En las conferencias pertenecientes al ciclo Conferencias Norton que Pamuk dio en Harvard en 2010 y que han sido publicadas en su libro El novelista ingenuo y el sentimental (Mondadori, 2011) dice éste que “los lectores y los autores reconocen y están de acuerdo en el hecho de que las novelas no son imaginarias por completo, ni tampoco están basadas en hechos reales por completo”. Lo que constituiría una tercera realidad, por así decir. Las novelas contemporáneas, para Pamuk –siguiendo la formulación clásica de Schiller- habrían de ser al mismo tiempo “ingenuas” (sin preocupaciones por los aspectos artificiales de la escritura de una novela) y “sentimentales” o “reflexivas” (interesadas por la artificiosidad del texto y su fracaso para alcanzar la realidad). Una síntesis contradictoria, pues.
Esto que es más o menos cierto en general, lo es de forma más acusada -con matices- en el caso de la novela que nos ocupa, la primera novela autobiográfica del escritor argentino Diego Meret En la pausa (La uña rota, 2011), y que vendría a defender algo así como una sinceridad optimista (en el sentido de voluntaria y voluntariosa). Hay que dejar claro desde el principio, no obstante, que nos referimos a algo bien diferente a lo que se conoce con el nombre de (post)literatura y que, si seguimos a Schiller, sería el modo del novelista ingenuo actual de acometer su obra literaria, un modo cuya pretensión mayor es la de atender a las verdades –entendidas como hechos- (con todas las pertinentes matizaciones relativistas) del mundo actual.
Sirva la mención de Pamuk –además- para rescatar un concepto, el de centro secreto de la novela, y que el escritor turco equipara con lo que Tolstoi llamaba “el significado de la vida” y que el propio Pamuk parafrasea más tarde en sus conferencias diciendo que los lectores quieren pensar hoy directamente “en la estructura de la vida”. Dice Pamuk que este centro secreto varía según el escritor (según seas sus intenciones, si ir descubriéndolo progresivamente en su composición o partir ya de esa “idea central”), los gustos del lector y el lugar en el que se lee la novela. Esto que, como punto de partida (al menos en las obras de lo que podríamos llamar “ficción pura”), no deja de ser cierto, es –sin embargo- insuficiente para enfrentarnos a ciertas obras contemporáneas como las que nos ocupa, por una razón, porque el centro queda afuera. El poder del centro, añade Pamuk, no reside en lo que es, “sino en nuestra búsqueda de él como lectores” y así éste debería evidenciarse en la correlación entre estado psicológico y forma literaria. En el caso de Diego Meret tal centro es un concepto teórico (que, a su vez tiene consecuencias formales de tipo psicológico y fisiológico) y no un tema, una atmósfera o una estructura, y viene formulado, de igual manera que en muchas obras del así llamado arte contemporáneo, en su propio título: En la pausa.
Se refiere ello a un trastorno conocido como disritmia, “que es lo más parecido a padecer un principio de inexistencia momentánea”, a tener la mente detenida, pues el cerebro de Meret sufre un déficit de atención que tiene una explicación científica: “dejaba de funcionar correctamente y se tildaba”. En la pausa, así, formalmente corrobora tal trastorno (no en vano está escrita por la mano del disrítmico) y está seccionada en treinta y dos partes o Retazos de la pausa, como los llama el autor, a los que les antecede un pretexto y que puede verse, igual que en la tendencia filosófica del arte actual, como una justificación que valida el intento de la escritura, no fallido pero sí necesariamente frágil y titubeante. Los retazos funcionan al modo de la investigación artística de índole personal, siendo el sujeto la cobaya que servirá como método de análisis y fundamentación del proyecto.
El más largo de los retazos es «El niño (aunque ya no niño) proletario» y sirve para ejemplificar lo que el lector encontrará en el libro. Aquí Meret nos habla de su trabajo como obrero textil en la fábrica, un lugar “real”, protector, un refugio seguro del cual –tras siete años de trabajo- decide huir. La plancha le permitió escribir, como él dice: “escribir planchando”, pues los vapores de ésta “te evaporan”. Además, su actividad le sugiere el motivo para la escritura de un cuento: “El planchador existencial”. El retazo nos muestra el cuento atravesado por la escritura, el concretado, y no el que Meret nos confiesa tener en mente, así tenemos las dos partes, la fabulación y la realidad que trajo tal fabulación. En el cuento se nos detalla la historia del mismo Meret (en la forma del narrador innominado), dedicado a escribir un poema diario, barroco a veces, con un método bastante particular: “encerrado en el baño de la fábrica, de pie, contra la puerta, que daba frente al inodoro”. Y escrito con tizas, “esas que usan las maestras de grado cuando te enseñan a escribir, a subrayar o a separar en sílabas”. Poemas necesariamente concluidos en cinco o diez minutos, una suerte de escritura de palíndromos, de “versos que brotaban hacia el cielo”, borrados cada día y reescritos sin descanso. Una escritura efímera, no basada en lo exacto sino que goza de la imprecisión, no tanto buscando la significación del poema como dejando que surja radiante la poesía; “la cuestión era sacar en vez de acertar”, nos dice el protagonista.
El resto de los retazos sirven para eso mismo: para recordarse, en una especie de presente, una evanescencia que surge del “deseo de narrarse”, de “desvelar algunas de las experiencias con las que hasta ahora me he ido cruzando” y así escribir una suerte de currículum vitae; Meret nos deja claro su método, así: “no sé pensar”. Por ello sus recuerdos se basan, de un lado, en asuntos más orgánicos, matéricos, por así decir: el miedo cerval a que su madre le muerda y mastique los pies, la fantasía de unos bichitos negros que parecen puntos que se llaman “piques” y se adhieren a la piel, su fascinación por lo salvaje, el desborramiento de su padre (a quien estuvo largos años sin ver y con el que se reencuentra finalmente), los bichos bolita, la muerte de su perro Tordo, la atención dispersa, la disritmia y su tartamudez, el divorcio de los padres, sus hermanas Carolina y Emilia, su travestismo, el nacimiento de su hijo.
Sin embargo, hay otro envés en el libro, y es el de la literatura: la búsqueda de un lugar para escribir (la pensión Acapulco), su fama de fantasioso, la traducción de poemas de Baudelaire, las rutinas de lectura, el reconocimiento de la escritura (gracias a Onetti) y la escritura del primer cuento, el recuerdo fundamental del paso del tiempo (a los diez años), y el grupo de lectura y escritura al que se une por un día: “Los Poetas Sensibles de la Memoria” y cuyo cometido era el de crear una especie de “autobiografía poética pero grupal”.
La fabulación de la escritura y ese memoria materialista, por así decir, hallan acuerdo en la siguiente aseveración de Meret: “tengo la sensación de que para recordar primero hay que inventarse un pasado”. Así, fabular con la escritura le sirve de salvavidas contra la desesperación. “Si no escribo”, nos dice Meret, “soy un infeliz”
La autobiografía de Meret se aleja de otros intentos actuales innovadores y que basan su estrategia en desviar el foco de lo vivido a otros ámbitos (bien teórico-históricos, bien periodístico-académicos) como pueden ser Autobiografía sin vida, de Félix de Azúa o Summertime, de Coetzee. Lo que alienta En la pausa es justamente una intención biológica, de que el sujeto aparezca de cuerpo presente en el texto, como quien dice, y no tal que sujeto de la narración y, ello, en el sentido de que la realidad se propone como ente más sólido que los quebradizos recuerdos. Además, En la pausa, consigue desentenderse del recurso postmoderno de la autoficción (integrándola –si acaso- en la forma del cuento “El planchador existencial”). Por ello es una autobiografía que se asienta en lo real y que sirve, a su vez, para que reconozcamos la ejemplaridad del tesón. No es raro, pues que resulte breve y que se sepa falible, pues así nos dice Meret que “Un escritor es aquel que una vez contó y que no sabe si en otra oportunidad volverá a hacerlo”. Y es que hay un punto en el que la realidad opera contra la escritura vivencial y la destituye y, al tiempo, modifica (haciendo que el centro secreto gravite hacia otro lado): la aparición del hijo, cuya existencia real marca una seria rotura de “una de las primeras capas que recubren la pausa” y obliga (por las lógicas cuestiones del gasto excesivo) a que Meret abandone su estadía de escritura en la pensión Acapulco, suspendiendo esa “búsqueda de claridad en la maraña tan pegajosa y turbia de los recuerdos”.
Decía Pamuk en el epílogo de su libro de conferencias: “creo que los novelistas por fin hemos entendido que nuestra tarea principal consiste en identificarnos con nuestros personajes”. Pero no es eso, en mi opinión, pues de lo que se trata si no de que, como nos demuestra Meret, sea el escritor no el personaje mismo sino toda la obra, tal cual, sin suplantaciones ni simulacros, provocando una escritura personal y única, no personalizada (es decir, no apropiándose del texto si no siendo él mismo en el texto), con sus limitaciones y peculiaridades individuales, sin renunciar por ello, claro, a los recursos literarios de la fabulación. Que se hable de uno mismo o de lo que es uno mismo en los otros carece de la menor importancia, siempre que se parta de una escritura que pretenda esbozar una individualidad radical y autónoma; genesíaca, en una palabra.
es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.
http://www.candaya.com/materiasdispuestas.htm
quién se anima?