El otro JFK

La clave, creo yo, para entender cabalmente el diseño novelesco de JFK (Candaya, 2012), la segunda parte de la trilogía madrileña del escritor limeño Sergio Galarza, y para no indignarse por su tono voluble y su estilo disonante, es aceptar que en ella no se busca decir la verdad, sino que la narración se comporta a la manera bergsoniana, es decir, entendiéndose como esa vida mental que en el sueño se nos presenta por entero, pero sin el esfuerzo de concentración al que obliga la vigilia.

Así, JFK se podría considerar el relato de un yo que es idéntico a aquel que durante el día se encuentra atento y vigilante, pero que aquí se nos mostrase desatento, desinteresado. Solo de esta manera se pueden entender las inconsistencias del personaje-narrador, el mismo JFK, quien fuera el jefe del protagonista de la primera parte de la trilogía, Paseador de perros (Se puede consultar la reseña del libro, que publicamos en Febrero de 2011 en HC, aquí).

En un segundo nivel de lectura, podríamos conceder que la novela trata de constituir una leve parodia irónica de los libros de autoayuda. El éxito de la empresa es relativo pues, se ha de hilar fino, ya que se ha de prestar cuidadosa atención a una declaración del protagonista.

Esta:

“odio todas esas frases que la gente asume como si fueran leyes de vida. Frases extraídas de libros de autoayuda”.

El lector curioso que se fije en los comienzos de los capítulos (y aún en otras partes como, por ejemplo, en las págs. 84-86), entreverá la sorna con la que Galarza viene a contradecir dicha afirmación.

JFK, el narrador-protagonista, (Jota por Jota, Efe por Fernández y Ka por Klimkiewicz), se nos presenta –de primeras- con el desparpajo y la determinación con las que lo recordábamos de la primera parte, pero sin embargo, esa supuesta seducción implacable, y la resolutiva ambición que trata de demostrarnos, poco a poco, van haciendo aguas y nos quedamos con una suerte de avión de papel mojado, un espíritu dócil que se va acomodando, tal como mejor puede, a las inclemencias del existir y que, eventualmente, y de una manera solapada, acepta lo que él considera su destino fatal, pero que, en fin de cuentas, de fatal lo más que tiene es la incapacidad de JFK por tomar las riendas de su vida, a pesar de que verbalice lo contrario, como cuando al respecto de las películas que iba a ver de niño con su madre, afirme que:

“me jodía que los personajes no pudieran hacer nada contra su destino”.

Vale la pena destacar que esta contraposición irónica es constante en toda la novela. Así no hay un abismo, sino más bien una abierta confrontación entre lo que el protagonista nos dice y lo que nos revelan los hechos de su vida. Y es que la identidad del protagonista, en el fondo, no es sino la de un conjunto de ideas reunidas, una voz que esgrime razones ciertamente tópicas; así se nos confiesa diciendo:

“creo que he perdido la capacidad de alegrarme o deprimirme. Nada parece afectar mi estado de ánimo, actúo de acuerdo con las necesidades de los clientes, como un máquina dispensadora de alimentos”.

Y aunque tal confesión la realiza ya bien avanzado el relato, sin embargo, tal frialdad ya se percibe desde el primer momento, pues se ha de decir que la novela está escrita desde el futuro.

La narración consiste en la vida de JFK previa a la constitución de su empresa de paseadores de perros y que será, gracias a la cual, traba contacto con el protagonista peruano de la primera parte de la trilogía. JFK nos cuenta que es un escort (un puto, un chapero, para entendernos), que se ha metido en el trabajo de pura casualidad y que ya estando ahí no sabría qué hacer y por eso sigue ejerciendo de escort; pero también por la cuestión del dinero fácil, cómo no. Primero lo hace con mujeres, pero finalmente lo acaba(rá) haciendo con hombres también (a pesar de que nos dice que no le gustan). Y, ahí, es donde aparecen los problemas, con un golpe de efecto (muy deux es machina) que nos serviremos de no desvelar, pero sépase que le servirá a JFK (o a Galarza, uno aquí duda) como justificación para la introspección en los tormentos éticos de JFK al respecto de su trabajo de puto.  JFK, desalentado por las infidelidades de su padre y por un desengaño amoroso a los quince años con una vecina de cuarenta, Gina, nos cuenta como tomó con la mayor naturalidad la idea de montar “su negocio” junto a su mejor –y único amigo- a quien se refiere siempre, y de manera bastante insidiosa, como El chico de la moto (este mismo personaje se nos menta en Paseador… como Mikel).  El negocio, claro está, es el de escort.

A partir de aquí, Galarza se sirve de recursos ya utilizados en la primera parte de su trilogía, como caricaturizar a los clientes, poniéndoles apodos (lo que constituye “una pequeña demostración de afecto”, nos dice JFK, “aunque ellos no lo supieran) e introduce la melomanía –que ya estuvo presente en Paseador…- en la forma de locutores nocturnos de radio que contestan a sus oyentes con canciones. Pero también hay muchas metáforas cinematográficas, en especial las relacionadas con la edición y el montaje como modo de manejar satisfactoriamente la experiencia y los recuerdos y las referidas a los castings o al trabajo actoral. Las más significativas, empero, son las metáforas de tipo informático que sirven –me parece- para evidenciar la identidad meramente lingüística del personaje de JFK. Y, de ahí, también, que podamos sugerir que la concatenación de ideas que conforman al personaje, funcionan al modo de la sinéresis. O dicho de otro modo, todo lo que JFK nos dice sobre sí mismo (y que no tiene una traslación eficaz en sus acciones) no sirve para construir una personalidad compleja y turbia (como cabría esperar), sino más bien para dejar claro que la sordidez que representa JFL no es más que un ideario expuesto al modo de la pancarta y del que el autor (Galarza) trata de burlarse de forma algo taimada.

La implicación bergsoniana a la que nos referíamos al principio se nos muestra de una manera más o menos comedida hasta la página 105. Sin embargo, a partir de aquí y por causa de la muerte de El chico de la moto, el protagonista-narrador (JFK) se desata, y su estado de sueño se desboca, dejando que la falsa realidad nos invada en un delirio al modo del video-clip escrito y que durará todavía setenta páginas (¡setenta!). Lo que se nos cuenta aquí es la decisión de JFK de dejar Madrid, irse a Nueva York (y desde aquí recorrer a lo loco los Estados Unidos), y gastar todo el dinero que tenía ahorrado. La narración es un puro delirio descontrolado, sin centro ni razón, ni lógica ni sensatez.

Como por forzarle la coherencia y no perder de vista la trilogía proyectada, nos dice JFK al final de las desquiciadas setenta páginas últimas (o acaso lo dice el propio Galarza gastándose un meta-chiste):

“mientras caminaba en busca de una cabina telefónica tropecé con jóvenes que paseaban varios perros a la vez, los llevaban atados a unas correas que les cruzaban el pecho. Había escuchado algo al respecto, que era un trabajo que se pagaba bien y además parecía sencillo” (sic).

by J.S. de Montfort

es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.

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