En el texto de introducción a su libro de microrelatos Temporada de fantasmas (Páginas de Espuma, 2004) y que lleva el mismo título del volumen, Ana María Shua dejó escrito:
«El experto observador de fantasmas sabe que debe optar por una mirada indiferente, nunca directa, aceptar esa percepción imprecisa, de costado, sin tratar de apropiarse de un significado evanescente que se deshace entre los dedos: textos translúcidos, medusas del sentido«.
Pensaba en esto al leer la (pen)última columna del escritor y crítico de arte Miguel A. Hernández-Navarro publicada en el periódico La Razón (10/03/2012 –aquí-). Hernández-Navarro da cuenta de una conferencia del escritor Isaac Rosa en Murcia y cómo este dejó dicho que la narrativa de hoy -con honrosas excepciones- anda alejada del mundo en el que vive. Y añade, el escritor murciano que, si se da uno una vuelta por la mesa de novedades de las librerías, sólo encuentra:
«Literatura de evasión, literatura sobre literatura o novela negra –que es el «refugio» de la literatura social contemporánea–».
Y continúa:
«Es como si en España –a diferencia de lo que pasa en Latinoamérica y en otras latitudes– la literatura fuese impermeable a los problemas».
Hernández-Navarro finaliza su artículo de la siguiente manera:
«Y quizá haya llegado el momento de replantearse qué puede –y qué debe– hacer la literatura hoy. ¿Hasta qué punto la escritura es capaz ya de configurar imaginarios para entender el mundo? ¿No será que esa capacidad de creación de relatos se ha desplazado a la ficción televisiva, donde sí que encontramos esa televisión de la crisis, empapada de la realidad real?».
Merece la pena que -por un momento- rescatemos las palabras fundacionales de Juan Zorraquín, director general de la argentina Mardulce Editora cuando, en el momento de presentación de la editorial –aquí– reconoció el siguiente estado de cosas:
«En verdad estamos en estado de shock frente al tiempo […] Nunca hay tiempo y la lectura lo exige […] [pero] Nos ha parecido que el libro sesga la temporalidad en la cristalización de la atemporalidad, obliga tanto al escritor como al lector a disponerse a la experiencia que deja huellas al decirle algo sobre el mundo y sobre sí mismo […] Allí en ese mundo que cambia queremos trabajar para la atemporalidad. Demostrar que nuestra profunda experiencia con las crisis y los vértigos han enriquecido esa extraña versión del castellano que es el argentino. Una lengua, una vocación, un drama y quién sabe, quizás también, un gran destino».
Es decir, que la crisis se ve en la argentina como un desafío y un aprendizaje y que el reto que tal status quo ofrece a la literatura, dicho con cierta suntuosidad, será el de ser capaz de producir una falla en la linealidad vertiginosa del tiempo. Tal fractura, a mi entender, puede suceder gracias a la acción conjunta de toda una serie de artificieros (à-la-Foucault) dispersos geográficamente y funcionando según los consejos del artista uruguayo Luis Camnitzer quien dice que «en arte es más importante hacer conexiones que crear productos» [1. Fietta Jarque. ¿Es la enseñanza de arte un fraude? Blogs Cultura / El País. 21-Marzo-2012].
Escuchemos a Vila-Matas un segundo:
«Si me preguntaran para qué sirve la lectura diría que, fundamentalmente, para darnos cuenta de que lo que nos ocurre le ha sucedido antes a miles de personas, que nuestros pesares y alegrías son patrimonio común» [2. Enrique Vila-Matas en conversación con Marcos Ordoñez. Hablando con Vila-Matas (3ª parte). Blogs Cultura / El País. 21-Marzo-2012].
En tal patrimonio común, que más o menos viene a ser la atemporalidad de la que hablaba Zorraquín, es donde radica el punto central de la cuestión, a mi entender.
La literatura de la crisis es aquella que se escuda en el género y resulta circunstancial, así, por ejemplo, cierta narrativa audiovisual. Una literatura (dejémoslo en un modo de narrar) que se circunscribe magníficamente en el tiempo desde el que emerge y, por lo tanto, en el mismo momento de su comunicación pública ha quedado ya obsoleta. Así, la literatura de la crisis no crea tiempo o una fuga de éste, sino que sirve para refrendar la particularidad de un determinado tiempo histórico; es decir, le da pábulo y, de alguna forma, patente de corso.
Otra cosa bien diferente es que la literatura esté en crisis. Aunque aceptar tal dictamen, en mi opinión, vendría a negar un hecho que a la literatura le es constitutivo, y es que la literatura es mismamente crisis, crisis -hoy- del sujeto y la ideología, fundamentalmente. Por tanto, quizá deberíamos reformular la cuestión y dejar claro que eso a lo que hoy algunos llaman literatura es otra cosa, pues carece del desgarro vital que es desde donde surge el arte.
Quizá, en el fondo, no sea más que una cuestión de nomenclatura. Sirva pues este humilde texto como llamado para el desbroce de las malas hierbas que acechan por doquier y quieren hacernos creer que vienen vestidas con traje de gala, cuando, en el fondo, sus ropajes no son más que harapos.
Y una última apostilla:
«publicar un libro no significa ser un escritor» [3. Alina Diaconú. La esencia desnuda de un escritor. Diario La Nación. 16-Marzo-2012].
es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.
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