La bella Rafaela

©Tamara de Lempicka

***

Vividora. Parásita. Mañosa. Borracha. Tranza. Arpía. Chupasangre. Vendida. Floja. Mañosa. Ignorante. Mentirosa.

En este último adjetivo Franco Carrascal congeló los dedos sobre el teclado con canalla satisfacción. Así permaneció durante algunos segundos: señor del insulto. Por fin rompió con el enigma de esos pies suspendidos frente al monitor y se rascó la ingle izquierda. Exactamente bajo el pliegue del escroto. Luego se incorporó y arrastró su indolencia hasta la cocina.

Hacía una semana que apenas conciliaba el sueño. Fumaba yerba y tabaco, tomaba café y escribía invectivas a su ex. Encerrado en su departamento, había logrado acercarse bastante a la conmiseración que se tenía. Apestaba a sudor rancio, a cartujo y remolacha, a mugre en el ombligo, a leche cortada, a la felicidad de la derrota. La boca despedía hedores tan desagradables que, si por casualidad llegaban a su olfato, los esquivaba.

De una pila de trastes tomó una olla de peltre y abrió la llave. Un eructo llegó a través de la cañería. Un rugido de monstruos infanticidas. Después, una sola gota surgió del grifo, insignificante, que se precipitó en la inmensidad de la olla. Franco Carrascal esperó una segunda gota. Esperó en vano. Cerró la llave y se quedó pasmado frente al fregadero. Volvió a abrirla con esa ingenuidad que despierta la rebelión de los objetos. Ya no hubo gota. La cañería había optado por el silencio. Franco Carrascal cerró la llave y volteó hacia el garrafón de cinco galones, vacío desde su encierro voluntario. Entonces, con una fuerza irresistible, el antojo por un café invadió cada célula de su cuerpo fofo, cada neurona, cada celdilla de su alma en penitencia.

La ausencia de agua lo obligaría a dejar el encierro, caminar una calle minada de vecinos que sonreirían, saludarían, intercambiarían palabras, palabras, palabras. En la tienda de la esquina tendría que enfrentar el mundo de enigmas de la dueña pertrechada tras el mostrador. Franco Carrascal se sentiría juzgado. Su hediondez desplazaría el abigarrado olor a abarrote y alcanzaría las fosas nasales de la dependienta, que lo despacharía con un mohín de asco.

Abrió la llave por tercera vez. La luz vespertina que entraba por la ventana de la cocina iluminó la columna de partículas suspendidas entre el grifo y un plato con rastros de mayonesa. El plan contemplaba media docena de cartones de tabaco, un 100 de marihuana, un escuadrón de frascos de Nescafé y una veintena de latas de atún aleta amarilla. Nunca tuvo en cuenta el imprevisto del agua. Cerró la llave. Garrafón vacío, cañería seca, el envase del café abierto, la cuchara en la mano, el perfecto guión de su destierro voluntario amenazado por una tubería rota en alguna parte. Regresó a la habitación con la taza vacía. Pensó que sería cuestión de una o dos horas antes de que volviera el agua.

Cínica. Desvergonzada. Ambiciosa. Resentida. Lujuriosa. Indolente. Haragana. Extorsionadora. Fraudulenta. Ladrona. Desgraciada. Vaga. Malnacida. Altanera. Petulante.

¿Petulante? ¿Era realmente petulante la mujer por la que se hallaba en ese estado de uñas largas y negras, pelo grasiento y barba hirsuta? Sí: Judith Bengoechea era una persona petulante, petulantemente gorda. Franco Carrascal lo pensó desde la entrevista de trabajo que tuvo con esa mujer de obesidad masculina, ancha de culo y espalda. Aquella mañana, con un gesto enérgico, lo había invitado a pasar a su oficina de cristal en la que flotaba como un pez globo. Ya sentado frente a un escritorio con forma de falo, pudo estudiar el óvalo del rostro de la mujer, carnoso y vulgar, pero ay, de labios portentosos. Judith Bengoechea coordinaba el área de diseño de una revista de banalidad couché. No debía su jactancia a la naturaleza de su profesión, más bien al contrario; ésta era resultado de años de fatuidad y arrogancia. Pero nada de eso importó en el momento, nunca importa. Los labios de la mujer que Carrascal tenía enfrente acariciaban las palabras con una especie de desliz, de ceceo. Y el sujeto y el predicado de cada frase se volvían escarlatas y bien podía rezar el Padrenuestro que sonaba a la lasciva retórica del coito. No quiso evitar durante el tiempo que duró la entrevista imaginarse esos labios en aplicada felación. Judith Bengoechea era la réplica exacta de un lienzo de Tamara de Lempicka que adornaba el estudio del notario. El regalo de un cliente millonario y excéntrico había despertado en el joven Franco el irrefrenable deseo de follar con mujeres gordas. Desde la adolescencia había perseguido la imagen de esa modelo de abundante carne blanca y pelo azabache. De muslos, senos y brazos atocinados, cuyos labios carmín habían poblado sus noches pajeras. Encontrar a la mujer del cuadro en la redacción de aquella revista, redicha, inquisitiva, de tonos púrpuras, una profesional, una profesional, una profesional, tuvo un vergonzoso efecto eréctil en Carrascal. Y ahí estaba Franco, con la verga enhiesta, las piernas cruzadas, intentando concentrarse en el tratamiento que le daban a las fotos o a la tipología para cabezas y sumarios. Judith Bengoechea, en ese mundo de Manolo Blahnik y anorexia, no solía recibir homenajes de aquella espontaneidad. Al darse cuenta del paquete henchido de su interlocutor, tuvo una súbita fantasía mientras le explicaba que el departamento de diseño tenía toda la libertad creativa del mundo: hincada, con el enorme culo al aire, devoraba el falo de ese sujeto que veía por primera vez en su vida hasta hacerlo eyacular, al tiempo que apuraba cada gota de semen.

Franco Carrascal seguía empeñado en su rosario de insultos, en la búsqueda de hirientes sinónimos que llenaran la pantalla, que lo exculparan. Había sido un idiota que el azar había puesto en un camino que debía recorrer con zapatos Cesare Paciotti dos números menores. Acababa de arrancárselos y sus dedos amorfos, toscos y con juanetes, de uñas negras y retorcidas, acumulaban mierda liberados. Con esos mismos dedos escribía:

Tránsfuga. Viciosa. Autoritaria. Grosera. Maledicente. Hipócrita. Mitómana. Vulgar. Boca de lumbre. Cobarde. Inútil. Torpe.

Oscurecía en la ventana de su cuarto. La tarde renunciaba a iluminar a Franco Carrascal que tecleaba con los dedos de los pies insultos a una mujer idéntica a la bella Rafaela. Ya no podía concentrarse en adjetivar a la obesa Judith. Su carácter adictivo no le dejaba más remedio que escuchar al hipotálamo: café, café, café. Pero igual seguía rehusándose a ir en busca de un garrafón de agua purificada. Su integridad para el desmoronamiento era ejemplar. Cumplir con la promesa de no volver a pisar la calle hasta elaborar la lista más insultante que un hombre jamás había dedicado a una mujer fue la única manera que imaginó para rebelarse a los acontecimientos.

Una semana atrás, era domingo, lo había despertado el trajín furioso de Judith buscando bragas, sostenes, zapatos, faldas y blusas por toda la habitación. Abrió los ojos y entre la bruma del sueño vio a la mujer de lonjas blancas y oblongas recoger su ropa en medio de interjecciones. Cuando Judith se dio cuenta de que Franco Carrascal, detrás de una cortina de lagañas, la observaba con expresión de lujuria, explotó: Eres un hijo de la gran puta, ve y chinga a toda tu pinche puta madre. La Bengoechea, como toda mujer gorda, insultaba sabrosísimo. Con la ropa y los zapatos en los brazos su desnudez resultó una impostura. Se encerró en el baño. Franco Carrascal venció un primer arrebato de dignidad y acudió a la puerta a rogar, a disculparse sin saber por qué. Pregúntale a la bella Rafaela, pinche freak, tarado, demente. Al principio no entendió. De súbito recordó. Corrió de regreso al cuarto y revisó su laptop. El archivo estaba abierto. El portazo sonó como un disparo en la madrugada. El archivo mostraba una réplica del lienzo de la Lempicka que colgaba en el estudio del notario. A un lado, una foto de Judith Bengoechea desnuda. Una foto que Franco había tomado indicándole con precisión cómo debía posar, sin saber ella que imitaba con exactitud el ademán de la modelo tan increíblemente parecida. Era domingo, un domingo a mediodía. Una noche antes, la coca y el güisqui los habían convertido en perfectas máquinas de coger. Franco sintió por primera vez en su vida que cada centímetro de su piel era óleo y tela. No se trataba de su imagen trepada sobre la voluptuosa Rafaela: había encarnado por fin en esa visión proyectada tantos años en la oscuridad de una cama. Era domingo y los domingos son un mal día para que el mundo empiece a desmoronarse. Ni siquiera tuvo el placer de un teléfono repicando indefinidamente. Sólo un buzón de voz para el resto de la tarde. Al día siguiente el guardia de seguridad no le dejó poner un pie en la redacción. Le entregó una bolsa de plástico con sus pertenencias y un cheque con el exacto finiquito por los cuatro meses y medio trabajados. Don Alfonso Bengoechea, el dueño de la revista, había actuado con profesional paternidad.

Falsa. Truculenta. Repugnante. Dolosa. Prepotente. Soberbia. Forajida. Facinerosa.

Tomó la pipa de cristal esmerilado con los dedos del pie izquierdo y se la acercó a la mano derecha. Al principio, a Judith, esta rareza de los pies prensil le pareció divertidísima. Le pedía que le acercara todo tipo de objetos y se lo celebraba con una risa de mujer gorda y pulmones de nicotina. La pipa todavía guardaba resabios de cannabis, una goma negra que se adhería a las paredes del cazo y que entraba en los pulmones como el picotazo de una serpiente. Franco no quiso llenarla de nuevo y se conformó con fumar el hollín chicloso. Se sumió en una modorra fría. El aire acondicionado recorría su cuerpo compacto y redondo. Tenía sed. Una sed impetuosa. Regresó a la cocina, abrió la llave, observó con paranoia el silencio del grifo. Se dirigió al refrigerador, lo halló vacío: sólo un cuarto de litro de un jugo de naranja artificial y caduco. Bebió ávido y quiso más. Y quiso de nuevo café. Abrió una lata de atún y exprimió en una taza el agua conservante. La apuró de un sorbo. Dejó la lata sobre la mesa de la cocina. No tenía hambre. Debía continuar, se dijo. Imponerse un deber era la única forma de no pensar en la bella Rafaela, de no desearla. Regresó a la cama y a los insultos.

Corrupta. Demente. Larga. Mantenida. Engañabobos. Holgazana. Bruja.

Comenzaron a dolerle los dedos de los pies. Un dolor reconfortante. Se obligó a seguir escribiendo de esa forma. Con esos mismos dedos había acariciado el clítoris de durazno de la mujer con la que una noche, después de un cierre de edición tenso, se había tomado un café, había sido divertido, ingenioso, seductor como nunca antes en su vida. Pero los insultos se le agotaban a Franco Carrascal. Escribió y borró varias veces la palabra puta. La bella Rafaela no merecía un adjetivo que hacía mucho tiempo había dejado de tener algún significado, se dijo. Poco a poco la lengua se le fue transformando en una pasta repugnante. Se le antojó una cerveza, se le antojó un café, prendió un cigarro, se le antojó una línea pura y blanca de coca, se le antojó hundir el rostro en el vasto canal que dejaban los muslos de Rafaela. Se le antojó llorar aunque hacerlo fuera un inútil desperdicio de líquido. No le importó. Franco Carrascal decidió llorar: y mientras las lágrimas empapaban su cuello, deslizó la flecha hacia el botón de Enviar y con el dedo gordo del pie derecho hizo clic en el ratón. Antes había escrito en Asunto: No puedo deshacerme de la pesadilla de tu gelatinoso culo temblando mientras me lo cojo. En el renglón de Ccc, había puesto medio centenar de direcciones.

Se hizo un silencio espeso sólo interrumpido por los ocasionales coches que recorrían la calle como si no pasara nada. Hizo conciencia del silencio cuando su cerebro se vació de los adjetivos que ahora viajaban transformados en pulsiones eléctricas. La sed sin palabras, el cansancio sin palabras, el dolor sin palabras, el rencor sin palabras. ¿Qué le quedaba?, se preguntó. Apagó la computadora y la hizo a un lado. Estiró las piernas. Los músculos de las pantorrillas le aguijoneaban. Cerró los ojos para ahuyentar los calambres en los arcos de los pies, la sed que abrasaba su garganta, el espanto de cada minuto. No era un tipo acostumbrado a los hoyos negros. Desde que tenía memoria se había mecido en una inercia que lo atraía hacia sí. Esta vez necesitaba de una energía centrífuga que lo lanzara fuera de su ser.

Se incorporó de la cama con quemaduras de cigarro, lamparones de atún, ceniza y manchas de café. Se vistió un pantalón que olía a orines y una camiseta con un agujero a la altura del ombligo. Se calzó unas chanclas. Buscó las llaves del Gran Am despostillado y azul, regalo de la esposa del notario. Había decidido claudicar a su encierro y terminar de una vez. Salió del departamento, descendió las escaleras y subió al auto. Lo echó a andar después de tres intentos. La calle desvalida rodeaba un parque poblado de sombras que pedían monedas y fumaban cristal. La recorrió despacio, con la mirada enajenada, con la sed vuelta armisticio. Detuvo el coche frente a una tienda abierta 24 horas. Faltaban diez minutos para la medianoche. Compró un six pack. De regreso en el auto, apuró el primer bote de un trago largo. La saliva regresó a su boca espesa como un engrudo. No pudo tragarla y abrió un segundo bote. Lo fue consumiendo a sorbos mientras se saltaba los semáforos en rojo. Las calles empezaron a maquillarse de primer mundo. El barrio en donde vivía el notario y su esposa estaba al sur de la ciudad. Los parques dejaron de tener sombras. En su lugar crecían fuentes, bancas y arbustos. Las avenidas dejaron de tener baches y manchas de aceite y se volvieron espaciosas e iluminadas. La casa del notario apareció perfecta bajo la luna llena. Conservaba un juego de llaves. Para Franco Carrascal emanciparse no significaba quemar las naves, tan solo dejarlas en astillero. Recorrió la casa de su infancia. Pasó a la cocina. Del segundo cajón izquierdo extrajo un cuchillo cebollero. Se dirigió al estudio del notario. Antes de entrar apuró el tercer bote de cerveza. Abrió la puerta: ahí estaba.

Regocijándose en su cachondez de piernas apretadas, a la sombra de su obesidad, con el sexo enterrado en la abundancia de unos muslos de carne lítica, sexo a la sombra de las gordas en flor. Desparramada en toda su quietud, con el vientre simulando volúmenes grávidos en contraste con unos senos que no eran de obesa, sino de niña en desarrollo. La voluptuosidad en reposo. El rostro de labios carmín, glotones labios de pasteles y vergas. Esa cara de hedónica dicha que no movía un músculo cuando Carrascal la penetraba cada noche. Franco se sintió vil al contemplar de nuevo el lienzo de la Lempicka. Culpable por haberla engañado con ese remedo, esa réplica. Pero también la odió porque no pudo encontrar en los frívolos trazos ni un gesto que le impidiera hacer lo que pretendía con el cuchillo cebollero. Y odió también a la putísima polaca, Tamara la casquivana, que se follaba a los aristócratas europeos mientras retrataba a sus mujeres. Después vino a América a coger y pintar en dólares, la caliente, la frívola, la anecdótica artista que a golpe de coño y pincel había entrado en los salones de la oligarquía para decorarlos con zorras como Rafaela.

Franco Carrascal levantó el cuchillo y asestó el primer tajo entre los senos de Rafaela. Deslizó el filo hacia abajo y la tela fue abriéndose como una cortina que se enrolla en sí misma. Entonces se abrió la puerta del estudio y apareció el notario. Una sombra bajo el dintel con ojos de obispo pederasta, ojos de lujuria que no se sabe si son lamerones o píos. Una sombra severa con dedos flacos de deslizar las cuentas del rosario, pero olorosos a vagina joven, vagina de casa chica, vagina de miércoles y viernes. Una sombra de voz reposada, grave, magnánima en el subrayar de ciertas palabras. Una sombra que planeaba sobre la vida de la mujer que había parido a Franco Carrascal sin emitir una sola blasfemia. Una sombra que abrazó a Franco por la espalda y le susurró al oído: Eres un imbécil. Este cuadro vale mucho más que tu vida.

by Imanol Caneyada

es un periodista y narrador de origen vasco pero sonorense por adopción. Ha colaborado en diferentes publicaciones como Replicante, Revista La Otra, 10/4, Shandy y Pez Banana. Con su libro de cuentos La nariz roja de Stalin obtuvo el Premio Nacional de Cuento Efrén Hernández en el 2011; también ha publicado el cuentario La ciudad antes del alba y la novela Un camello en el ojo de la aguja. En noviembre de 2012 verá la luz su novela Espectáculo para avestruces, con Ediciones Arlequín, y a principios de 2013 su novela Tardarás un rato en morir, en Suma de Letras.

7 Replies to “La bella Rafaela”

  1. 2
    Alberto Nevárez

    ¡Extraordinario! Hay que seguirle la huella a esta relativamente nueva promesa de las letras que es Imanol Caneyada. Les recomiendo «Tardarás un rato en morir».

  2. 5
    Vanessa Escobar

    Estuve conectada con cada palabra. Sentí cada sensación que describía Franco, hasta la sed impetuosa. Excelente!!

  3. 6
    Ulises Prado

    Vitalidad narrativa, sin más virtud que un erotismo plebeyo. Lástima, un autor de su potencial debería aprovechar mejor su talento.

  4. 7
    Alicia Espinosa

    Un narrador con oficio; fraseo perfecto, envidiable riqueza de imágenes. Y sí, habrá que seguirle la pista. Ciertamente, no necesita del erotismo para demostrar su talento. Otros, en cambio, sí.

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