Sugiere el historiador del arte Valentín Roma en su libro Rostros (Periférica, 2012) que el estatuto de la imagen ha sufrido dos cortes ontológicos. El primero cuando comenzó a suscitar discursos, ya fuesen especializados o frívolos. El segundo “desgarro”, como él lo llama, se estaría produciendo ahora mismo y “adopta la interfaz de un gesto imperativo” (p. 178). Se trataría de un reto ético que nos obliga a proteger a la imagen de la “asfixia lingüística”. La propuesta de Roma es que hay que desocupar el simbolismo de lo visual “para que nazcan nuevos huecos, nuevos hiatos semánticos desde donde oxigenar el mensaje de la imagen” (p. 179). La última novela del escritor argentino Juan José Becerra, La interpretación de un libro (Candaya, 2012) es, en mi opinión, la ejemplificación textual de esa llamada a la acción de Roma.
Becerra (Junín, Buenos Aires, 1965) es autor de varios ensayos y de cuatro novelas: Santo, Atlántida, Miles de Años y Toda la verdad, novelas publicadas todas ellas en la Argentina. La interpretación de un libro es la primera que se publica en España. El protagonista del libro es el novelista argentino Mariano Mastandrea, que va y viene por el metro de Buenos Aires a la búsqueda de algún lector de su novela Una eternidad:
“publicada por una editorial internacional que no logró imponer su nombre a pesar de haberlo divulgado en revistas, diarios y el único programa sobre libros que tiene la televisión argentina” (p. 10).
La novela escrita por Mastandrea cuenta la historia de Castellanos, personaje que fuera ya protagonista de la novela Miles de Años (2004), del propio Juan José Becerra.
La novela Una eternidad, en pocas palabras, sería una celebración de la naturaleza “en lo que esta tiene de despótica y violenta” (p. 11). Y es importante que se mencione ya el lugar de procedimiento de la idea original y que es un hecho relatado por la televisión: o sea un acontecimiento devenido imagen documental. Así, podemos decir que el protagonista que el escritor Mastandrea escribe un libro como si (fuera un libro) sacado de una imagen de la televisión como si (fuera la realidad). Ello implica que nos encontramos con un simulacro adentro de otro simulacro.
Mastandrea trataría de ejemplificar al escritor solitario y, hasta cierto punto neo-bohemio, cuyo departamento es austero y quiere representar una coreografía ordenadísima de “la pobreza digna y resignada del artista” (p. 12) y que busca en el aparato de tv “el resorte de la oportunidad literaria que lo lleve a escribir” (p. 15) y que, en el momento presente, literariamente hablando, se encuentra en el dique seco, después de habérsele estropeado el televisor, habiéndose visto forzado a dejarlo en una tienda de reparación.
La filosofía de Mastandrea, una filosofía de la mirada (y que sirve de meta-tema de La interpretación), procede de su propio astigmatismo, es impresionista y nos la formula así: “lo que se verá será siempre una mitad de todo lo que haya” (p. 23). Y esa mitad encontraría correlación no solo en la novela Una eternidad de Mastandrea, sino también en La interpretación… de Becerra, en el sentido de que a pasajes emocionales les suceden otros más racionales y ambos se nos presentan interrelacionados (muchas veces en el mismo párrafo), conformando entre ambos el diseño completo del cuadro, por así decir, y no uno como explicación del otro (en el caso de los racionales) ni tampoco como representación (en el caso de los emocionales).
En la estación Congreso de Tucumán finalmente Mastandrea encuentra a una lectora de su libro, y la sigue hasta que ésta se baja en la estación de Plaza Italia y busca acomodo en un banco del Jardín Botánico. Allí Mastandrea decide abordarla sin preámbulos, de la siguiente manera:
«Soy Mariano Mastandrea. Yo escribí el libro que estás leyendo, y te seguí porque me da mucho curiosidad saber qué te parece” (p. 28).
La lectora se llama Camila Pereyra y diez días después de este encuentro, el 23 de mayo de 2005, cenan en un restaurante del centro, escena que se nos transcribe al modo frío y cortante del documental de apareamiento de animales. Y se produce la primera sorpresa: Camila es capaz de recitar de memoria pasajes del libro de Mastandrea. Se marchan ambos a casa de éste último y allí Camila se sienta en un sillón y comienza a leer la novela Una eternidad, que saca de su bolso. Entonces Mastandrea se da cuenta de que lo escrito allí halla su correlato real aquí, en su apartamento, siendo él Castellanos (el protagonista de la novela Una eternidad) y ella Julia, la mujer que abandonó a Castellanos. El narrador omnisciente neo-postmoderno y sentimental nos lo expresa de la siguiente manera:
“comienzan a vivir [a partir de ese momento] en el campo de la lengua, una comedia completa” (p. 39).
Una teoría de la lectura
La primera escena de los dos en la casa se nos cuenta al modo fílmico, como parodiando la narrativa de la imagen de los años noventa, pues nos crea la narración “un hábitat literario, incluso hiperliterario, en el que Mastandrea siempre ha querido vivir” (p. 43). Como dijimos antes, a partir de aquí la lectura de la novela Una eternidad y su representación corren parejas, siguiendo hiperbólicamente el dictum leer es hacer. La (re)lectura que, a partir de este momento, lleva a cabo Camila le supone a Mastandrea una conjura para aliviar su silencio creativo y, al tiempo, para sorprenderse de lo escrito, y es que confiesa: “no puedo creer que eso lo haya escrito yo” (p. 45). La tercera consecuencia es que Mastandrea olvida el televisor (su fuente de inspiración literaria) y se concentra en la historia de amor con su lectora, una vida en común que sirve como metáfora de la escritura de una novela, pues el escenario donde ahora conviven (el apartamento de Mastandrea):
“comienza a recibir contenidos como los recibe una página en blanco cuando comienza a ser rayada con palabras” (p. 46).
A partir de este momento, la lectora, Camila, se dedica a comprar cuadros de Edward Hopper con personajes leyendo, para los que la lectura es una forma de desaparición, y también fotografías en las que se ve a Marilyn Monroe leyendo (pero sin leer, contribuyendo a “montar escenas de lectura sin lectora» (p. 50)), e ir colgándolos en las paredes. Quince cuadros, en total, que sirven para practicar sobre ellos la figura de la ékfrasis y de la que surgirá una teoría de la lectura. La tesis proviene del descubrimiento por parte de Mastandrea de que hay un punto de vista adentro del cuadro y que siendo capaz de descubrirlo, él mismo se puede adentrar en el cuadro. Esto lo descubre indagando en varios de los cuadros de Hopper (Once A.M., Ciudad Soleada, Autómata) en los que hay “lectoras a las que les falta un libro” (p. 53), dispuestas todas ellas en la posición idónea para la lectura, pero, sin embargo, sufriendo una suerte de “lectura abortada”. La conclusión a la que llega el novelista (con la ayuda de Camila) es que no necesariamente se ha de leer un libro para leer algo, y que la lectura sí, es un modo de ir viviendo y que, por otra parte, leer es una manera silenciosa de escribir el mundo. Pero matiza (y aquí viene lo importante), hablamos de “una literatura sin materia: una literatura que se escribe cuando pasa de largo, o sea cuando se pierde” (p. 58). Y aquí, la referencia a Una belleza vulgar de Tabarovsky se me vuelve ineludible.
El agotamiento del sentido
La convivencia creativa entre escritor (ya convertido en “deidad verbal”) y lectora llega a un momento de paroxismo cuando alcanzan el punto del que surge algo así como un arte nuevo (el arte de decir, hacer y representar un hecho real mientras está ocurriendo).
Así:
“La lectura dura todo lo que dura el acto [sexual]; son dos actos en uno, o tres, si se les agrega a los actos resumidos como cópula y lectura el tercer acto, el de la representación, por el cual la cópula obedece en forma estricta a los contenidos del texto que se lee” (p. 63)
O dicho en otras palabras: el arte de hacer lo que se lee y que les llevará finalmente a adentrarse en el interior del libro hasta conseguir agotarlo, a través de la cita constante, la reflexión crítica y, finalmente, al desapego sentimental que devuelve a la novela a su silencio, a su carácter previo, inédito. El drama se hace incontestable cuando la lectora comienza a citarle como propios extractos que pertenecen a libros de sus coetáneos y rivales. Se convierten los personajes entonces en “el escritor que ya no escribe y la lectora que ya no lee” (p. 102).
Desde que ha conocido a Camila Pereyra, se dice Mastandrea, no ha vuelto a escribir siquiera una página. La lección es clara; piensa: a) el halago destruye la creatividad y b) hay que recuperar el televisor a toda prisa.
Necesita escribir un nuevo libro.
Camila Pereyra, que teme su alejamiento emocional, le propone que lean Una eternidad a dos voces. Pero la cosa no funciona. Y es la prueba inobjetable de que se están separando.
Mastandrea entonces enchufa la televisión y absorbe cada imagen que le llega, y siente que en cada una de ellas “hay una novela completa que sólo hay que sentarse a escribir” (p. 116). Se convierte así en un “amanuense de los hechos que se pierden en la pantalla” (p. 117). Y aquí es donde encontramos un ejemplo narrativo de ese hiato que referíamos al principio: esa quiebra ontológica de la que hablaba Roma y que transita Becerra en esta novela, sugiriendo que una alternativa posible quizá sea la del artista homo faber cuya materia de trabajo serían las imágenes [1. Sobre el asunto del artista homo faber se puede consultar: J. S. de Montfort. La (súbita) irrupción del objeto. Salon Kritik. 08-Mayo-2010], entendidas como entes físicos.
La interpretación de un libro concluye con un Mastandrea lúcido, que habiendo descubierto el poder de destrucción exegético de Camila, la expulsa de su casa, cambiando la cerradura, no permitiéndole que diga una palabra más, sin dejarle que concluya con su “plan de extinción por el cual hacer desaparecer novela y novelista para que reine la lectura” (p. 123). Y es que, haciendo esto, además permite que la novela que ambos escribieron con su historia de amor quede con un final abierto, igual que la vida. El mensaje que el novelista clava en la parte externa de la puerta de su casa para Camila es claro –y se hace eco de esto-: “todo lo que deseamos podemos encontrarlo en el arte” (p. 124), le dice a Camila, hablándole en sus propios términos. Y, al lado, deja clavado igualmente un cuadro, cómo no, de Hopper, que lleva por título Sol en la habitación vacía. Dicho de otro modo, parece que Becerra nos sugiere que todo lo que una novela ha de decirnos sobre el poder de las imágenes que nos asolan hoy, queda en sus silencios y en sus sobreentendidos (pues es desde el interior de los enunciados desde donde surgen las imágenes), y que quien vive en la lengua es exclusivamente la literatura (y las imágenes adentro de ella). Parafraseando a Pedro G. Romero, podríamos decir que la literatura es aquello que ni comprenden ni comprendemos, pero que nos persigue. A lo que añadiría Mastandrea (y yo mismo): la literatura (y, por extensión, las imágenes que la habitan) es eso que solo conseguimos ver a medias y de cuya sombra (a la que no debemos ponerle el disfraz de la racionalidad) no podemos sino apenas intuir su misterio.
es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.
Me ha agradado mucho el artículo. Incluso me he comprado el libro. Tiene una pinta estupenda.
Qué bueno que te haya gustado el artículo, Álex.
Ojalá te guste el libro.
La verdad que merece la pena.
Saludos
J.S. de Montfort