Rafael Villegas

Las mudanzas implican pérdidas –también ganancias, pero quedémonos con las pérdidas–. Lejos de mi departamento de la Avenida Urdaneta, extraño mis libreros. O tal vez echo de menos esa reconfortante seguridad de saber que mis libros siempre están –espero que sigan– en su lugar, clasificados, acumulados como ladrillos perfectamente numerados, formando una pared que siempre imagino más alta de lo que es en realidad. Aquí, en La Morena, tengo una esquina de mi estudio dedicada a arrumbar libros. Sin quererlo, se han levantado un par de torres con los libros que me traje para el doctorado y algunos otros que fui comprando durante el año. Comienzo a poner en duda el equilibrio de las torres. El derrumbe es inminente.

Este año leí, sí, aunque dediqué más tiempo a ver series de televisión en Cuevana, esa maravilla ante la que uno debe (casi siempre) quitarse el sombrero.

Pero leí, sí.

Comencemos con un libro que no busqué. Los libros del doctorado me resultaron aburridos o, por decir lo menos, me dejaron indiferente. Sin embargo, hubo uno que se volvió entrañable, tal vez por revelador. Se trata de Antropología del cerebro. La conciencia y los sistemas simbólicos, de Roger Bartra. Publicado en 2006 en España (en México, el FCE lo publicó un año después), es un libro lleno de ideas sugerentes y perspectivas novedosas para entender la conciencia humana a partir de la teoría del exocerebro. Se trata de una propuesta original de Bartra, centrada en la posibilidad de una prótesis simbólico-cultural que extiende, complementa y es parte de la conciencia. Debo decir, por cierto, que me sorprende un poco que Jorge Volpi no haya considerado este estudio al escribir Leer la mente (Alfaguara, 2011), lo que pudiera haberle evitado caer en algunas simplificaciones sobre el problema de la evolución de la conciencia y su relación con la ficción.

La Castañeda: Narrativas dolientes desde el Manicomio General. México, 1910-1930 es un libro de Cristina Rivera Garza publicado por Tusquets el año pasado. Llegué al libro interesado en uno sólo de sus capítulos: “(Con)jurar el cuerpo: historiar y ficcionar”, una suerte de epílogo en el que la autora teoriza sobre su propio texto. Así, el final me llevó al principio: a la historia de este manicomio, contada mediante la evocación de unas ausencias: las voces de quienes “habitaron” ese espacio de la locura. Este libro pone sobre la mesa, de nuevo y sin ingenuidades, las complejas relaciones entre historia y ficción. Aquí no se repite el lugar común de los historiadores que se (pre)sienten radicales al aceptar que la literatura puede influir, superficialmente, en la práctica historiográfica. En la escritura de Rivera Garza se confirma la vieja y vilipendiada sospecha de que historiar es ficcionar. Resulta, entonces, que una de las mejores historiadoras de México es también una de sus mejores novelistas.

Y si es posible ficcionar la historia, también se puede historizar la literatura, incluso la literatura fantástica. Jonathan Strange y el Señor Norrell (publicada en español por Salamadra, en 2005), de Susanna Clarke, es una historia de magia ambientada en el siglo XIX. La premisa parece simple: la magia es un hecho aceptado, aunque perteneciente a tiempos ya muy lejanos; Norrell y Strange, de personalidades muy distintas, traen de vuelta la magia a Inglaterra. Lo interesante, en todo caso, es el armazón discursivo con el que la autora envuelve a la premisa. El resultado: una novela que reflexiona sobre su misma forma. Un pastiche de arcaísmos de cierta literatura del siglo XIX, con referencias que construyen, en una segunda lectura, una historia documentada de la magia.

De Haruki Murakami todo mundo habla. En el medio intelectual y literario parece dominar cierta tendencia a despreciarlo como autor. Al parecer, eso le pasa en todo el mundo, empezando por su natal Japón. Por otro lado, sus novelas siguen vendiéndose ya no como pan caliente, sino como iPads. Exagero, o tal vez no. El hecho es que Murakami es un autor, no necesito decirlo, muy popular. Más allá de las críticas justas que se le puedan hacer a su trabajo, me parece que nunca se le perdonará que sus libros siempre ocupen lugares prominentes en los Sanborns. 1Q84 es su novela más reciente y, posiblemente, la más ambiciosa desde Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. Publicada en Japón entre 2009 y 2010, llegó este año al castellano de la mano de Tusquets. Primero apareció ese mamutreto (así, con u) que contiene dos de los tres libros que conforman la obra; luego le siguió el libro 3. Para mí, decir mamutreto es un cumplido. Siempre me sorprenderá la capacidad de algunos para lanzarse a empresas mayúsculas. Ya sé que la calidad y la cantidad no son lo mismo y bla bla bla… Sólo confieso mi debilidad hacia los proyectos megalomaníacos. Pero en 1Q84 hay más que tamaño, hay una reflexión de la naturaleza de lo real a partir de los días –que se cocinan lento, muy lento– de Tengo (profesor de matemáticas y aspirante a escritor), Aomame (instructora de gimnasio experta en patear testículos) y Ushikawa (detective). En 1Q84 asistimos al desmoronamiento de más de un universo.

Hablando de muchas páginas, Naoki Urasawa tardó siete años (1999-2006) en terminar de publicar de manera seriada su manga 20th Century Boys. En castellano fue publicado por Planeta DeAgostini en 24 tomos (los últimos dos tomos se titularon 21st Century Boys). Se trata de una historia de grandes dimensiones: abarca unos 50 años, explorados en varios miles páginas. Urasawa, con su trazo claro y su magistral articulación de viñetas, nos cuenta el ascenso de un líder religioso, el enigmático “Amigo”, quien terminará definiendo el destino mismo de la humanidad. Como en Monster (otra de sus largas series), Urasawa reflexiona sobre el mal y el poder a través de una figura mesiánica. Sin embargo, tal vez lo más interesante sea la vinculación de estos dos temas con la infancia y la imaginación, imbricados en un puzzle francamente adictivo.

Con o sin libreros cerca, leer sigue siendo para mí una parte vital de ese proceso de invención constante del mundo. Inventar el mundo es habitarlo y el mapa más fiel del mundo somos nosotros.

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