Recientemente un amigo me ofreció el relato de una leyenda viviente: una tal DJ Triste. El mito asegura que dicha diskjockey ameritó este nombre artístico debido a los efectos secundarios del abuso prolongado de MDMA o éxtasis. Debido a la abundante ingesta de tachas su organismo dejó de producir cantidades significativas de endorfinas y dopaminas; por ende, ahora vive en perpetua tristeza, dicen. Sea o no más que un mito, es comoquiera una figura trágica que, como Ícaro, se incineró volando hacia el sol —un sol de éxtasis total— en busca de la felicidad.
Esta tragedia (algo cómica, como toda tragedia), ofrece un vistazo a los efectos de la química sobre la recepción de las vivencias, en particular aquellas denominadas «emociones». La leyenda de DJ Triste invoca, por sus consecuencias farmacológicas, aquel modelo de ontología química a la que se intenta reducir la subjetividad. Pero también exorciza esta reducción: pese al fin de su éxtasis, DJ Triste continúa mezclando música para sí y para otros; es decir: aún encuentra en la música satisfacción y aliento para seguir mezclando, con o sin endorfinas. Hablar de las vivencias propias como procesos cerebrales o químicos obliga a situarse en tercera persona, como si pudiese alguien vivir por fuera lo que le sucede. Las vivencias son, primero, experiencias conscientes, o no son.
Sin embargo, estas experiencias límites que DJ Triste procuró hasta el hartazgo —algo que imagino como un vértigo donde el exceso de placer es dolor y viceversa— podrían también entenderse como un acto sumamente consecuente. En otras palabras, siguió a su conclusión lógica —a rigor, literalmente— el mandato de gozar al extremo que parece manar con tal ahínco el entorno contemporáneo de capitalismo-tardío-globalizado-mediatizado. Aunque la publicidad lleva ya más de medio siglo en televisión, es acaso reciente la difusión de publicidad relacionada con medicamentos para la regulación de los estados mentales o anímicos. Hablamos, pues, de la amplificación de un mercado psiquiátrico y su parafernalia conceptual y, digamos, material. Debo advertir que no estoy en campaña contra la psiquiatría ni que vaya yo a negar —al estilo Tom Cruise en Oprah— los claros beneficios que se han logrado por medio de la psiquiatría y sus fórmulas. Pero aunque es evidente que proponen una cosmovisión muy reductiva, sí me surge una cierta curiosidad ante la pronta popularización del modelo de subjetividad que postulan, ahora por medio de una estética publicitaria.
Ojalá alguien me diera un peso cada vez que escucho palabras con carga terapéutica —es decir terminología clínica— en el lenguaje cotidiano, ya sea en conversaciones en cafés o en los medios. Me refiero a palabras como “obsesión”, “autoestima”, “represión” o “neurótico”, que se arrojan fuera de contexto sin mayor premura. No es que niegue que en el intercambio de estos términos y su aplicación amateur haya ocasional alivio —tanto como frecuente confusión—, pero sí es notorio el auge del uso de esta jerga en nuestra cultura. Aunado, claro, a un modelo de intimidad muy particular, donde la intimidad se postula sin querer queriendo como un intercambio semi-terapéutico de ocasión. Un intercambio que supone “la vida” como una serie de problemas complejos para tratar de resolver.
En la década de 1960, a la par del auge publicitario, hubo una popularización de la mística New Age donde también se diseminaron los términos de la jerga terapéutica. Cristopher Lasch describe esta época como La cultura del narcicismo (1979): un plazo histórico en el que surge un retraimiento individual básicamente solipsista. El sujeto se vuelca hacia el abismo de su propio enigma interior. Ante la muerte de Dios y el abandono de las verdades de la iluminación a cambio de una actitud laissez faire el sujeto se constituye, muy al contrario de un genuino ateísmo, como su propio Dios. Un ensimismamiento engolosinado con aquel precepto griego del ‘Cuidado de Sí Mismo’; tanto que se llega a un modelo del sujeto donde el Yo es propietario y víctima de Sí mismo; el Yo como dueño y embajador del Yo.[1. Es el mismo modelo con el que topamos en los múltiples shows de terapia televisiva —pensemos por ejemplo en Dr. Phil, Dr. Oz o Laura en América. Pero, y por el elemento humorístico y de cotidianeidad, me parece más pertinente de observar en las Sitcoms, por medio de lo que podríamos denominar «humor quirky». Este tipo de humor otorga credibilidad a los personajes en función de sus quirks (fijaciones, contradicciones, peculiaridades o síntomas). A la par se prolifera un modelo de intimidad fuera de la pantalla (dondequiera que eso sea) basado en estos mismos paradigmas y términos. Se reduce la intimidad a un modelo terapéutico improvisado quirky. Ahora, advierto en este discurso, ponencia o choro, ya la posible infiltración de aquel «tono apocalíptico» que con tal precisión anunció Derrida (y no quería citar al canon, pero bueno). Es decir, quisiera ahora eludir la noción de que estoy por plantear que este modelo de intimidad es apócrifo y peyorativamente simulacral a cambio de una nostalgia por una autenticidad perdida y demás. La filosofía es un acto viviente, acaso un fetiche, pero no requiere una justificación ante el mercado como fábrica de profecías. Sencillamente no comparto el credo en que este paradigma de intimidad confesional y su modelo de profundidad sean el único al que tenemos acceso. Además al usar términos como ‘capitalismo tardío’, este texto no pretende anunciar ninguna suerte de devastación (pero es curioso que dada la apropiación de estos términos, sea necesario explicarlo).] ¿Así o más rebuscado y solipsista?
Pero, ante estos factores, ¿cómo abordar una historia de las emociones?: ¿como un cronograma estético de los afectos, como una genealogía sentimental? Es decir, las emociones se presentan siempre ya ambiguas —el enojo nunca es solo enojo, también se tiñe de impotencia, de tristeza, de placer—, son híbridas y en cierto sentido homeopáticas, trayendo consigo siempre un relleno picosito de expresión inmanente. El malestar en la cultura (1930), recordemos, nos refiere a la cultura como el fuego cruzado, un baile de jaloneos y cachondeos de pulsiones. Así, retomando la noción del acto fallido que en aquellas conferencias de introducción al psicoanálisis Freud procuraba alumbrar con la atención analítica, indagando en torno a un resbalón de la lengua dictando una palabra en vez de otra, la pérdida de un juego de llaves o el contenido específico de un sueño (porque es justamente ese y no otro). Y en estas dinámicas Freud advierte el rebasamiento de la intención y voluntad propia, donde la vida consciente es solo un fragmento de aquello llamado inconsciente. Además de que Dios había muerto, también aquel Yo como Dios personal estaba por perecer.
De tal suerte, por su modo de asimilación sin querer queriendo —que en este caso me parece tiene que ver con un goce humorístico (o lo que llamamos gracia, que no deja de tener connotaciones religiosas)—, pienso pertinente indagar en torno a dos palabras que han sido prontamente asimiladas al lenguaje cotidiano en México. Me refiero específicamente a los términos “Dalay” y “Fua”. ¿Acaso la pronta y viral proliferación de estos términos no es indicio de un movimiento libidinal, en tanto evidencias de un goce y un modo de angustia; términos que perturban y atinan en algo a la vez?
Comencemos por indagar los usos de la palabra «Dalay», en referencia al medicamento relajante y sobre todo a su publicidad. La palabra se usa para con gracia de sapiencia mediática decir “tranquilo”, como en “no te estreses; tú Dalay”, o “la grúa se llevó mi auto; pero yo Dalay”. En la campaña publicitaria de este medicamento relajante vemos a personas estresadas debido a las difíciles situaciones de sus vidas que al ser tocadas por un monje oriental inmediatamente sueltan su tensión. Ante las vicisitudes de la vida diaria llega un tipo en túnica y todo se mejora.
No pasemos por alto el ingenio del márketing al llamar un medicamento con una palabra que suena igual al nombre de un líder religioso: el Dalai Lama. Sumado a que la publicidad desde sus inicios ha procurado satisfacer las necesidades y anhelos más arraigados del ser humano. Pensemos de momento en dicha figura pública más como ícono que como persona, ya que de ahí deriva su nombre el producto: de la asociación que se hace de esta figura con la beatitud, la bondad, la sabiduría. En este caso, más que con el Dalai Lama como tal, lidiamos con la Mickeymousificación del mismo. Donde más que encarnar al bodhisattva de la compasión (sea lo que sea eso), se le utiliza como una suerte de talismán y de limpiador. Su imagen limpia la imagen de otros; como un ‘Maestro Limpio’ mediático. Como en el caso de la siguiente foto, donde se alude a que si él puede ser comprensivo y mostrar compasión para alguien como esta mujer (Elba Ester Gordillo, quién sin duda sufre), entonces nosotros también habríamos de hacerlo, si es que aspiramos a la sabiduría y la bonanza—nuestra salvación.
Asimismo, el monje del comercial (no el Dalai Lama) sale en algunas de las campañas publicitarias solo, y ante situaciones irritantes (lo orina un perro, lo empapa un auto con agua de un charco), se repite para sí la palabra Dalay como un ‘mantra’, para encontrar alivio inmediato. Y aquí es donde nos muestran la oferta: la indiferencia como ideal espiritual: una inmunidad trascendental. La sugerencia de este producto en el imaginario al que invita, es a ponerse un traje de foca y dejar que todo se nos resbale, o para usar otro término acuñado pronta y viralmente: «andar muy zen». No solo hacen uso de nociones espirituales gelatinosas e inestables, en un melcochón a la New Age, sino que es una invitación a la resignación; o como dice un dicho gallego: ellos nos orinan y nosotros creemos que llueve.
El ideal, de pronto, es una pasividad total. Una que además se le proyecta a Oriente, como un Dios impersonal y abstracto. Es muy similar a lo que Freud describe como un sentimiento oceánico, contra el cual comienza alegando al inicio de El malestar en la cultura, y que además reduce a un narcisismo ilimitado. Conduce, por asociación, en una sucesión de conceptos al llamado «Principio de Nirvana», que encaja aquí como esa voluntad por una estasis confortable y adormecida. Y cada que lo menciono no puedo evitar pensar en el guitarrista/vocalista de un grupo de rock (grunge) llamado Nirvana, Kurt Cobain. Intentó la anestesia total con heroína (una versión potenciada de Dalay), intentando lograr un circuito libidinal cerrado, y luego vino el suicidio: no más cambios. Lo peculiar de este ideal del desapego es que en realidad el involucramiento con el mundo es la mayor muestra de desprendimiento: desprendimiento de la idea fija de la imagen fallida de sí mismo. El desapego, sería más bien, asumirse implicado en el mundo y su flujo caótico, renunciando así a la fantasía de resolución y propósito fijo. Digo, además, ¿cuando el perro le mea encima, por qué diablos no sencillamente quita el pie?
El segundo caso, en torno al uso ya popularizado de la palabra “Fua” en el vocablo cotidiano, también debe tomar en cuenta la viralización de un video. En un noticiario de Nayarit se mostraron las imágenes de un tipo vehementemente alcoholizado que da un discurso sobre su cosmovisión en relación a algo que él llama el Fua. Y de nuevo es curiosa la burla que se hace del sujeto, quien se permite seguir ofreciendo sus tesis, mientras los demás se ríen de él. Ofrece su discurso con una convicción absoluta, creyendo en lo que dice. Pero no todos los videos virales concluyen con palabras de uso popular; vis a vis la muestra de una angustia que mueve estas apropiaciones lingüísticas. En el caso de el Fua podría plantearse que su viralidad reside en una cierta angustia por la temática. Es decir, el protagonista ofrece una cosmovisión y una metafísica que acomoda a muchos, además de intentar despojar algunas incertidumbres de la vida humana, como el sentido de la vida, y la realidad de la muerte. Esta angustia reside en la ansiedad de construir una versión del mundo donde todo tenga sentido o tenga un lugar y así podamos constituirnos un propósito infalible.
De entrada, el video del Fua remite a la creencia popular de que los borrachos y los niños dicen la verdad. Y con ello, alude de nuevo a la temática de la verdad. El sujeto en cuestión es visto como una suerte de Oráculo de Delfos, sentado en un tripie inhalando los humos del abismo. Desde su estado alterado, más que hablar, canaliza. Transmite el alivio a la angustia, por medio de una visión esencialista y metafísica, donde una energía vital inmaterial nos anima y nos hace inmortales. En la cosmovisión de el Fua la muerte no existe, y esto es aparente en su simulación de una resurrección. Presenta como si fuese sapiencia común los postulados básicos de tantas organizaciones religiosas, forcluyendo (psicóticamente, como siempre es el caso) a la muerte misma, para restituir a una forma del ser en una existencia eterna.
Su proliferación llegó a ocupar la voz del presidente de la nación, Felipe Calderón, quién para inaugurar los Juegos Panamericanos incluyó al Fua en su discurso.
Lo peculiar de este tipo de misticismo popular es que tiene por intención una muy humana: manipular el universo. En este caso se intenta por medio de la actitud, como si hubiese una correspondencia directa entre la actitud y los movimientos del cosmos. No que no haya conexión alguna, pero el peso que ejerce el cosmos y la vibración de una actitud no son equiparables. Resulta en una confusión entre lo relativo y lo absoluto, porque claro, en términos absolutos todo es todo y es un fractal interconectado e interdependiente a cada nivel, pero en lo relativo las leyes de Newton siguen operando tal cual. Así que esperar que movimientos internos tengan una correspondencia en el mundo externo tan amplificada y tangible es una desproporción en las leyes de correspondencia. Y es una trama muy común ahora, pensemos por ejemplo en el best-seller mundial The Secret, donde estiman que a través de una obsesión las vibraciones mentales van a doblegar al mundo, en vez de requerir de un esfuerzo constante y una estrategia precisa, con solo pensarlo mucho tendrás cualquier cosa.
Mientras que el Dalay nos presenta la resignación como misticismo, el Fua es otra versión de misticismo: la de ser el eje de control cósmico a través de la actitud. En ambas se busca neutralizar la vitalidad del mundo. Esto es lo que podríamos llamar el bypass espiritual: por medio de teorías o prácticas consideradas espirituales tratar de eludir o negar totalmente las incertidumbres o los aspectos crudos de la vida. Así, como Dalay niega todo un rango de emociones a cambio de la pasiva resignación considerada como “sabiduría comprensiva” el Fua niega aquello que nos hace humanos y donde parte cualquier posible “espiritualidad”: asumir la mortalidad como tal.
Pero ni Jung con todo su marasmo abstracto pudo forcluir la sexualidad humana, ni la muerte. Así, en la parodia regresa la angustia en su forma tangible y explícita. Regresa la sexualidad, la angustia ante la vulneración de lo otro. La intimidad intimida:
Y además, en la parodia encontramos de nuevo la naturaleza reprimida y operativa de la viralidad del Fua, su promesa mística:
Así, con esto del psychedelic trance inevitablemente regresamos a las mezclas de DJ Triste, quien ya se tomó dosis brutales del Dalay más amplificado posible y quien en vez de decir “ya no puedo”, optó por mejor rugir: “cómo no, ¡Fua!”, claro, pero en plan triste; porque eso de morir, aunque inevitable, es triste.
nació en la ciudad de México en 1979. Escritor, autor de Inmanencia Viral (FETA, 2009), Poemas Perrones pa’ la Raza (mono, 2012) y Buda, drogas y pop (Textofilia, 2013).
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