Yahvé te herirá de locura
Deuteronomio
Las órdenes eran claras. Nadie podía morir. Y no moría nadie. Una orden era una orden. Apenas salíamos de la base y cuando lo hacíamos siempre era por la mañana. Hacia las ocho ya estábamos fuera. Hablábamos con los alcaldes, los consejos tribales… cualquiera que mandara sobre alguien. Había que mantener la paz. Eso es. Y a primera hora de la tarde, ya estábamos otra vez de vuelta. Era jodidamente aburrido estar en la base, pero no moría nadie. Ya me entienden. Mirábamos la tele, jugábamos a cartas y nos hacíamos fotos. Y a las ocho, para los containers. Los llamábamos containers de vida porque eran eso, containers. Lo otro es obvio. Y hasta la mañana siguiente.
Los americanos y los ingleses soltaban esos rumores: los españoles dan comida a los talibanes para que no les maten. No es verdad. Puedo jurar que no es verdad. Yo estuve allí. Los mandos se reunían una vez al mes con los jefes talibanes y les daban dinero, eso es todo. Cumplían ordenes. Ni un muerto.
M. era cabo y yo, soldado, pero eso no importa. Lo que tienen que entender es que a M. le gustaba joder. Los primeros seis meses, no fueron así. M. era amable con los recién llegados. Estamos en el mismo barco, le gustaba decir. Y se reía. Era un chiste. Por lo del desierto y eso.
¿Me oyes chaval? Los domingos, paella; los viernes, descanso y póker. ¿Sabes jugar al póker, chaval?
No. No sabía jugar al póker. M. me enseñó a jugar.
En una base hay que saber jugar al póker. No se puede hacer nada más. Eso me volvía loco. Y aprendí a jugar al póker. Me parecía un coñazo estar tantas horas sentado frente a una mesa. No me gusta el silencio. M. decía: Cállate y juega. Y yo jugaba. M. me enseñó a jugar al póker. Es importante que retengan eso.
Ese día, yo, otro soldado, el teniente J. y dos civiles nos montamos en el BMR. Operación de rutina. Eran las ocho de la mañana. El destino era una granja de pollos. Un proyecto piloto. Si la cosa funcionaba se construirían más. A mí me pareció una buena idea. Esa gente tenía que comer.
Por la noche había habido una tormenta de arena. Cuando salimos de la base el ambiente estaba revuelto y el frío se colaba por cada hendidura del cuerpo. Era un frío casi perverso. Me abrí la bragueta y me metí las manos en los huevos, me importaba un carajo lo que los demás pensaran. Pero nadie dijo nada. Hacía mucho frío.
Uno de los soldados hablaba de las clases. Desde hacía unos días algunos tíos seguían un curso de Tai Chi que la psicóloga de la base impartía. Era gratis. Y al soldado le parecía la hostia. Decía que en cuanto volviera a España se tomaría muy en serio lo del Tai Chi. Incluso el teniente J. hablaba del Tai Chi. En la base todo el mundo se había vuelto loco con eso. A mí me parecía una gilipollez que se pasaran tantas horas moviéndose de esa manera. Lenta y absurdamente. Pero ellos hablaban del control y del arte de la guerra. Imbéciles. Las órdenes eran claras. Ni un muerto. Y ese tío hablando del Tai Chi en un carro de combate. Uno de los civiles también hacía Tai Chi en su pueblo, dijo. Ni un muerto. Era sencillo. O al menos no tan difícil.
Lo demás lo recordarán. Todos los periódicos publicaron la noticia. Pisamos tres minas anticarro. Un soldado murió, el teniente J. quedó paralítico y los cuerpos de los dos civiles jamás se encontraron. Al teniente lo largaron a España con varias medallas, un cadáver desmembrado y dos ataúdes vacíos. Las familias nunca se enteraron. En el ejército las cosas funcionan así.
Ya se lo he dicho, fueron sólo seis meses. Después de eso, mi compañía —150 tíos— quedó atrapada en la base. Día y noche en la base. Sin apenas salir. Tai Chi y póker. Puro silencio.
Llegados a este punto, quiero dejar una cosa clara: nada de lo que sucedió fue culpa mía. Yo ya no era un novato y a M. le gustaba joder. Ni un muerto. Esa era la orden. Nosotros éramos soldados. Seguíamos órdenes. Sólo eso.
El frío es lo peor de todo. La gente cree que el calor es insoportable y lo es, pero avisa. El frío, no. El frío puede volverte loco sin que te des cuenta. Se te mete en el cuerpo, empieza por los pies —siempre empieza por los pies— y va subiendo poco a poco: un día está en los pies, otro en los riñones y cuando quieres darte cuenta ya lo tienes ahí, agarrándote el cerebro. Creo que eso fue lo que pasó, el frío nos llegó al cerebro.
Ya se lo he dicho antes, estábamos todo el día encerrados, no había nada qué hacer. Y afuera, arena y frió. A veces me ponía en la entrada de la base, a un metro de la puerta y miraba a lo lejos. El cielo era más azul de lo que jamás había visto. Creo que era por el frío. Y la arena que se extendía hasta el infinito, agrandando el cerebro hasta perderte. A menudo acababa en el suelo, mareado. Era una borrachera muy espesa, algo parecido a beber varios litros de cerveza, directos a la cabeza, sin pasar por el estómago. Ni la sangre. Hilo directo con los pensamientos.
Entonces encontré al perro.
Es marrón y arrastra las patas de atrás. No es viejo. Pero las patas están inertes. Son un lastre, dos trozos de carne que ya no sirven.
Me mira. Son ojos sencillos y limpios. No sé si nunca he visto unos ojos así. Lo meto en mi container y le doy de comer. Me da las gracias. Lo sé porque mueve la cola y me lame la mano. En fin, a las ocho de la noche lo devuelvo al desierto y me meto en la cama. Hace tanto frío que ni subiendo el termostato al máximo logro quitarme ese dolor de huesos. No puedo moverme, si abro los ojos temo que se me congelen. Ahora sé que el frío puede atravesar las pupilas y dejarte ciego. Me cubro la cabeza con las mantas. El container es estrecho. A menudo me da claustrofobia y debo concentrarme para poder dormir. Esta noche no. Me da igual. Tengo tanto frío. Oigo ruido fuera. Alguien grita. ¡La calefacción se ha estropeado! Siento que me voy a romper. Pienso en el perro. Lo he dejado fuera y puede que muera. Le he dado de comer y morirá. Mañana estará en la entrada de la base. Muerto. Quiero moverme. Tengo que incorporarme—sacar las piernas—apoyar-los pies-en-el-suelo—meter-la mano debajo-de-la-cama y encontrar las botas. Antes debo sacar el brazo y alcanzar el anorak. Está sobre la silla, son cuarenta centímetros de nada helada. Puedo hacerlo. Me lo repito varias veces mientras continuo tumbado, debajo de la manta. Refugiado. Sólo unos segundos más.
Lo hago. Me concentro y lo hago. Son movimientos rápidos y entrecortados. Patosos. Tropiezo con la silla al salir. El dolor se multiplica por la rigidez. Soy un trozo de carne.
Las luces de neón me ciegan. Hace dos minutos tenía los ojos cerrados y ahora estoy aquí, en medio del pasillo. Cruzo el A y luego, el C. La base es pequeña. El camino es brillante y largo. No me encuentro con nadie. Todos están durmiendo o intentando dormir. Pienso que estar en la base es sólo eso: frío y aburrimiento. Antes de alistarme las cosas parecían distintas, ya saben, habrán visto los anuncios: tíos saltando de los aviones y mujeres fuertes y atléticas. Aquí todas son feas. Y grandes. No me imagino acurrucado en ninguna de ellas.
Llego a la salida. Entonces, sí; el vigía dentro de la caseta. El frío es parecido al de los containers. Se lo digo.
Sí, la calefacción no chuta. Jodida noche, tío.
Le pregunto si ha visto a un perro, marrón, con el hocico mordido. Me cuesta articular las palabras y abrir los ojos. Me pregunto si el frío ya está en las pupilas, agazapado, esperando el momento oportuno para explotar.
—Arrastra las patas de atrás. Puede que también tenga media cola. La otra media la debió perder por el camino.
Me dice que está detrás, que a estas horas ya estará muerto, que no es un animal muy listo. Doy la vuelta a la base. Alguien podría dispararme, son lo que llamamos puntos muertos, donde la vigilancia llega a medias. O no llega. Me encamino hacia allí. Soy una sombra negra. No tengo miedo, sólo frío. No sé si estará muerto. No sé qué haré si está muerto. Me arrepiento de haberlo dejado fuera. ¿Por qué lo dejé fuera? No quiero pensar que está muerto. La ansiedad me disipa algo el frío. No voy armado. Qué más da. La guerra no es lo que la gente cree. El cuerpo a cuerpo ya no existe. Si me disparan ni me enteraré. Caeré sobre la arena. Y ya no sentiré el frío.
Lo encuentro. Está quieto, con el culo pegado a la pared de la base. Busca el calor. Pero aquí no hay calor. Ya no recuerdo el calor. ¿Cómo era sentir calor?
Le cuesta moverse. Está medio paralizado. Se levanta y se cae. Las patas no le responden. Es un inválido. Lo cojo en brazos. Damos la vuelta a la base, desandando el camino. Me siento menos solo. Me paro. Puede que ahora, en este justo momento, algún talibán tenga la espalda recta—los brazos relajados—los codos pegados al cuerpo. El dedo en el gatillo. Aprieto el paso. Me abro el anorak y siento como si un cuchillo me abriera en canal. Meto al perro dentro y lo vuelvo a cerrar. Saca la cabeza para respirar. Llegamos a la entrada de la base.
Tío, yo no he visto nada. Estás loco. Ya conoces las normas, tío.
Le digo que él no ha visto nada. Y en paz.
Llegamos al container. Dejo al perro encima de la cama. Me quito las botas. Me tumbo y lo meto debajo de la manta, junto a mí. No sé si mañana cuando despierte estará vivo. Yo tampoco. Nos dormimos.
¿Debo continuar?
Bien.
Decidí que el perro, Marrón —lo llamé Marrón— viviera en el container. Decían que la calefacción ya funcionaba y él se pasaba el día en la cama durmiendo. Puede que descansara todo lo acumulado. Le envidiaba. Me hubiera gustado estar como él. Sin frío. Marrón ya no tenía frío. Lo sabía porque movía la cola y andaba por encima de la cama con desparpajo. Yo sí sentía frío. A todas horas.
Fui varias veces a hablar con los mandos. Tengo frío. La calefacción no, señor. No lo suficiente. Pero siempre decían lo mismo. La calefacción sí funciona. ¡Mentira! Lo decían para joder. M. se paseaba por la base en camiseta de manga corta. Era humillante. Pero me daba igual. Pasaba todo el tiempo que podía dentro del container. No había nada qué hacer. Y el aburrimiento fue copando el ambiente, reventando las intenciones. Y la voluntad.
Ni un muerto. Esa era la norma. Los periódicos hablaron de negligencia, de misión de paz encubierta, de guerra ilegal. Las normas eran ahora más directas que nunca. No puede morir nadie más. La popularidad de la ministra bajaba varios puntos con cada muerto. En la base se comentaba que después del ataque, la ministra había tenido que salir muchas veces en la tele dando abrazos y besos a todo Dios para compensar. Y aún así, su popularidad nunca había vuelto a estar donde había estado, ya saben, cuando tenía el bombo y todo eso. O al menos es lo que se comentaba.
Las partidas de póker se intensificaron. M. ya no se conformaba con un euro de apuesta. Había que abrir con un billete de diez. Era la ruina. Ya lo he dicho: odiaba el póker. Estar quieto, con las manos sujetando las cartas, codos encima de la mesa, mangas arremangadas. Todo a la vista. Ni trampa ni cartón, decía M. cada vez que ganaba. Que era casi siempre. Y yo sintiendo ese frío, intentando que el castañeo no se notara, que nadie supiera que vivía dentro de mi cabeza, luchando contra la gangrena. Las manos desnudas, entumecidas y las cartas tan finas, tan complejas. Imposibles de sujetar. Una trampa para mis dedos, que ya no eran míos, eran otra cosa, algo sólo pegado a los muñones.
No juego. Siento que la cabeza me va a explotar. Tengo frío. Que suban la calefacción ¡joder! Noto el riego sanguíneo paralizado, rendido ante el hielo.
No juego.
Son las once de la noche. Marrón está solo. Ya lo he dicho. Paso. No juego.
M. me llamó cobarde. Marica. Y me delató: ¡Este tío tiene un perro en su container! Los demás se rieron. Eran muchos cuerpos jaleando la burla. No dije nada y me fui. Hasta mi container llegaban los gritos de M. que una y otra vez, ¿cuéntanos qué pasó, por qué sólo volviste tú? Venga, cuéntalo si tienes huevos. Y las risas histéricas aumentadas por el eco.
Cerré la puerta.
Esa noche Marrón durmió en el suelo. Había engordado y la cama era demasiado pequeña para los dos. Me gustó que lo entendiera. Había conseguido más mantas. Creo que en total eran siete. Siete mantas sobre mi. No podía moverme. Pero oía a Marrón respirar. Ese ruido me consolaba. Aquel día íbamos a la granja de pollos. Fue lo que soñé. Soñé que íbamos a la granja de pollos y que no moría nadie. Luego, el sueño cambió.
El BMR estaba hecho pedazos como si fuera de juguete. Un carro de combate engullido por el desierto. Estoy aturdido. No puedo moverme. ¿Podré andar de nuevo? Oigo gritos. Quiero moverme. Intento arrastrarme hasta llegar a cualquier parte. Donde sea. Imposible. Soy un bulto torpe. Un gajo de hielo. Veo al teniente J. No está lejos. Puede que a unos seis metros a la derecha. Llora. Tengo tanto frío. Nada me protege. No llevo ropa. Lo sé porque el frío es más intenso. Penetra en los poros sin resistencia. También he perdido las botas. Y entonces, lo sé. Moriré de frío antes de que nos encuentren. Es casi una certeza. Tengo miedo. Tiemblo. El teniente J. ya no llora. Le veo la coronilla. Está ensangrentada y se le intuyen los sesos. La parte izquierda está rebanada como un trozo de pan, perfectamente colocada entre el pelo, a modo de pasador o diadema. La arena no me deja concretar más.
Encima de los muslos y debajo de las caderas, el frío es menos dañino, algo así como una pequeña tregua. No es la chapa del BMR. Es un cuerpo. Un trozo de espalda, de cabeza, de pierna. Quién sabe. Tengo mucha sed y me relamo los labios. El sabor me es familiar. Seco y dulzón. Tropiezo con algo. Justo encima de la comisura derecha. Son pedacitos de carne. No sé si es mi carne o la de ellos. Moriré de frío antes de que nos vengan a buscar. No quiero morir. Estiro el brazo por encima de mi cabeza. Hay algo. Pesa. Recompongo las últimas fuerzas y arrastro un trozo de cuerpo, de piel, de lo qué sea. Me cubro. Del cuello hasta las caderas. Y espero. No quiero morir. Sollozo. Marrón me relame las manos. Esto me mantiene con vida. Sigo durmiendo.
Me despierto a media noche. No sé por qué. Marrón ya no está. La puerta está cerrada y las mantas, sobre mí, pero Marrón ya no está. Enloquezco. Grito. Respiro hondo, intento serenarme, juro que lo intento. Pero Marrón ya no está. Entonces recuerdo la primera ducha después de aquello y cuánto me costó sacarme los fragmentos de carne pegados a mi cuerpo. Tuve que fregar una y otra vez hasta hacerme sangre. No se imaginan cómo se pega la carne a la carne. Como si quisiera vivir de nuevo.
Cuando fui al comedor. Vi a M. jugando a las cartas. Como siempre. Marrón estaba colgado en la pared. Desollado. Su cuerpo estaba esparcido por doquier como si nunca hubiese existido, como si siempre hubiese sido un sueño y su carne nunca hubiera estado pegada a los huesos. M. se rió. Como siempre. Ni trampa ni cartón. ¿Ahora jugarás al póker, cabrón?
Cogí el fusil. Él rompió las reglas primero. Las normas eran claras. Ni un muerto.
(1978) Vive en Barcelona. Era periodista. Ahora todo es más confuso.
EXCELENTE!
Excelente cuento. Me encantó.