enorme enorme verso verso
“arrancarse, azorarse, roerse, carcomerse, no serenarse, no verse nunca, no conocer su cara; asomarse, marearse, creer en un averno oscuro; amenazar con caer; caer, caer a veces en un susurro suave, en un excurso vano, en una mueca acre; encerrar un verso en una casa enana; nunca amanecer, no vencer nunca…”; eso y más, mucho más, es lo que propone, ofrece, esto que tengo entre manos. Digo esto porque aún no sé cómo podría definirlo: ¿es un pájaro?, ¿un avión?, ¿un libro quizá? Vaya usted a saber. Literatura es, en cualquier caso. Y con mayúsculas, eso seguro. Pero no sé muy bien por qué.
Es otra cosa, desde luego, algo distinto. Ya dice el autor en algún momento que no ha venido aquí, a nuestras manos, a repetir cosas que ya se saben. Toda una declaración de intenciones que da idea exacta del tono de la obra, a medio camino entre el ensayo y la literatura, una miscelánea surrealista con materiales de toda condición y anclada a un último objetivo: la originalidad.
Y es juego, sobre todo. Una propuesta lúdica que arranca desde el mismo prólogo, que en clave rayueliana propone al lector diferentes itinerarios. Con ese aperitivo ya se intuye que esto no va en serio, o más bien, que va muy en serio, porque el compromiso con la imaginación va a ser absoluto en cada una de las páginas. 3, 2, 1… vuélvase la hoja y zas, el primer título explota muy cerca: “Regale cintas de Moebius”, que equivale a decir “Lea este libro, que esto es diferente…”. Aunque no tengas maldita idea de lo que es una cinta de Moebius. O precisamente por ello.
Los hay para todos los gustos: acertijos literarios, juegos de mesa en los que con algo de suerte puedes llegar a ser campeón del mundo, audacias oulipianas, divertidos pasatiempos para reuniones de amigos, etc. De todo y para todos. Incluso la propia estructura de la obra juega a ser calculadamente simétrica, como un bifronte puesto en pie asomándose al estanque de Larrea, o un soneto retrógrado de los que nos descubre el autor… ¿Que qué es un soneto retrógrado? Suena peligroso, pero no es para tanto: en la página 131 está la sorprendente respuesta. Rematando la faena, en el pliegue central de ese desdoblamiento consigue superponer el espacio físico del libro, el papel, con la dimensión temporal. Promete continuar con las [geniales] reglas del toc “pasado mañana” y, efectivamente, ahí aparecen dos capítulos después.
Juego es, sobre todo, pero es también metaliteratura, porque un verso en una casa enana recorre la historia de todos los que alguna vez se atrevieron a retorcer la natural relación entre significante y significado: romances mudos, jeroglíficos, anagramas, palíndromos, idiomas inventados, acrósticos… El libro abre la puerta a un tropel de curiosidades y conocimientos que el lector recibe con infinita sorpresa. Se destapa un laberinto de abismos literarios alejado de los cánones, por cuyos bordes caminan unos cuantos visionarios, ilusionistas de esto del juntar letras, en busca de los verdaderos límites del arte. Podríamos decir incluso que es ultraliteratura, por lo que tiene de exceso. Nada que ver con aquellas vanguardias huecas, que vistas a la luz de estos textos quedan a la altura de lo que realmente son. Nada que ver con (qué mala es la ignorancia) nada de lo que hayamos visto antes. Y comprobación palpable de que, como diría Quevedo, nuestros sentidos están en ayunas de lo que es literatura y hartos de lo que parece.
Es, y de qué forma, una obra interactiva, hipertextual, en la que se tienta continuamente al lector para que agarre un lápiz y empiece a indagar por sí mismo en los límites del lenguaje. Algunos nos resistimos, pero cuando vemos que, al final de un capítulo, el autor nos regala una píldora de su cosecha, recreando con soltura el artificio literario de turno, pensamos: si este tal Moíño puede, ¿por qué no yo? Y entonces lo intentamos. Y nos vemos discurriendo tautogramas en s, o monovocalismos. Y comprobamos que no es tan fácil. Pero en cualquier caso, silencio, el lector está creando, que decía el prólogo.
Es sueño también, como la vida misma, porque nos hace fantasear con poemas imposibles, con animales fabulosos y con el incierto resultado de cruzar al rinonete con la corlica, con que esta Navidad podemos hacernos ricos con el cero mil cerocientos cero. Nos hace intuir, y no es broma en los tiempos que corren, que vale más la fe que las matemáticas. Que se lo digan al Dompimpón. Y, aunque no lo pretenda, es dogma, porque nos demuestra, amargados de poca fe, escritores de tres al cuarto, que todavía es posible, y vaya si lo es, abrir nuevos caminos en esto de la creación, que no está todo inventado. El autor defiende, ensayística y documentalmente, que en pleno siglo XXI aún hay vías sin explorar, territorios comanches de la expresión literaria como el de “Morid, eruditos”, colleja en la nuca de algunos agoreros que van por ahí diciendo que ya está todo el pescado vendido. Error. Y para muestra, sin ir más lejos, este libro. Ahí está…
Y no sé si sombra, pero es también ficción. Por las junturas del Oulipo y sus retorcidas propuestas, deja asomar el autor una vena creadora de vuelos estratosféricos. Puedo decir sin rubor que algunos de los relatos que Pablo Moíño intercala en este libro son auténticos monumentos del género breve. Hará bien el desocupado lector en ignorar los consejos del prólogo y leer el libro de cabo a rabo, no vaya a perderse alguna de estas perlas. El resto de la obra es muy buena, pero son esas pequeñas narraciones las que hacen de esta una obra superlativa, inolvidable.
Algunas, como “Samosa y Pakora”, socavan los cimientos de la acción narrativa de forma brillante, cuestionando la necesidad, no ya de que esta tenga final, sea abierto o no, sino de que tenga tan siquiera principio. Otras, como “El riesgo”, “la buena suerte” o “Sorry my english”, provocan desasosiego desde el intenso lirismo de sus protagonistas: un romántico atropellado por “eso que se ha dado en llamar, ah, el signo de los tiempos” que, borracho y más lúcido que nunca, enfrenta su propio destino sin rendir los principios al enemigo; un librero rumboso que esconde y ofrece joyas a precios de saldo para sentir el vértigo de la automutilación; y un desheredado que arroja al río su improbable, pero única, tabla de salvación. Los tres se desprenden de algo valioso para seguir adelante; apuestan, parece, en contra de sí mismos. Pero a la vez, esa renuncia, que suele resultar incómoda a ojos de los demás porque ataca la lógica del comportamiento social de los hombres, les termina redimiendo. Estas pequeñas obras maestras son, por tanto, un canto al optimismo lanzado desde lo más profundo de nuestros miedos, una demostración palpable de que todo es cuestión de percepciones y de que podemos domar la rueda de la fortuna a nuestra voluntad.
Pero por encima de todo, esta obra es impostura. Como ángulo fundamental de su tono lúdico, el libro va borrando las fronteras de la realidad e inocula lentamente en el confiado lector el virus de la duda. Datos y referencias conocidos e irrefutables se mezclan con otros muy sospechosos. La maestría con que el autor se mueve en estos terrenos hace que sea prácticamente imposible saber dónde acaba la cita y comienza la magia. Imposible y, afortunadamente, innecesario. ¿Para qué caer en el prosaísmo de querer saberlo todo? Es infinitamente más evocador dejarse envolver por los soberbios artificios alfabéticos de Felipe Aguer y Carmen Valls, o admirar sin pretensiones los flashes monovocálicos de la jacetana Isis Z, porque allá donde no llega la letra llega la imagen, cinematográfica en este caso. Que el profesor Revillod existe, no hay para qué dudarlo: ahí está el animalario que lo atestigua. Y los tableros de toc se apilan, seguro, en algún lugar de Lavapiés. Mucha gente los ha visto. Y tocado. Y han dado fe. En fin, como diría Larra, si alguien acusara al autor de maquinaciones fraudulentas, “será mejor que a ese cargo no responda, porque quien no lleve en el corazón la respuesta, no comprenderá ninguna”.
Y resumiendo, es vino, es poesía, es virtud, también veneno; es un asesinato, la muerte del concepto a manos de la forma; con alevosía, literaturidad; es un buñuelo al viento, es un regalo hueco, un tanto da y un qué me importa; un verso enorme, un no cansarse, como una rosa nueva o una morena en zuecos; comer una manzana, cenarse unos excesos, cascar nueces a saco, mover, rascar seseras…
Que los dioses nos concedan más libros así.
vive en Madrid, es profesor de Lengua y Literatura, reseña compulsivamente e investiga sobre asuntos quevedescos.
No se te resiste ni la literatura, ni el fútbol ni, por supuesto, el toc. Por algo eres un auténtico Pichichibananero