Es el año 1977 y Rodolfo Walsh camina por una calle céntrica de Buenos Aires. Acaba de salir de la oficina de correos postales. Va disfrazado. Como la imaginación es juguetona lo imaginamos de bisoñé, bigote postizo y gabán, como sacado de un relato policíaco, a los que era aficionado. Lleva pistola, una calibre 22, al cinto, y no sabe que habrá de utilizarla antes de llegar a la esquina cuando vengan por él sus cazadores. Piensa en el eco que tendrá la carta que acaba de enviar. La tituló Carta abierta a la Junta Militar. No sabe que es su último escrito. Allí denuncia las torturas y el aparato represivo de la junta militar y relaciona la primera lista de muertos y desaparecidos en las mazmorras del régimen. La envió con copia a Videla y a las agencias de periodismo internacional. Entre los muertos contados está su hija Vicky, miembro de la organización Montoneros, que fue conminada a suicidarse luego de quedar sin balas en un combate urbano. “Combate”, le llaman, aunque la fuerza sea desproporcionada. Su amigo Francisco Urondo, poeta, murió también “en combate” desigual, luego de una acrobática persecución de carreteras. Pensará acaso en esto. En los que le antecedieron y en los que vendrán. En su otra hija. En la hija de su hija. No es difícil imaginarlo. El duelo es la interiorización de la ruptura: un proceso necesario, pero lento, que tarda años en llegar y ocupa el espectro de nuestros pensamientos mientras dura. Pero es necesario que llegue, que olvidemos, para poder seguir viviendo cuando hemos perdido lo más amado. Es necesario para pensar en el porvenir, para imaginar que queda esperanza. Entonces se oyen las ruedas de un automóvil que da el frenazo en la calle. Es un carro oficial con el rótulo de la escuela de tareas, cuerpo de represión del ejército. Las ruedas chillan sobre el pavimento y esto le da tiempo a Walsh para disparar su calibre 22 y tratar de escabullirse. En el fuego cruzado, alcanza a darle a un militar. Sólo cuenta ahora con tres balas más. Los otros disparan metralletas. “Combate”, le llaman. Huye. Voltea en la esquina. Parece que después de todo va a eludir el cerco. Trata de protegerse. Dispara las últimas balas. Está empapado. Se toca el pecho. Es sangre. No sabemos cómo ocurre el resto, pero son las descripciones hechas por los pocos que sobrevivieron a las torturas que podemos imaginarlo. El calabozo. La picana eléctrica. El resto.
Ahora estamos en junio de 1976. Otra vez en Argentina. Provincia de Mendoza. Esta vez el protagonista será un poeta. Avanza, junto a su mujer y su niña (de meses) en un Chevrolet, Francisco Urondo. Parece una simple familia de paseo campestre, pero se trata de la cúpula de la agencia de noticias clandestinas del movimiento Montoneros, y tienen junta. Urondo va al volante. En una encrucijada el carro es abordado por otro vehículo, y comienza la persecución. Es la típica escena de road movie. Urondo está clandestino desde la subida de Videla. Le siguen la pista. Lo encontrarán fácilmente. Difícil fue esconder su humanidad, porque es un hombre gordo, inofensivo, pese a al revólver que trata de apuntar contra el vehículo perseguidor. Tardo en el adjetivo (porque debía ser preciso, para eso se hace uno poeta), tardo en la réplica, tardo en las armas, tardo en las carreras, pierde la oportunidad de disparar primero, pero no lo hace, y eso es suficiente para que los perseguidores disparen sobre el Chevrolet. Urondo, sin embargo, elude la curva cerrada y sigue en la huida, sobre los puros rines. Finalmente, llegan a la casa donde se daría la junta para dar la alerta. A la entrada abren las cuatro puertas del Chevrolet. Urondo pide a su mujer que huya con la niña de brazos. La mujer descubre que no hay nada qué hacer porque pilló a Urondo que mordía la cápsula de cianuro dispuesta para ocasiones desesperadas. Está herido. Le pide que salve a la niña. Es su último ruego. Ahí se quedará el poeta, al volante, hasta que lleguen a rematarlo con un tiro en la frente. El dolor está en todas partes y en ninguno. El cianuro surte efecto pronto, pero es doloroso porque corroe los tejidos. Piensa en la niña. Esa niña que años después, cuando empiece a reconstruir los fragmentos del mapa de ausencias y reliquias afectivas, le llevará flores a su tumba. Es curioso: un poeta que elige entre dos muertes, la más rápida. ¿Para no delatar a sus amigos? Ahí vienen ya. Así termina.
Ahora estamos en mayo de 1976. Buenos Aires. Argentina. Interior. Noche. Protagonista: Haroldo Conti (escritor). Marta, esposa y madre. Hija (adolescente) que duerme. Bebé (que llora al fondo de la casa). Conti y su esposa (llegan del teatro) comentan la película, pero de repente bajan la voz, para no despertar a los niños. Se miran. No sabemos por qué, pero ríen. Al abrir la puerta, sin embargo (y al encender la luz) encontrarán una visita inesperada: 17 encapuchados que se les abalanzan, reducen a rodillazos al escritor y arrastran a la esposa a otra habitación. Conti lo sabía, que un día irían también por él. Si cortaron la leña verde… En el fondo ha imaginado muchas veces esa noche. Por eso se apresuraba a escribir, en ese último año. Ahora lo sabe: la angustia de escribir es la angustia de morir. Todo era, en el fondo, una anunciación. La noche que vendrían a matarlo ha llegado. Por eso había que tener siempre una hoja en el rodillo y teclear en la máquina a todo vapor. Por eso escribía todos los días. El no haber abandonado el país para ser escritor cómodo en Bogotá y quedarse en la patria que todos dejaban, por obstinación, fue, a fin de cuentas, un experimento fallido, ¿o un error? Ahora no hay nada qué hacer. La noche será larga y negra.
El tema se multiplicaría así hasta, alcanzar el número de treinta mil. Lo que lo hace insoslayable, claro. Tanto como la Revolución cubana, tanto como las guerras en Colombia, tanto como la subida y caída de Allende (y el advenimiento del pinochetismo en Chile), la literatura argentina de fines del siglo XX está marcada por esa huella indeleble: la irrupción de la dictadura y su ascendencia sobre la memoria colectiva. Es lo que está dentro del paréntesis: la historia que marca al país. Ojalá vivas tiempos interesantes, dice la maldición judía. Conti, Walsh, Urondo, los vivieron; los narraron. Su historia, la historia de su desaparición forzada, es la historia de una generación entera de jóvenes y humanistas que se opusieron con palabras y con ideas a la barbarie y que se les dio, por respuesta, violencia y tortura. El hecho sigue interrogándonos desde el pasado. ¿Qué pasó con ellos? ¿Qué pasó con todos? Aun no se ha dicho todo, y cada año salen diversas exploraciones sobre esos años. Los perfiles de estos tres escritores desaparecidos en una misma década (por los mismos perpetradores) nos recuerda que hay tragedias comunes a toda la humanidad y que la única forma de oponerse a la crueldad y la aniquilación del individuo y las violencias institucionalizadas ha sido, es y será, la palabra. Y que no hay nada que enerve y persigan más los perpetradores (los que tienen el monopolio de la violencia) que la actitud de aquellos que se atrevan a arrojarles a la cara su propia vergüenza, con palabras.
Dos crónicas adicionales de libros completan Las armas y el oficio, compilación de reportajes del cronista cubano Rafael Grillo: una registra el proceso de escritura de una novela a cuatro manos por el novelista Paco Ignacio Taibo II y el subcomandante Marcos (jefe del EZLN), y otra que sirve de reflexión sobre esa figura emblemática del viejo-nuevo periodismo: Tom Wolfe. De Taibo ha heredado los procedimientos de translación de hechos y documentos históricos a argumentos narrados, y de Wolfe los recursos de conversión de personas reales en personajes de libros. Reportajes novelados, o periodismo literario, en el sentido más abierto de las expresiones: aquel que obliga aplicar la ficción a la vida cotidiana. Son cinco relatos con ruptura del punto de vista, registros múltiples, orquestación de fuentes y datos, entrevistas de primera mano que permiten al lector asistir por un instante al momento postrero, a las vidas (mejor: finales de vidas) y pensamientos posibles, pero no probables; sólo admisibles, acaso, por la memoria ajena: la nieta de Rodolfo Walsh que hace un viaje a La Habana y quiere ver el archivo de su padre, la hija de Paco Urondo que va todas las semanas a llevarle flores a la Tumba, la esposa de Haroldo Conti que trata de difundir por el mundo la obra que se le quedó en el rodillo de la máquina de escribir el día que lo secuestraron; ellas son la base del reporte que da pie para imaginar el final.
El periodismo literario se ampara en lo posible y lo verosímil. Es posible construir un andamiaje filosófico y un instante de pensamientos abstractos de aquel que va a morir con las palabras dejadas por el desaparecido en otros lados, en otras memorias. Son las únicas formas en que perduramos: las mentes de otros. La verosimilitud, como todos saben, no es la realidad, sino la coherencia del universo narrativo que se aborda. La vida es buena periodista, pero mala novelista, porque no orquesta ni dosifica. No selecciona la palabra adecuada. Nunca se detiene. Jamás quebranta la unidad de tiempo, de escena, de lugar. Rafael Grillo es un cronista clarividente porque sus crónicas no pretenden alcanzar la verdad sino recobrar por un instante al hombre que cae, y no para tener la última palabra, sino para mejorar las versiones de la realidad que conducen a la memoria.
La memoria es lo que queda latente cuando las páginas de prensa empiezan a amarillear.
es blogger y cronista independiente. Es autor de La balada de los bandoleros baladíes (2011) y miembro del consejo editorial de esta piara. Escribe semanalmente en Una hoguera para que arda Goya.
Me gustó mucho esta reseña. Los primeros párrafos me evocaron la novela de manera–diría precisa, pero no he leído el libro–clarividente. Si lo consigo en la Filbo, me lo llevo.
Muito Obrigado.
Soy el autor de las páginas del libro comentado, Las armas y el oficio, y agradezco enormemente al escritor de esta reseña, porque no solo están a la altura, sino que hasta siento que alcanzan la belleza a la que sólo intenté llegar en mi libro. Gracias mil.
Rafael Grillo