El relato ¡qué modesto en su andar! ¡Cuánta sencillez en sus maneras! Toma asiento discretamente, con los ojos bajos, como si intentara pasar desapercibido. Y si pudiera, de alguna manera, llamar la atención, diría rápidamente, en una valiente y tímida voz de ligero auto escarnio, al tanto de todas las posibilidades de la decepción: “No soy una novela, sabes. Ni siquiera una corta. Si eso es lo que estás buscando, no me necesitas.” Rara vez una forma ha dominado tanto a otra. Y entendemos, asentimos en señal de entendimiento: aquí en América, el tamaño es poder.
La novela es el Wal-Mart, el Increíble Hulk, el jumbo jet de la literatura. La novela es insaciable -quiere devorar al mundo. ¿Qué es lo que queda para el pobre relato? Puede cultivar su jardín, practicar la meditación, regar los geranios en las ventanas. Puede tomar un curso de escritura creativa de no ficción. Puede hacer cualquier cosa que quiera con tal que no olvide su lugar, con tal que permanezca quieto y fuera del camino. “¡Hoo ha!” grita la novela. “¡Aquí vengo!” El relato siempre está buscando refugio. La novela compra toda la tierra, corta los árboles, construye los condominios. El relato va dando de brincos por el jardín, se apretuja bajo la cerca.
Por supuesto hay virtudes asociadas con la pequeñez. Incluso la novela concederá eso. Las cosas grandes tienden a ser poco manejables, burdas, toscas; la pequeñez es el mundo de la gracia y la elegancia. Es también el ámbito de la perfección. La novela es exhaustiva por naturaleza; pero el mundo es inagotable; por tanto la novela, esa luchadora faustiana, nunca puede lograr su deseo. El relato, por otra parte, es inherentemente selectivo. Al excluir casi todo, puede dar perfecta cuenta de lo que permanece. El relato puede incluso reclamar cierta clase de redondez que elude a la novela -tras el primer acto de exclusión radical, puede incluir todo lo poco que ha quedado. La novela, cuando llega a recordar al relato, se contenta al ser generosa. “Te admiro,” dice, colocando sus grandes y toscas manos sobre su corazón. “En serio, eres tan… tan…” ¡Tan lindo! ¡Tan esbelto! “¡Tan refinado! Y listo, también. La novela difícilmente puede contenerse a sí misma. Después de todo, ¿qué diferencia hace? Es puro hablar. Lo que a la novela le preocupa es la vastedad, el poder. Muy en el fondo de su corazón desprecia al relato, que ocupa tan poco. No es de uso para la austeridad del relato, para su poco apetito, para sus negativas y renuncias. La novela quiere cosas. Quiere territorio. Quiere todo el mundo. La perfección es la consolación de aquellos que no tienen nada más.
Mucho mejor para el relato. Modesto en sus pretensiones, tímidamente orgulloso de sus pequeñas virtudes, un poquitín ansioso en relación con su desparpajado rival, se contenta con sentarse detrás y dejar que la novela se haga con el mundo. Y sin embargo, sin embargo. Esa pose tan modesta -¿me equivoco, o es un poco exagerado? Esas miradas de reojo -¿contienen un toque de astucia? ¿Podría ser que el pequeño relato se atreve a guardar expectativas propias? Si así es, nunca las admitirá abiertamente, debido a un constante hábito de secrecía alimentado por la opresión. En un mundo regido por presuntuosas novelas, la pequeñez ha aprendido a buscar su camino cautelosamente. Debemos intuir su secreto. Imagino al relato albergando un deseo. Lo imagino diciendo a la novela: Puedes tenerlo todo -todo-, todo lo que yo pido es un solo grano de arena. La novela, con un indiferente encogimiento de hombros, un encogimiento alegre pero despreciativo, concede el deseo.
Pero el grano de arena es la escapatoria del relato. El grano de arena es su salvación. Tomo el ejemplo de William Blake: “Todo el mundo en un grano de arena.” Piensen en ello: el mundo en un grano de arena; lo que es decir, cada parte del mundo, no importa lo pequeña, contiene al mundo por entero. O para ponerlo de otra forma: si pones tu atención en alguna aparentemente insignificante porción del mundo, encontrarás, muy al fondo, nada menos que al mundo mismo. En ese solo grano de arena descansa la playa que contiene al grano de arena. En ese solo grano de arena descansa el océano que golpea la playa, la nave que navega el océano, el sol que ilumina la nave, las tormentas intelestelares, un cuchara de té en Kansas, la estructura del universo. Y ahí tienes la ambición del relato, la terrible ambición que yace tras su fraudulenta modestia: encarnar sucesivamente el mundo entero. El relato cree en la transformación. Cree en poderes secretos. La novela prefiere las cosas a la vista. No tiene paciencia para granos de arena, que brillan pero son difíciles de ver. La novela quiere arrasar todo con su poderoso abrazo -orillas, montañas, continentes. Pero nunca tendrá éxito, pues el mundo es mucho más vasto que una novela, el mundo huye a cada momento. La novela salta sin descanso de un lugar a otro, siempre hambrienta, siempre insatisfecha, siempre temerosa de llegar a su fin -porque cuando se detenga, exhausta pero nunca en paz, el mundo se le habrá escapado. El relato se concentra en su grano de arena, en la fiera creencia de que ahí -justo ahí, en la palma de su mano- yace el universo. Busca conocer al grano de arena de la misma manera que un amante busca conocer el rostro del amado. Busca el momento en que el grano de arena revele su verdadera naturaleza. En ese momento de mística expansión, cuando la macrocósmica flor brota de la microcósmica semilla, el relato siente su poder. Es más grande que él mismo. Y se vuelve aún más grande que la novela. Se vuelve tan grande como el universo. Ahí dentro reside la inmodestia del relato, su secreta agresión. Su método es la revelación. Su pequeñez es el agente de su poder. La pesada masa de la novela se descubre como la irrisoria imagen de la debilidad. El relato no se disculpa de nada. Exalta su cortedad. Quiere ser incluso más breve. Quiere ser una sola palabra. Si pudiera encontrar dicha palabra, si pudiera pronunciar dicha sílaba, el universo entero se dispararía de ella con un rugido. Esa es la indignante ambición del relato, su fe más profunda, la grandeza de su pequeñez.
nació en 1943 y es escritor. Ganó el premio Pulitzer en 1997 con su novela Martin Dressler. En 2008 publicó Dangerous Laughter: Thirteen Stories.
Qué belleza de texto. Pulcro, dice lo que tiene que decir, me encanta el concepto.