Cambiar de idea lleva en su edición original el subtítulo «ensayos ocasionales». Con ello Zadie Smith indica que no hay en este libro una intención unitaria, como excusándose a sí misma desde el prólogo: estos textos «se escribieron para ocasiones concretas, para editores concretos» entre 2003 y 2009. Hay artículos para el New Yorker y The Guardian, tres conferencias, un prólogo, relatos autobiográficos y críticas de cine. Si creyéramos a la autora parecería que aquí no encontraremos más que fragmentos de un pensamiento que se ha posado por encargo aquí y allá y que revela con modestia una «incoherencia ideológica» inevitable.
Pero no perdamos tiempo hablando de cómo Zadie Smith señala el elemento que refutará a continuación, y vayamos a las razones por las que consideramos que Cambiar de idea merece ser leído.
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Contiene cuatro ensayos sobre los que se edifica el punto de vista de la autora respecto a la relación entre la novela y su tiempo. Son «Middlemarch y todo el mundo», «F. Kafka, hombre corriente», el texto sobre David Foster Wallace, y «Dos direcciones para la novela», que cualquier autor que se sienta seguro acerca de su estilo y su credo debería leer como vacuna contra las ideas preconcebidas acerca del realismo y la modernidad. Pues si en algo se revela inflexible Zadie Smith es en la creencia en la literatura como arte mutable y en la certeza de que los escritores que escriben de espaldas a su tiempo mienten o engañan. Y aunque tal idea es lugar común -más en las poéticas repetidas por los autores que en sus obras-, Zadie Smith la profesa sin piedad en la práctica de sus textos: a una declaración general tal vez algo plana («Lo que heredan de Eliot los novelistas del siglo XXI es la libertad radical de llevar la novela a sus límites, donde sea que éstos estén») responde con un ensayo que muestra tanto la falacia de una novela sólida pero ajena a la herida que la literatura experimental infligió a la narrativa del siglo XX (Netherland, de Joseph O’Neill) como el valor tentativo de otra (Residuos, de Tom McCarthy) que aporta al tiempo cimientos teóricos y placer estético. Ambos caminos parten del mismo punto («la frustrante sensación de haber llegado a la fiesta de la autenticidad exactamente con un siglo de retraso»), y ambos conducen a algún sitio. Con esperanza, viene a resumir Smith, al futuro.
Pues hay en el pensamiento de Smith una fe entusiasta en que los argumentos concretos pueden rebatir las ideas generales. A las creencias supersticiosas, perezosas y viejas acerca de la muerte de la novela, contrapone su ensayo sobre Foster Wallace en el que, apartando las ramas formales y sentimentales que tanto ruido hacen, escruta el aspecto de su obra que mejor revela la existencia de una trayectoria hacia cierto futuro en la narrativa: la redefinición de la conciencia una vez que el lenguaje se ha desmoronado, y la construcción de una alternativa nueva con base moral. Y lo hace con limpieza, como si nos quisiera hacer creer que comprender y describir son la misma cosa:
Los objetivos de la gran narrativa no cambian, o no mucho. Pero sí los medios. Cien años antes, otro gran escritor norteamericano, Henry James, quería que sus lectores fueran «sutilmente conscientes para ser plenamente responsables». Sus frases sintácticamente enrevesadas, como las de Wallace, pretenden obligarnos a ser conscientes, a romper el ritmo que excluye el pensamiento. Wallace pertenece a esa misma tradición, sólo que cien años después la puja había subido. En 1999 resultaba más duro que nunca estar vivo y ser consciente. «Entrevistas breves» se situó como contrapeso al aspecto narcotizante de la vida contemporánea, y también fue un paso más allá. Cuestionó el concepto jamesiano de que una conciencia sutil conduce a priori a la responsabilidad. Afirmó que un exceso de conciencia -en particular la conciencia de uno mismo- nos ha permitido ser menos responsables que nunca. Iba dirigido a los lectores de mi generación, nacidos bajo la estrella de cuatro revoluciones entrelazadas, inconcebibles en la filosofía de James: la ubicuidad de la televisión, la voracidad del capitalismo actual, el triunfo del discurso terapéutico y el relegamiento de la filosofía a una rama de la lingüística. ¿Cómo podemos ser sutilmente conscientes cuando se nos ha formado para ser pasivos? ¿Cómo detectar el valor real cuando todo tiene su precio? ¿Cómo ser responsable cuando siempre somos, por definición, el niño-víctima? ¿Cómo estar en el mundo cuando el mundo se ha desmoronado en forma de lenguaje?
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Zadie Smith piensa con todo el cerebro. Descubre, duda y comparte, razonando a medida que escribe. Su curiosidad es, como la nuestra, la de un lector que sabe poco y levanta la mano para preguntar al texto, donde deben encontrarse las respuestas o las dudas. Aun en sus conclusiones, es, según una tradición muy sajona, sierva de datos precisos, y su inteligencia observa, no pontifica. Razona a nuestro lado, señala y se interroga. Abre la puerta y descubre un sillón, una escalera, un detalle en la pared. Si nos servimos del símil de la famosa casa de la ficción, ella abre la puerta, nos presenta a los anfitriones y nos sirve un jerez, llamándonos la atención sobre un mueble falso que parece auténtico y sobre un tapete de ganchillo. Smith se coloca en nuestro lugar y juega a ser como nosotros -impresionables, algo obtusos-, tal como hacía E.M. Forster con los oyentes de sus charlas radiofónicas: «Hay magia y belleza en Forster, y debilidad, y un poco de pereza, y algo de estupidez. Él es como nosotros. Muchas personas lo adoran por eso».
Pero Smith pone el pie en la huella de E.M. Forster y avanza ligeramente, entendiendo que no hay un «nosotros» colectivo y que nuestra inteligencia goza de cierta flexibilidad. Somos lectores, como sus ensayos, ocasionales, y no leemos igual una crónica sobre los Oscar que un ensayo acerca de Barthes y Nabokov: una habla de cocktails al borde la piscina, el otro de hermenéutica. Y si nunca creímos del todo que esta colección de ensayos careciera de intención unitaria, ya estamos seguros: su objetivo es animarnos a leer más y mejor, a pensar con agilidad, a pasar a lo siguiente, a desbrozar lo inútil. Pero principalmente es señalar que el mundo, filtrado a través de la reflexión, es todo estímulo.
Amamos a Steiner, que escribe así:
Los atisbos que nos permiten los autores sobre el taller de la individuación, sobre la construcción del Golem, ejercen una fascinación infinita. Victor Hugo dibuja, aboceta sus personajes antes de «palabrearlos». Balzac era un puntillista que permite que sus figmenta aparezcan a la vista, a la inteligibilidad comunicativa, por medio de una minuciosa descripción de la escena, la calle o la casa que prefiguran o definen sus trazos físicos y psicológicos.
Y amamos a Smith, que escribe así:
Al final, lo impresionante de Netherland es lo bien que conoce los temores y debilidades de sus lectores. Lo decepcionante es lo mucho que les consiente sus caprichos. Por un amor familiar, como un creyente del núcleo duro de la Iglesia Anglicana que nos es practicante, Netherland se aferra a los rituales y las vestiduras de la trascendencia, aunque sabe muy bien que están vacíos.
Pero hay algo esencialmente distinto entre estas dos líneas de ensayo, y no es ni el estilo ni el calibre del análisis: después de Steiner sólo hay Steiner, irrefutable e imaginativo, aupado en una construcción que está más allá del análisis. Nuestra mente, abrumada, se contenta con este punto final. Sin embargo, Smith, lectora ante todo, escribe en el polvo, agarra el micrófono y nos indica en qué estantería vamos a encontrar los libros que debemos leer a continuación, es decir los que realmente valen la pena. Esto, nos dice, es una introducción, nada más. Es normal terminar la lectura de Cambiar de idea con diez, quince libros más en la wishlist. Ve a por ellos.
El compromiso de este libro con su tiempo es, aun desde su modestia, moralmente ejemplar. Estamos -sobra decirlo- en el siglo XXI, y aunque tal certeza no mueva a muchos autores que tienen ahora cuarenta años a dejar de escribir como hace cuarenta años, no por ello debe la crítica tragarse un refrito intelectual sin levantar el dedo ni tomar los credos como si fueran obras. Pero los medios sajones admiten una forma de crítica literaria en la que el libro es el centro, que leemos desde España como quien mira a la tierra prometida. Esa crítica es, en el caso de Smith, particularmente limpia en el análisis de las obras en relación a su tiempo, como en los ensayos dedicados a Zora Neale Hurston y a George Eliot vista por Henry James: ambos sugieren que una lectura anacrónica termina por ser ciega, y ambos anhelan el consenso acerca de la existencia de cierto progreso en la literatura. Pues si recordamos que «los objetivos de la gran narrativa no cambian, o no mucho», entendemos bajo una nueva luz este fragmento de Middlemarch: Ser poeta es tener un alma tan rápida en el discernimiento que no se escape el menor matiz cualitativo, y tan veloz en el sentir que el discernimiento sea una mano que, con diversidad delicadamente ordenada, toque las cuerdas de la emoción… un alma en que el conocimiento se transforme instantáneamente en sentimiento, y el sentimiento vuelva atrás de inmediato como un nuevo órgano de conocimiento. Es posible que esa capacidad sólo se posea de manera intermitente. Lo que, traducido al idioma de Smith, quiere decir simplemente que seguiremos pidiendo a nuestros autores que hagan los deberes. Los de hoy, a ser posible. Y, last but not least, interesa leer Cambiar de idea por dos razones extraliterarias. La primera es que excita nuestro entusiasmo cerdo, nuestra hambre cerda, nuestro amor cerdo por la lectura y la relectura cerda, y la segunda es que nos servirá como aperitivo entre la nada y la publicación del esperado Fail Better, uno de cuyos fragmentos ilumina esta (cerda) revista desde hace años. nació en Valladolid, España, hace treinta y cinco años. Historiador del Arte y la Cinematografía por formación, habla cinco idiomas y ha cursado estudios en Corfú, donde enseñó español y se especializó en cultura clásica y arte bizantino. Vive y escribe en Madrid, donde colabora como asesor free-lance en empresas de tendencias de ocio y turismo. Lleva el blog Como una metáfora.4
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