Edith Wharton ha sido siempre un tema espinoso para la crítica literaria estadounidense. Difícil aceptar, particularmente en una dama de su tiempo, la presencia de un ánimo creativo tan caústico y tan penetrante, tan pesimista y entregado a un naturalismo sin ambages. Esas y otras características la convirtieron, ya en vida, en una anomalía entre sus contemporáneos. A pesar de ello, incluso los observadores más adversos a contender con su talento debieron, más tarde que temprano, aceptar su presencia dentro del canon literario estadounidense.
Muchos lo hicieron a regañadientes, aderezando sus opiniones con dosis de menosprecio generalmente dirigido a su personalidad e historia, cuando no a su obra. Se la calificaba como una autora de menor importancia, discípula de Henry James y, por tanto, empeñada en emularlo servilmente. Así se ignoraba convenientemente que, más allá de una gran y en ocasiones un tanto azarosa amistad, su estilo, tramas y personajes eran totalmente distintos de los de James. El que Wharton hubiese pertenecido a la élite social neoyorkina potenciaba argumentos sobre una presunta superficialidad, prejuicios también originados por su independencia como mujer y escritora: Wharton no solo llegó a poseer el cuarto propio preconizado más tarde por Virginia Woolf, sino mansiones en los Estados Unidos y en Francia.
Se podría pensar que tales preconceptos son cosa del pasado. Hace poco, sin embargo, un sorprendente episodio ha probado su persistencia. Con ocasión del centésimo quincuagésimo aniversario del nacimiento de Wharton, la editorial Penguin Books preparó para el 2012 una edición de tres de sus novelas de escenario neoyorquino, La casa de la alegría, Las costumbres del país y La edad de la inocencia. Intitulada en su conjunto Three Novels of New York, la publicación fue concebida como una “edición de lujo”, “inspirada de la alta costura”. Este último detalle se cimentó con la presencia de Richard Gray –famoso ilustrador de modas– como creador de la portada del libro.
Lo irónico de presentar obras de Wharton en una edición de tal carácter se vio agravado por la decisión de contratar a Jonathan Franzen como autor de la introducción. La idea de que su fama garantizaría atención mediática al proyecto probablemente lo hizo prevalecer por sobre más aptos candidatos. El resultado de ese cálculo ha sido espectacularmente negativo: el texto de Franzen puede considerarse uno de los estudios más absurdos e insultantes jamás escritos sobre Wharton. Así lo han comprobado los lectores de The New Yorker, en cuya edición de 13 y 20 de febrero del 2¬012, se publicó bajo el título «A Rooting Interest» (Un enraizado interés).
A juicio de Franzen, Wharton contrapone en sus tres novelas el atractivo físico de sus protagonistas a lo craso de sus intereses y actividades. Crea así un dilema en el que el lector, consciente de que debería repudiarlas por su conducta, no deja de simpatizar con ellas por su belleza. A juicio de Franzen, ese dilema era personalísimo para Wharton, sofocada por el hecho de saberse al mismo tiempo poco querida en razón de su fortuna y privilegios, y poco agraciada físicamente.
Franzen presenta ese último detalle, esencial a su controvertible tesis, con remarcable insistencia. Según él, Wharton “no era bonita”, y “podría muy bien ser más congenial para nosotros hoy si, además de sus otros privilegios, hubiese lucido como Grace Kelly o Jackeline Kennedy”. ¿Habría el reputado novelista analizado desde una óptica semejante las novelas de Charles Dickens, con ocasión de su reciente bicentenario? ¿Habría considerado apropiado desear que el rostro de Henry James hubiese sido similar a los de John F. Kennedy o Alain Delon? La respuesta es obvia y devela a Franzen como digno sucesor de los prejuiciosos críticos que en su día atacaron a Wharton.
nació en Pelileo, Ecuador, en 1971. Es autora de La Flama y el Eco: ensayos sobre literatura (2009); Mejía secreto: facetas insospechadas de José Mejía Lequerica (2013), Anatomía de una traición: la venta de la bandera (2015), Dolores Veintimilla, más allá de los mitos (2015), y de la edición crítica de las obras de Dolores Veintimilla (2016). Reside en Nueva York.
El artículo de Franzen sobre Edith Wharton es fácilmente el peor de los incluidos en el New Yorker de Feb. 13 & 20.
Entre los otros artículos hay uno sobre un hombre que recibió un transplante de cara, uno sobre un plagiarista compulsivo y uno sobre un publicista mercenario que se dedica a hacer anuncios negativos para partidos políticos en EE.UU. -lo que se conoce allá como «character assasination». Todos estos textos tienen un tratamiento humano de los sujetos sobre los que tratan. Todos, menos el de Franzen. Pareciera como que en el New Yorker, deslumbrados por su celebridad, cuando Franzen les envía algo, nadie verifica si es o no una sandez que valga la pena imprimir, un privilegio que tiene, por suerte para los lectores del New Yorker, sólo Franzen.
Este no es su punto bajo, sin embargo. Ese honor está reservado para su artículo “Farther Away” en el que acusa a su difunto mejor amigo, David Foster Wallace, entre otras cosas horribles que nadie diría de un enemigo que acaba de morir, que su suicidio fue una movida para avanzar su carrera literaria, para luego explicar, increíblemente, que su decisión de dejar el antidepresivo cuya ausencia causó el episodio suicida, se debía al «deseo perfeccionista» de no ser dependiente de las drogas y a la «aversión narcisista» a verse a si mismo como enfermo mental.
En “Farther Away” vemos un extremo de insensibilidad y crueldad que de encontrlo en una ficción nos parecería inverosímil. Lo irónico es que en ese mismo artículo Franzen se presenta a si mismo como un tipo sensible, citando en defensa de esta autopercepción su afición por ornitológica, su costumbre de llevar diarios y sus vacaciones exóticas en islas de fama literaria.
Lo que queda claro, tanto en el artículo de Wallace como en el de Wharton, es que Franzen carece de empatía para con los sujetos sobre los que escribe, y que asume que sus lectores sufren de exactamente la misma deficiencia, un problema típicamente narcisista. A eso se debe el tema principal de este artículo: la simpatía. ¿Cómo obtener la simpatía del lector para con un sujeto de ficción despreciable? En Franzen esta investigación informa tanto su búsqueda de mecanismos efectivos para llevar a buen puerto la «novela del contrato», de la que es acólito, y cuyo propósito es hacer darle al lector lo que espera, hacerlo pasar un buen rato y no hacer literatura difícil, ni darle problemas, como dicen en su artículo atacando a William Gaddis, del 2002: “Mr. Difficult”.
La posición opuesta está perfectamente descrita en el prólogo de Steven Moore a su La Novela: una historia alternativa, donde, entre otros argumentos igualmente sólidos, cita a David Foster Wallace («hay arte que merece el trabajo extra de superar todos los obstáculos a su apreciación») y a Donald Barthelme («El arte no es difícil porque quiera ser difícil, sino porque quiere ser arte»).
No sorprende, entonces, la preocupación de Franzen por encontrar los mecanismos con los que un autor que le parece antipático produce un libro con un protagonista moralmente cuestionable y que, sin embargo, él no logra dejar de leer -quizá en parte preocupado por lo repelente que resulta su propia emergente imagen pública para los que leemos sus artículos. Esta es también la preocupación central del sistema de ficción comercial norteamericana, en el cual -y esto es fácilmente constatable en las reseñas de lectores de Amazon- si el autor no logra que el protagonista le simpatice al lector, el libro a fracasado.
Lo que resulta insólito aquí —o tal vez no tanto— es que un autor que ha alcanzado la fama que tiene Franzen argumente que la razón por la que nos identificamos con personajes repelentes es porque son «físicamente bellos» o, ya en un paroxismo de irreflexión, porque si el personaje quiere algo, el lector se contagia incontrolablemente y lo quiere también. El análisis tiene la profundidad de un análisis de lectura de un muchacho de colegio, aderezado además con las más rudimentarias técnicas del cine comercial (“pet-the-dog moments”) que parecieran indicar que para Franzen efectivamente la literatura es una básicamente el resultado de una receta para manipular las emociones del lector, que falla o tiene éxito según el lector le de su simpatía al protagonista o no.
No hay exploración, en Franzen, del arco narrativo, del tono, del estilo, de la construcción de las escenas, de la dinámica de personajes. No hay, en fin, discusión del arte literario de Edith Wharton. Sólo de su puntaje en el concurso de belleza que es la literatura para él, y los mecanismos que usaba, según Franzen, para embaucar a los lectores y hacer que se interesaran por sus despreciables personajes. No en vano, en el artículo sobre Gaddis, menciona brevemente a The House of Mirth de Wharton junto a Guerra y Paz, para sentenciar: “ustedes los llaman arte, yo lo llamo entretenimiento”.
Caveat emptor: Eso es lo que se puede esperar de Franzen, cuyas esperanzas para la crítica literaria son este concepto de novela: «Piensa en la novela como un amante: quedémonos en casa hoy por la noche y pasemos un buen rato; solo porque te tocan donde te gusta que te toquen, no significa que seas barato». (“Mr. Difficult”, 2002)
Contra Jonathan Franzen: http://depeupleur.blogspot.com/2012/02/contra-jonathan-franzen.html
Maria Helena: Me encanta tu artículo. Soy además una fanática de Edith Wharton, que me parece, sencillamente, ma-ra-vi-llo-sa. Los datos que aportas sobre la presentación del libro no tienen desperdicio. Comparto también lo que comentais tú y Juan Murillo acerca del carácter que destila Franzen. Personalmente he de decir, leídos una y otro: De EW lo he leído todo. De Franzen he leído «Libertad» y me tomará la idem de no leer nada más. Los dos nombres reunidos en un solo libro, me producen estupor.
Mónica: mil gracias por tu gentil y generosa apreciación. Comparto contigo una gran admiración por Wharton. Y un abierto escepticismo por el canonizado Franzen. Muchos saludos!
Interesante artículo del que difiero en cuanto a la percepción de la belleza por parte de Vd. misma:
¿Cree que Kelly y Jackie son comparables?. La primera era hermosa y punto mientras la segunda estaba necesitada de aditamentos y no era bella en absoluto. Supo, con dinero, componer un estilo atractivo pero en bata de obrera nadie la hubiera mirado dos veces. Igualmente por lo que se refiere a John Kennedy y Delon. El primero fue tan poderoso como poco agraciado -su rostro aparecía siempre hinchado- mientras Delon era un joven bellísimo. El que sí era bello era John John.
Está claro que la belleza es subjetiva y mejor que así sea.
Me gusta Wharton pese a dos graves defectos que no quiere o no saber disimular: el antisemitismo y el clasismo. El gran proust, profundamente educado y por demás judío, nunca habría caído en mostrar tales lacras que, por suerte de todos, nunca asolaron su mente de genio.
También me gusta Franzen y sobretodo en «Las correcciones». Si es cierto lo que ha publicado de Foster Wallace es mala persona. ¿Quién se suicidaría para empujar su carrera sin poder disfrutar de ello?.
Gracias y un saludo.
Glória,
Gracias por tu interés en el artículo y por haber tomado el tiempo de escribir sobre el mismo. Sobre si los ejemplos que propuse en el texto como ilustraciones de belleza son o no acertados, es en verdad asunto subjetivo. Para mí lo son, probablemente para otras personas no lo sean.
Sobre el antisemitismo de Edith Wharton, si, existió desde luego, igual que su visión de clase. Como su biógrafa Hermione Lee menciona, los mismos son rasgos comunes dentro de su época y de su círculo social. Henry James sufría de los mismos males. Otros genios también, como el caso del antisemitismo de Scott Fitzgerald demuestra.
Mencionas que Proust no sufría de ese mal. Me permito disentir parcialmente de esa afirmación. Proust presenta sus personajes judíos de manera humana y sin prejuicios, desde luego. Sin embargo, ello ocurre tan solo cuando esos personajes están plenamente asimilados al ethos francés. Cuando aparecen personajes judíos que no se han asimilado a lo que el considera socialmente aceptable dentro de ese ethos, las descripciones y comentarios sobre los mismos son duros y sin duda responden a preconceptos poco potables.
Sobre Franzen, he leído sus libros y debo confesar no me han impresionado. Cuestiones de gusto. Su texto sobre DFW, sin embargo, no puede sino calificarse de despreciable – y uso la palabra en su acepción más específica. Una traición póstuma, orientada como tantas otras intervenciones extraliterarias del caballero en cuestion a conseguir publicidad y satisfacción para su ego, que no justicia para su presunto amigo.
Muchos y muy cordiales saludos,
María Helena