Dice Beatriz Sarlo, al menos en la contracubierta de la edición argentina de esta novela, que “Paraísos transcurre en una irresistible normalidad fantasmal” y viene a resumir el tono general como de “pasión y pasividad”, algo en apariencia contradictorio. En otro lugar, a propósito de Estocolmo, la novela anterior de Havilio, hablábamos de la “normal extrañeza” que desprenden todos los textos de este aún joven autor. Nada muy distinto, en efecto, a lo que asevera Sarlo, y que es sin duda la seña de identidad más reconocible en su autor desde que en 2006 debutara con Opendoor, publicada en España, al igual que el resto de su obra, por Caballo de Troya.
Si aquella novela sigue siendo a día de hoy la más valorada por buena parte de la crítica -y tal vez también por el propio autor, que recupera aquí a sus personajes protagonistas-, para quien esto firma ni entonces ni ahora alcanza el refinamiento, la sutileza -en lo que se refiere a esas claves mencionadas más arriba y que parecen signar su obra- como lo hace en Estocolmo, donde el distanciamiento, la pasión enajenada, la aparente posición de mero espectador de cada personaje incluso ante los sucesos más íntimos, se relatan con trazo preciso, tal vez menos evidente, menos abusivo, si se prefiere, que en esta tercera novela.
Fuera de toda duda, Paraísos es una obra de plena madurez escrita por un autor que logra lo que muy pocos: la construcción de una voz propia, la recreación de mundos particulares, la arquitectura perfecta para demostrarnos que la literatura, cuando es tomada en serio, aún puede cambiarnos la mirada sobre nuestro entorno. Iosi Havilio, seguro de sus armas, y tal vez de manera plenamente consecuente con ellas, las exprime hasta la última gota, lo que en ocasiones puede resultar monótono, si bien imprescindible, toda vez que aceptamos que la mirada velada de su protagonista y narradora, que su desafectación ante su misma vida, tiene que encontrar su correlato en la propia prosa del texto.
Si la muerte -expresada ya en la primera línea de la novela-, la maternidad, el amor, la sexualidad, la amistad, la miseria, la opulencia, el delito o el trabajo se posan en la subjetividad de la narradora blandamente, como nieve imperceptible que solo con el transcurso de las horas, sin ruido ninguno, cambia por completo el paisaje, parece lógico que la prosa de su autor no se conceda un solo aspaviento, una sola salida de tono, un solo remolino en esa nevada callada. La apuesta, por lo tanto, es arriesgada, y Havilio la lleva hasta sus últimas consecuencias: su narradora cuenta con inercia, de manera lineal, sin reflexiones posteriores sobre los sucesos que vive o presencia, sin apenas saltos temporales, tomando las cosas como vienen, sin alegría (aunque tampoco con desilusión), sin esperanza (aunque tampoco con resignación), sin futuro (aunque tampoco con conformismo), sin sentimentalismo (aunque tampoco con desapego), sin tremendismo, pero con crudeza. La apatía existencial nos es referida en el propio estilo de la prosa y por eso, a veces, la lectura nos puede arrastrar a un estado semejante al de la narradora. En esa identificación radica tal vez el mayor acierto de la novela, pero también su mayor inconveniente.
La estructura del texto es simple, casi escrita a modo de diario, sin apenas divagaciones, pero sí minuciosa a tramos, lo que a veces la espesa. Nos enfrentamos a la irrupción de la muerte de Jaime, el compañero sentimental de la protagonista, y su salida de Open Door. Este viraje, esta segunda parte de aquella primera novela, supone ya de por sí un proyecto literario del que se pueden presumir más entregas, pues no solo su protagonista, sino también Eloísa, es convocada aquí.
Si en la narradora vemos esa desafectación, es en Eloísa, tal y como sucedía en Opendoor, donde encontramos el contrapunto: la actividad, el apasionamiento pasajero, la fluidez, el desapego, la velocidad, el sentimentalismo, la liviandad. La aparición de Eloísa, por tanto, a primera vista puede suponer la claudicación de Havilio en continuar por la senda atonal, sobre todo cuando viene a desterrar al otro personaje femenino protagónico en la primera parte de la novela, Iris, en la que sí se puede encontrar afinidades con la narradora, trayectorias fácilmente conjugables, una historia confluyente y de aliento. Por paradójico que resulte, Havilio vuelve a ser consecuente con su envite, lo que no deja de resultar un rasgo de virtuosismo: traer de vuelta a Eloísa no es la esclusa por la que desaguar el manso cauce de su protagonista hasta convertirlo en el torrente que parece representar este otro personaje. Es todo lo contrario: supone devolvernos de pleno a paisaje sentimental de Opendoor, a esa “pasión y pasividad”, a ese final apoteósico que, no obstante, vuelve a encauzarse en esa “normalidad fantasmal”.
Paraísos es también la incursión de Havilio en un Buenos Aires sórdido por momentos, pegajosos, onírico a veces, anónimo, contenido, una ciudad hecha de retazos ambientales y biográficos que, se diría, solo puede ser retratada no tanto con palabras como con el tono de las palabras. El lenguaje de Havilio es de por sí también un reflejo de la ciudad que quiere mostrarnos. Su autor nos convence de que salir de la rural Open Door para adentrarse en esta urbe colosal solo puede ser contado, por contra, desde la nimiedad, única manera de, por contraposición, hacernos entender el heroísmo imperceptible de tantas vidas cotidianas.
Iosi Havilio decide jugar su partida con muy pocas cartas. No parece que haya modo mejor de combinarlas. Al menos si se quiere ganar sin hacer trampas, y Paraísos es una novela ganadora.
nació en 1975. Es miembro de La Casa Invisible de Málaga (España), una de las iniciativas de gestión ciudadana más relevantes de la última década. Ha publicado las novelas Miembros fantasma (Hakabooks.com, solo en edición digital) y Grietas (XIX Premio Lengua de Trapo de Novela).
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