La grandeza como estándar literario

Un profesor de inglés dijo que, en general, el arte estadounidense iba por mal camino. Le pregunté si había leído mucha de la prosa más reciente y él contestó con un movimiento de la mano, ¿Quién está escribiendo grandes novelas hoy en día? Me pareció que su comentario -junto con otros del mismo estilo y con una serie de revistas de literatura que expresaban un desdén similar hacia la ficción actual- demandaba análisis y respuestas; no para comprobar si se escriben grandes novelas cada año, sino para evaluar si el criterio de grandeza es relevante, aplicable a la nueva literatura, o si no será, de hecho, malintencionado. La idea de grandeza -no como aspiración sino como condición necesaria- es vieja en nuestra historia literaria. Sus orígenes se encuentran en nuestras raíces ideológicas. La filosofía humanista de la ilustración francesa, con su inherente y dinámica creencia de la perfectibilidad del hombre, ha sido la principal influencia de nuestros modelos sociales, y uno de los grandes motores de nuestra literatura.

Nuestro anhelo fundamental es una clase de autor innato, de literatura, muy diferente y categóricamente superior a cualquier otra clase conocida, sacerdotal, moderna, preparada para adaptarse a nuestras circunstancias, nuestros territorios, penetrando por completo la mentalidad americana, el gusto, las creencias… Encima de todos los territorios mencionados anteriormente, es seguro que una literatura original y grande se convertiría en la justificación y sostén (de cierta manera el único sostén) de una democracia americana.

La idea creció a la vuelta del siglo, cuando América, aumentando su dominio mundial, buscó obras maestras que impresionaran el mundo tanto como sus magnates y sus máquinas. Malcom Cowley dice en The Literary Situation:

Aún en 1920, los periodistas literarios continuaban implorando de los escritores noveles algo que ellos siempre describían como “la gran novela americana”… El hecho es que la palabra “gran”, en el sentido empleado por los periodistas literarios, no es meramente una cualidad de la novela, sino que también describe la actitud del público educado hacia ella.

En los años siguientes, la etiqueta “gran novela americana” se volvió, cada vez más, un chiste de críticos. (Una novela de Clyde Brian Davis, publicada en 1938, llevaba como título esta frase, entre comillas; se trataba de un reportero que ambicionaba escribir este libro mítico). Pero la idea de grandeza como medida de las nuevas obras permaneció, formal y fija, a medida que se debilitaba el sentido irónico de la expresión.

Para el escritor, esta extraña metamorfosis del ideal filosófico y el estándar artístico no ha sido solamente una desilusión, sino también una trampa. Más de una vez, a lo largo de mi experiencia editorial, he escuchado a reconocidos y talentosos novelistas hablar de su trabajo en curso, “Creo que este es realmente el Grande”, o, “Si este no es el…” Aunque el libro resultara bueno y rentable, siempre había cierto desengaño. Es de suponerse que esta peculiar obsesión americana fuera parcialmente un impedimento para las carreras de hombres tan talentosos como Ralph Ellison y William Styron. Uno no puede evitar sentir que entre sus propias exigencias y su entendimiento de las expectativas del lector, duden en publicar cualquier cosa que no sea una destacada obra maestra. Donde desde hace mucho había entre los escritores una sana tradición de hacer carrera, de producir muchos libros que fueran en su suma la articulación de sus talentos y puntos de vista, el americano trata de lograrlo todo en una sola vez, cada vez, lo que lo pone comprensivamente nervioso. Para utilizar una analogía del béisbol, alguna vez un viejo escritor de deportes me dijo asqueado: “Hoy en día, pegarle equivale a anotar un home run“.

Pero nuestra principal preocupación aquí no es el autor sino el crítico y lector, y la división que ha crecido entre ellos y la nueva ficción. Estadísticamente es fácil establecer la existencia de esta división. Pese a las enormes ventas de unos pocos best-sellers (que con frecuencia resultan libros respetables), y pese a las enormes cifras ofrecidas por derechos fílmicos y, recientemente, por los derechos de reimpresión de esos pocos libros, los datos de publicación en el ramo de la ficción son desalentadores. La edición anual de Publisher’s Weekly[1. Aquí se pueden consultar los datos sobre la industria editorial en 2011: http://moconews.net/article/419-highlights-of-2011-the-year-in-publishing-by-the-numbers/] (18 de enero, 1965) enlistaba 1 703 nuevos títulos de ficción publicados en 1964, es decir 156 menos que en 1963. Si se incluyen las reimpresiones de títulos viejos, hubo con respecto a 1963 un aumento del cinco por ciento que contrasta con el aumento promedio de un diez por ciento en las otras categorías. Aún incluyendo las reimpresiones, para la ficción “el porcentaje disminuyó significativamente de un 28 por ciento en 1962 a un seis por ciento en 1963″, y continúa decreciendo. Esto a pesar de una población en aumento y de una mayor proporción de graduados universitarios. Por supuesto, los editores se complacen con las crecientes ventas de no ficción y libros de texto, y se encuentran cada vez más reacios a publicar primeras novelas o novelas de autores publicados anteriormente con pérdidas. (Las librerías se muestran cada vez más reacias a ofrecer espacio a estos libros). Las ventas de libros de ficción en rústica continúa subiendo, aunque menos que en los últimos años; en este país no se ha establecido todavía una manera para que escritores serios puedan ganarse una reputación -o siquiera obtener ventas sustanciales- por otro método que no sea publicando, desde un inicio, en pasta dura.

¿Por qué los lectores se muestran reacios?

Parte del declive en la cantidad de lectores se ha atribuido a problemas intrínsecos de la novela misma -su incapacidad, por razones histórico-culturales, para seguir siendo relevante. Es un argumento al cual llegaremos. Por el momento, sigamos explorando el estándar de grandeza, y como ha entorpecido a críticos y lectores.

Es importante definir este segundo grupo. Por lectores no me refiero al público general que compra la mayoría de los libros de gran tiraje. Ellos están bien, constantemente abastecidos y, espero, felices. Usada en el contexto de este artículo, la palabra “lector” no pretende incluir cualquiera que espera con ansías la próxima novela de Herman Wouk, Harold Robins, Irving Wallace o, una categoría o dos arriba, las de John O’Hara y John Hersey, o de nuestros dos premios Nobel vivos, Pearl S. Buck y John Steinbeck. Somos, como Dwight MacDonald, Robert Brustein y otros han apuntado, por ahora y por lo menos en un futuro cercano, dos naciones culturales; todo el rigor es entonces necesario para subrayar estas diferencias y no obscurecerlas. En The American Novel and It’s Tradition (1957), Richard Chase escribió:

… la división en América separa la cultura “intelectual” de la “popular”, una división señalada por Van Wyck Brooks en 1915 en su America Coming of Age. El ensayo de Brooks es un gran trabajo de escritura: es elocuente, incisivo e ingenioso. Pero hemos vislumbrado suficiente historia para detectar ahora su error fundamental -a saber, la idea de que es obligación de nuestros escritores sanar las divisiones y reconciliar las contradicciones entre estas culturas persiguiendo el camino intermedio.

Mi preocupación no está en hacer que se decepcione el Gremio Literario con la mayoría de las decisiones de sus clubs; es atacar la barrera que se impone entre lo mejor de la nueva ficción y los más destacados lectores. Este último adjetivo debe sobreentenderse donde aparezca la palabra “lector”.

El lector -probablemente un abogado, un hombre de negocios, un maestro- puede haber experimentado un sentimiento de culpa recurrente debido a su negligencia respecto de la ficción. Pero tiene una vida ocupada que a menudo incluye ya la lectura obligada y la de su trabajo. Una parte de las lecturas de este profesional sirve, observándola, como amortiguador contra las interrupciones y el esfuerzo; parte de su renuencia a leer nueva ficción se condiciona por el hecho de que, en la escuela y la universidad, su experiencia se ha basado sobre todo en los clásicos. Pero parte de su renuencia se debe también al efecto de prueba y error; guiado por las alabanzas flojas de un crítico de periódico o por un partidario demasiado entusiasta, el profesional ha leído novelas inferiores o (como muchas novelas francesas recientes) las que le hicieron desear que los autores hubieran resuelto sus problemas literarios de forma privada. Todos estos factores, sumados a los históricos mencionados anteriormente, lo han desanimado para acercarse activamente a la nueva ficción, y para realizar el esfuerzo de separar la ficción eventualmente gratificante de su lectura profesional. El resultado más común es una actitud desdeñosa, como la del profesor citado anteriormente, que no se molesta más que con “los grandes”. Antes de leerlos, no necesariamente busca la garantía de una biografía fenomenal, de una gran historia o de un estupendo comentario político. (De ninguna manera requiere de grandes reseñas). Para la ficción, ha llegado a confiar, a menudo inconcientemente, en que el crítico, según sus criterios, escoja para él los libros a descartar. Y así como el crítico ha facilitado esta actitud perentoria, el lector la ha promovido. Es quizá una conspiración involuntaria. Ciertamente, una de las funciones de la crítica de libros nuevos es ahorrarle tiempo al lector. Pero en mi opinión, mucho de este tiempo ha sido desviado cuando hubiera podido invertirse para beneficio del lector y de la salud cultural del país, porque nadie puede decir si un buen libro nuevo es grande y porque muchos libros, que prueban ser menos que grandiosos, son de todas formas, valiosos.

“Simplemente muy bueno…”

El otro conspirador, el crítico, tiene obligatoriamente una fuerte influencia, aún sobre el tipo de lectores que hemos discutido. Bernard Shaw apuntó que todos somos, en la mayoría de nuestras actividades, parte de la masa; las exigencias de la vida moderna, el rápido crecimiento en el campo de la información, no permite especializarse en nada que no sea una materia reducida. Por lo mismo, el connaisseur de literatura tiende a ser medianamente entendido en arquitectura o matemática, y viceversa. (Era una pequeña broma editorial al final de los cuarentas decir que si tenías un libro romántico para el cual querías una recomendación, bastaba con mandarle una copia a Albert Einstein). Los no especialistas deben confiar en los expertos, en cualquier campo. Nuestro lector depende de los críticos literarios, y principalmente de los reseñistas, porque los críticos serios, aquellos cuyos nombres tal vez conoce y respeta, no se ocupan demasiado de la nueva ficción.

En el día a día de la reseña, la bestia negra de la grandeza y la perfección es frecuentemente implícita o evidente. A menudo es usada para eclipsar alguna alabanza. En el New York Times (31 de enero de 1965) Elizabeth Janeway dijo acerca de la nueva novela de William Humphrey: “The Ordways no es un libro perfecto, es simplemente muy bueno…” No demasiado útil: sobre todo si se insinúa que el autor, aunque dotado, resbaló por debajo del estándar de perfección semanal al cual estamos acostumbrados, y que, posiblemente por una traviesa falta de atención, ha desdeñado el ideal nacional de perfectibilidad.

El estándar de “grandeza” -despreciativo de lo bueno- es especialmente evidente en resúmenes literarios de otras temporadas o años. Orville Prescott, en el New York Times (4 de diciembre de 1963): “En 1963, hubo una cantidad razonable de buenas, ingeniosas y gratificantes novelas publicadas, pero, que yo supiera, ninguna mereció un entusiasmo desmedido”. (De ahí, cita nueve novela que “admiró y disfrutó y tres “excepcionalmente buenas novelas históricas”.) En su columna, exactamente un año después, escribió: “Los que se lamentan de la baja calidad de la ficción moderna normalmente no han leído suficiente de ella, o sólo leyeron los libros que se precian de desprestigiar”. No nota la conexión entre sus dos declaraciones. Francis Brown, editor de The New York Times Book Review (1 de diciembre de 1963): “Parece que estamos viajando por una planicie literaria, paisajes planos sin picos ni montañas”. David Buroff, en la misma revista (7 de junio de 1964) acerca de los seis meses anteriores: “Lo que hemos extrañado es la novela que llega cada una o dos temporadas y trae consigo un movimiento en la conciencia de la época…” ¿Cuáles temporadas fueron éstas? debemos preguntar con cierta vergüenza por habernos perdido la mayoría de ellas. El Time (12 de febrero de 1965) abre un artículo sobre los últimos novelistas de “humor negro” declarando que el nuestro es “en general un mal tiempo para la ficción”. El artículo entonces procede a citar a siete novelistas alabados en elevados términos. A uno de los libros se lo llama “una creación cómica que ya casi se ha establecido como una especie de clásico”. Uno se pregunta qué sería, en general, un buen tiempo para la ficción, ¿el Time se encontrará satisfecho con algo menos que con un Club del Gran Libro del Mes?

Los críticos más serios no escriben muy seguido artículos coyunturales. De ellos normalmente obtenemos retrospectivas de al menos una década o algo por el estilo. Leslie A. Fiedler en Waiting for the End: “Sin embargo, hoy, no hay nada para empujar un descenso mundial hacia el arte más banal como la estéril y académica nostalgia por la avant-garde del ayer de escritores europeos como Alain Robbe-Grillet”. Uno puede asumir de esta frase que nada de “calidad” se está publicando. Fiedler nombra algunos autores conocidos y, porque piensa que sus últimos libros fueron de alguna manera decepcionantes (con lo que estoy de acuerdo), concluye entonces que la vitrina está vacía y que todo brillo ha desaparecido. Saul Bellow dice que todos nos hemos estado preguntando qué es un ser humano hoy en día y se lamenta, “Es una pregunta que a mi juicio los escritores modernos han contestado pobremente”. Para empezar, yo quitaría vigorosamente a Bellow de su propia queja. Uno siente que para el crítico serio existe un recelo, casi igual al del periodista, para alabar cualquier novedad que no pueda llamarse grande.

Con el reseñista, la razón por la cual usa el estándar de grandeza, es a menudo sólo pereza mental -su poca habilidad para ver mérito. Resumir el año pasado como “no excelente” o decir que vivimos en tiempos pobres, o en una llanura, es protegerse de futuras vergüenzas: cuando te encuentres en duda, mejor pocos elogios que demasiados. Es también una oportunidad para reconocer con asombro que estos son tiempos peligrosos y que la ficción no puede competir con los titulares. (Como si la buena ficción jamás lo hubiera intentado en este sentido).

Los críticos serios, particularmente los académicos, como lo son la mayoría de ellos, confían en el estándar de grandeza porque no desean invertir demasiado tiempo en literatura que no les sea útil -como materia para sus cursos, sus artículos en revistas profesionales o para libros que puedan elevar su estatus y ganarles una plaza asegurada. Un par de años pasados reevaluando Poe o una generación pasada es más “útil” que el mismo tiempo gastado en buscar y evaluar nueva ficción. Este estado mental me lo resumió sin chiste un joven profesor que me dijo haber estado trabajando durante años en una biografía crítica de cierto poeta victoriano bastante menor a la que todavía le faltaban varios años por delante. En respuesta a mis preguntas, me dijo que no pensaba que el trabajo del poeta hubiera sido injustamente descuidado o que su vida hubiera sido particularmente interesante. Cuando le pregunté por qué estaba pasando tanto tiempo con este libro, me contestó, sorprendido por mi ingenuidad, “Porque nunca ha habido un libro sobre este autor”. (Para hoy, el libro ha sido publicado y el profesor ascendido).

La falacia de las Edades de Oro

Aparte de la injusticia cometida en contra de los actuales escritores serios, este estándar arbitrario de grandeza (explícito o implícito) es falso por dos razones. La primera es la suposición romántica que hubo, en el pasado, Edades Doradas de la ficción reconocidas por sus contemporáneos. Esta suposición va más lejos todavía; implica que hubo una Edad Dorada casi sin interrupción desde los principios de la novela hasta la Segunda Guerra Mundial. Una tabla cronológica literaria con puntos negros marcando los ahora aceptados como grandes trabajos de ficción, seguramente mostraría anchas agrupaciones sobre las líneas. Por ejemplo, 1925 vio la publicación de In Our Time, de Hemingway, The Great Gatsby, de Fitzgerald, y de An American Tragedy, de Dreiser. Pero para aquellos viviendo entre estos periodos de aglutinación, mes por mes, año por año, hubo largos espacios en blanco entre los puntos. Flaubert escribió: “La literatura se ha vuelto tísica…Tomaría Cristos de arte curar esta lepra”. Y: “Todos nosotros nos enlodamos en la mediocridad… Nuestros libros, nuestro arte… están hechos para todo el mundo, como las vías del tren y los asilos públicos”. Estos comentarios fueron escritos en 1850 y 1853 (incidentalmente, durante su propio período creativo) justo después de que terminaran las carreras de Balzac y Stendhal, y justo antes de que comenzaran las de Maupassant y Zola. En 1916 H.L Mencken habló del “desierto de la ficción americana, tan poblado y sin embargo tan seco”. Esto fue justo después de que terminaran las carreras de Twain, Crane, Norris y (para efectos prácticos) la de Howells; la nota pertenecía a un ensayo que aclamaba el surgimiento de Dreiser. El juicio sobre lo que es o no una Edad Dorada no es accesible a los que viven en ella.

Esto nos lleva a una segunda y más seria falla: la creencia de que, a cualquier nivel intelectual, la grandeza es un criterio aplicable a los nuevos trabajos. Es un juego rancio proveer citas de críticas sobre trabajos ahora aceptados o sobre trabajos olvidados que fueron en su tiempo adornados. Alfred Kazin lo ha resumido muy bien:

Hay muy pocas razones para pensar que la mejor evaluación de los libros la han hecho sus contemporáneos. Es demasiado temprano para nosotros para atribuir excelencia a ciertos libros contemporáneos simplemente porque expresan preocupaciones de la época; de igual manera es fácil para nosotros, familiarizados con el consenso intelectual y filosófico de nuestra sociedad y nuestro tiempo, descartar libros que no parecen suficientemente “originales”… En los primeros años de su publicación, el Ulises, de James Joyce, El castillo, de Kafka y The Waste Land, de Eliot … fueron descartados con facilidad por ser “extraños” y hasta “engañosos”. De la misma forma, en la historia de la literatura, hay demasiados ejemplos de autores que, como Stendhal, parecían demasiado “típicos” de sus propios tiempos.

A esto le podemos sumar un corolario: la recompensa de la grandeza es, propiamente, un juicio histórico, no uno contemporáneo. Por mi parte, me gustaría ver un manual de estilo usado por editores de reseñas, desde los menores hasta los mayores, que prohibiera las palabras “grande” y “grandeza”, o “perfecto” y “perfección” usados como sinónimos de los anteriores, y aplicados a cualquier ficción menor a veinte años de edad. Si los términos no son válidos cuando aplicados, igualmente se vuelven inválidos -y hasta más ofensivos- cuando son explícitamente negados. (”Claro que ésta no es una gran novela, pero…”) Así, quizá, podremos evitar la insinuación de que somos capaces de decir qué es lo grande, y lo que no es grande no es bueno, y que todos somos exiliados de un Paraíso Perdido de pasada grandeza continua.

Este artículo se publicó originalmente en Harper’s Magazine en noviembre de 1965.

by Stanley Kauffmann

nació en 1916 en la ciudad de Nueva York. Es escritor y crítico de cine y teatro. Desde 1958 ha colaborado regularmente para The New Republic. Es autor de más de diez libros de crítica de cine.  Ver más

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