En realidad, ni siquiera sé dónde conocí a Eli. Era simplemente una de esas personas a las que veía en fiestas, conciertos y bares. Me gustaba, y me daba igual que fuese una yonqui; la mayoría de la gente que conocía en aquella época, o eran ya yonquis o estaban de camino, yo el primero. Además, siempre había sentido cierta debilidad por esa clase de mujer.
Ese verano yo andaba sobreviviendo con lo mínimo, más o menos al comienzo de una mala racha de perdedor que acabaría por durarme una década. Vivía detrás de una tienda, en Brunswick Street, y lavaba platos en un restaurante griego. Me acostaba tarde, bebía todo el tiempo y fumaba hierba siempre que podía. De noche me ponía en cuclillas en mi habitación, expuesta al viento, y me grababa jeroglíficos en los brazos con trozos de vidrio; eran mensajes para mí mismo, recordatorios de una cosa u otra – de mi propia estupidez de mierda, quizá. No eran mis peores tiempos; esos todavía estaban por llegar.
Fue un verano abrasador, mucho peor en Fitzroy, donde las calles de cemento devolvían el calor del día como exhalando el aliento a la noche mucho después de que se hubiera puesto el sol. Había parejas que dormían sobre esterillas en los jardines, y los boletines de noticias emitían avisos para que la gente se asegurase de que sus mascotas tuviesen suficiente agua. Los ancianos se morían de calor. De noche yo soñaba con abundantes masas de agua. La gente no paraba de hablar del calor, le daban una magnitud que de otro modo no hubiera tenido. El calor convirtió a todo el mundo en vecinos. En las calles, en las paradas del autobús, en los taxis. «¿Qué le parece a usted este calor?¿Usted no tiene calor?» Casi me volvieron loco.
Una noche Eli y yo estábamos tomando unos tragos en el Club, flirteando y pasándolo bien. La música estaba muy alta, los tipos daban voces y se tiraban la cerveza por encima. Las emociones veraniegas estaban alcanzando su punto álgido. El bar estaba abarrotado de gente de rostros sudorosos, gente cuyas manos se sentían húmedas al tacto cuando se las estrechabas un buen rato. Y allí estaba Eli, con el cuello de su camisa de hombre ligeramente doblado hacia arriba como haciéndome un guiño, mostrando un relumbrante rizo en su clavícula. No sé cómo fue, pero terminamos agarrados de la mano en el escalón de la entrada, tratando de sentir la brisa. Ella liaba los cigarrillos más perfectos que había visto, se aplicaba a aquella tarea circunstancial con una concentración muy de niña. Cuando se quejó por enésima vez del calor, la agarré de la mano y me la llevé a rastras por la calle. Fue instintivo, espontáneo. Ni siquiera la conocía bien, pero se rió y me siguió la corriente. «Loco cabrón», dijo mientras lanzaba al aire el vaso de vino y observaba cómo se hacía añicos contra el pavimento. «¿Adónde me llevas, sinvergüenza?»
La piscina pública de Fitzroy se hallaba a unas cuantas manzanas del bar, pero la llevé por calles oscuras y bajo la sombra de cementerio de los olmos, solamente para poder sujetar su mano. Rose Street. George Street. Gore Street. Creo que ella sabía que le estaba haciendo dar un largo rodeo, pero no se quejó. Ninguno de los dos hablábamos. Eran las dos de la madrugada, la luna estaba fuera, una noche enorme, llena de murmullos y de calor. Los coches hacían sonar los cláxones al pasar. La gente se sentaba en los porches de las casas, abanicándose.
Nos encaramamos a la valla de alambre y saltamos al otro lado, sobre el ajado césped de la piscina de Fitzroy. Aguantamos la respiración. Podía notar a Eli junto a mí, su calor. No pasó nada: no se disparó ninguna alarma, ni apareció un guardia, nada de nada. Nos miramos el uno al otro y nos encogimos de hombros. Parecía demasiado fácil, pero lo cierto es que estábamos dentro. «Guau», me dijo al oído. «Qué alucine.»
Aguardamos un par de minutos antes de ponernos a recorrer el recinto, pero muy suavemente, sin ganas de tocar nada, como si estuviéramos en una iglesia o en un museo. No hablábamos. Apoyadas aquí y allí en el césped y en la zona pavimentada había piezas de mobiliario de jardín, hechas de un plástico blanco. Del respaldo de una de las sillas colgaba un par de gafas de natación. Alrededor del poste de una de las sombrillas alguien había enrollado una toalla, que parecía una gruesa serpiente. La piscina misma estaba cubierta con una gran lona plástica, que se replegaba por medio de un sistema de ruedas desde el lado más hondo. La lona se contraía contra las cadenas cuando soplaba la cálida brisa. Esto no me lo había figurado, pero no parecía importar; era suficiente estar dentro del recinto.
Eli se arrancó los zapatos y se mantuvo callada sobre el cemento, la mirada clavada en los pies. El pelo le cubría su cara pálida, una momentánea desaparición. Yo me senté a fumar en una de las sillas de plástico, que tenía el asiento húmedo. Aun a través de los zapatos podía sentir el calor embotado del cemento, como si bajo su superficie anduviese al ralentí el gran motor del verano. La ciudad se había quedado totalmente en silencio, aparte del recio rumor de la lona y del silbido del viento entre los árboles que rodeaban la zona ajardinada.
Y ahora que estábamos dentro, no teníamos muy claro qué hacer. Me sentí más tonto de lo habitual. Finalmente, Eli se acercó hasta mí, rodeó mi cara con las manos y con suavidad me plantó un beso en la boca, con el sabor a vino en sus labios. «Eres un genio.» Era lo más agradable que nadie me había hecho en muchos meses. Pensé que iba a llorar. Se agachó delante de mí, puso la barbilla sobre mis rodillas, y se quedó mirándome fijamente un largo rato, como si estuviese intentando recordar quién era yo, lo que pudiera haber sido el caso. Aun en la penumbra, podía darme cuenta de que andaba colocadísima. Su piel y su pelo tenían un tono plateado. Por la cabeza me pasó la idea de que había estado llorando. «¿Sabes qué?» comenzó a decir, antes de desviar la mirada hacia el kiosco, que estaba cerrado.
«¿Qué?»
Se giró hacia mí y se encogió de hombros. «Estaba pensando. ¿Te acuerdas de ese olor, de cuando eras pequeño y habías estado nadando en un día de mucho calor, y te tumbabas en el cemento recalentado? ¿Ese olor a, no sé, a cloro y… verano?»
«Sí, y a aceite de coco.»
Me dio un manotazo en el muslo. «¡Eso es! Uy, lo siento. Y el olor a polos.»
«Y a Conguitos.»
«Joder. ¡Claro! Aunque seguro que ahora la policía de la corrección política les habrá quitado el nombre.»
«Casi seguro. Ahora los llamarán chocolatinas subsaharianas, o algo por el estilo.»
Juntó el pulgar con el dedo índice para formar una pinza, y se los puso delante de la cara. «Y arrancarse la piel suelta de la nariz cuando te habías quemado.»
«Y hacer bombas cuando el socorrista no te veía.»
«O hacer la voltereta de espaldas.»
«¿Tú sabías hacer volteretas? Yo apenas sé nadar.»
«Pues claro. Yo soy de Brisbane, tronco. Cuando era más pequeña, me pasaba la mayor parte del tiempo en la playa o en una piscina. Si hasta fui campeona juvenil de mi distrito. Si quieres, te puedo dar unas cuantas lecciones.»
El hecho de me hubiese dicho eso me envalentonó más de lo habitual. Me incliné, haciendo una mueca, con la esperanza de recibir otro beso. «Exactamente, ¿qué clase de lecciones?»
Se dejó caer hacia atrás en la hierba, desternillándose de risa, y se quedó allí, mirando fijamente el firmamento. Alguien que pasaba en ese momento por la calle dio una voz y luego se rió. Entonces volvió el silencio. Lancé el cigarrillo en la penumbra y la punta anaranjada se despedazó contra el alto muro de ladrillos, en el cual habían pintado las reglas de la piscina: Prohibido correr. Prohibido hacer bombas.
«Es una pena que todo tenga que terminarse, ¿no?», dijo ella finalmente. «Todo eso… ya sabes. Todo eso.»
No supe qué decirle. Supongo que era cierto, lo de que fuese una pena que todo tuviese que tener un final. Seguí su mirada hacia las estrellas y me pregunté qué clase de sonido harían allá arriba, suponiendo que hiciesen algún sonido. Quizás un pequeño silbido, como un tren lejano. «¿Sabías que la luz de algunas de esas estrellas ha tardado millones de años en llegar hasta nosotros?» dije yo. «Podría ser la luz de estrellas que ni siquiera existen ya, que hayan explotado o muerto o lo que coño sea que hagan.»
Ella no dijo nada, pero acercó el pie hasta mi pierna en un gesto tranquilizador. Tras unos pocos minutos, se puso en pie delante de mí y se pasó la mano por el pelo, rubio y sucio. «Venga, pues».
«¿Qué?»
«¿Vamos a nadar, o qué hostias vamos a hacer?». Con un brazo extendido, señalaba la piscina. «Repliegue usted la lona, buen hombre.»
«¿Cómo?»
«No sé, hazla rodar hacia atrás, o lo que sea. No será tan difícil. Tengo que nadar, de verdad. Estoy hecha una mierda». Y entonces se alejó.
Durante varios minutos, forcejeé con el mecanismo de tracción, pero parecía estar asegurado por medio de un gancho metálico o algo parecido. Era difícil verlo con claridad. Me sentía un poco mareado, y tenía un agrio regusto de bilis en la boca. Quizás había comido algo que no estaba en condiciones, pero no recordaba haber comido nada aquel día. Puede que comiera una tostada en el desayuno. Puede que fuera eso. Me puse en pie y le di una patada a la rueda para intentar sacar el gancho de su sitio, pero no sirvió de nada. Se me estaba pasando la borrachera rápidamente –algo que no me resultaba deseable en un momento tan inconveniente– e intenté recordar, cada vez con más pánico, si me quedaba algo de alcohol en casa.
Me enderecé y encendí un cigarrillo. La brisa me alborotó el pelo y me enfrió el sudor en la nuca. Con ella venía el olor a humo de diésel desde Alexandra Parade. A Eli no se la veía por ninguna parte, y yo tenía dudas sobre si podría aclararme con aquel estúpido mecanismo para enrollar la lona. La idea de darse un baño empezaba a perder aliciente. «Eli», dije con un susurro «Eli.» Nada. Joder, ¿dónde se había metido? Busqué entre las formas y las sombras en la oscuridad.
La lona se había combado en la parte central de la piscina de cincuenta metros. Me agaché y miré atentamente su superficie plástica, que brillaba levemente bajo la luz de la luna, en una parodia del agua. Otro movimiento. Un gritito ahogado. Su voz. La voz de Eli. Mierda. Estaba bajo la lona. La muy tonta se había puesto a nadar debajo de la lona. No había manera de que pudiera salir de allí, hubiera sido campeona juvenil o no. Especialmente yendo borracha y colocada. La puta mierda. Empecé a correr arriba y abajo junto al lado hondo, pensando que quizás podría guiarla hacia el borde de la piscina. Puse los pies en el borde elevado, y enseguida los aparté. El sudor me estaba irritando los ojos. Me hice un rasguño en el tobillo tras tropezar con una hamaca. ¿Debía meterme? De nuevo se produjo un golpe que hizo un bulto por debajo de la lona, esta vez un poco más cerca del borde. La llamé, le dije que siguiera en esa misma dirección. Menudo desastre. Ya podía imaginármelo: la policía, los titulares de la prensa, la cárcel, mi vida entera encañonada en un punto único, diminuto e idiota.
Y de pronto, allí estaba Eli, apenas a un metro de mí, mirándome desde debajo de un manto de plástico azul. Se estaba riendo y me hacía gestos para que me callase. «Joder, que no hay agua.» Y levantó entonces la lona por encima de la cabeza para mostrármelo. En efecto, era una cueva cuadrada, con un suelo de azul neón salpicado aquí y allí por montoncitos de hojas secas.
«La leche. Pensaba que te habías puesto a nadar ahí debajo de eso», le dije.
«¿Pero tú te piensas que soy idiota?»
«Casi me cago del susto.»
«No caerá esa breva.» Eli se rascó la nariz y miró detrás. «¿Has conseguido que se mueva la lona?»
«Pero si no hay agua.»
Eli clavó en mí su mirada, como si me estuviera tomando medidas para algo. En la frente tenía algunas gotitas de sudor, y podía sentir su aliento en las rodillas. Extendió la mano y yo la ayudé a salir por la parte menos profunda. Los dos juntos logramos desentrañar el mecanismo para enrollar la lona, que no era tan complicado, y la plegamos, liberando el perfume a plástico caliente y a cloro viejo atrapado allí durante sabe quién cuánto tiempo, destilado a lo largo de mil días de verano. Ninguno de los dos dijimos nada mientras nos inclinamos para hacer nuestro trabajo, que resultó curiosamente satisfactorio, una especie de enrollamiento a dos manos. Eli no dijo nada en todo el tiempo. De pronto, parecía llena de una especie de extraña energía, como si estuviera cumpliendo una misión.
Cuando terminamos, se paseó por el largo de la piscina, agachándose aquí y allí para arrastrar los dedos en el agua imaginaria, sacudiendo cada vez la mano para secarla, y cuando llegó por fin a la parte poco profunda se quitó la camisa blanca que llevaba puesta, sacó las piernas de los vaqueros y se quedó allí de pie, en ropa interior. No se trataba de la ropa interior de fantasía que yo pensaba que llevaría puesta, sin duda alguna robada de algunos grandes almacenes, sino que eran unas bragas azules, sin estampar, algo práctico, como salido del catálogo de un hipermercado cualquiera. Se había quedado plantada allí, y su piel relucía mientras se frotaba el brazo con la otra mano. Pasados unos minutos, se acercó a la escalerilla metálica, se dio la vuelta y fue retrocediendo, peldaño a peldaño, hasta meterse en el agua.
«¿No te animas?» Dejó escapar algo parecido a un silbido mientras daba brazadas por la parte poco profunda. «Está buena, cuando te acostumbras.» Y se rió de lo ridículo que era aquello, de haber dicho lo que dicen siempre los australianos a sus amigos para que se animen a meterse con ellos en el agua.
Sin estar muy seguro de qué era lo que estaba haciendo, me acerqué hasta la parte menos profunda y me senté en el borde de la piscina. Eli me observaba de reojo mientras nadaba. Me giré y dejé los pies colgando en el interior de la piscina.
«Ten cuidado», me dijo. «Se te van a mojar los zapatos. Que no se te mojen los zapatos, o te morirás. No se puede nadar con la ropa puesta, eso lo sabe todo el mundo. Te ahogarás». Dudé, y estaba a punto de decirle lo improbable que era cuando se acercó hasta mí y descansó en el borde de la piscina, doblando los codos. «Venga», susurró. «Te daré esas lecciones. Pero será mejor que nos quedemos en la parte poco profunda. Con todo lo que has bebido, y si además no sabes nadar muy bien…»
Para cuando me había quitado los vaqueros y la camiseta, y con un par de patadas me había desembarazado de los zapatos, ya no me parecía tan tonto ponerme a nadar con Eli en la piscina de Fitzroy en mitad de la noche. Se puso a mi lado y me puso una mano ahuecada debajo del torso y observó mi estilo libre con apreciación profesional. «Así no. Dejas el brazo demasiado suelto al sacarlo del agua. Lo mueves demasiado. Intenta arrastrar las puntas de los dedos por la superficie del agua –eso es, los de la mano que vuelve hacia ti– y así consigues un movimiento limpio; así, ¿lo ves? Fúndete con el agua. Eso es. Sí, muy bien. ¿Notas esa ingravidez? Eso es lo que tienes que hacer.»
No tengo ni idea de cuánto tiempo nos pasamos chapoteando en la maldita piscina, sonriendo como focas, levantando remolinos de hojas secas con los pies; pero fue lo más divertido que había hecho en años – endulzado todavía más, claro está, por el hecho de que sabía que no podía durar. Me sentía, de algún modo, desprendido de mí mismo. Finalmente, salimos a gatas de la piscina, y de pronto nos sentimos tímidos, y al ponerlos otra vez la ropa de calle regresamos a las versiones públicas de nosotros mismos, antes de trepar otra vez por encima de la verja y saltar al terreno del parque adyacente.
Volvimos al squat okupa donde ella vivía, donde había un olor a leche agria. Ella ocupaba la sala de estar. Durante un rato fumamos bajo la luz amarillenta de las farolas de la calle, antes de quedarnos dormidos con la ropa puesta, mientras pasaban de largo traqueteantes camiones. Durante la noche pude sentir su aliento infantil en el cuello, y cuando finalmente me desperté, ya tarde, me encontraba solo. Ya hacía calor, y cuando entré tambaleándome en la cocina iluminada por el sol, el lugar apestaba a heroína. Eli estaba sentada en una silla de madera, un brazo doblado con fuerza contra el pecho. Solo llevaba unos vaqueros y una camiseta blanca. Tenía el cuello sudoroso, ojos de post-coito, y el cinturón estaba enrollado sobre la mesa; era obvio que acababa de meterse un chute.
«Hola», me dijo.
Un gato ronroneó y se enrolló entre mis piernas. Miré la cucharilla encima de la mesa. «Buen día.»
«Te he guardado un poquito», dijo con voz pastosa, y señaló la cucharilla retorcida con un ademán. No era un regalo, no exactamente, porque los yonquis nunca te hacen regalos –en particular, drogas– sino más bien una consecuencia de los hechos. «Gracias por lo de anoche», dijo ella. «Fue muy divertido.»
Aquello me sorprendió, pero supe en aquel preciso instante y en aquel lugar que recordaría todo aquello, aquella noche y la mañana siguiente, y a la chica de la cocina, como a una criatura extraída del mar con un rastrillo; y que sería un recuerdo que habría de cantarme a mí mismo a lo largo de los años de entre tantas y tantas noches y días que no podría recordar. Y así ha sido, supongo.
Murmuré algo y me dispuse a meterme un chute, jugueteando con un vaso de agua y una cucharilla.
. Sus historias han aparecido en Granta, Best Australian Stories de 2006, 2010 y 2011, Griffith REVIEW, Meanjin y The Age. Hasta la fecha ha publicado dos novelas: The Low Road, que logró el Premio Ned Kelly en 2008, y Bereft, que recibió el Premio Indie 2011 a la Mejor Ficción y fue Libro del Año ABIA en la categoría de ficción, además de ser finalista del Premio Miles Franklin.
«Posibilidad de agua’» apareció originalmente en Griffith Review nº 20.
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