La razón para la publicación de la edición bilingüe Escritos breves (Escalera, 2012), volumen que incluye los textos “Epiphanies, “A portrait of the artist” y “Giacomo Joyce”, es, según Mario Domínguez Parra, traductor y responsable de la edición preliminar, de índole doble. Primero, debida al hecho de que “la obra de James Joyce (1882-1941) está fuertemente vinculada a su periplo vital” (p. 11) y segundo, porque “estos tres textos [son] poco conocidos en el ámbito hispanohablante […]”, y constituyen el “material que alimentaría, literalmente, buena parte de los libros que le consagraron como escritor universal” (p. 12). Los dos primeros son textos de juventud y el tercero de madurez, escrito en el productivo año 1914, justo el mismo año en el que Joyce acometería la escritura de Ulysses. Además, este último texto, “Giacomo Joyce”, es una rareza en la producción del escritor irlandés, pues se trata del único texto que no sucede en Dublín sino en Trieste. Originalmente, los textos incluidos aquí fueron publicados en el volumen Poems and shorter writings (Faber and Faber, 1991), nos dice Domínguez Parra, aunque “Giacomo Joyce” fue publicado previamente, con un estudio introductorio de Richard Ellmann también por Faber & Faber, en 1968. El estudio que precede a los tres textos de Mario Domínguez Parra es sugestivo y minucioso y busca rastrear esa estructura de vasos comunicantes que, entre algunas de sus obras, construyó James Joyce, y lo hace siguiendo fundamentalmente los trabajos de Ellmann. Tal estudio preliminar tiene su mayor logro, pues, en la indagación de los ecos que estos tres escritos producirán en las obras mayores de Joyce, con ejemplos claros y textuales, pero también con indicios, sospechas e intuiciones de autoría propia.
«Epiphanies», traducido como «Epifanías», está compuesto de unos cuarenta textos brevísimos (de unas pocas líneas), escritos con anterioridad a 1904. De la numeración que se incluye en algunos de ellos (en el reverso de los manuscritos originales), se deduce que faltan muchas otras epifanías. Son textos que, en principio, no parecen haber sido pensados para su publicación, sino que su uso sería –quizá- el de esbozo preparatorio. Es cierto –se infiere- que en algún momento Joyce fantaseó con incluirlas en un libro breve, pero finalmente optó por introducir algunas de ellas (bien en su formato original o re-escritas) en su novela Stephen Hero, germen de A portrait of the artist as a Young man. Formalmente, toman las epifanías a veces el diseño del diálogo, la evocación del recuerdo, el arrebato lírico o el deseo erótico. Las hay más personales e íntimas, como las referidas a la muerte de su madre o la de su hermano Georgie, pero también las hay que sirven para recordar experiencias de infancia del propio Joyce, lecturas adolescentes, otras son remembranzas parisinas, también hay alguna que hace referencia a asuntos políticos irlandeses, etc; en algunas aparecen mencionados nombres y escenas reales (como por ejemplo, los Sheehy o la tía Lillie), el mismo Joyce es citado también o acaso nos encontramos con una epifanía que glorifica a Henrik Ibsen. En suma, su contenido resulta bastante variopinto y desordenado, con excepción de aquellas que -de manera más o menos literal- serán incluidas posteriormente en otras obras, detalle que nos viene indicado en las notas de Domínguez Parra. Algunos críticos han sugerido que estas pocas epifanías conservadas no guardan gran carga dramática y son, en muchas ocasiones, anodinas y algo apocadas; intrascendentes, por mejor decir. Y, en mi opinión, no les falta razón, por mucho que Domínguez Parra se obstine en demostrarnos lo contrario.
El ensayo “A portrait of the artist” (Un retrato del artista) servirá igualmente para la posterior escritura de la novela Stephen Hero (primer borrador de A portrait…). De hecho, según anota Stanislaus, el hermano de Joyce, en su diario, este texto habría impulsado la escritura de su primera novela, que Joyce pretendía ya “casi autobiográfica” y satírica. En principio, el texto resulta un tanto extraño, pues Joyce habla de sí mismo en tercera persona, con una prosa alambicada y (auto)aduladora. Se define así: “él estaba en la edad difícil; desposeído y menesteroso, prudente con respecto a todo lo que era innoble en semejantes modales, él que, en sueños al menos, se había relacionado con la nobleza” (p. 175). El texto, como todo Joyce, pivota sobre tres pilares fundamentales: la iglesia, la patria y el sexo. Pero sirve también al alter-ego de Joyce, “este fantástico idealista” (p. 174) aquejado de sorpresivos “fervores eyaculadores” (p. 173), para decirnos cómo poco a poco comienza a “ser consciente de la belleza en las condiciones mortales” (p. 177), para reflexionar sobre la ruptura con la sociedad y la inevitable soledad y, cómo no, el ejercicio del arte (cuya maestría es la ironía, nos dice); todo ello inspirado por las lecciones de San Francisco de Asís o San Agustín. Pero también el amor, que se desplaza “por los caminos de la ternura, la simple, intuitiva ternura” (p. 178) y que desemboca eventualmente en un indisimulado ardor sexual que -en su momento- el comité de la revista Dana (a magazine of independent thought, rezaba el subtítulo de la misma) encontró intolerable hasta el punto de declinar su publicación. El texto es realmente un pseudo-ensayo mezclado con una suerte de crónica exaltada del ardor juvenil. Por ello, es un texto necesariamente oscuro, por causa del estiramiento de las constantes metonimias, el uso brutal de las sinécdoques, pero también de su afectada –y comprensible- grandilocuencia y que finalmente toma tintes de arenga. Laberíntico, lo define Domínguez Parra.
Bien diferente, a pesar de continuar con el asunto irreprimible del sexo, es el último de los textos, “Giacomo Joyce”, publicado –como dijimos antes- en 1968, no ocho años después de la muerte de Nora Joyce como afirma Domínguez Parra, si no –hasta donde yo sé- 17 años después. Circunstancia que no es de extrañar, pues se trata de un texto en el que Joyce declara abiertamente su apasionado enamoramiento (cuya consumación sexual desea y, al tiempo, teme) por una de sus alumnas. El texto, como bien dice Domínguez Parra, tiene ya “sesgos de madurez creativa” (p. 60), aunque, sin embargo, como también reconoce éste, no es más que “un conjunto de impresiones dispersas en breves párrafos” (p. 53). Resulta de especial interés interpretar dicho texto al calor de la idea homérica de Joyce-Odiseo encantado por la ninfa Calipso de Trieste como bien sugiere Domínguez Parra, y no es disparatado pensarlo así, pues el mismo año en el que se escribe “Giacomo Joyce” (1914) será el año en que Joyce comienza la escritura de Ulysses. En resumidas cuentas, se trata de una suerte de poema en prosa, una especie de diario poético, fragmentario y que expresa el deseo de una improbable fantasía erótica, en el que Joyce llega incluso a establecer un paralelo de sí mismo con Dante y su Beatriz. Hay en él ecos bíblicos entremezclados perversamente con cierta estética del deseo que, como ocurre muchas veces en Joyce, se pierde por momentos en apuntes soeces, groseros, como buscando el contrapunto álgido a una melodía suave, envolvente y cadenciosa. A este respecto, se nos refiere en el estudio previo la relación entre Joyce y Pound y su amor compartido por la antigüedad artística y, lo que es más importante, por la música antigua, cuya presencia en “Giacomo Joyce” es especialmente sentida, con referencias –por ejemplo- al compositor John Dowland o Jans Pieterszoon Sweelinck. No me resisto a señalar algo que aparece en el texto y sobre lo que Domínguez Parra pasa de puntillas. Se trata del fin de la juventud. Escribe Joyce: “la juventud tiene fin: el fin está aquí- Nunca pasará […] ¿Entonces qué? ¡Escríbelo, maldito seas, escríbelo! ¿Para qué sirves si no?” (p. 204). “Giacomo Joyce”, claro alter-ego donjuanesco –e imposible- de Joyce, significa la sublimación escritural del Joyce de carne y hueso, así la escritura se convierte en sustitutivo para la imposible performatividad sexual en la vida real, la cotidiana. Tal constatación se hace evidente en el texto con la claudicación frente a la evidencia: que Joyce es ya un hombre maduro y su alumna una adolescente. No es baladí pues que el texto finalice con una apelación a la música fúnebre: “un gran piano negro: ataúd de música” (p. 204) escribe Joyce, dejando que el silencio impregne y atempere el imposible deseo exaltado de su alma.
Para finalizar, me gustaría rescatar unas palabras escritas ya hace unos años por el editor y escritor Enrique Murillo sobre la inexistente influencia joyceana en los narradores de finales del siglo XX.
Decía entonces:
«Igualmente transitorio puede ser este ojo de Guadiana en el que Joyce se ha ocultado ahora, pues no cabe duda de que sus libros y su actitud en relación con su oficio pueden servir perfectamente de estímulo a futuras generaciones. [1. Enrique Murillo. El final de una influencia. El País. 14-Enero-1991]
Pensemos que ojalá sirva este volumen para contribuir a tal ambicionada venida y resaltemos un hecho crucial que revelan estos tres textos y que debería quedar claro para los escritores jóvenes. Es el siguiente: que la genialidad siempre y, por definición, surge en bruto. Y que sí, que también los genios tiene sus debilidades, flaquezas y tortuosas veleidades.
es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.
Estimado señor de Monfort:
Le agradezco mucho que haya usted escrito un texto tan detallado sobre mi edición crítica. Le agradezco también que haya señalado el error en la fecha de publicación de «Giacomo Joyce». Seguramente al teclear sin mirar, el dedo se fue al cinco en lugar de al seis; y después se me pasó a la hora de revisar todo el libro.
Muchas gracias.
Saludos cordiales.
Querido Mario Domínguez,
ha sido un placer reseñar el libro. En todo caso, gracias a Vd. por la magnífica introducción y por traer al presente editorial esos textos iluminadores del viejo Joyce.
Reciba un saludo.
J. S. de Montfort