Reventar el termómetro

David Mitchell Portrait Session

David Mitchell

“Me gustó”. ¿Hay algo menos interesante que decir sobre un libro? Cada reseña negativa es negativa a su modo: recordamos con discreta sonrisa la enumeración que hace Mark Twain de la literatura de James Fenimore Cooper (“hubo en el mundo atrevidos que proclamaron que Cooper podía escribir inglés, pero todos han muerto”) o la reprimenda epistolar de Nabokov a Edmund Wilson (“Confié pacientemente en su larga e inútil pasión por el ruso, siempre hice todo lo posible para explicarle sus errores de pronunciación, gramática e interpretación”). O como Dale Peck despelleja a Rick Moody (“Rick Moody es el peor escritor de su generación”). Pero las reseñas positivas son todas parecidas. La trama del libro es atractiva, los personajes son reales, la escritura es interesante. ¿Y qué?

El escritor que busca un lenguaje fresco con el que expresar su entusiasmo, pronto descubre que su vocabulario particular ha sido colonizado por jerga de relaciones públicas, de la que brotan frívolas frases vacías que son publicidad. El resultado es que ahora todo elogio parece exagerado. Hace sesenta años, Orwell en un famoso ensayo, se quejaba de los clichés de un reseñista, de los viejos lugares comunes que eran sacados a pasear en la desesperación de las fechas de entrega: “un libro que nadie debe perderse”, “algo memorable en cada página”. Nada ha cambiado, ni siquiera la sintaxis. En esta época publicitaria, estamos inundados todavía de proclamas estúpidas: por ejemplo, un escritor que sabemos decididamente mediocre es como “un moderno Dostoyevsky” o que el trabajo más reciente de un historiador popular debería ser “un libro requerido en todas las salas de costa a costa” o que “cada nota es la perfección” en una pieza de literatura de género tan mala que sólo se pueden resistir unos cuantos capítulos. Nuevos ejemplos aparecen cada semana: recientemente Nadine Gordimer, en una reseña tan entusiasta como hueca del libro Everyman de Philip Roth, se refería de pasada a The Plot Against America como “su insuperablemente soberbia obra”. Esté bien o mal The Plot Against America, no tiene sentido llamarla “insuperablemente soberbia”. No estoy en contra de los elogios pusilánimes sino de la hipérbole.

En un ensayo anterior, “In Defense of the Novel”, publicado en 1936, Orwell comentaba que la inflación del elogio no solo alienaba al lector sino que además dañaba el prestigio de la novela. Descontando que la mayoría de los libros publicados son algo menos que “incomparablemente soberbios” y que, en palabras de Orwell, en realidad son “basura”. Al reseñista se le encarga ofrecer una evaluación honesta de lo que lee. Sin embargo varias cosas evitan que lo haga. La primera es la corrupción de la industria, que Orwell describió como “un fraude simple y cínico”: “Z escribe un libro que es publicado por Y reseñado por X en el semanario W. Si la reseña es mala Y quitará su publicidad, así X tiene que presentar una inolvidable obra maestra o buscar otro empleo”. (Es una simplificación pero con cierto elemento de verdad). La segunda es que nadie quiere leer “este libro es basura” una y otra vez, lo que significa que “X” tiene que descubrir algo que no sea malo o buscar empleo. “La única forma de hacerlo es rebajar los estándares:

Aplicar un estándar decente a las novelas publicadas es como pesar una mosca en una balanza hecha para elefantes. En tal balanza una mosca simplemente no registrará su peso, tendríamos que empezar por construir otra balanza que revelara el hecho de que hay grandes moscas y pequeñas moscas. Y esto es lo que aproximadamente X hace. … Esto significa reducir sus estándares de tal manera que digamos Way of an Eagle, de Ethel M. Dell, es un libro suficientemente bueno. Pero en la escala de valores que hacen de Way of an Eagle un buen libro, The Constant Nymph es un libro soberbio. Y The Man of Property ¿es qué? Un palpitante cuento de pasión, una grandiosa obra maestra que nos desgarra el alma y una épica inolvidable que durará lo mismo que el lenguaje mismo etcétera, etcétera. (Cualquier buen libro, entonces rompería el termómetro)… No hay vuelta atrás cuando se ha cometido el primer pecado de pretender que un mal libro sea bueno. Pero no se puede comer como reseñista sin cometer ese pecado. Y mientras el lector inteligente se da la vuelta, disgustado, el desdeñar novelas se convierte en una especie de deber snob. De ahí el extraño hecho de que una novela con verdadero mérito pueda escapársenos sólo por haber sido elogiada en los mismos términos que la basura.

Pero, ¿es cierto que nadie quiere leer página tras página de “este libro es basura”? Ciertamente la salud de las reseñas no está en peligro gracias a alguien como Dale Peck, cuya crítica negativa sobre Rick Moody, publicada hace cuatro años, todavía sale a relucir en las conversaciones cuando se se habla del clima de los juicios literarios, pero por aquellos críticos que por diversas razones rechazan hablar abiertamente de los malos libros. En su primer ensayo para The Believer, Heidi Julavits, posicionándose a sí misma como una anti-Peck, se quejaba fervientemente de un particular tipo de ataque llamado “Snark”: el acto de reseñar la carrera y publicidad de un escritor más que su obra, “un tono desdeñoso e intelectual utilizado para enmascarar una verdadera falta de información acerca de los libros.” Desde luego que los críticos deberían reseñar libros antes que personalidades, pero ese punto parece haberse perdido en las paginas de la propia revista donde publicó Julavits, la cual trata principalemte sobre personalidades literarias (¿qué otra razón podría haber detrás de la columna asesina de Nick Hornby?). El deseo de “reseñar bondadosamente” ha debilitado la discusión. Pero otros críticos son sumamente reacios a saltar al vagón de Julavits, incluso la sección “Snarkwatch” de The Believer, que intentó ser un boletín para publicar críticas hostiles, desapareció discretamente poco después de su inauguración.

Aún si las “reseñas bondadosas” han atraído a unos cuantos defensores explícitos, gran número de críticos actuales, sin embargo, parecen compartir un entendimiento tácito que es en cierto modo indecoroso: lo que antes se llamaba mala educación: aparecer con un libro y decir que es malo. Los críticos de Peck generalmente le atacan no por la substancia de sus juicios sino por su voluntad de no jugar lo que ellos determinan que son las reglas. “Si vas a estar en esto a largo plazo, debes actuar responsablemente”, sentenció Sven Birkets, a quien Peck criticó precisamente por su tendencia a ser abiertamente generoso en sus críticas. (Birkets no ahondó en lo que quiso decir con esto, pero podemos asumir, que si “estás en esto a largo plazo”, lo que sea que signifique, inevitablemente te encontrarás con tus temas en cócteles o, peor, algún día ellos reseñarán tus libros. John Leonard, en una ácida reseña de Hatchet Jobs, los ensayos reunidos de Peck, en The New York Times Book Review, desarrolló su propia idea de etiqueta literaria en esta guía para “reseñar responsablemente”: “Primero… no hieras. Segundo, nunca te rebajes para anotar un punto o morder un tobillo. Tercero, siempre entiende que en esta simbiosis, tú eres el parasito.”

Leonard nunca ha podido apegarse a estas reglas él mismo. ¿Qué critico podría? Y así su reseña de Hatchet Jobs está llena de exultantes burlas y ataques personales. Concluye con la siguiente historia:

Hace muchos años el editor de esta publicación me pidió reseñar la última y breve novela de John Cheever, Oh, What a Paradise It Seems!, después de que se habían negado media docena de críticos que sabían que Cheever estaba muriendo pero pensaban que su nuevo libro era uno flojo y no querían comprometer su suprema importancia con un acto circunstancial de bondad. Nunca se me ocurrió que una nota de gratitud para un escritor excepcional, una despedida como tal, me sacara de cualquier club al que quisiera pertenecer, así que dije inmediatamente que sí. Al mismo tiempo, además de esa reseña, quería enviar un mensaje a aquellos escritoretes presuntuosos que creían ser demasiado buenos para un Cheever menor. En una tarjeta, con pequeñas mayúsculas, les hubiera dicho lo que a Peck: SUPÉRATE.

Esta pequeña anécdota autocomplaciente, bien ilustra la hipocresía de la “reseña bondadosa”. La reseña de Cheever de la cual Leonard está tan complacido era realmente una obra maestra de generalidades para confundir, flácidos clichés transparentes para cualquiera que pudiese leer entre líneas. Tales estudios en opacidad son bastante comunes. Basta mirar las recientes notas de Robert Stone. Me resulta difícil llamar reseña a la pieza, también aparecida en el Times Book Review, de Stone, dado que se niega a ofrecer cualquier tipo de dictamen sobre la pomposa última novela de John Updike. La teoría detrás de la neutralidad de Stone fue articulada en su entrevista con los editores, presentada en la portada del Book Review y en ella remarcaba que “el vocabulario del rechazo es algo que hemos visto demasiadas veces. No necesitamos otro ejercicio en él”.

Dudo que los “escritoretes presuntuosos” ridiculizados por Leonard pensaran que ellos eran “demasiado buenos” para reseñar a Cheever. Sospecho, que en lugar de eso, trataron de mostrar, en lugar del pesimismo de Orwell, que no es imposible hacer la vida de reseñar novelas sin cometer el pecado de pretender que un mal libro es un buen libro. La obligación de un reseñista no es para con el autor o con el lector, sino para consigo mismo, y es un error comprometer la integridad personal aún en nombre de la generosidad. ¿A quien le sirven las opacas y poco convincentes obras pías de Leonard y Stone? No al lector, que si es tan ingenuo como para tomarlas en serio leerá el libro y seguramente saldrá decepcionado. No a la industria publicitaria si, tal y como Orwell señaló, los lectores son decepcionados con tanta frecuencia que dejan de comprar novelas. Y ciertamente no al autor, que debe ser prudente para deducir la verdad él mismo o, en el caso de Cheever, ser sujeto de humillación póstuma a manos de un noble Leonard. Si estas son las supuestas reglas con las cuales debemos jugar, estoy con Dale Peck.

II

Las malas reseñas están motivadas por el odio, pero las buenas por el amor. Y es más fácil encabronarse que enamorarse. Cada lector tiene un primer amor, casi siempre en la infancia: un libro que del que nunca se tiene bastante y que se guarda en secreto por miedo a que cualquier otro piense que es suyo también. Un libro con el que nos identificamos completamente, un libro al que no queremos regresar ya de adultos por miedo a que no alimente nuestros recuerdos. Quizá somos monógamos que cansados de la obra de un autor se mueven a otro al mes o al año siguiente. Quizá seamos polígamos que, insatisfechos con un solo libro a la vez, tenemos que tener muchos a la vez de diferentes géneros y diferentes épocas. Pero sean las que sean nuestras inclinaciones con el paso de los años la capacidad para amar los libros se convierte en monotonía por una frustración repetida. Cada vez que agarramos un libro esperamos enamorarnos. Pero, tras unas cuantas decepciones, nuestras expectativas se convierten sin más en esperanzas y, al final, ni siquiera en eso.

Aunque ningún lector verdadero se rinde del todo. Aún ansíamos que se nos conmueva por completo, aún buscamos libros que, como dijo Orwell, eleven la temperatura hasta reventar el termómetro. Pero, para el crítico, encontrar libros así acarrea unos cuantos problemas. Enamorarse, aunque sea de un libro, te hace vulnerable y la mayor parte de nosotros no estamos dispuestos a mostrar nuestras debilidades en público. Incluso peor, enamorarse te ciega ante los defectos y por eso para compensar buscas defectos donde no los hay. También como lector es maravilloso estar a solas con tu amor pero el reseñista tiene la obligación profesional de alabar las maravillas de un buen libro desde lo alto de la montaña. ¿Cómo se convence a alguien de que has encontrado “una novela de mérito real” cuando las frases más simples (“Me gustó”) son aburridas y las elaboradas (“soberbiamente incomparable”) han perdido su significado?
De todos los libros que he leído de adulto las novelas de David Mitchell son lo más cerca que he estado de mi propia utopía infantil de lectura. Mitchell, un inglés que vivió bastantes años en Japón y que ahora vive en Irlanda, ha estado construyendo lentamente un monumento desde su primera novela, Ghostwritten, que apareció en 1999. Ha recibido premios y tiene seguidores y también ha provocado cierta conmoción en el ambiente, lo que es extraño en un novelista de su edad (tiene treinta y siete) y su dificultad: cada uno de sus libros es un complejo rompecabezas literario que desafía las formas narrativas convencionales. Las reseñas de las novelas de Mitchell han sido respetuosas pero distantes. Las noticias sobre su escritura se han difundido al viejo modo del negocio, de boca en boca. Descubrí a Mitchell cuando un amigo me pasó Ghostwritten con las palabras “esto es diferente”. No pasó mucho tiempo antes de que yo pasara mi ejemplar a un amigo con la misma recomendación.

Y es que lo más apropiado para las novelas de Mitchell es que encuentren sus lectores a través del contacto personal ya que, en su nivel más fundamental, todos sus libros se refieren a las conexiones entre seres humanos y la relación entre esas conexiones y una idea más grande del universo. Ghostwritten está compuesta de nueve capítulos, autosuficiente cada uno y con un escenario diferente. Tokio, San Petersburgo, la Irlanda rural. Todas las historias están conectadas por el equivalente literario de una mirada furtiva: un número equivocado en el teléfono, un vagón de tren compartido, un accidente en la calle en que un taxi atropella a un peatón. Todas para formar un mosaico de la condición humana al final del segundo milenio que culmina en una aterradora y original visión de un posible apocalipsis. Number 9Dream, que apareció en el 2001, sigue a un muchacho de dieciséis años en la búsqueda de su padre en un viaje por Tokio y sus alrededores que se convierte en un paisaje siempre cambiante de fantasía y realidad. Cloud Atlas, la tercera novela de Mitchell, lleva el calidoscopio de Ghostwritten y lo multiplica a la enésima potencia. Son seis historias diferentes (pero, de nuevo, mezcladas), cada una con su trama, con sus personajes, con su género y, a veces, con su dialecto, y cada una está situada en una parte diferente del globo y en un periodo de tiempo diferente, de los mares del sur a mitad del siglo diecinueve al extremo oriente en un futuro casi anticipado, o en Hawai en lo que podría ser el fin del mundo.
En manos de un escritor menos talentoso todas estas innovaciones no serían nada salvo pirotecnia, una excusa del escritor para mostrarnos lo inteligente que es. Cuando el regodeo de un escritor en el edificio que ha construido es superior al placer de su ficción entonces el libro puede sentirse como un escenario vacío en el que el novelista declara su propia inteligencia (Paul Auster y William T. Vollmann están entre los escritores contemporáneos que sufren de tal problema). Mitchell ha sido acusado de ser a la vez deliberadamente difícil y no lo suficientemente serio: el Sunday Telegraph causó una mini tempestad al declarar que no reseñaría Cloud Atlas porque el crítico al que se le había asignado encontró la novela “ilegible” mientras que en el New York Times los gambitos de Mitchell fueron llamados “obvios” y su libro “no tan inteligente como su autor”. Pero cuando un método funciona, como pasa en Borges o Joyce o Nabokov o Calvino, el rompecabezas literario sirve como un punto de entrada inmensamente entretenido a la realidad más profunda de la ficción. Y nos recuerda que toda la gran literatura es un rompecabezas que debe unirse en el lector que se entrega alegremente al trabajo mental de organizar sus personajes y tramas e imágenes y alusiones hasta que algo que parece una imagen coherente surge.

Con Black Swan Green, Mitchell parece que se ha detenido a tomar aliento. La nueva novela es la menos formalmente innovadora de las de Mitchell hasta ahora, lo que es un alivio después de la hiperkinesis de Cloud Atlas. Es como si, después de expandir la novela hasta algo que se acercaba a sus límites exteriores, haya hecho que regrese de nuevo. El libro tiene trece capítulos consecutivos, uno por mes. De enero de 1982 a enero de 1983. Su territorio es decididamente más mundano que el mundo de los mafiosos de Tokio o el hundimiento apocalíptico de América: un matrimonio que va a peor, las penalidades de la escuela, el primer amor, el primer cigarrillo, el primer encuentro con el mundo de las ideas más allá de Black Swan Green, el acogedor y claustrofóbico pueblo en el que Jason Taylor, el narrador del libro, crece. (El chiste local es que no hay cisnes de ningún color). Pero por lo que respecta al lenguaje, Black Swan Green es el trabajo más aventurado de Mitchell. La diferencia es que mientras que el lenguaje jugaba, previamente, un papel de apoyo en su experimentación formal, aquí es el medio del experimento en sí mismo. Y con resultados brillantes.

Para entender el método de Mitchell vale la pena regresar por un momento a Ghostwritten en el que uno de los narradores es un ser inventado: un espíritu sin cuerpo que se llama a sí mismo “noncorpum” que viaja por el planeta transmigrando de una persona a otra asumiendo la conciencia de su “anfitrión” humano y asimilando sus recuerdos y su conocimiento como propio: “Conozco sus secretos, los meandros de los arroyos en la villa y los nombres de sus perros. Conozco esos raros placeres que se queman tan pronto como se los prende y los recuerdos que impiden que se congelen”. Este espíritu viajero es una imagen perfecta para el modo de trabajo de Mitchell. Como su noncorpum, vaga entre personajes fantásticamente diversos, descubriendo los secretos y placeres y recuerdos y los habita en su totalidad aunque invisiblemente.

El resultado es una narración que se siente, al mismo tiempo, privada y universal, íntimamente conectada con los pensamientos y sentimientos de los personajes y habladas en el mismo lenguaje que él o ella usarían de hecho. Ningún otro escritor contemporáneo que yo conozca ha reflejado de un modo tan honesto y legible lo que pasa realmente dentro de la cabeza humana, no sólo fragmentos desperdigados de medio-pensamientos sino las narraciones más importantes que nos contamos a nosotros mismos sobre nuestras propias vidas. Eso testifica el profundo entendimiento de Mitchell de sus personajes lo que hace que pueda reutilizarlos en obras posteriores, con un ejemplo particularmente entretenido como Neal Brose, el corrupto banquero de Hong Kong en Ghostwritten que aparece en Black Swan Green como un capitalista adolescente y que no se siente como truquero sino que profundiza en su propio mundo ficcional. Ya que el lenguaje de la ficción de Mitchell está siempre construido de acuerdo a las especificaciones del personaje que esté habitando en ese momento, entrar en él es, al principio, un tanto salvaje. Considérese este fragmento del principio de Black Swan Green en el que Jason describe la jerarquía entre los muchachos de su escuela:

Moron es de mi altura pero, Dios, apesta a gravy. Moron lleva zapatillas hasta las rodillas de tiendas de caridad y vive donde se acaba Druggers End en una cabaña de ladrillo que también apesta a gravy. Su nombre real es Dean Moran (que rima con “warren”) pero nuestro profesor de educación física empezó a llamarlo Moron la primera semana de clases y se le pegó. Si estamos solos lo llamo “Dean” pero los nombres no son sólo nombres. Los chicos que son realmente populares son llamados por su nombre por eso Nick Yew es siempre Nick. Los chicos que son populares sin más, como Gilbert Swinyard tienen apodos respetuosos como “Yardy”. En el escalón inferior están los muchachos como yo que nos llamamos unos a otros por el apellido. Bajo nosotros están los chicos con apodos de mierda como Moran Moron o Nicholas Briar que es Knickerlees Bra. Todo está en el rango, al ser un chico, como en el ejercito. Si yo llamara a Gilbert Swinyard “Swinyard” simplemente me pegaría un puñetazo.

Esto es bastante para entregarlo a un lector no iniciado. Parte es slang británico, que sueña más extraño a otros oídos de lo que realmente es (“apesta a gravy”, “zapatillas hasta las rodillas”). Pero el creativo renombrar de todo y todos de los que Jason describe –“los nombres no son sólo nombres”– se da en múltiples niveles. A veces la novela usa palabras que el propio Jason no entiende aunque finge que sí (“No me atrevía a preguntar lo que era ‘Brummie’ en caso de que fuera lo mismo que ‘bummer’ o ‘bumboy’ que significan homosexual”). Los nombres reflejan verdades profundas y, también, posiciones de popularidad: Julia, la hermana de dieciocho años de Jason, le llama “Cosa” y él se refiere a su propio lado oscuro como “el gemelo no nacido” o “gusano”. Y la elección de las palabras debe ser calibrada constantemente: Jason está orgulloso de usar “épico”, sinónimo de “cool” que normalmente se usa en cursiva para añadirle impacto (“El lago en los bosques era épico”) pero después de que los muchachos populares le dicen mil veces que nadie lo usa, deja de decirlo, al menos, en público.

El lenguaje es una obsesión particular para Jason por dos razones. La primera es que sufre de un balbuceo que da al libro bastantes momentos cómicos pero que no para de causarle a él angustia. Lo llama «Hangman» porque apareció durante un juego de ahorcado en la escuela sino también porque lo imagina con “dedos pegajosos que se introducen en mi lengua y retuercen mi laringe para que nada funcione”.

La única manera de ganarle a Hangman es pensar una frase por delante y si descubres que viene una palabra balbuceadora, cambiar la frase de tal manera que no haya que usarla. Por supuesto, hay que hacerlo de tal modo que la persona con la que se está hablando no lo descubra. Leer diccionarios como hago yo ayuda a evitar todos esos ires y venires pero tienes que recordar con quién estás hablando. (Si estoy hablando con otro niño de trece años y digo la palabra “melancolía” para evitar balbucear en “triste”, por ejemplo, sería objeto de burlas porque los niños no se supone que usen palabras adultas como “melancolía”…). Otra estrategia es ganar tiempo diciendo “eh…” con la esperanza de que el tiempo de concentración de Hangman pase y se pueda pronunciar la palabra. Pero si dices “eh…” demasiadas veces pasas por ser un completo imbecil. Es más, si un maestro hace una pregunta directamente y en la respuesta hay una palabra balbuceadora es mejor fingir que no sabes la respuesta. He perdido la cuenta de las veces que he hecho eso. A veces los maestros pierden la paciencia (especialmente si se han pasado la mitad de la clase explicando algo) pero cualquier cosa es mejor que ser motejado como “el balbuceador de la escuela”.

La creatividad lingüística de Jason no se limita a sus juegos con Hangman. Es un escritor y publica sus poemas en la hoja parroquial con el seudónimo de Eliot Bolivar. Y el lenguaje de la novela imita los propios experimentos de Jason mientras intenta encontrar su propia voz. A veces los resultados son hilarantes, pero no malintencionados, especialmente cuando tienen que ver con el sexo que Jason es demasiado inmaduro como para comprender. (Espiando a una pareja haciendo el amor observa que la muchacha hace un sonido “como un Moomintroll torturado”). A veces su prosa sufre de un caso de metáforas enloquecidas: el cielo sobre el Canal de la Mancha es “tan turquesa como un champú Head and Shoulders”, “la grasa de la carne sabe como flema del abismo”. A veces se balancea salvajemente entre lo literario y lo mundano: “Las campanillas se mecían en albercas de luz donde el sol lograba traspasar los árboles… Los mirlos cantaban como si se fueran a morir si no lo hicieran. El trino de los pájaros son los pensamientos de un bosque. Hermoso era pero a los niños no se les permitía decir ‘hermoso’ porque es la palabra más gay que existe…. Un sol de jugo de pera se disolvía en un estanque inclinado. Moscas supercalentadas corrían como en el gran prix sobre el agua. Los árboles en la cúspide de su florecer derramaban crema negra junto a un escenario podrido”.

Pero aunque se acaben sus registros, Jason es magníficamente inventivo. Neil Young “canta como un granero que se derrumba”. Una anciana que admira la poesía de Jasón “como pronunciando una a derramó vino alrededor de su boca”. Cruzando un estacionamiento bajo la lluvia salta “de espacio seco en espacio seco como James Bond sobre lomos de cocodrilos”. Y a veces pone las cosas sin más. El lago en que fuma su primer cigarrillo con su primo Hugo está “nervioso con pequeñas olas y pequeñas resacas”. Los tulipanes en el jardín de su madre son “ciruelas negras, emulsión blanca y oro de yema de huevo”. Durante una pausa en una de las peleas de sus padres “algo callado cayó sin ser soltado”. Después de que la némesis de Jason, Ross Wilcox lo empuje a un charco de barro enfrente de todos “una fresca bomba de risas me destrozó en pedacitos”. Un campo de juego en otoño es “del color del agua en que se limpian los pinceles”. Al final de la novela Jason aún tiene que dominar su balbuceo pero gradualmente ha aprendido a tener la palabra escrita bajo control. Después de exponer a un compañero que ha estado dirigiendo un grupo de extorsión, refleja con satisfacción el asombro de sus compañeros: “Ese silencio furtivo era mi obra. Las palabras lo habían logrado. Sólo las palabras”.

III

Mitchell siempre ha rendido un homenaje furtivo a sus héroes literarios. Nabokov y Borges son los santos patronos de Ghostwritten y Melville aparece disfrazado como personaje secundario en Cloud Atlas. En Black Swan Green, Mitchell reconoce sus deudas más explícitamente. Los ejercicios de escritura de Jason lo llevan de paseo por entre los clásicos de la adolescencia y parte de la diversión de la lectura de la novela es el rastrear las influencias que aparecen en los lugares más insospechados. Jason intenta una variedad de estilos: en el primer capítulo una historia de fantasmas, referencias a los hermanos Grimm mientras que la tortura de Jason a manos de los matones de su clase está al estilo de El Señor de las Moscas. Pero el espíritu que guía todo el libro es Henri Alain-Fournier cuya novelita Le Grand Meaulnes es quizá la novela paradigmática de adolescencia.

Le Gran Meaulnes es un libro bellamente escrito, nostálgico sin vergüenza que debe mucho de su mística a la tragedia de su autor que murió en la Primera Guerra Mundial con veintiocho años. Consiste en dos narraciones paralelas. La primera es la historia del narrador del libro, François Sorel, el hijo invalido de un maestro rural cuya vida se transforma un día por la llegada de Augustin Meaulnes, un nuevo estudiante que rápidamente se convierte en el objeto de veneración de François. La segunda es la historia de Meaulnes mismo que se pierde un día en un paseo y se encuentra en una casa de campo donde un grupo de muchachos está celebrando una gran fiesta en honor del matrimonio de Franz de Galais, apenas adolescente. Meaulnes se enamora instantáneamente de la hermana de Franz, Ivonne, pero la fiesta se termina cuando llega la noticia de que se ha cancelado el matrimonio. Al volver a casa, Meaulnes se obsesiona por lo que le pasó en la casa de campo, que tuvo una cualidad casi mágica, y busca y busca en los mapas con la esperanza de encontrar cómo regresar con Ivonne lo que le llevará a otro viaje que tendrá consecuencias aún más profundas.

En la novela de Mitchell, Le Grand Meaulnes se convierte en el primer punto de contacto de Jason con el mundo de la literatura más allá de los típicos escapes infantiles de la ciencia ficción y los comics. Lo conoce gracias a un anciano, amante de la poesía, que se hace cargo de su educación por un tiempo (y que también aparece, cómicamente, en una escena que transcurre en los prados de un manicomio). Superficialmente, el tono contemporáneo, acerbo, sin sentimientos de Mitchell parece que tiene poco en común con la creación de sueño de Alain-Fournier. Pero los dos libros, separados casi por un siglo, se preocupan por los mismos temas básicos de la adolescencia: el primer amor, la ruptura de las relaciones paternas, la búsqueda de un modelo mayor, el secreto que debe salir, al fin, a la luz y, sobre todo, por la fascinación del mundo más allá de la escuela y la casa. Porque sólo abandonando la casa (y las grandes novelas de adolescencia son novelas de búsqueda, de Huck Finn bajando por el Mississippi hasta el viaje de Holden Caulfield por Nueva York) para convertirse en adulto que es el objeto nunca pronunciado de tales búsquedas. Al final de la novela, como es obligatorio, Jason dejará Black Swan Green.

Hasta ahora, Mitchell ha parecido bastante más interesado en el mundo más allá, entendido en el sentido más amplio: el clímax de Ghostwritten transcurre en un satélite lejos de la tierra mientras que Cloud Atlas habla de un futuro que apenas es reconocible como nuestro. La sorpresa de Black Swan Green no es, como algunos críticos han escrito, que Mitchell haya escrito una novela “convencional” (es bastante más original de lo que la plana descripción sugiere). Es que ha escrito una novela doméstica, una novela que están contenidas las preocupaciones diarias de un muchacho de trece años más que tratar de los misterios más profundos del universo. A primera vista, parece que la mirada se estrecha pero es, de hecho, un ensancharse. Para el escritor que está verdadera y profundamente interesado en cómo funciona el mundo todo vale la pena ser descrito, hasta la grasa de la carne.

Un libro que reescribe tan deliberadamente un género parece querer ser comparado con sus antecesores. Por eso siento que tengo que debo decir que Black Swan Green es la novela de adolescencia más divertida desde The Catcher in the Rye o el retrato más doloroso de la agresión infantil desde The Lord of the Flies o el retrato más imaginativo del lenguaje adolescente desde A Clockwork Orange o el recuento más logrado de la perdida de la inocencia desde Le Grand Meaulnes. Pero todo eso suena como a palabras huecas. Por eso diré simplemente: me gustó.

by Ruth Franklin

es criítica de libros y autora de A Thousand Darknesses: Lies and Truth in Holocaust Fiction. Actualmente trabaja en una biografía de Shirley Jackson. Esta traducción se publicó originalmente en HermanoCerdo 10, diciembre de 2006.

0 Replies to “Reventar el termómetro”