Metí a Loco en su jaula de viaje y limpié el asiento del copiloto, de pralinés sin terminar, de latas vacías de Dr. Pepper y la tesis doctoral de un viejo amigo mío acerca del racionalismo ético kantiano.
Ayudé entonces a la anciana a subirse al camión, y luego subí yo. El aire acondicionado resultó ser una bendición mientras yo iba cambiando marchas para recuperar la velocidad en la carretera 187 de Texas.
—Me llamo Elbow Jones —dije mientras veía por el espejo retrovisor cómo desaparecía su coche, con el capó levantado y tirado en la cuneta de la carretera.
—Eve Dawson.
Íbamos dejando velozmente atrás alambradas, campos de altramuces y amaros. En la radio sonaba George Straight.
—¿Adónde va? —le pregunté.
Silencio.
Pensé que no me había oído; bajé la radio. —¿Adónde va?
Fue entonces que me di cuenta de que Eve Dawson me estaba apuntando con una pistola, la mano temblona, balanceándose al ritmo del movimiento de la cabina. Me entraron náuseas.
—Lléveme a la playa —me dijo.
Loco dejó escapar un pequeño gruñido.
La pistola y ella parecían tener la misma edad. Si de verdad todavía funcionaba, era muy factible matar a alguien con una vieja pistolita como esa, si se apuntaba bien de cerca. Mi hermano, que es un poli en Houston, las llama “pistolas de oreja”, porque es muy fácil colgarla de una.
—¡A la playa! —repitió, no muy lejos de mi oído.
Le podría haber quitado el arma, pero igual le habría dado un ataque al corazón. Y yo no quería que algo así me atormentara. O podría haber soltado a Loco, pero tanto ella como el perro podrían haber salido malparados.
Y me dio la sensación de que no era peligrosa; solamente vieja, y estaba sola. Unos ojos como los de un perdiguero maltratado. Y en todo caso, tenía el fin de semana libre. ¿Qué demonios?
Isla Padre quedaba a tres horas de allí. Al cabo de una hora, ella rompió el silencio. —¿Cómo lo hace para leer todos estos libros si conduce todo el tiempo?
Clavé la mirada en el suelo. Ética de la cultura del consumo. Laudos y clase social en la América actual. Las corporaciones globales y la meta-ética.
—Por las noches. En la cuneta de la carretera. Yo antes era profesor, en la Universidad de Rice.
—Dígame la verdad.
—Sí, señora. Esos libros en particular los escribí yo.
Frunció los labios. —¿Y cómo pasa un hombre de ser profesor en Rice y escribir libros tan raros a transitar carreteras?
No me gustaba hablar de aquellos años. De Jennifer. De cómo se estropeó todo. De mi crisis nerviosa.
—Eso no es asunto suyo, señora.
—Creo que no —me dijo ella. Y entonces se quedó dormida, con el arma en el regazo.
Paré en Alice. Llené el depósito del camión, solté a Loco para que echara una meada y le compré a la señora un trozo de pastel de leche merengada y un té helado. Para cuando despertó, estábamos otra vez en marcha; tenía una mirada enloquecida y estaba jadeando -balanceaba el arma de un lado a otro. Clavó en mí sus ojos, luego miró el pastel y se puso a sollozar.
—Tengo cáncer —me dijo, mientras se secaba las lágrimas con un pañuelito de encaje—. No pienso morirme sin ver la playa —En la distancia, encontré algo en que centrarme, con la esperanza de que mis gafas de sol ocultaran la lágrima que se deslizaba por la mejilla, como una gota de lluvia sobre una cruz de mármol.
Las sombras se estiraban ya sobre las dunas arenosas cuando llegamos a la playa. Conduje lo más lejos posible en Isla Padre sin perdernos del todo la luz del día. Dejé salir a Loco, y echó a correr, persiguiendo a las gaviotas. La ayudé a bajar del camión. Me guardé el arma en el bolsillo de atrás.
Un adolescente del color del cuero de vaca y que apestaba a cerveza me arrendó dos sillas muy lindas y un enorme parasol por 20 dólares. —Déjenlas nomás cuando terminen —me gritó mientras arrancaba a toda prisa.
Acercamos las sillas a la orilla del mar. Ella se quitó el sombrero. Entre su cabello enmarañado se veían manchas oscuras.
—El sol parece algo diferente —dijo— En la playa —Escrutó el horizonte, entrecerrando los ojos, observando los petroleros y las plataformas petrolíferas en la distancia. Las banderas que ondeaban en los buques eran de Grecia, Brasil y Argelia. Les dimos unos cuantos Cheetos a las gaviotas. Ella se metió en el agua hasta que le cubrió por la cintura. Vimos una raya, varias medusas y galletas de mar en los bajíos de agua color chocolate. Cuando el oleaje comenzó a hacerse más fuerte, se salió del agua. La envolví con una manta y preparé una hoguera con la madera que encontré en la arena.
Mientras iba apilando la leña, me fue contando acerca de su vida en Utopia. No había mucho que contar.
Y ahora la enfermedad.
El sol se ocultó por completo, y el Golfo no era más que un ruido de fondo tras la leña que crujía humeante. A la luz anaranjada de la hoguera resplandecían nuestros rostros y el pelo de Loco, pero más allá de aquel resplandor no existía nada. Me ofrecí a ir a buscar unos filetes o unas salchichas para hacerlas al fuego, pero ella no tenía hambre. Es culpa de la enfermedad. Le puse unas galletas a Loco, pero los cangrejos le habían suscitado más interés.
A eso de las nueve de la noche se acercó en su coche un guarda forestal que llevaba un sombrero de vaquero, nos miró de arriba abajo y siguió su camino.
—Gracias —dijo mientras el guarda se alejaba en su vehículo, y al rato se oyó a un coyote que aullaba entre las dunas. Me estaba entrando hambre, pero tampoco podía comer por culpa de los nervios, así que a sorbitos me fui bebiendo un botellín de whiskey Garrison Brothers. —Quería ver la playa —dijo—. Y aquí estoy. Perdón por lo de la pistola. No estaba pensando con claridad.
Asentí. —Bien que lo sé. Créame, lo sé —Me estaba cayendo una lágrima por la mejilla mientras le ponía el tapón a la botella.
El disparo hizo eco en las dunas arenosas y se expandió por el ancho Golfo. Me puse a llorar como un recién nacido, mientras dejaba caer la pistola y acunaba a Eve Dawson entre mis brazos. Sabía que era Eve Dawson, pero en mi cabeza se trataba también de Jennifer. Jennifer, cuando su diagnóstico. Jennifer, perdiendo su identidad y luego la vida ante el verdugo sin rostro del cáncer. El recuerdo de Jennifer, creando un vacío abrasador en mi vida, en mis sueños, en mi carrera y, eso supongo, en mi cordura.
Cada vez que lo pienso, si pudiera haberle ahorrado esos últimos, terribles, años a Jennifer, lo habría hecho.
Mas el pasado es el pasado. Eve Dawson estaba aquí. Ahora. Y yo había hecho que sus recuerdos finales fueran la grama de las dunas, caracolas y el aire marino. No los tubos, los cables y los empleados del hospital, y sus quejas por sus salarios.
El rojo y el azul de las luces de la camioneta del guarda aparecían borrosos entre mis lágrimas. Agarré a la anciana, y pude entonces oler el agua del mar, su colonia Aqua Net y su sangre cobriza. Lloraba por Eve. Lloraba por Jennifer. Y lloraba por un mundo en el cual cualquier viaje que valga la pena cuesta mucho, qué carajo, muchísimo.
escribe cuentos situados en Texas. Es el autor o coautor de una media docena de libros y ha conseguido algunos premios. Sus cuentos han aparecido en las revistas Ellery Queen’s Mystery y Demolition, además de los lavabos de unas cuantas paradas para camioneros en las badlands de Texas. Más conducta cuestionable, en www.darktexas.com
Me ha gustado el cuento. El final es formidable, y también el estilo. Se nota el buen hacer del traductor, también. Y cómo se desarrolla la pequeña trama hasta el final.
¡Gracias!