El ático de John Masefield

‘This is curious,’ said M’sieur Pierre. ‘What are these hopes, and who is this saviour?’
‘Imagination,’ replied Cincinnatus.
Vladimir Nabokov, Invitation to a Beheading.

***

En una misiva a un amigo estadounidense, escribí el año pasado lo siguiente: “Me está costando mucho avanzar con esta novela. Me está creando dificultades en estos momentos. Pero más pronto o más tarde nos vemos obligados a pagar nuestras deudas. Así que no ha sido algo realmente inopinado. Después de todo, he tenido una buena racha durante un tiempo. Pero ahora, realicemos una investigación más profunda: El problema que tengo con el libro me lo he creado yo mismo. No soporto la idea de subestimar el material que tengo; pero una vez he escrito un borrador, tengo que empezar a cuestionarlo, y a borrarlo. No parece que sea capaz de hacerlo de otro modo. No soy tan persistente como Giacometti a la hora de borrar mis obras en progreso, pero sí comprendo su visceral renuencia a creer en lo que había creado mientras no comenzaba a brillar para él con una especie de luz que no era la suya propia. Sin esa sensación de sorpresa ante lo que hemos hecho, no hay ningún misterio en lo que hacemos. Pues resulta que estoy de acuerdo con el espíritu de Lorca: ‘Sólo el misterio nos hace vivir’. De modo que aquí estoy otra vez esta mañana, atacando lo que he hecho hasta ahora con este libro, como si se tratase de la obra de un enemigo a muerte y estuviese decidido a hacerlo pedazos.”

Todos nacemos con una imaginación. La imaginación no es coto de algunos pocos. La musa y preceptora del pintor Sidney Nolan, Sunday Reed, nos recordaba que “la infancia significa creatividad.”[1] Y fue Coleridge – en opinión de T. S. Eliot, el crítico más grande de la imaginación – quien dijo en su Desánimo: Una oda, “Lo que natura me dio al nacer/El espíritu moldeador de la imaginación”. La imagen de los niños en un parvulario, sentados en el piso y rodeados de sus creaciones, no es nueva. “Observad al niño entre su gozos recién nacidos,” escribió Wordsworth, “… Ved dónde están sus obras imperfectas, de su propia mano.”[2]

Lo que le sucede a la imaginación en nuestra edad adulta – hasta qué punto no podemos, en un sentido, o no queremos, olvidar las libertades de nuestra infancia – es algo crucial para la creatividad de nuestra madurez. Para la mayoría de los adultos, la imaginación no está a la altura de la avalancha de demandas que nos impone la vida diaria; o sus exigencias, relativamente llevaderas, quedan satisfechas por la vida diaria, al hacerse una carrera profesional o al formar una familia y construir un hogar. La imaginación del escritor o del artista, sin embargo, se extiende hasta la edad adulta y continúa exigiendo la parte más importante de la atención y las energías de un individuo. No es sorprendente, por tanto, que con frecuencia reconozcamos algo más bien infantil en el mundo petulante y bastante egocéntrico del artista, del poeta, del novelista. Las personas creativas parecen a menudo obligadas a convertirse en su propio universo, aunque sepan que dicha condición no es alcanzable. Cuentan con un mundo interior idealizado que exige expresión. Es como si la imaginación de su infancia creciese con sus cuerpos para llegar a tener grandes ambiciones de adultos, y se convirtiese en la modalidad dominante de su existencia. Los intentos del artista por llevar una vida convencional y modesta con frecuencia fracasan ante las exigencias de la imaginación en combinación con la ambición y el ego. Nolan abandonó a su primera esposa y a su hijo para vivir en Heide [Alemania], donde a causa de sus necesidades diarias fue tan dependiente de la familia Reed como el hijo que ellos mismos no tuvieron, y fue allí donde a su creatividad ellos le dieron un valor absoluto. Resultaba una oferta demasiado buena para dejarla pasar, y la moralidad convencional tuvo que cederle el paso. En Heide, Nolan se convirtió en el niño consentido, y su única responsabilidad fue la de crear su arte.

Nolan y los Reed en compañía de otros artistas en Heide, 1942

En sus Cartas sobre la educación estética del hombre, en las cuales elabora ideas que habrían de convertirse en el paisaje crítico rebatido de los románticos ingleses – el paisaje crítico de Coleridge y Wordsworth en particular – el poeta germano Schiller arguye que, al tratar un tema como la estética, “uno se ve obligado a apelar a los sentimientos con tanta frecuencia como a los principios.” La belleza, la estética, el arte, los productos de la imaginación creativa, dependen en gran medida del sesgo que adopten nuestra educación y nuestra cultura, aunque a menudo estén manifiestamente en conflicto con ella. Pero en lo más profundo, nuestros productos creativos dependen, para sus efectos, tal y como sugiere Schiller, de nuestra respuesta emocional. La educación es esencial en temas de la imaginación, pero la búsqueda de la objetividad crítica o teórica en el arte está, creo yo, fuera de lugar. El debate de Adrian Lawlor con Sidney Nolan sobre el cuadro de Nolan The Boy and the Moon [El niño y la luna], en el que Lawlor afirmaba que dicho cuadro no era arte, llevó de forma ya famosa a Lawlor, y cito a Richard Haese,[3] “hasta la posición imposible de tener que demostrar lo que no constituye arte.” Dada la naturaleza profundamente subjetiva de toda apreciación de lo que hace la imaginación creativa, he escogido hacer de esta alocución un meandro personal antes que una tentativa de argumentar a favor de una estética particular.

La palabra meandro, nos dice el diccionario, deriva su significado del nombre de un río de la antigua Frigia, que hoy en día es parte de la Turquía actual. El río llamó la atención de los griegos por su curso sinuoso. Muchas de las ideas más sugerentes y fructíferas que espolean nuestra imaginación, y que tienen adeptos duraderos en nuestra referencia cultural, están basadas en las observaciones de la naturaleza. Al referenciar la naturaleza, se produce un sentimiento de que estamos tocando la verdad. De nuevo Nolan expresó esta necesidad de permanecer en contacto con la realidad cuando dijo: “Hay una realidad irrompible de situaciones; una necesidad de inmersión en la realidad para poder escapar de lo trivial, de lo extravagante, de lo obsesivo.”[4]

En sus Cartas a un joven poeta,[5] el poeta alemán Rilke se abstiene de dar consejos, pero ofrece la siguiente observación: “Si deseas permanecer cerca de la naturaleza, de su simplicidad, de las cosas pequeñas apenas observables, esas cosas pueden volverse grandes e inconmensurables inesperadamente.” Fue también la respuesta inicial de Sidney Nolan al paisaje rural australiano, al mundo natural y no al mundo del paisaje urbano de su formación en el Melbourne suburbano, lo que le proporcionó material para el resto de su vida. La imaginación humana, incluso en un mundo digital postmoderno, encuentra sustento en la convicción de la realidad de la naturaleza. Incluso en la obra más fantástica debe haber un sustrato de realidad, desde el cual emprende el vuelo la imaginación.

Existe un parentesco entre la naturaleza y la imaginación humana, y se trata de una relación profunda, perdurable y real. Dicho parentesco es un aspecto de nuestra humanidad y se extiende más allá de la naturaleza hasta los hechos de la historia y la cultura humana. Nancy Underhill, en su  colección de escritos de Nolan – puesto que Nolan fue un escritor prolífico, además de pintor – habla de la imaginación de Nolan, la cual activa “el espacio ambiguo entre la historia y el mito.”[6] Esto es casi siempre lo que intentan los novelistas serios. Ver el rostro familiar de su vida y su época como algo no familiar. Y en éste, la respuesta de la persona creativa se dirige necesariamente al interior. Puesto que finalmente, el artista y el escritor se dirigen a sí mismos en el acto de la creación.

El deambular de un meandro está visto como algo cercano al delirio, estar en un sueño despierto, ser guiado sin un propósito aparente, sin un nexo entre causa y efecto, de una cosa a otra. En ese deambular del meandro lo importante no es el fin sino el avance. El regocijo del meandro es la esperanza de accidentes felices y encuentros casuales, donde pueden revelarse conexiones previamente insospechadas. Serpentear como un meandro es evadirse de la cuadrícula convencional de las responsabilidades. Uno serpentea esperando ser sorprendido por lo familiar. La dirección decidida, por otro lado, conoce su final antes de la partida y no se ve alterada por lo familiar. El deambular del meandro es su propia finalidad. No hay un destino.

La novela, no importa cuán realista sea en su forma, no es un anteproyecto de la vida “real”, sino que es artificio. La ficción es en definitiva una invención, no importa lo realistas o “verdaderamente” históricas que sean sus afirmaciones de que representa la realidad. La novela es un trabajo de la imaginación. El movimiento en el arte y en la literatura nunca es hacia adelante ni hacia detrás, sino siempre hacia un centro.

El arte busca el centro, no el final. Cada época alienta y celebra no solamente ciertas formas de arte y literatura, sino que también suprime regiones de la psique y de la imaginación. En su búsqueda, nuestra imaginación no está nunca completamente libre de las formas de representación en boga. La autonomía creativa es un mito. Quizá sea un ideal. Pero no importa lo “original” que sea una obra: es siempre de su propio tiempo y el paso del tiempo revela su compleja dependencia.

Las formas de representación son tan fundamentales para la literatura como lo son para las artes visuales. El crítico más grande que haya discurrido detalladamente sobre este asunto es Erich Auberbach, en su magistral obra, Mimesis: La representación de la realidad en la literatura occidental.[7]

“Dante,” dice Auerbach, “empleaba el lenguaje para descubrir el mundo de nuevo.” Esto es, Dante no creó un nuevo mundo, sino que reveló lo que no era familiar en un mundo que sí era familiar. Escribir una novela es re-escribir; es volver a visitar un lugar familiar una y otra vez y verlo como nuevo cada vez. Comenzar la escritura de una novela es entrar en un puzle, en un laberinto cuyo centro es desconocido para el autor. Al principio, el material del novelista carece de forma. Ello no quiere decir que el novelista carezca de tema, ni que carezca de algo que decir, sino solamente que el novelista no puede saber lo que se va a encontrar antes de que se hayan presenciado las complejidades del trabajo y haya asumido su forma final. En una novela, igual que con la exploración de un laberinto o una maraña, el asunto no es alcanzar una conclusión, sino encontrar el centro. Es el centro lo que nos satisface. Cuando se alcanza, la novela es abandonada. Puede parecer terminada. Pero ese final es artificio. Arte.

¿De modo que usted quiere escribir? ¿Usted quiere hacer arte? ¿Pero cuál es su tema? ¿Cómo va usted a conocer su material? Cuando yo era un joven aspirante a escritor sentía que tenía una manifestación que hacer, ¿pero en qué iba a consistir mi manifestación? Tener el deseo de ser escritor pero no saber de qué escribir es el principal dilema de muchos jóvenes aspirantes a escritores. ¿Pero qué tiene que ver la imaginación con conocer el material? Para mí era todo un misterio. Cuando yo era un joven aspirante a escritor, pensaba que, si mi deseo de escribir era auténtico, entonces debería saber qué era de lo que quería escribir. Si yo iba a escribir, creía que debería no solo tener algo que decir, sino saber qué era lo que quería decir. Todos los grandes novelistas cuyas obras estaba leyendo, Dostoievski, Iris Murdoch, Proust, Doris Lessing, Patrick White, etc., parecían saber de qué querían escribir desde el principio. Por supuesto, yo malentendía el proceso. Canta la hierba,[8] esa asombrosa primera novela de Doris Lessing. Se leía – y todos la leímos – como si hubiera estado escrita en su corazón antes de que intentara ponerla por escrito. ¿Qué tenía yo que decir, me preguntaba, que pudiese corresponder a una obra así? Miraba fijamente la hoja en blanco y allí no veía nada escrito en mi corazón, excepto el anhelo de escribir. ¿Era yo realmente un escritor? La pregunta me atormentaba, y necesitaba una respuesta.

Acerca del eterno debate sobre la muerte de la novela, vale la pena recordar que la novela no es sino otro modo más de contar nuestras historias. Es el contar historias, no la forma de la novela, lo que constituye el aspecto permanente de nuestro esfuerzo humano al escribir novelas. En tanto que seres humanos, siempre encontraremos modos de contar nuestras historias, y si no es a través de la forma novelada, entonces será a través de otras formas que todavía hemos de imaginar. Crecí en el seno de una familia en la cual contar historias – pero no escribir historias – era un disfrute todas las noches. Contar una historia es una forma de improvisación, como el jazz, y la forma que la historia adopta depende del lugar y de la naturaleza de la audiencia. La historia escrita es el producto de la reflexión, como la música escrita. Aunque puede que contenga largos pasajes de composición espontánea, la historia escrita, en especial la forma narrativa extendida, es esencialmente el producto de una re-escritura y una reconsideración interminables.

Desde mi tierna infancia yo había sido un cuentacuentos, pero de adulto me llevó mucho tiempo encontrar el material como escritor de historias.  Descubrí que no era cuestión de simplemente decidir sobre qué escribir. Tenía que haber algún añadido, o a la obra escrita le faltaba vida propia. Como dijo Simone de Beauvoir, acertadamente: “No podemos inventar de manera arbitraria proyectos para nosotros mismos: tienen que estar escritos en nuestro pasado, en forma de requisitos.”

La razón por la cual no podemos simplemente inventar proyectos para nosotros mismos es que la imaginación la prende algo distinto de nuestras decisiones conscientes. Pienso en la escritura como una conversación con el inconsciente; estar abierto, esto es, a los apuntes de la imaginación. Igual que Klamm en la novela de Kafka El castillo, no importa cuánto lo intentemos, nunca vamos a conocer la entidad elusiva del inconsciente cara a cara, mas sabemos que su influencia rige nuestras vidas. Sus apuntes, no obstante, no son siempre explícitos. “Actualmente se me está resistiendo la obra,” le escribía a un amigo que me preguntaba cómo me iban las cosas. “Ocupo con ella una especie de antesala de la imaginación. Sé que está ahí abajo pero no puedo forzarla.” El arte será con frecuencia suficiente para que nos las arreglemos, pero no hay manera de coaccionar a la imaginación.

No todos los que no son escritores entienden que el material de un escritor puede resultar elusivo. A mí me llevó años encontrar mi material auténtico. Uno de mis tutores en literatura en la Universidad de Melbourne a comienzos de la década de los sesenta era el académico inglés David Moody. Yo admiraba a David, y nos hicimos amigos. Años más tarde lo visité en Oxford, adonde había ido a tomar posesión de un puesto académico y donde vivía con Pippa, su esposa, quien era una suerte de medievalista, creo. Pippa me agradaba, pero nunca terminé de entender a qué se dedicaba, y pienso que había algo del espíritu de Oxford en esa generosa vaguedad; la sensación alentadora de que los motivos y los propósitos no tenían que estar claros ni bien planeados para ser interesantes. Nunca antes me había encontrado con algo así. Fue el primer indicio de la importancia del espíritu del meandro: el estar abierto a un apunte inesperado procedente de la imaginación.

David y Pippa vivian en la cabaña de John Masefield. Pippa me dijo que el ático estaba repleto de cosas viejas que se habían ido acumulando durante generaciones. Una tarde sugirió que lo exploráramos. David, con su cauto exceso de corrección, no lo permitiría. Todavía me fascina pensar en lo que Pippa y yo podríamos haber descubierto en el ático de John Masefield – Klamm conserva su fascinación para nosotros, siempre y cuando no nos demos de bruces con él. En vez de explorar el ático, David nos recordó que aquella tarde T. S. Eliot iba a leer Burnt Norton en la BBC. La conversación giró entonces sobre dónde habían dejado la radio la última vez que la habían usado.

Finalmente, la radio apareció en un armario, donde había quedado oculta debajo de unas mantas. Todo esto nos llevó algún tiempo, y el momento de la lectura de Eliot se acercaba. Por fin, enchufaron la radio y la pusieron en marcha. Cuando ya se había calentado, lo único que David pudo extraerle fue un pitido. Pippa le recordó que tenía que poner la antena. ¿Pero dónde estaba la antena? Otra búsqueda por toda la casa. Yo sugerí ir al ático a buscar la antena, pero mi sugerencia fue ignorada cortésmente.

T. S. Eliot, por Simon Fieldhouse

Encontraron la antena, y David la conectó, probándola en distintas posiciones. Pitidos y sonidos de voces en lugares muy lejanos. Y un acorde o dos de Wagner, o eso creo. Y de pronto, la voz inglesa de clase alta del presentador, anunciando que el Sr. Eliot leería su poema Burnt Norton, el primero de sus notables Cuatro cuartetos.

De manera que el tono sepulcral de Eliot comenzó a enunciar las percepciones exactas de sus deslumbrantes  versos: “El tiempo presente y el tiempo pasado/Acaso estén presentes en el tiempo futuro…”; ya entonces parecía estar leyéndonos desde la tumba. Al igual que Coleridge cien años antes que él, a Eliot le impresionaron sobremanera las ideas de la estética de Schiller, y aunque hacia el final de su vida Eliot situaba a Coleridge entre los más grandes críticos literarios, él no era un romántico, sino un simbolista modernista, que creía que el artista debía involucrarse con la realidad política de su tiempo. Mas como Rilke, Proust y Sidney Nolan, también Eliot era dueño de esa misma compleja humildad que reconoce la deuda que su obra tiene con la obra de otros. La percepción de que su imaginación no era autónoma. Coleridge, dice Eliot, “fue más bien un hombre de mi propia clase, diferenciándose de mí principalmente en que era inmensamente mucho más erudito, más diligente, y estaba dotado de una mente más poderosa y sutil.”[9] Al igual que Nolan, Eliot creía en “la necesidad de cierta inmersión en la realidad.” Eliot creía también en la necesidad de conocer la historia. Los hechos y la observación certera, en juego con la imaginación, proporcionaban el material de su filosofía social además de su poesía. Sunday Reed, en referencia a la serie de cuadros titulada Wimmera, de Nolan, reconocía que la fuerza de la nueva obra de Nolan, “estribaba en que estaba comenzando a enraizarse en los hechos.”[10] Nolan estaba descubriendo, como todos los escritores y artistas descubren tarde o temprano, que la imaginación por sí sola no es suficiente para hacer que nuestras creaciones imaginativas resulten convincentes a los demás.

Nos sentamos los tres frente a la radio, que estaba estacionada sobre una alfombra, delante del fuego de la chimenea. Estábamos sentados en un silencio reverente, las manos apretadas, las cabezas inclinadas, y escuchábamos a aquel gran hombre que nos leía. No soy para nada partidario de la crítica social de Eliot, pero es imposible resistir la fuerza de su poesía. Tras la lectura, Pippa y yo comenzamos otra vez a lanzar indirectas acerca del ático, pero David insistió en que saliéramos todos al campo que estaba detrás de la cabaña, mientras el Burnt Norton de Eliot seguía resonando en nuestras mentes, y que imagináramos al gran amigo de Coleridge, Wordsworth, sintiendo la inspiración para escribir sobre narcisos. El campo inclinado detrás de la cabaña de Masefield era, según nos informó David, el lugar preciso donde Wordsworth se había inspirado para escribir su famoso poema [‘I Wandered Lonely as a Cloud’].

David deseaba recordarnos que estábamos en el reino de los grandes románticos ingleses, los beneficiarios de Kant y Schiller, y que posteriormente inspiraron el gran libro de Abrams sobre la teoría romántica y la tradición crítica, The Mirror and the Lamp,[11] en sí mismo inspiración para muchos de los maravillosos ensayos de Harold Bloom en Romanticism and Consciousness,[12] particularmente los que tratan de Blake, Wordsworth y Coleridge, y por supuesto también para los libros de Mary Warnock sobre la imaginación, y miles de otros. Hay toda una biblioteca de libros así, y de sus derivados, y algunos de ellos incluso resultan de amena lectura. Pero no hay nadie que los haya leído todos. La imaginación creativa, como idea, tiene su propia biblioteca. De modo que estábamos en el campo detrás de la cabaña de Masefield, mirando fijamente la hierba, imaginando – estábamos en mitad del verano, y ya era tarde para narcisos. Yo solamente veía hierba y el vacío de mi propio nido imaginativo.

David sabía que yo estaba estudiando literatura e historia inglesas con el fin de convertirme en novelista. Sabía que yo estaba en la universidad, no para poder cualificarme de cara a un trabajo en el mundo real, sino porque quería adquirir un cierto conocimiento de la historia de la cultura a la que yo pertenecía, y de las grandes obras de literatura que habían sido escritas y preservadas dentro de dicha cultura. Tras un largo y meditativo silencio en aquel campo, que no me rindió otra cosa que hierba, se giró hacia mí y me preguntó qué era de lo que yo quería escribir. Le tenía miedo a que fuera él quien me hiciese esa pregunta. A David le exasperó que no pudiese responderla. Si por aquel entonces hubiese estado lo suficientemente familiarizado con Nabokov, podría haberle citado de Bend Sinister, la primera novela que Nabokov escribiera en los EE.UU.: “Podría empezar a escribir la cosa desconocida que quiero escribir,” dijo Nabokov, “desconocida excepto por un vago contorno en forma de zapato, cuyo infusorio estremecimiento siento en mis inquietos huesos.”[13] Lo que sí dije, de forma inútil, sin ni siquiera la suficiente inspiración para mentir, fue: “No lo sé.” Pippa me sonrió y aquello me hizo sentir un poco mejor. Pippa nunca me preguntó de qué quería yo escribir. Era una persona de Oxford, y parecía comprender que era tan importante no saber ciertas cosas como lo era saber otras. Pippa fue la primera persona que conocí que parecía pensar que era perfectamente correcto y genuino que yo no supiera de qué quería escribir.

De la vida, podría haberle dicho si me lo hubiese preguntado. Pero no lo hizo. No saberlo, no obstante, me hacía temer que fuese un charlatán. Especialmente con Eliot, Wordsworth y John Masefield, todos cantando sus encantos en mis oídos en el campo de los célebres Narcisos. Yo solamente quería encontrar un pub para pasar la tarde.

La casa de Wordsworth en Rydal Mount ©Sourav Niyogi

El descubrimiento del material propio y el despertar de la imaginación propia son algo indivisible. Es Proust, en su volumen final, Le Temps retrouvé, quien de manera más hermosa maneja este complejo  evento en un inspirado  pasaje de algo más de cien páginas. Me encantaría transcribirlo todo aquí, pero citaré solamente un breve párrafo: “Y entonces, una nueva luz, sin duda menos deslumbrante que esa otra iluminación que me había hecho percibir que la obra de arte era el único modo de redescubrir el Tiempo Perdido, brillaba de repente en mi interior. Y comprendí que todos estos materiales para una obra de literatura eran simplemente mi vida pasada; comprendí que habían venido hasta mí, en placeres frívolos, en el ocio, en el afecto, en la infelicidad, y que yo los había depositado en un almacén sin adivinar el objeto para el que estaban destinados, ni tan siquiera su continua existencia… Y empecé a percibir que había vivido…sin darme cuenta nunca de que mi vida necesitaba entrar en contacto con los libros que había querido escribir y para los cuales…había sido incapaz de encontrar un tema.”[14] De manera inesperada, los frívolos meandros de Proust le han llevado, por medio de un brillante apunte de la imaginación, a la compresión de su material, y al mismo tiempo se enciende su imaginación y se olvidan su lasitud y aburrimiento. Que la novela es acerca de nuestras vidas íntimas ha sido algo cierto desde Proust a Joyce y Georgette Heyer. La novela puede tratar de todo lo demás además de nosotros mismos, pero en su núcleo trata de nosotros y de las triviales complejidades de nuestras vidas privadas.

Fue a través de otros escritores – Peter Mathers y Kris Hemensley, poeta y librero de Melbourne, pero especialmente mi amigo Max Blatt – que hallé finalmente la sensación de tener confianza en mis propios materiales, y comencé a conocer el júbilo de escribir ficción. Max era un intelectual centroeuropeo del tipo de los que J. P. Stern y W. G. Sebald escriben con hermosa y nostálgica elegancia y familiaridad. Yo estaba estudiando Historia y Literatura Inglesa en Melbourne cuando me hice amigo de Max. Él interpretaba la historia europea moderna para mí en modos que no estaba hallando en la universidad, y entablamos una inquebrantable amistad. La seguridad que él tenía de que mi deseo de escribir era señal de una auténtica vocación, pese a la confusión que yo sentía en torno a mis materiales, resultó decisiva para mí. Me salvó de la desesperanza. Algunos años más tarde compré una granja en el Valle de Araluen, en Nueva Gales del Sur, para poder ganarme la vida de algún modo que me permitiera escribir más o menos a tiempo completo. Mientras estuve en la granja, durante varios años, escribí los borradores de tres novelas. Max solía tomar el tren hasta Goulburn, y de allí un taxi para recorrer las casi cien millas que había hasta mi remota granja. Solía quedarse durante una o dos semanas cada vez que venía. Tenía otros amigos y otras visitas, pero esperé siempre las visitas de Max con una especial mezcla de júbilo y de temor. El temor era que no le satisficiese lo que yo había escrito.

Un día de invierno llegó a la granja y al poco rato me preguntó por lo que había escrito. Acababa de terminar el manuscrito de cuatrocientas páginas de una novela. Me pidió verla. En el momento en que le entregaba aquel gran fajo de hojas A4, sabía que aquella no era una novela que Max Blatt admiraría, y sentí una sensación de fracaso y consternación. Me había pasado los dos años anteriores trabajando en el libro, diez horas al día, seis días por semana, prácticamente sin descanso y fundamentalmente aislado. El resto de aquel día, y hasta el anochecer, Max se sentó en la veranda trasera, que estaba cerrada, leyendo mi novela. Recorriendo la cocina de arriba abajo, incapaz de concentrarme en nada, pensé que nunca terminaría, dejando la última página junto a la silla. Max era concienzudo. Leía todas y cada una de las palabras. La ansiedad me dejó exhausto, y cayendo ya la noche, me desplomé sobre la mesa, sujetándome la cabeza con las manos.

Me despertó el golpe de las cuatrocientas páginas a mi lado. Me levanté de un salto. Max estaba prendiendo un cigarrillo. Con una mezcla de decepción, frustración y pesar, me dijo: “¿Por qué no escribes sobre algo que tú amas?”

Y vuelve, otra vez, Proust: “A veces es justamente el momento cuando pensamos que todo está perdido cuando nos llega el presentimiento que puede salvarnos.” Fue como si Max hubiese abierto una puerta en la cocina que no hubiese visto antes, y me hubiese revelado el vasto paisaje de todo lo que yo amaba, esperando a que yo acometiese el trabajo de escribirlo. Llevaba años escribiendo acerca de lo que pensaba que debía estar escribiendo. Max no podía entender por qué yo rebosaba alegría por su rechazo tan enojado de mi libro. Por primera vez en mi vida, me supe con la libertad de escribir sobre las cosas más queridas y más íntimas de mi vida y de las vidas de las personas que me importaban, en lugar de exigirme escribir acerca de los importantes problemas sociales de mi época. Supuso un gran alivio. ¿Por qué creí en Max? Creí en él, y eso fue lo importante, no el porqué creí en él. ¿Por qué creyó él en mí? Son preguntas sin respuesta.

Aquel día llegaron otras visitas y alrededor de la mesa de la cocina se produjo una animada discusión en torno al antisemitismo. Cuando los visitantes se habían ido, Max me contó la historia de su huida de un ataque antisemítico en Polonia al comienzo de la guerra. Me contó la historia para que yo pudiese comprender que el antisemitismo no había sido en su juventud un tema de debate intelectual sin más, sino un tema de supervivencia diaria. Él no había participado en la conversación. Con unas pocas palabras me explicó el meollo de la historia. Aquella noche no pude dormir, sino que escribí la historia con todo detalle, y a la mañana siguiente se la di a leer. Esta vez, cuando tomó de mis manos aquellas páginas, yo sabía que le iba a gustar. Yo quería a Max, y había escrito toda la noche sintiendo un intenso júbilo. Cuando terminó de leerlo, me dijo, con mucho sentimiento: “Podrías haber estado allí,” y me dio un fuerte abrazo. Esta escena se la di a Max Otto en mi novela Landscape of Farewell. Max hace suya la historia del bisabuelo de Dougald en el proceso de elaborarla de manera imaginativa para Dougald. Mi historia de Max Blatt la publicaron en la revista Meanjin (1, 1975) bajo el irónico título de Comrade Pawel. Aquello marcó mis comienzos.

¿Qué fue lo me permitió escribir aquella historia de manera convincente? El escenario, una trinchera en Polonia a comienzos de la Segunda Guerra Mundial, estaba más allá de mi experiencia. No tenía referencia alguna para los detalles, y sin embargo la historia tiene muchos detalles, hasta el tipo de gorro de lana que los hombres llevan puestos. ¿Y qué quiso decir Max con “Podrías haber estado allí”? La empatía, la capacidad de ponerse en el lugar de otro, es la medida de la imaginación propia. Lo que yo interpreté que Max quiso decir – y estoy seguro de que, de hecho, quiso decirlo – fue que mi relato de los sucesos que le acaecieron a él cuando era un joven comunista en Polonia y al comienzo de la guerra era para él un relato auténtico, un relato que le recordaba a él la verdad de su experiencia.

Era la primera vez que había escrito por sobre mí mismo, y fueron grandes tanto mi sorpresa como mi gratitud. Todavía me quedaba por comprender la observación de Paul Valéry: “todos los individuos son inferiores a sus más bellas obras.” ¿Por qué creía yo, y por qué creo todavía, que esa historia era mía? ¿Qué era lo que la hacía mía? La respuesta sucinta, y una buena respuesta por cierto, a esa pregunta, nos la dio el poeta indio Rabindranath Tagore, a quien cita Simon Leys en su maravilloso librito titulado Other People’s Thoughts [La felicidad de los pececillos, Acantilado]: “Tan pronto como algo me proporciona placer,” dijo Tagore, “se hace mío, sean cuales sean sus orígenes.”

Y Nabokov, en su novela Risa en la oscuridad, dice de forma memorable de su personaje Albinus, “… hizo suya la idea gustando de ella, jugando con ella y dejando que se desarrollase en su interior, bastante para conferirnos derecho a la propiedad legal en la ciudad libre del pensamiento”. El espíritu de amplitud en las respuestas a esta pregunta por parte de Tagore y Nabokov no debe ser entendido de forma literal, sino que únicamente puede percibirse en un sentido amplio. Después de todo, el don de la narración es, en definitiva, misterioso.

No podemos evocar de forma consciente la capacidad de escribir por sobre nosotros mismos; y sin embargo, con frecuencia ocurre lo contrario, la lasitud y el aburrimiento se imponen. Hace poco tiempo le escribía a un amigo, diciéndole: “Cuando trato de pensar en el trabajo que sé debo hacer en este libro, se produce en mi mente un silencio total, y no hallo motivación alguna para hacerlo. He experimentado este letargo imaginativo anteriormente; es como si la imaginación se hubiese ido y hubiese cerrado la puerta, y ya no estuviese en casa. Una amiga psicóloga dice que estos periodos vacíos son precursores de un material bueno, que está abriéndose camino desde la oscuridad. Ojalá pudiese creerla. Es difícil que no le dé pánico a uno.”

Desde Comrade Pawel he seguido escribiendo, acerca de las cosas que quiero, y siempre he escrito  para ser merecedor de las expectativas de Max Blatt. Si uno escribe sobre lo que ama, y uno ama ampliamente, la vida y las personas, jamás se le agotarán los materiales de que escribir. Como observó Christina Stead: “Hay un océano de historias.” A diferencia de David Moody, Max Blatt no me preguntó con impaciencia de qué quería escribir, me preguntó por qué no escribía sobre lo que yo amaba. Entusiasmo, alegría, energía e imaginación, la vívida intensidad de los recuerdos, son recíprocamente necesarios e inseparables en el acto creativo. Y cuando echamos la vista atrás sobre lo que hemos escrito, sobre lo mejor que hemos escrito, quiero decir, nos preguntamos: “¿Cómo pude haber hecho yo eso? ¿Cómo pude haberlo escrito? Me sobrepasa.” Igual que le sobrepasaba a Proust cuando predominaba en él su disposición de lasitud y aburrimiento. Sobrepasarnos a nosotros mismos, de eso va la imaginación creativa. Wordsworth, cuya obra, en un sentido, está centrada tanto en él mismo, lo expresó así: “Sabe más que él mismo.” El proyecto épico de Wordsworth en su totalidad, tal como él mismo anunció con claridad, era hacer del desarrollo del ser el nuevo tema de la épica. Lo que quiero señalar es que incluso alguien que tuvo la épica ambición de escribir la historia del ser supo que para poder hacerlo tenía que ir más allá de sí mismo.[15]

La inspiración – esa ignición de la imaginación que nos permite escribir más allá de nosotros mismos, de modo que nuestra obra brille para nosotros con una luz que no nos es propia – es con mucha frecuencia una respuesta interna a un estímulo desde el exterior, algún suceso trivial que actúa como un detonante en nuestra memoria y altera nuestra disposición. Es la fuente del misterio de Lorca. Es lo que sustenta nuestro interés. Pero cuando acudimos de manera consciente en busca de la inspiración, nos elude tercamente. Y permitiré que sea Proust quien tenga la última palabra sobre este tema: “uno llama a todas las puertas, que no llevan a ninguna parte, y entonces da, sin saberlo, con la única puerta por la que se puede entrar – ésa que uno podría haber buscado en vano durante un siglo – y resulta que se abre espontáneamente…”[16]


[1] Janine Burke, The Heart Garden, Sunday Reed and Heide.

[2] William Wordsworth, Intimations of Immortality.

[3] Richard Haese, Rebels and Precursors.

[4] Nancy Underhill, Nolan on Nolan.

[5] Rainer Maria Rilke, Briefe an einen jungen Dichter.

[6] Nancy Underhill, Nolan on Nolan. p. 5.

[7] E. Auerbach, Mimesis: Dargestellte Wirklichkeit in der abendländischen Literatur.

[8] Doris Lessing, The Grass is singing.

[9] Roger Kojecky, T. S. Eliot’s Social Criticism.

[10] Janine Burke, The Heart Garden, Sunday Reed and Heide.

[11] M. H. Abrams, The Mirror and the Lamp.

[12] Harold Bloom, Romanticism and Consciousness.

[13] Vladimir Nabokov, Bend Sinister.

[14] Marcel Proust, À la recherche du temps perdu, vol. XII. [N. del T.: Los párrafos citados están traducidos desde la traducción inglesa de Andreas Mayor que cita el autor.]

[15] El lector puede encontrar una reveladora discusión de los límites de la autonomía de la imaginación del individuo en una obra de René Girard titulada Mensonge romantique et vérité romanesque (1961).

[16] Marcel Proust, À la recherche du temps perdu.

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