Narcosis

Nos dejamos caer hacia atrás, en el océano, mientras hacíamos con la mano ese típico gesto del okey para la cámara. Más tarde volví a visionar esas imágenes varias veces, pero nunca terminaban de parecerme precisas: no éramos más que aletas, nos movíamos sin elegancia, brazos y piernas sin garbo alguno, sonrisas forzadas tras la boquilla, una entrada calamitosa que rompía la superficie del agua. En nada parecida a esa gracia pausada y algo empalagosa de cuando una está bajo el agua.

Ese día bajamos cuatro: mi vieja amiga Lucía y su marido, Will, mi ambivalente yo y un hombre llamado Mick, un antiguo minero de ópalos con bizquera de alcohólico, a quien desde el primer momento parece que le caí fatal. Lo había notado cuando nos presentaron en el puerto deportivo antes del amanecer, y el sentimiento fue mutuo al instante. Ese es el problema de los misántropos, pensé: saben perfectamente cómo reclutarnos a los demás.

Quedar emparejada con un quisquilloso compañero de buceo no es lo ideal –el océano ya es lo bastante hostil de por sí– pero Lucía y Will son inseparables hasta la irritación, de modo que no había otra opción más que formar dos parejas. En cualquier caso, era yo la que me había invitado a este viaje, diciendo que ya era hora de volver al mundo. “¿Estás segura de que estás lista?”, me había preguntado Lucia. “Completamente segura”, le había contestado yo, en un tono radiante. “Ya estoy otra vez entre los vivos.”

El capitán se quedó en cubierta con el marinero de cubierta, quien también ejercía de cocinero, un chico joven español, que se había pasado toda la mañana deambulando sin camisa. Fingimos no notarlo, pero cuando Lucía me miró, las dos nos ocultamos una sonrisa cómplice –dos señoras ya maduras que reconocían un encanto superficial, ya perdido para nosotras. Le pedimos al joven que se ocupara de la cámara.

Mientras rompíamos el espejo y empezábamos a sumergirnos, me repetía el mantra a mí misma: despacio y con calma, sigue respirando, confía en tu equipo. Por la mañana, mientras tomábamos café en la diminuta cocina, habíamos escudriñado los mapas borrosos, las imprecisas copias de los restos del naufragio, pero no nos revelaban mucho. Únicamente que su centenario armazón yacía muy desperdigado en aguas profundas, un juguete para el fiero océano y las fuertes corrientes que barrían esa zona.

El Steadfast se había hundido hacía más de cien años, destrozándose contra las rocas de una diminuta isla, tan escabrosa y barrida por las olas que prácticamente no albergaba ninguna planta, ni suelo para que creciera nada. Una espesa niebla, nula visibilidad, una roca que no estaba en los mapas… El veredicto exacto no dejaba de ser una suposición, porque nada ni nadie de los que iban a bordo se salvó.

Pero existía una certidumbre: además de diversas mercancías intrascendentes, el vapor transportaba una remesa de monedas de oro y plata, recién acuñadas por la Casa de la Moneda. La mayoría de ellas fueron recuperadas en el transcurso de una importante operación de rescate en la década de 1960, pero había algunas todavía por encontrar. La propiedad de los restos del naufragio sigue estando bajo disputa, y pocos submarinistas se atreven a enfrentarse a las fuertes corrientes que se encuentran con violencia allí afuera, pasado el cabo, donde se unen en un hervidero turbulento, tenebroso.

Según Will, no habíamos venido para robar, pero cualquier cosa que encontrásemos se podría considerar con justicia un recuerdo. “El que la encuentre, se la queda”, eso es lo que dijo. No es que nos falte el dinero, pero un tesoro perdido tiene un aliciente peculiar: un halo de azar o de suerte al rescatarlo desde las profundidades. O puede que sea ese deleite infantil en el juego de la búsqueda del tesoro; puede que nunca se apague del todo.

Lucía y Will bajaron primero, agarrados a la cuerda del ancla mientras descendían hacia la oscuridad. El aire que despedían iba subiendo en una diagonal oblicua, perlas de aire que la corriente iba ensartando de costado. Mick, por ser más experimentado, me guió hacia abajo tras ellos, sin mirar hacia atrás para comprobar si le seguía. El agua estaba más fría de lo que yo esperaba. Mientras le seguía en el descenso, agarrada a la cuerda, pude sentir cómo la corriente tiraba de mí y me empujaba como una enorme criatura prehistórica que inspeccionara un puntito flotante entre el pecio. El miedo me atravesó como una aguja, sentí que el agua me oprimía desde todas partes, innumerables toneladas de agua fría, extraña e indiferente; sentí el impulso de luchar por el aire que fluía ya de forma segura hasta mis pulmones. Pero seguí avanzando a pesar de todo, siguiendo a Mick agarrada a la cuerda del ancla, contando los metros de profundidad hasta que pasó aquella sensación: cinco metros, diez metros, quince, veinte y más abajo.

La luz se desvanecía a medida que nos sumergíamos. El Steadfast yacía en el fondo del océano, en una superficie salpicada de hondas grietas y ca|vernas. Los restos estaban a cuarenta metros en el punto más profundo; como todos sabíamos, eso se traduce en quince minutos de tiempo en el fondo, ni uno más. Pasamos junto a un mero de grandes dimensiones, un espécimen curioso que me clavó su mirada con un ojo saltón mientras boqueaba en el agua afablemente, como si quisiera entablar una conversación.

A los 25 metros de profundidad Mick se dio finalmente la vuelta para cerciorarse de que yo estaba detrás. Menudo compañero de buceo, pensé, mientras le devolvía el gesto de que todo iba bien. Observó su brújula y señaló contra la corriente –acordamos nadar contracorriente para contrarrestar su potencia y entrar en la zona del naufragio desde el extremo norte– y yo asentí. Abajo, en la oscuridad, podía ver las figuras de juguete de Lucía y Will, quienes se dirigían a una sección plana del suelo marino, justo más allá del área que Mick y yo habíamos escogido explorar. Apenas podía distinguir el lugar hacia donde nos encaminábamos: un paisaje lunar desigual, plagado de huecos y rendijas. Debía haber fragmentos del naufragio acumulados allí abajo, arrinconados en hendiduras y covachas.

Una vez llegados a los treinta metros, nos enfrentamos al arrastre ciego de la corriente en dirección al fondo. El agua profunda blanquea los colores, de manera que el suelo marino era una lánguida paleta mezcla de marrones, negros y grises. Alcanzamos las profundidades sembradas de rocas y nos quedamos allí un momento para comprobar los indicadores. Por todos lados se alzaban diminutas montañas, algunas huecas y desmoronadas, otras partidas por oscuras grietas que llevaban a las negras tinieblas. Aquí y allá, metidos entre los salientes, yacían esparcidos restos reconocibles del naufragio: una viga de acero oxidado, un pedazo de lastre azulado, un trozo de tubería, todos incrustados de ondulantes zarcillos de vida marina.

Lo rodeamos a nado, reconociendo el terreno hasta que encontré un agujero del tamaño de un coche pequeño y le hice un gesto a Mick para que se acercara. Cuando iluminamos el interior con las linternas, apareció un raudal de colores allí donde los focos golpeaban en la pared del fondo: un amarillo de azufre, un azul de cobalto, rosas delicados y crudos rojos, un amontonamiento de repisas rocosas donde la vida era prolífica. La caverna tendría unos diez metros de longitud y unos cinco metros de profundidad, con un piso arenoso. Comprobamos los relojes y el aire, intercambiamos la señal de okey y nos zambullimos al interior del agujero. Doce minutos, recuerdo haber pensado.

Siempre me han dado miedo las cuevas submarinas, pero ésta me sugirió más bien amparo en lugar de asfixia. Tenía la forma de una bóveda, y en el extremo más alejado se abría a un arco majestuoso como si se tratase de la entrada a una catedral. Desde arriba se derramaba una luz lechosa, revelando la silueta del arco casi perfecto, una maravilla de la arquitectura submarina. Se veía el reflejo de un banco de peces pasado el arco, una esfera plateada hecha de motas veloces, y con la linterna yo iba iluminando purpúreas esponjas de mar, corales anaranjados y oscilantes filamentos de plantas marinas, dispuestas por las paredes de la cueva en tecnicolor. Recuerdo que sentí una extraña mezcla de calma y excitación. Allí dentro la corriente era casi imperceptible.

Mick señaló el piso arenoso, que estaba cubierto de restos, de fragmentos de lo que podría ser el naufragio. Yo elegí una zona propia de búsqueda cercana, una repisa rocosa que sobresalía de la pared. Desde cerca, la superficie de la caverna resultaba ser un micromundo muy concurrido: una oronda estrella de mar se aferraba a la cara de la roca, las antenas de las cigalas se agitaban en una hilera desde una hendidura, y una anguila blanquecina me observaba boquiabierta, con expresivo desdén. En torno al haz de la linterna se agitaba todo un elenco de curiosos pececillos de todos los colores: azules, esmeralda, negros con motas rojizas.

Comprobé el reloj y el medidor de descompresión: nos quedaban diez minutos. “Concéntrate”, me dije, “Peces, los ves en cualquier parte.” La superficie de la repisa estaba marcada de grietas, y algunas servían de hogar para diminutos cangrejos traslúcidos y gráciles anémonas, mientras que otras estaban cubiertas de sedimentos y conchas diminutas. Muy cerca de allí distinguí un triángulo blanco encajado en una grieta, una forma que no era producto de la naturaleza, y de un tirón la saqué de allí: un fragmento de vajilla rota, decorada con una tracería de florecillas azuladas. Me sobrevino un escalofrío –mi primer hallazgo. Lo coloqué en el interior de la manga de mi traje isotérmico para no perderlo. Ya estaba emocionada, y empecé a mover la mano por encima de las grietas para sacar la arenilla, desplazándola hacia arriba en una espiral.

Y entonces, una forma nueva: al principio parecía la espina curvada de alguna criatura marina, escondida en una hendidura. Estaba profundamente incrustada, medio enterrada en la arena, y tuve que quitarme el guante para poder agarrarla por el fino borde y menearla hasta poder sacarla. Se fue soltando lentamente, como si se tratase de un diente remiso. Solamente cuando la deposité en la palma de la mano y froté su superficie limpia me di cuenta de lo estaba sujetando: allí, bajo el haz de la linterna, me parpadeaba un disco dorado inconfundible, del tamaño de un pulgar. Un medio soberano con una intricada imagen estampada en un lado: un hombre montado a caballo, con un casco en la cabeza, blandiendo una espada contra una criatura enroscada que se retorcía en el suelo. San Jorge, matando al dragón. Y debajo, una fecha acuñada en números finísimos: 1902.

¿Durante cuánto tiempo examiné aquella moneda, dándole una y otra vez la vuelta a la luz de la linterna, ensimismada? No tengo ni idea, pero sí recuerdo haber sentido una apacible euforia, una rara sensación de júbilo. En el anverso figuraba el perfil de un hombre barbudo, el rey por aquel entonces –uno de los Eduardos de Inglaterra, supuse– rodeado por más texto minúsculo, demasiado pequeño para poderlo leer con claridad, quizás abreviaturas en latín. Me fijé en el diseño, en sus elaborados rasgos en miniatura: las delicadas curvas de la oreja, el párpado caído, tan hermosamente moldeado. Tan pequeño, tan perfecto. “Guárdatelo en un lugar seguro”, pensé, pero parte de mí se negaba a separarme de ella.

Fue entonces cuando me di cuenta de que Mick estaba merodeando a mi lado, el haz de su linterna se bamboleaba sobre la repisa e iluminaba la palma abierta de mi mano. Se acercó a mirar de cerca, enfocó la linterna sobre la moneda y yo tuve que controlarme para no esconderla, evitar el impulso de cerrar la mano en un puño. Se echó hacia atrás con un delectación sobreactuada; entonces me dio una palmadita en la espalda, muy levemente, y levantó los brazos haciendo el ademán de la victoria. Podía percibir su excitación, ver sus ojos entrecerrados a través del vidrio de su máscara, pero yo solamente quería que se largara. Aquella repisa rocosa era mi hallazgo, mi tesoro oculto, y yo quería seguir buscándolo: sin duda alguna, ¡tenía que haber más! Pero él seguía merodeando, como esperando a que yo me hiciese a un lado y le permitiese un turno. Y entonces, casi disculpándose, le dio unos golpecitos a su reloj.

Mi irritación se desvaneció rápidamente. ¿Qué importaba? Me sentía magnánima, casi eufórica: tenía mi hallazgo, este perfecto tesoro, y ya era suficiente. Mick podía probar fortuna si quería. Con el brazo señalé la repisa, como invitándole a servirse en un gran bufé. Yo sujeté la moneda con fuerza, sujeté el guante que me había quitado en el cinturón y me alejé con un empujón hacia atrás, dejándome llevar. Mick podía hacer lo que quisiera, no me importaba. No esperé a ver su reacción, simplemente lo dejé allí. Buena suerte, pensé. Yo ya tengo a San Jorge, y al viejo Eduardo, y al pobre dragón despedazado. Eso es todo lo que necesito.

La regla número 1 dice que nunca dejes a tu compañero de buceo, pero la caverna no era grande, de manera que no me alejé mucho. Sin hacer mucho esfuerzo me acerqué a la pared opuesta, allí donde el elegante arco daba al mar abierto. Me quedé allí, flotando, mientras iluminaba el borde con la linterna, y embebía los colores sobrenaturales y las formas marinas que decoraban las paredes de aquella cavidad: un pequeño pulpo que avanzaba sin prisa a través de un bosque de coral rosáceo; una planta con flecos que me saludaba con unos dedos azules pálidos como vidrio esmerilado; peces iridiscentes marcados con rayas de neón, curvando sus fauces hacia arriba como regalándome una sonrisa íntima. Eché un vistazo atrás en dirección a Mick, que estaba doblado sobre la repisa, rebuscando, y luego me olvidé de él. La pared de roca enfrente de mí estaba decorada como si se tratase de un extravagante estudio de filmación, un mundo extraño, fabulado por algún excéntrico mago del océano, y yo podría haber estado embebida en él por siempre.

Fue entonces cuando lo oí: débil en un principio, y más tarde aumentando gradualmente de volumen. Me dejé arrastrar hacia el sonido, volviendo la cabeza a un lado y a otro para atrapar sus cadencias conforme se hacía más diáfano: la lenta subida y caída de un piano en clave mayor, pedazos de una canción tan hermosa que casi dolía escucharla; medio la reconocí. ¿No era algo sobre la luz de la luna? Allí, suspendida, mirando el arco de la catedral, sentí cómo aquel sonido me traspasaba como una corriente oceánica, tocando cada una de mis células –permeándome la piel, la sangre, músculos y huesos con la viveza de un remolino.

Cada vez que me dejaba llevar un poco hacia arriba, la música se disipaba; y cuando me volvía a hundir un metro o dos, retornaba, llenándome de un rapto somnoliento, tan encantador que sentía cómo me caían las lágrimas por la cara, agua salina que quedaba atrapada dentro de la máscara. Durante un rato estuve ascendiendo y bajando, jugando con el volumen de la música, haciendo que estuviera alternativamente al alcance y fuera del alcance de mis oídos. Entonces, al levantar la vista hacia la luz opalina que llegaba a través del arco, vi una enorme raya que pasaba por encima de mí, deslizándose como si fuese un gran albatros de las profundidades, como si sus alas flameasen en un tempo perfecto, sincronizado con la melodía. Podría jurarlo que me saludó. Sentí el impulso de reírme, de llamarla. Tenía en la boca un sabor muy amargo, y decidí quitarme la boquilla de un tirón.

Y entonces, una mano que me agarraba del brazo y me sacudía con fuerza. Y allí, justo a mi lado, estaba James. Mi James, mi Jimmy… Lo acerqué a mí y le puse una mano en la mejilla, pero él me asió de la muñeca, y se soltó de una sacudida. No dejaba de señalar hacia arriba, y ahora ya insistía a base de golpes; me pareció un poco tonto, tan serio, el pelo ondulante como si fueran algas, su rostro distorsionado tras la máscara. Me dio por reírme. Traté de quitarme la boquilla para contarle lo de la raya, pero él me la incrustó con fuerza en la boca y la sujetó. Dolida, lo miré a través del cristal de su máscara, y fue entonces cuando me di cuenta de que aquellos ojos no eran los suyos: eran los ojos de un extraño.

De mi memoria se ha borrado la mayor parte de nuestro ascenso, pero no había música alguna mientras Mick me guiaba fuera de la caverna, a través del agujero por el que habíamos entrado. Luego debemos haber seguido la cuerda del ancla hacia arriba. No subas más rápido que las burbujas de aire que vas soltando; haz una pausa a determinadas profundidades para permitir que tu cuerpo se descomprima: he ahí las reglas de oro. Pero no recuerdo nada de eso.

Lo que sí recuerdo con claridad es estar sentada en cubierta, y una voz que decía lloriqueaba: “¿Dónde está Jimmy, dónde está? ¿Y mi moneda? Mi moneda…” Lucía estaba frotándome la cara, haciendo unos sonidos tranquilizadores, diciéndome que callara. “Ha faltado muy poco,” oí que decía Mick. “Estaba ya soñando con la sirenita.” El capitán me estaba envolviendo con una manta. “¿Qué ha pasado?”, preguntó el español, y yo levanté la vista y me lo encontré con la videocámara en la mano, filmando, su ojazo negro enfocado en mí. “Le ha dado la narcosis,” replicó el capitán de mala manera. “Apaga esa puñetera cámara y tráele una taza de té bien caliente, con leche y azúcar.”

La narcosis de nitrógeno, también llamada de una forma más poética «el éxtasis de las profundidades», no dura mucho tiempo: sus efectos desaparecen a los pocos minutos. Le puede asestar a cualquiera, pero los buceadores más expertos aprenden a leer los síntomas temprano. A los viejos lobos de mar les gusta llamarlo el efecto Martini – una vez que has bajado veinte metros, cada diez metros que desciendes equivalen a un Martini con el estómago vacío. Me di cuenta de todo, una vez que se me aclaró la cabeza, pero estaba conmocionada por lo que había visto allí abajo: su cara, tan cerca de mí que podríamos habernos besado, y entonces ese momento tan horrible cuando se desvaneció otra vez. Y también estaba la moneda. Ya no la tenía conmigo, como suele decirse.

Lucía me ayudó a secarme y a vestirme, me hizo recostarme sobre un montón de  almohadones en su cabina, me cubrió de mantas y me atiborró de galletas mantecadas y más tazas de té. Me sentía tonta y a la deriva, como una niña irascible, y no podía quitarme de encima una sensación de pérdida. No quería hablar de lo que había visto, sabía que se trataba de una alucinación, y tras varios intentos, Lucía dejó el tema en paz. Pero sí que estaba obsesionada con la moneda. “Debe habérsete caído,” dijo Lucía. “Yo misma te he quitado el traje, y no había nada más que ese trocito de cerámica pegado junto al brazo. Caray, Hannah – estás viva. Eso es lo que importa.” Pero no podía creer que hubiese dejado ir mi tesoro, que lo hubiese dejado hundirse de nuevo en el fondo del mar.

Me enseñó lo que ella y Will habían encontrado: dos monedas de plata descoloridas, un azulejo suelto con un bonito patrón estilo rococó en blanco y negro, una botellita de vidrio para perfume, casi intacta. Tomé el azulejo en mis manos, y recorrí las líneas con el dedo pulgar. “Y Mick, ¿él qué ha encontrado?”, pregunté. “Dos monedas de oro”, me dijo Lucía. “Metidas en las grietas, cerca de donde tú encontraste la tuya.” Le clavé la mirada, y ella me la devolvió desapasionadamente. Sabía que me estaba comportando de manera infantil. “Menuda suerte tiene”, dije con acritud.

“Estás disgustada”, me dijo. “Todavía estás de luto.” Se acercó para darme un abrazo, pero yo me quedé rígida, sintiéndome enfadada, pero también una pizca ridícula, sujetando entre las piernas un plato de galletitas y un recuerdo sin valor que le pertenecía a otra persona. Ella insistió, de modo que le devolví el abrazo en un breve instante, y luego me eché hacia atrás, para ponerle fin. “Ese hombre se piensa que soy una idiota”, dije. “Inexperta. Y enseguida me di cuenta de que no le caigo bien.” Lucía negó con la cabeza. “Eso no es verdad”, respondió. “Puede sucederle a cualquiera, eso lo sabemos todos. Ten paciencia con él, Hannah. Últimamente ha estado de malhumor, pero no es nada personal. El divorcio, que ha sido un desastre.” Me convenció para que me tumbase y descansase, y al poco rato el sueño se adueñó de mí.

Cuando me desperté, el ojo de buey estaba a oscuras, y el olor de la comida flotaba por el barco. Hubo un golpecito en la pared, y Will se asomó tras la cortina. “¿Tienes hambre?”, me dijo con una sonrisa. Ya tenía la cabeza despejada, de modo que me tragué el bochorno y respondí con cierta alegría. “Siempre y cuando no sea pescado”, le dije, y le seguí hasta la cocina, donde apenas cabía un alfiler.

Todos levantaron la vista cuando entramos, todos excepto Mick, que estaba sirviendo una ronda de tragos con mucho cuidado. El español estaba también apilando pasta en los platos con algo que parecía una salsa rataouille. Me hice un hueco en la mesa junto a Lucía, y eché un vistazo alrededor. El patrón me pasó un vaso largo lleno hasta la mitad de un líquido amarillento. “Whiskey sour”, dijo, y me hizo un guiño. “Hace que te crezca el pelo en el pecho.” Lucía puso los ojos en blanco: “Justo lo que necesita una mujer.” Nos reímos, luego comimos y todo volvió a ser normal.

Me terminé aquel whisky más rápido de lo que acostumbro. Noté cómo se estabilizaba la sangre, y cómo desaparecía la tensión acumulada en los hombros. La mar estaba un poco picada, y el barco se mecía, cayendo con estrépito en el agua y acompañando el arrastre y la subida de las corrientes. A Will le cayó la salsa de tomate por encima, y el capitán le ofreció un babero que alguien de su familia se había olvidado en el barco en una salida anterior; de modo que Will se lo puso al cuello con gran dignidad, con una mueca de altivez.

Ya casi había vaciado el vaso cuando vi un brillo entre los cubitos de hielo. Miré alrededor, pero los demás estaban hablando y riendo, aparentemente ajenos a mí. Cuando saqué la moneda y la sostuve en alto bajo la luz, la mesa entera guardó silencio. Fue Will el primero que dejó escapar un silbido. “Bueno, bueno” dijo con mucha teatralidad, “pero qué tienes ahí.’ No era una pregunta.

Miré a Mick, sin estar segura de qué debía sentir. ¿Enojo? ¿Era condescendencia suya? ¿Debía sentir agradecimiento? “¿Qué es esto?”, pregunté, paralizada. Él se encogió de hombros. “Es tuya. Tú encontraste una, y yo también.” Todos me miraban expectantes, igual que los abuelos que observan a un nieto que desenvuelve un regalo de cumpleaños. “¿El que la encuentre, se la queda?”, dijo Will esperanzado, levantando el vaso como proponiendo un brindis. Mick me dedicó una sonrisa, su cara se arrugó como la de un chiquillo desvergonzado; yo le devolví la sonrisa. Levanté un poco el vaso. “Por San Jorge y el pobrecito dragón”, dije. “Puede que hayan muerto, pero no los olvidamos.”

Más tarde, viendo el video en casa, avancé rápido la cinta al momento en que estaba en la cubierta, jadeando, y salté ese momento de angustia que nadie debería haber presenciado. Pero observé atentamente la última escena, varias veces. La había filmado yo misma desde el embarcadero, en medio de fuertes ráfagas de viento mientras el barco se alejaba del puerto y se dirigía al norte para dejar a los demás en casa. Ya había refrescado, de modo que el español ya se había puesto una camiseta, para gran desilusión de Lucía. El capitán no podía oírnos, porque estaba pilotando el barco, pero los demás se despedían al unísono. Todos excepto Mick. Conforme el barco se iba alejando, él se quedó allí con una mano levantada, haciendo el gesto del okey para la cámara.

by Meg Mundell

nació en Nueva Zelanda. Ha publicado cuentos y reportajes en numerosas revistas y periódicos australianos, incluidas Best Australian Stories, New Australian Stories, Australian Book Review, Meanjin, Sleepers Almanac, The Age, The Sydney Morning Herald, The Monthly. Su primera novela, Black Glass (Scribe, 2011) recibió una mención honorífica en el Premio Barbara Jefferis de 2012. En la actualidad está completando su tesis doctoral que versa sobre cómo distintos autores examinan el sentido de lugar. www.megmundell.com

0 Replies to “Narcosis”