Daniela Franco

Cómo no leí algunos libros míos

Confieso que no he leído. Últimamente el libro, el libro simple y sencillo no el libro de arte, se va convirtiendo en un objeto fetiche para mí. O así lo había sido siempre y hasta ahora lo acepto con menos tapujos. Quiero, compro, guardo. A veces leo. Esta lista es sobre todo un recuento de los libros que en 2011 he querido leer y por diferentes razones no he podido.

En una New Yorker (¿una? ¿un?) del 2010, rescatada de las pilas y pilas que me quedan sin leer (apenas va uno por la lista de restaurantes a los que nunca irá, cuando ya están en el buzón los tres números siguientes. Creo que era Edmundo Paz Soldán quien decía que temía a la muerte por New Yorker). En The New Yorker, decía, James Wood recomendaba 03 de Jean-Christophe Valtat de manera tal que no dejaba a mi ansiedad fetichista otra opción que salir corriendo a buscarla. Valtat «es apenas conocido en Francia y parece satisfecho de que así sea», todos los libreros de mi peregrinaje confirmaron la descripción de Woods. Sólo una se apiadó de mí para decirme, base de datos de por medio, que en todo París quedaba una copia, en la librería Gallimard. Que había cerrado hace quince minutos. El día antes de mi viaje a México.

¿Por qué no encargarlo a Amazon como hace la gente moderna (o de este siglo)? Porque Amazon me odia y quiere verme sufrir. Quiere que mi esnobismo de provincia sufra las contradicciones de encargar libros difíciles y esperar recibirlos de forma fácil. Así, cuando pido Selected Declaration of Dependance de Harry Mathews, me dicen que lo tienen pero nunca lo envían. Esto se repite cada dos años. Éste el costo fue por primera vez debitado de mi cuenta. Un gran paso. Después de tres fallidos intentos y pleitos telefónicos con Amazon y la librería en Marketplace, mi dinerito me fue devuelto. Al día siguiente el libro estaba en mi buzón. Hoy está en mi mesa, intacto, esperando a que mi honestidad se resuelva.

Compré John Waters (Place Space) de Todd Oldham, libro museo/paseo de la casa del cineasta. Pero aún no me animo abrirlo, está rellenando a tope un librero. Es lo que John Waters hubiera querido, me digo. En el mismo atracón compré The Complete Cartoons of The New Yorker y lo dejé en la librería por algunos días hasta que conseguí que un par de amigos me ayudaran a transportarlo. Luego lo tuve por algunas semanas en la mesa de noche y en un gesto digno de personaje de John Waters (más de Pecker que de Pink Flamingos) intentaba leerlo antes de dormir. Un esguince en la muñeca me obligó a dejarlo. Lastimada como estaba no leí Bossy Pants de Tina Fey (desborda ella también mi librero Waters inspired), en su lugar descargué i-le-gal-men-te el audiolibro (narrado por la misma Fey) y lo escuché en el iPod como un episodio de cinco horas de Saturday Night Live. Es lo que ella, tan obviamente, hubiera querido, me dije.

En contraste con los anteriores, Cher Monsieur Queneau de Dominique Charnay es un horror estético innecesario. Raymond Queneau guardaba todas las cartas que recibió mientras fue director del comité de lectura en Gallimard con la esperanza, supongo, de que algún día un listo las publicaría y muchos listos las leerían y se reirían del candor y a veces desesperación de los aspirantes escritores. Comprado y archivado. Me quedo mejor con este fragmento de la carta que Queneau escribió a Boris Vian cuando Gallimard rechazó publicarlo: “¿Somos un poco imbéciles? ¿O no has hecho lo que querías hacer? La historia juzgará, como dicen.»

Pasé tres horas con el empleado de una librería Gandhi hasta encontrar un libro por el cuál empezar con Piglia, nos decidimos por Respiración Artificial que todavía no acabamos porque las frases magistrales y aisladas nos parecen, humildemente, más interesantes que el argumento. También conseguí, por fin, y digo por fin porque en la provincia mexicana los libros de Anagrama hay que encargarlos. Y esperar semanas. Y pagarlos en 30 euros. Conseguí pues, La literatura nazi en América de Bolaño que no he leído por falta de tiempo y no de ganas y de la que lamento la contraportada que no debía, según mi propia deformación profesional, haber revelado el carácter ficticio del libro.

Este año prácticamente no leí poesía. Gracias a la asociación Double Change y a una serie de homenajes a Gertrude Stein, otros me leyeron sus poemas. Poetrystars como Charles Bernstein, indiepoets como Jacques Roubaud pero sobre todo Rosmarie y Keith Waldrop (los Brangelina de los «Language Poets» dice mi amigo Marc) que se leían más bien el uno al otro, ignorándonos, presumiendo su maestría y sus ochenta y tantos años. Ultimate hipsters.

Me quedé con ganas de leer Ascópolis de José Ángel Balmori que editorial Moho acaba de publicar y Norte de Edmundo Paz Soldán que no se consigue ni en Francia ni en México (véase litigo con Amazon). Ya habrá año que viene.

Y como aquí venía yo a hablar de mis libros leídos, diré dos, sobre todo por la anécdota que los acompaña. En enero un amigo francés de 65 años me regaló un libro que le había encantado: Indignez-vous! de Stéphane Hessel, para ver «qué me parecía lo que planteaba». Le dije que aunque simpatizaba con Hessel y con el candor de sus ideas y su frustración, me preguntaba si los métodos propuestos tendrían eco en mi generación. Si no podríamos pensar, cuarenta y tantos años después, en nuevas estrategias. A los pocos meses, Puerta del Sol et al me demostraron cuánto me equivocaba. En noviembre, y sin mucha conciencia de la conexión, le presté a mi amigo Ejercito Enemigo de (un tal) Alberto Olmos, «para ver qué te parece lo que plantea». Totalmente de acuerdo, me dijo, después de leerlo en una sola tarde.

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