ilegal, y otra contra el consumo de determinados alimentos ibéricos por parte de los profesantes de ciertas religiones.
Háganse el favor, lean.]
IV
La simulación es simple impostura. Matamos la única realidad que debería importarnos mediante asfixia, a base de enterrarla bajo estratos cosméticos que la uniforman y la hacen soportable a la vista de los demás. Así fabricamos estereotipos, individuos en serie aptos para encajar en una o dos clasificaciones. El original yace oculto y no hay radiografía ni técnica psicológica fiable capaz de extraerlo. De ahí que se recurra a un sucedáneo que, paradójicamente, basa su poder en la fabulación y en la capacidad de sus receptores de ponerse en situaciones falsas creadas ex profeso. Sólo determinada literatura (escrita, filmada, periodística) posee las herramientas para hacerla manifestarse. Tan ocultos estamos que es necesario recurrir al hecho literario como particular ouija que nos haga salir a la superficie mediante palabras.
Pero también esta fórmula tan atractiva se está perdiendo. Por un lado, la acumulación acelerada de normas sociales sepulta el núcleo del yo a una profundidad cada vez más insondable. Por otro, el acceso indiscriminado de cualquiera a la palabra escrita ha desvirtuado su otrora función entrometida, desviando su aplicación del saber a través suya hasta el ganar a su costa. Ya no medio, sino fin. La cuestión quizá radique en aquello que escribió Pío Baroja, “Todos los escritores son unos vagos”, en el sentido de que la escritura como oficio acaba recubierta de los deberes y obligaciones de toda profesión. ¿Y cómo va a considerarse profesión elevarse sobre uno mismo y sus semejantes para después caer en picado sobre un puñado de ellos con el único afán de sacarles las entrañas y exponerlas a la mirada pública? El arte no se ejerce, se profesa.
Se simula ser escritor, se simula ser lector, como se simula Ser. Sólo queda no cejar en el empeño de descubrir, entre montones de carnavaladas, qué es verdadera literatura para así no olvidar quiénes somos.
Hagan el favor, lean.
A Fernando P., Maestro Jedi
nació en Málaga en 1968. Ha sido columnista de Diario Málaga, crítico en la revista Papel Literario y colaborador frecuente de Revista de Letras.
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