La noticia de la multa por valor de cien cerdas como castigo en un caso de supuesta mala conducta durante la reciente Copa del Mundo en Nueva Zelanda, multa que le fue impuesta al manager del equipo de rugby de Samoa, fue recogida por los medios de comunicación españoles con una pizca de curiosidad, que dio paso a la hilaridad y a los comentarios jocosos de los internautas, que naturalmente hicieron gala de su ignorancia de la sociedad y cultura samoanas, cuando no de absurdos prejuicios con ciertas dosis de tufo a colonialismo rancio y trasnochado.
La naturaleza de la multa buscaba sin duda humillar de forma pública al supuesto transgresor. En términos económicos, la cantidad de cien marranas que le impuso el consejo de ancianos de su pueblo es, para un ciudadano corriente de Samoa, considerable; en cuanto a su notoriedad, el matai (una especie de alcalde con ciertos matices de señor feudal) y los venerables ancianos del consejo ‘municipal’ sabían perfectamente que iba a atraer las miradas del resto del mundo. No cabe ninguna duda que lo lograron.
Samoa, una joven nación (acaba de celebrar sus primeros 50 años de independencia), la forman principalmente dos islas: Upolu y Savai’i. Una cultura milenaria y aislada en mitad del océano Pacífico, que desde la llegada de los europeos a fines del siglo XVIII a esa parte del mundo se vio obligada a adaptarse y a adoptar costumbres y creencias que no le eran propias.
Pero no todos los europeos despreciaron su antiquísima cultura: uno de ellos, el escocés Robert Louis Stevenson, ha pasado a formar parte del acervo cultural samoano. Stevenson se granjeó en pocos meses la estima de los samoanos. Mientras las potencias europeas de la época maniobraban para hacerse con el control del reino polinesio, Stevenson escribía furibundas columnas para los periódicos de la metrópolis defendiendo la independencia de Samoa. Su fama como narrador fue la causa de que los nativos le pusieran el nombre de Tusitala, el contador de historias.
Una de las historias de Tusitala, La isla del tesoro, sigue siendo para muchos niños el libro que de algún modo abre las puertas a la imaginación en la literatura, a la emoción en la aventura, con sus piratas, tesoros escondidos y actos heroicos frente al peligro y la adversidad. Uno podría por tanto venir a Samoa en una especie de peregrinaje literario, e incluso es posible que nuestro peregrino pueda aspirar a encontrar personajes, historias y temas que pudiesen convertirle en un moderno Tusitala en estos prometedores inicios del siglo XXI.
La Casa-Museo de Tusitala
Robert Louis Stevenson, el autor de La isla del tesoro, vivió gran parte de los últimos cinco años de su vida (desde 1889 a su muerte en diciembre de 1894) en la isla de Upolu, la que cuenta con mayor población de Samoa. Con el dinero obtenido de la venta de sus libros, en especial Dr. Jekyll and Mr. Hyde, Stevenson compró una extensa finca junto a un río, a los pies del monte Vaea, en las afueras de la capital, Apia. Allí se hizo construir una magnífica casa a la que bautizó con el nombre de Vailima, que en samoano quiere decir ‘cinco ríos’. La casa-museo conserva el nombre original, el cual además fue adoptado como marca comercial de la única cerveza que se fabrica en Samoa, una más que decente lager de fuerte influencia alemana.
Parece ser que desde su llegada a la hermosa bahía que alberga el puerto de Apia, Stevenson sabía que la muerte se lo llevaría en Vailima. Desde su habitación, en el lecho donde escribía o dictaba sus obras, cartas y columnas, podía ver la majestuosa altura del monte Vaea. En su libro Home from Sea, Bermann nos cuenta que en repetidas ocasiones RLS le pidió a su hijastro Lloyd Osbourne que escogiera a una cuadrilla de trabajadores de la plantación para que abrieran un camino de ascenso a la cima del monte Vaea. Tusitala quería que lo enterraran allí arriba, y quería que el recorrido estuviera ya listo cuando le llegara la hora. Lloyd, sin embargo, ignoró todas las exhortaciones y órdenes que recibió de su padrastro en ese sentido.
La ascensión a Monte Vaea
Cuando Stevenson murió en Vailima el 3 de diciembre de 1894, los samoanos se pasaron un día entero abriendo el camino que permitiera llevar el cuerpo de su idolatrado narrador hasta la cima de la montaña. Desde la casa había que salvar un desnivel de unos trescientos metros.
Hoy en día hay dos caminos distintos para subir a Monte Vaea. Uno, el que hicieron los samoanos para subir el ataúd de Tusitala hasta la planicie que corona Monte Vaea, le lleva al peregrino unos 50 minutos, aunque su desnivel no es pronunciado. El otro, el más nuevo, resulta más corto en su distancia, pero ofrece unas pendientes muy pronunciadas.
El original, mucho más largo, asciende en zigzag por la tupida selva tropical porque subir un ataúd por una montaña requería pendientes moderadas. Con el asfixiante calor húmedo de Samoa en el comienzo de la temporada de las lluvias, a los pocos metros de iniciar la subida nuestro peregrino literario se encuentra sudando copiosamente. Enormes raíces y troncos caídos se cruzan en el camino, como si esta tupida selva fuese poniéndole obstáculos a todo el que quiera alcanzar la tumba de Tusitala. Además, a poco que uno se pare para recuperar el aliento, los mosquitos rápidamente se apuntan para extraer del caminante una gotita de sangre y dejar una inestética roncha carmesí amén de un fastidioso picor que durará un par de días.
Mientras asciende, el peregrino puede imaginar el trabajo febril de los nativos en aquel día de diciembre: la tierra oscura, húmeda y resbaladiza, el fuerte olor a hojas putrefactas bajo sus pies descalzos, las toscas rocas volcánicas que entorpecen su avance, quizás un inoportuno chubasco tropical que para nada refresca el ambiente, sino que lo hace incluso más opresivo, si cabe.
¿Qué va buscando nuestro peregrino en la cima de Monte Vaea? ¿La inspiración? ¿Simplemente un periplo de devoción hacia quien nos descubrió la magia de la literatura? ¿Acaso un lugar donde reflexionar? ¿Hay historias que merezcan contarse alrededor de Monte Vaea, en esta mágica isla de Upolu?
El peregrino literario hace unas fotos, y agobiado por los inminentes picotazos con que le amenazan los mosquitos, comienza raudo el descenso hacia Vailima, albergando esperanzas de encontrar algún argumento, una trama que devendrá en cuento, o incluso mejor, en novela.
¡Quién fuera un Tusitala!
El día que no existió
Recientemente, Samoa ha tenido tiempos un poco convulsos: son cambios que afectan su superficie, mas no la esencia tremendamente conservadora de su sociedad. Hace poco más de dos años las autoridades decidieron que de la noche a la mañana los samoanos pasarían de conducir por el lado derecho de la carretera al lado izquierdo. El cambio buscaba aprovechar la compra de automóviles de segunda mano desde Australia y Nueva Zelanda. Con el fin de evitar accidentes, por toda la isla se construyeron badenes que obligaban a decelerar cada 300 metros. Dos años después, los badenes siguen ahí.
Al poco tiempo de ese cambio, el 29 de septiembre de 2009, un tsunami destruyó por completo la costa meridional de las islas, y especialmente la infraestructura turística de Upolu, de la que depende la economía samoana. Dos años después, muchos de los resorts en el hermoso litoral samoano todavía operan bastante por debajo de la capacidad que solían tener.
Pero la convulsión no termina ahí. También el calendario ha sufrido.
El 30 de diciembre de 2011 no ocurrió absolutamente nada en Samoa. No nació ningún niño ni murió ningún anciano. De hecho, en Samoa no hubo un 30 de diciembre de 2011. El país polinesio era, hasta ahora, el último lugar de la tierra donde se ponía el sol. Desde el 31 de diciembre, los samoanos son los primeros en ver el sol del nuevo día.
Con el fin de optimizar las relaciones comerciales con Australia, Nueva Zelanda y, no se olvide, el gigante asiático, China, el gobierno de Samoa les escatimó un día entero a sus ciudadanos, al trasladar al país de un lado al otro de la línea internacional del cambio de fecha, y para ello eligió el 30 de diciembre de 2011.
Puestos al caso, nuestro peregrino literario podría ponerse a buscar a alguien que fuera a cumplir años el 30 de diciembre, y preguntarle qué se siente cuando no tienes día de cumpleaños. ¿Tendrá oficialmente un año menos?¿Será por siempre un año más joven que su edad real? ¿Y a quién puede dirigirle sus quejas por no haber podido celebrar su cumpleaños como corresponde? ¿Al Primer Ministro, Tuilaepa Lupesoliai Sailele Malielegaoi? ¿Al Dios cristiano, a quien los samoanos dirigen durante incontables horas sus plegarias y cánticos todos los domingos en las innumerables iglesias que jalonan el país? ¿O se aguantó y aceptó el mal trago por el bien de su gente, en aras del progreso económico y el bienestar que este cambio le reportará, tal y como le han prometido desde el gobierno?
El nightclub de Anita
Se puede pensar que una isla es un modelo a pequeña escala del mundo. Si la ampliación de la brecha entre las ciudades y el entorno rural es un fenómeno global, Apia y el resto de Upolu son un perfecto ejemplo de esa fisura.
Nuestro peregrino literario ha pasado varios días en Upolu, y quizá haya llenado su morral con algunas suculentas anécdotas: ha llevado en su coche de alquiler a varias mujeres samoanas desde la costa del sur a Apia, en el norte, y una de ellas se ha quejado porque ha pasado demasiado deprisa por encima de uno de los interminables badenes que dificultan el tránsito.
Nuestro peregrino se detuvo un mediodía a almorzar en uno de los resorts que salpican las playas; la propietaria (llamémosla Satutala) regresó de Australia para reconstruirlo tras el tsunami, en el cual perdió a su hija Anita, de 30 años. La mujer, que fuma un Pall Mall tras otro y a la que le falta muy poco para, abiertamente, declararse alcohólica, quiere abrir una discoteca junto a la playa, porque a su hija le encantaba bailar, y quiere que ese lugar, en el que hace dos años murió Anita, sea un lugar de alegría, pese a la porfiada oposición de la iglesia y otros empresarios de la zona. Quiere celebrar la vida truncada de su hija invitando a los que visitan ese lugar marcado por la tragedia a hacer precisamente lo que a Anita le gustaba.
Mientras conversan, Satutala dirige de vez en cuando sus ojos tristes hacia el océano, en esta mañana tropical de diciembre. Es un mar calmo, azul, hermoso; Satutala le habla y lo maldice. Ven a por mí, llévame con mi hija, dice con una lágrima que resbala por su morena mejilla. Pero el océano no volverá, al menos por ahora. No hay consuelo, se dicen ambos con la mirada, y al despedirse se funden en un abrazo mientras tratan de esconder sus lágrimas de los trabajadores que están terminando el techo de lo que será el bar del nightclub de Anita.
Buscando a Tusitala
Tras varios días de negociar las terribles carreteras que cruzan Upolu, esquivando chanchitos y gallinas que surgen desde cualquier lado, tratando de no hacer cisco la suspensión del coche en los enormes baches y precarios puentes y vados que reemplazaron (¿Quién dijo provisionalmente?) a los destruidos por el tsunami, es muy posible que el peregrino vuelva al aeropuerto internacional de Faleolo con algunas valiosas historias, además de las consabidas ronchas rojas resultado de los picotazos de los mosquitos.
El peregrino literario que acuda a Vailima y emprenda el fatigoso ascenso a Monte Vaea buscando la inspiración del cuentacuentos, de Tusitala, habrá encontrado un país muy distinto del que halló Stevenson hace más de un siglo, pero cuya esencia sigue siendo en buena parte la misma. Algo chocante para todo visitante a Samoa será comprobar que, mientras en casi todos los pueblecitos las escuelas se encuentran en un estado casi ruinoso, las numerosísimas iglesias (de todas las denominaciones) son siempre el edificio en mejor estado de conservación. Pareciera que los distintos municipios compiten por tener el mejor templo. Como si con ello se dijeran unos a otros: nuestro dios es mejor que el vuestro, porque nosotros gastamos más dinero en su iglesia. ¿Dónde estaba ese dios magnánimo cuando los cuatro muros de agua asesinos les segaron la vida a tantos niños el 29 de septiembre de 2009?
Quizá toda peregrinación sea en realidad la búsqueda de algo que a fin de cuentas está en uno mismo. Quizá el peregrino se busque en realidad a sí mismo, y se haga preguntas que no tienen respuesta, pero también es posible que al final de su periplo haya por fin encontrado al Tusitala que creía llevar dentro.
nació en Valencia en 1964. Vive en Canberra, donde se dedica a la traducción y a la lectura. Escribe en el blog Notas Literarias,. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.
Tusitala (Stevenson) es, sin duda alguna, un clásico maravilloso. La isla del tesoro es eso, un tesoro; y Dr. Jekyll and Mr. Hyde, una maravilla.
¡Muy buena crónica del viajero-peregrino!