Los Llanos

La mañana en que aquello ocurre, él sale de casa temprano, se escabulle después del desayuno y monta en la bicicleta para recorrer la manzana y media que hay hasta la casa de Nick, el sonido de las ruedas retumba en la quietud de esa mañana de invierno conforme él acelera por la suave pendiente que lleva hasta la esquina.

Deja caer la bici en el exterior de la casa de Nick, y entra deprisa. Pese a que habían acordado la expedición de manera un tanto imprecisa dos días antes, Nick continúa en la cama, leyendo: cuando entra, Nick no le saluda, sólo deja escapar un gruñido y vuelve a la lectura.

Aunque no le gusta, ya se conoce esta rutina, sabe que si todo va bien Nick se aburrirá muy pronto, que se dignará a hablar con él, y por eso no se sorprende cuando unos momentos después Nick deja el libro y pone los dos pies en el piso.

Cuando hablaron el viernes, el plan era ir los dos solos, y temprano, pero ahora que está aquí, Nick parece resuelto a demorar la salida el mayor tiempo posible pues desayuna y se ducha con una lentitud exagerada. Aunque sabe que el comportamiento de Nick es deliberado, que tiene por objeto ponerle nervioso, teme meterle prisa, por miedo a que Nick simplemente cambie de idea y se niegue en redondo a acompañarle, lo cual quiere decir que ya es casi mediodía cuando se ponen de camino.

Lejos de la casa de Nick, las cosas cambian, las barreras que les separan se desmoronan y son sustituidas por la facilidad de la amistad que una vez compartieron. Despreocupadamente, se van abriendo camino montados en las bicicletas, serpenteando en bucles entre los coches y sobre las cunetas, persiguiéndose el uno al otro por turnos a medida que pedalean camino de los Llanos.

Puede que sea por causa de esa misma despreocupación que Nick no se da cuenta de que están pasando por la calle de la casa de Liam, hasta que Nick tuerce a un lado, y enfila la bicicleta hacia la casa azulada que hay detrás de unos alicaídos melocotoneros, y la sorpresa le hace frenar, derrapando la bicicleta hasta parar, y se le encoge el estómago cuando ve que Nick atraviesa la cancela abierta con la bici y desaparece.

Sin saber qué hacer, mueve la bicicleta en dirección a la cancela. Aunque ha estado ya en casa de Liam una o dos veces, en compañía de Nick, está convencido de que seguirle hoy hasta dentro no beneficiará su causa. De modo que permanece afuera y espera. Pasan cinco minutos, luego diez, quince, y entonces sin previo aviso aparecen primero Liam y luego Nick al final de la calzada de la entrada; al verle, Liam levanta una mano en un saludo de guasa, un gesto interrumpido por una palabra de Nick, y unas risas rápidas y ahogadas.

De vuelta en la carretera, él marcha por delante de los otros dos, le arden las mejillas y las orejas por el enfado que siente. No sabe si Nick planeó este encuentro o no, pero sea lo que sea, no es lo que él quería, y está seguro de que Nick lo sabe.

Pero cuando el último de los edificios desaparece de la vista y él pedalea rumbo al espacio abierto, se sorprende al darse cuenta de que ya le da igual. Lo que importa es lo que está por delante, las posibilidades que ofrecen Los Llanos mismos, y así, cuando deja caer la bicicleta detrás de los primeros arbustos y comienza a cruzar el baldío vacío, tiene que controlarse para no proferir gritos y alaridos de alegría. Echa la vista atrás y ve a Nick y Liam, que están dejando también sus bicicletas, sus figuras pequeñas ya frente al espacio vacío, y por un instante siente la fuerza de la certidumbre de que ellos dos no conocen este lugar tan bien como él, que no entienden de qué se trata.

Desde la carretera, la tierra parece plana, una extensión de terreno yermo rota solamente de vez en cuando por un matojo de arbustos o un árbol raquítico. Pero en el centro corre un arroyo, un profundo canal, ceñido por dos muros desmoronados de tierra erosionada; cuando corre, sus pies van creando un arco en dirección al arroyo, siguiendo primero el borde, y luego, cuando los otros llegan a su altura, baja por la orilla en dirección al agua acre que hay en el fondo.

Allí abajo el aire es frío, el sol invernal queda oscurecido por el terreno, pero eso no les importa, y se mueven en un tácito acuerdo a lo largo del curso del arroyo, saltando de piedra en piedra y de rama en rama con grácil facilidad, y la prueba de no resbalarse y caer a la oscuridad del agua que se remansa por debajo se convierte rápidamente en un entretenimiento en sí mismo, los papeles de perseguidor y perseguido van cambiando sobre la marcha, de uno a otro. Aunque él es más pequeño que los otros dos, corre más que ellos, y así, es él el primero en rodear la curva de sirve de entrada en la cuenca donde la corriente se arremolina, a la entrada del sumidero de hormigón que lleva el agua más allá, hacia el estuario. Hace una pausa y observa en derredor, ve a Liam, que sonríe, y sabe que su papel ha cambiado, que ahora se ha convertido en presa, y el saberlo le hace apretar el paso y subir por el costado del arroyo en dirección al camino de tierra que cruza el sumidero, y la tierra se desmorona bajo sus pies mientras avanza, y cuando se asoma a trompicones, medio erguido, su postura y el impulso que llevaba le dan tiempo a observar el automóvil que hay delante de él, y entonces se deja caer detrás de un arbusto.

El auto está estacionado a unos diez o quince metros de donde él se halla tumbado, en un ángulo paralelo al camino de tierra, lo que le permite ver la parte trasera del vehículo y el lado del conductor.

El automóvil no debiera estar ahí, de eso se da cuenta enseguida. Allí nunca vienen coches. Pero lo que le cohíbe no es tanto la presencia del coche como la figura del hombre que está sentado al volante, inmóvil.

Está claro que el hombre no lo ha visto, y se alegra de ello, porque hay algo en el modo en el que se sienta y mira fijamente el camino que tiene delante que le pone nervioso, algo que no es natural.

Detrás de él oye cómo se agachan los otros y se echan a tierra, y al mirar alrededor ve que ellos también perciben lo equivocado del momento. Ahora se da cuenta de que no es simplemente la inmovilidad del hombre lo que le inquieta tanto. Más bien, es la sensación de que están viendo algo que a la gente no se le suele permitir ver, como si esa rara, fría inmovilidad fuese un secreto, algo que atisban solamente porque el hombre al volante piensa que no lo observa nadie.

Y entonces ven a la chica.

Fue su padre el primero en traerle a este lugar. Una tarde de invierno, unas cuantas semanas después de su cumpleaños. No le quedó claro qué fue exactamente lo que provocó la visita. Quizás fuese su madre la que le había pedido a su padre que los sacase de la casa mientras ella estudiaba. Quizás su padre los llevó allí por propia voluntad, una especie de expedición que había planeado.

Aquel día fueron en coche, él y sus dos hermanos en el asiento de atrás de la ranchera de sus padres. Al principio él pensó que iban a ir a las dunas de la Playa de Poniente, pero nada más pasar la planta de aguas servidas su padre puso rumbo al interior, siguiendo la carretera que atravesaba el riachuelo de Sturt y doblando por una pista que llevaba a una cancela candada y un terreno todo cubierto de maleza.

Ya conocía estas tierras, por supuesto. Uno podía verlas desde la carretera que unía la ciudad con el aeropuerto, un espacio solitario de matorrales y cenagales ahora secos, salpicados por arbustos y maleza reseca, que se extendía más o menos un kilómetro en ambas direcciones. Y sin embargo, únicamente cuando su padre alzó en vilo a uno de sus hermanos y lo pasó por encima de la cancela, desafiando los carteles que prohibían entrar sin autorización, le vino a la cabeza la idea de que puede que fuese uno de los lugares asociados a la niñez de su padre, un paisaje montaraz de campos y dunas que con frecuencia parece flotar en algún lugar cercano a la superficie de su memoria.

Aquel primer día, el lugar parecía el país de las maravillas, y por eso el fin de semana siguiente volvió a venir, esta vez con Nick, los dos pedaleando en sus bicicletas los tres o cuatro kilómetros desde sus casas en Glenelg. Aquel día hacía frío, pero lucía el sol, y las sombras de las nubes cruzaban raudas el terreno mientras ellos corrían, y daban patadas y escarbaban. A última hora de la tarde, mientras volvían al sitio donde habían dejado ocultas las bicicletas, los sorprendió un zorro que los vigilaba sentado junto a un arbusto, siguiéndolos con la mirada cuando se adentraban en el claro, y al verlo se quedaron parados. Durante un segundo eterno no se movió ninguno: el zorro, sentado, vigilándolos, tan cerca de ellos que podían oler su fuerte rastro, ver la textura de su pelaje, los afilados colmillos que asomaban en su pequeño hocico. Y entonces, sin premura alguna, giró la cabeza y se alejó trotando, desapareciendo en la noche, en silencio.

Desde entonces han venido muchas veces, han cruzado en bicicleta las aguas del arroyo Patawalonga para luchar y jugar y explorar la zona. Por las vallas y los carteles que hay, es algo obvio que se supone que no deberían estar ahí, pero no les importa. Ha sido siempre un lugar especial para ellos, un lugar secreto, incluso el nombre que usan – es el nombre que ellos le han puesto, él nunca ha oído a ninguna otra persona usar ese nombre – “los Llanos”, no tanto la descripción de un sitio físico como la de otra cosa, un paisaje más privado, que se distingue no por su geografía sino por su aislamiento, por lo apartado que está.

Y, a pesar del secreto, la mayor parte del tiempo en ese lugar lo han pasado en actividades relativamente inocentes: juegos de caza y de guerra, contra enemigos invisibles, a lo largo de horas interminables y que siempre han culminado en ataques contra imaginarias madrigueras de zorros entre la maleza, o cargas pendiente abajo en las dunas que hay hacia poniente, o expediciones con el objetivo de capturar lagartos y ranas, y esos enormes escarabajos negros que han hecho de ese lugar su hogar, cuyas secreciones les manchan las manos y la ropa, y que quedan marcadas durante horas o incluso días.

Ha habido otros juegos, claro está. Durante un tiempo les dio por encender hogueras: derramaban alcohol de quemar en el suelo y miraban cómo las llamas azuladas cobraban vida, o sostenían los mecheros encendidos bajo las latas de espray para crear grandes lenguas de fuego con las que chamuscaban matorrales o maleza, o inmovilizaban a los escarabajos volantes, que se agitaban y se abrasaban, mientras sus patas oscuras y finas se retorcían y se fundían bajo las llamas.

Tampoco fueron los escarabajos lo único. Un día, un año o dos antes, los dos pararon en la tienda de animales de Jetty Road de camino al lugar, y compraron dos ratones. El dueño de la tienda los conocía bien a los dos, confiaba en ellos, de modo que cuando le dijeron que ya habían comprado una jaula, no discutió con ellos, ni pidió ver a sus padres para cerciorarse de su permiso. En lugar de eso, empaquetó los ratones en una cajita, y se despidió de ellos cuando se marcharon.

Aquel día jugaron con los ratones, dejándolos correr de aquí para allá en las pequeñas trampas que construyeron, pero a medida que la tarde se fue diluyendo, los juegos se fueron haciendo más bruscos, más elaborados, hasta que al final comenzaron a lanzarlos al aire para ver desde qué altura podían caer sin morir.

A la semana siguiente compraron dos ratones más, y otros dos más a la siguiente, y cada vez concebían juegos nuevos, experimentos nuevos, los arrojaban por el terreno dentro de contenedores de cartón como si fuesen animales de pruebas en reactores de caza, o los enterraban vivos dentro de tarros de conserva para comprobar cuánto tiempo vivían.

No puede recordar el motivo de esos experimentos, ni cuál de los dos fue el que los inspiró. En su mente, le parecen haber sido concebidos y ejecutados sin discusión ni negociación alguna. Tampoco comprende realmente por qué los dejaron, puesto que nunca los descubrieron. El juego sencillamente fue decayendo y terminó igual que había comenzado, sin palabras ni riña alguna.

Estaba mal, por supuesto, eso él lo sabe. Pero no siente ningún arrepentimiento, y tampoco lo siente Nick, sospecha él. Ni siquiera la imagen de los ratones mismos, de sus cuerpecitos flojos y cálidos en sus manos, suscita en él la vergüenza ni el remordimiento, simplemente la misma sorpresa sin brillo que sintió entonces de que pudiesen romperse con tanta facilidad.

Aunque no se lo ha preguntado, está bastante seguro de que Nick no le ha dicho nada a Liam sobre los ratones. En cierto modo, eso no le sorprende: la idea de que otra persona sepa de la existencia de esos juegos le causa una molestia casi física, supone la invasión de una privacidad profunda y esencial. Pero también resulta alentadora, porque es un recordatorio de que, a pesar de todo lo que ha cambiado entre ellos dos, todavía comparten este sitio, todavía comparten el recuerdo de las horas que han pasado en ese lugar.

No le queda claro cómo es que saben que algo va a suceder. Mas cuando el hombre abre la puerta y sale del coche, los tres se escabullen y se ponen a cubierto tras los arbustos. Se dan cuenta ahora de que es un hombre alto, y hay algo espeluznante, frío y calculador, en el modo en que se mueve.

Durante unos segundos, el hombre se queda quieto y otea el horizonte, alzando una mano para protegerse los ojos, ocultos tras unos lentes oscurecidos. Entonces, una vez completado el reconocimiento, se da la vuelta hacia el automóvil, y sin apresurarse extiende una mano para abrir la puerta de atrás. Desde dentro oyen un quejido, ven la figura de la chica que intenta evadirse de él.

Es más joven que ellos tres, pero no por mucho; tendrá diez, a lo sumo doce años, los largos brazos de una niña que sobresalen de su jersey, demasiado grande para ella. Mientras él tira de ella para sacarla del coche, ella intenta alejarse dando un tirón, y al hacerlo él le estira el brazo con fuerza, y ella suelta un grito y tropieza, y trata de detener su caída con la mano izquierda que le queda libre, mientras se desploma y cae de rodillas.

El hombre pasa un buen rato observándola, mientras ella se acurruca contra la carrocería del coche, y la expresión de él es distante, como si estuviese estudiándola. Y entonces, casi de manera indiferente, él se gira y la arrastra hacia la parte trasera del auto. Al principio ella no opone resistencia, o solamente lo hace débilmente, pero luego, cuando él suelta una mano y va a sacar las llaves del bolsillo del pantalón, ella parece entender cuáles son sus intenciones, y empieza a retorcerse y a luchar, dando chillidos mientras tira y suplica, mientras él busca a tientas la cerradura.

Cuando se abre el maletero, él mete la mano que tiene libre y saca un pedazo de tela. Luego, con una rapidez aterradora y salvaje, agarra a la chica por el pelo y tira de él hasta tenerla muy cerca, hace una bola con la tela y se la mete en la boca.

El cuerpo de la chica se revuelve intentando alejarse de él, con una furia renovada mientras él aprieta bien la tela, y ella zarandea los pies y lucha hasta perder el equilibrio y quedar suspendida en el aire, asida por el pelo. Pero no la deja ir ni afloja la captura, solamente da un paso adelante para compensar el peso, y entonces la deja caer a tierra y le pone una rodilla encima; sus manos se mueven con rapidez, con seguridad, mientras le ata los brazos y las piernas, y finalmente, con un poco de torpeza debido a su incómodo peso, levanta esa forma que tanta resistencia opone y la deja caer en el interior del maletero.

Al oír cómo se cierra el maletero de golpe, uno de ellos deja escapar un quejido, y con un movimiento brusco el hombre gira la cabeza buscando la procedencia de ese sonido. De manera instintiva, los tres reculan y aprietan con fuerza la cara contra la fría tierra. No ocurre nada durante un buen momento, y entonces oyen cómo el hombre da un paso adelante, se para, y luego otro y otro más. Demasiado asustados para moverse, se quedan quietos en el suelo, la tierra apretada con fuerza contra la cara, escuchando cómo  se acerca a ellos. Y entonces, cuando parece que debería estar casi encima de ellos, se para. No pueden moverse, solamente pueden imaginarlo ahí, de pie, expectante, solamente pueden imaginar sus ojos, que buscan sus cuerpos tumbados detrás de los arbustos. Solamente pueden imaginar el ataque cuando éste llegue. Pero justo entonces, justamente cuando estaban seguros de que debe de haberlos visto, el hombre vuelve a moverse, y esta vez se aleja en dirección a la pista y al coche que le espera.

Hace unos cuantos meses, solamente ellos dos habrían estado aquí viendo lo que acaban de ver. En aquella época, antes de que empezaran sus estudios de secundaria, Nick y él habían sido amigos desde siempre, y pasaban fines de semana y vacaciones vagando juntos por las calles, o matando el tiempo en casa del otro.

Su cercanía no fue algo totalmente casual: aunque ahora sus padres ya no son amigos íntimos, hubo un tiempo en que los cuatro fueron amigos, cuando el hecho de que tuviesen dos chicos de la misma edad había sido para mejor, un modo de compartir la carga de tener que entretener a niños pequeños. Pero fuera como fuese que había comenzado, el vínculo que los dos chicos habían formado desde pequeños había sido real, y duradero.

Y a pesar de su cercanía, su amistad nunca había gozado de condiciones de igualdad. Puede que se debiese a los nueve meses de edad que los separaban, o puede que se debiese sencillamente a su singular temperamento, pero Nick siempre había sido el dominador: más duro, más sofisticado, más propenso a la irritación ante las limitaciones de su relación.

No le quedaba claro ahora si lo había entendido antes de que comenzasen la secundaria. Al hacer memoria, puede ver que Nick trató de poner distancia entre ellos dos incluso antes del inicio del curso: el modo en que le evitó aquellas últimas semanas de las vacaciones, rechazando sus invitaciones, ignorándole cuando estaba en su habitación.

Entonces pensó que era simplemente parte del tira y afloja normal en su relación, que siempre había estado marcada por el carácter volátil de Nick. Pero ahora se da cuenta de que Nick ya había decidido ser alguien diferente en el instituto, y de que él y su amistad eran el mayor estorbo en ese proceso.

Por supuesto, le llevó un tiempo entenderlo. No se dio cuenta la primera mañana, cuando llegó tarde y agitado, tras haber esperado a Nick hasta que ya no podía esperar más. Lo único que vio fue que Nick ya estaba sentado en el patio de recreo cuando él llegó, charlando con un grupo de chicos a los que no conocía, y el modo displicente con que Nick le saludó cuando se acercó a ellos, regalándole una sonrisa burlona y girándose para seguir hablando con sus nuevos amigos.

A la hora del recreo, ya estaba claro. Asignados a grupos diferentes, se pasó la primera clase solo, y cuando salió al patio encontró a Nick y Liam enfrascados en una conversación. Pero no fue Nick el que se giró cuando él se aproximaba, sino Liam, que le miró con un desdén divertido cuando se les arrimó, registrando en el rostro que Nick no quería mirarlo, cómo movía la cabeza de manera casi imperceptible cada vez que él hablaba.

Quizás habría sido diferente si él hubiese dejado a Nick allí, y se hubiese largado, pero no lo hizo. En vez de eso, se ha quedado colgado, y ha buscado entrometerse en la amistad que ellos tienen, y mantener alguna apariencia de su antigua cercanía a Nick. Y al hacerlo ha adquirido un papel del que ni siquiera sabe cómo escapar, pues lo tratan no como un igual sino como una especie de broma, queda excluido de las invitaciones, se queda detrás, solo, en las esquinas, blanco de las mofas y ridiculizado cuando les acompañan algunas chicas.

A veces, por supuesto, es demasiado. Solamente un mes antes Nick se mofó de él varias veces en la calle, afuera del instituto, y él, furioso, se lanzó contra Nick, soltando puñetazos y patadas, mientras de la boca le salían palabras que no reconocía, hasta que por fin Liam y otro chico lo apartaron de un tirón, sus brazos y piernas todavía en movimiento, los ojos cegados por las lágrimas. Pero lo más frecuente es que lo dejen solo, rumiando, recordando las pullas y los insultos que recibe de ellos, haciendo planes, que él sabe que no cumplirá, de dejarlos a los dos, que se las arreglen solos, de hacer nuevos amigos, de dejar el instituto, la casa de sus padres, de huir.

No es solamente en el instituto donde él tiene esa sensación de impotencia. Su madre ha intentado hablar con él una o dos veces, para entender qué es lo que está sucediendo, pero él no puede hablar con ella, no puede ni siquiera comenzar a explicar la vergüenza y la confusión que siente. Porque, aunque lo hiciese, ¿qué podría hacer ella? ¿Podría confiar en que ella no se pondría a gritarle, como hizo aquella vez que destrozó la maqueta de avión que sus padres le habían regalado por su cumpleaños? La misma maqueta que Nick le había dicho que trajese a clase, para enseñársela a los compañeros, y luego les hizo partirse de risa, mientras sostenía en sus manos los pedazos, mientras su orgullo se helaba en ira y vergüenza.

No sabría decir cuánto tiempo estuvieron tumbados allí después de que se fuese el coche. Cinco minutos, puede que fuesen más. Todo lo que sabe es que es tiempo suficiente para que él cierre los ojos, se pierda en el apestoso olor a sulfuro del suelo, para que piense en lo fácil que sería no volver a moverse, desvanecerse en la tierra, desaparecer.

Cuando por fin uno de ellos se mueve, él se sobresalta. Levanta la cabeza y ve que Nick se ha puesto de pie y se ha apartado un poco.

Le tiemblan las piernas pero también él se pone de pie, tratando de quitarse los palitos y el polvo que se han adherido a la ropa. Nick no lo mira.

‘¿Nick?’

‘¿Nick?’, vuelve a decir, acercándose a él. Cuando Nick no responde, él levanta la mano y le toca en la manga; pero Nick se aparta bruscamente, rehusando el contacto con violencia.

‘¿Qué?’, pregunta Nick, mirándolo fijamente, y mientras le habla, se da cuenta de que Nick tiene miedo.

‘Nada’, dice mientras niega con la cabeza, ‘nada’.

Mira alrededor y ve a Liam que los observa a los dos. Ha estado llorando, su rostro empalidecido.

‘¿Qué deberíamos hacer?’, pregunta, consciente del modo en que se le resquebraja la voz cuando habla, pero Nick no responde. El silencio parece haberse expandido alrededor.

Durante unos segundos no habla ninguno. En alguna parte, a cierta distancia, se oye el canto de un pájaro, un sonido agudo que se repite una y otra vez.

‘¿Quién creéis que era?’, pregunta, dirigiéndose a Liam, pero Liam no le responde. ‘¿Creéis que la policía anda buscándolo?’

Detrás de él, Nick se agacha y agarra un palo, lo levanta con facilidad y lo sopesa en la mano, y hay algo en esa soltura y facilidad de movimiento que le descubre un ángulo en Nick que él no ha visto nunca antes, algo salvaje, casi terrorífico. Nick le sostiene la mirada, alza las cejas y le mira con ojos desorbitados, fingiendo terror.

‘No sé’, dice con una sonrisita, moviendo la cabeza de un lado a otro. ‘¿Tú lo sabes?’

Mira hacia atrás y ve cómo Liam se mueve intranquilo, cambiando el apoyo de un pie al otro.

‘Esto no es divertido.’

‘¿No lo es?’, dice Nick. ‘¿Quién lo ha dicho? Yo creo que es divertido.’ Y mientras lo dice, embiste hacia adelante, moviendo los brazos y el resto del cuerpo en una parodia de consternación. Detrás de él, Liam deja escapar una repentina risotada.

Él vacila, está confuso. ‘No lo entiendo. Tenemos que decírselo a alguien.’ Pero mientras lo dice, Nick se gira, como si ya estuviese aburrido de la discusión, y levanta el palo para pegarle con fuerza a la parte superior de un arbusto, decapitándolo de un solo golpe.

Se gira para mirar a Liam, pero Liam no quiere mirarle, evita sus ojos.

Y mientras empiezan a alejarse de él, vuelve a intentarlo, su voz ya quejumbrosa.

‘Nick,’ dice, ‘por favor. Tenemos que contárselo a alguien.’

Pero Nick no reduce la marcha, simplemente sigue caminando, y levanta y deja caer el brazo cada vez que golpea los matorrales bajos que hay desperdigados alrededor suyo.

‘Santo Dios, Nick, ¿no lo has visto?’, le pregunta, con un hilo de voz. Nick se detiene de pronto.

‘¿Qué he visto?’

‘¿Perdona?’

‘Me has oído. ¿Qué he visto?’

Se produce un largo silencio, el único sonido es el del palo de Nick, que se mueve en sus manos y hace silbar el aire.

Liam también está mirándolo.

‘La chica’, dice con voz débil. ‘Y el hombre. Y el auto.’

Nick sonríe. ‘¿ has visto un auto?’, le pregunta a Liam.

Liam se toma un buen rato para responder. Aún parece asustado, pero el miedo está ya pasando, y lo reemplaza otra cosa. Finalmente, traga saliva y se pasa la lengua por los labios.

‘No’, dice.

Y cuando Nick habla, él comprende que es como con los ratones el año anterior, ese juego – nada personal ni cruel, simplemente algo que pueden hacer, sin cuidado ni remordimiento, algo que no les pesará, sino que los aligerará, les permitirá moverse con un propósito entre otros que no lo comparten, que no están unidos por el conocimiento de lo que ha sucedido en ese lugar. Y al comprenderlo, se da cuenta de la naturaleza de la elección que se le ofrece, de la decisión que tendrá que tomar.

Ya casi es de noche cuando llega a casa, la claridad tardía del invierno deja paso a la oscuridad, y el aire empieza a estar frío, impregnado del aroma del rocío y del humo de leña. Desde la calzada de entrada, donde deja caer la bici, puede oír los sonidos de su familia en la cocina, en la parte de atrás de la casa, puede oír la estridencia del televisor, pero tras entrar en el vestíbulo en sombras no se dirige hacia el calor de ese espacio ni hacia el sonido de sus voces. En lugar de eso, gira y se mete en el dormitorio que comparte con su hermano pequeño, y trepa por la escalera hasta su litera, se gira de lado sobre el edredón arrugado, con los deportivos embarrados todavía en los pies, la chaqueta todavía bien abrochada.

En la oscuridad, siente la empuñadura del frío en la espalda, en el cuello, pero no intenta agarrar la manta, solamente junta las rodillas con fuerza contra el pecho. Normalmente odia el frío, pero esa noche se siente agradecido por él, agradecido por cómo lo tiene atenazado, por cómo le hace sentirse de algún modo separado de sí mismo, como si estuviese saliendo de su propio cuerpo, avanzando al interior del silencioso espacio de la noche.

En unos minutos oirá el comienzo del noticiario en la televisión, oirá las voces de los locutores, cómo la habitación queda en silencio durante un latido o dos; en unos cuantos minutos más, el sonido de sus padres en el vestíbulo, hablando en voz baja pero de forma audible en medio de ese silencio: se han llevado a otro niño, esta vez es una chica, se la han llevado del campo de fútbol.

Y mientras hablan, se dará cuenta de que no saben que él ya está allí, aquí, en casa, de que no le han oído llegar. Oirá a su madre, preguntándose si debieran llamar a los padres de Nick y preguntarles si saben dónde está, y mientras habla su madre, él gimoteará, y entonces su madre aparecerá ante la puerta y dirá su nombre en voz alta, su padre justo detrás de ella, y cruzarán el pasillo hasta donde está él, y le pondrá la mano en la carne helada de su rostro antes de retroceder y decirle a su padre que prenda la luz.

Y él se resistirá, claro está, se apartará de ella y se hará un ovillo mientras ellos le acosarán con sus preguntas, le preguntarán si está enfermo, o si se ha hecho daño, hasta que, súbitamente, siente que empieza a llorar, y las lágrimas brotan de él en grandes jadeos temblorosos que no cesan.

Sin embargo, mientras solloza, se dará cuenta de que no llora por la chica sino por sí mismo, por saber que ha perdido algo, por el vacío que le sobrevendrá. Puesto que sabe que no puede deshacer eso, que no puede hacer que sea diferente, que todas las cosas que han de suceder, sucederán, y que no hará nada por impedirlas. Y no se equivoca, por supuesto. Por la mañana, en el instituto, Nick y Liam actuarán como si no pasase nada, y escucharán a los otros chicos en el patio, que hablan de la historia, como si no fuesen parte de ella, como si no supiesen lo que ocurrió. Una semana o dos después la policía volverá a solicitar información del público, y dos semanas más tarde la búsqueda concluirá, no habrán encontrado el cuerpo. Tres meses después su padre se marchará, primero a un apartamento de alquiler a unas cuantas calles de su casa, y después, mientras las garantías que le dan sus padres de que estos planes no son permanentes son reemplazadas por la certidumbre de que sí lo son, se irá a una casa alquilada en la otra punta de la ciudad, y después a otra casa en las colinas, una casa lo bastante grande para acomodar a su nueva esposa y a su nueva familia, y el hombre que él conoció como su padre se irá convirtiendo gradualmente en otra persona, alguien amigable pero de alguna forma distante, como un antiguo profesor o un antiguo vecino al que uno encuentra por casualidad.

Y todo el tiempo él seguirá yendo a clases, haciéndose mayor, viviendo su vida de forma mecánica, y el recuerdo de aquel día se hará más distante, pero nunca se desvanecerá, hasta que en ocasiones le parezca que nunca desaparecerá, que su vida estará definida por ese recuerdo. Y sin embargo, nunca habla de eso, nunca se lo menciona a nadie – excepto una vez, cuando tenía dieciséis años, cuando le pregunta a Nick si alguna vez piensa en aquel día, si alguna vez se pregunta qué le pasó a la chica, y Nick le dice que se deje de gilipolleces, que los sucesos que él describe no sucedieron nunca, que se los ha imaginado, o los ha soñado. La sinceridad de Nick es tan genuina que durante un tiempo se pregunta si Nick tiene razón, si acaso lo soñó, si todo eso podría ser algo ficticio, un producto de su imaginación, antes de decidir que no, que es Nick el que lo ha olvidado o lo recuerda mal.

En su momento, él termina la secundaria, y acude a la universidad, suspende un año y cambia de carrera, hace nuevos amigos, y luego conoce a una chica, y encuentra un trabajo, y luego otro: con cada nuevo paso, con cada nueva etapa, va desatando un poco más los vínculos con el pasado, hasta que decide marcharse del todo y se traslada a Sydney, cortando los lazos que le unían a su vieja vida, a sus viejos amigos, creyendo que sería posible comenzar de cero, siendo alguien nuevo. Entretanto, Nick se hace banquero, y primero se muda a Tokio, y luego a Nueva York, y finalmente a Londres, y los dos siguen viéndose a veces, si coinciden en la misma ciudad, y la distancia que hay entre ellos es algo que parecen poder ignorar durante una noche, de vez en cuando. Durante un tiempo, cuando tienen poco más de veinte años, mientras Liam está terminando sus estudios de medicina, los dos vuelven a hacerse amigos íntimos casi por accidente, una repentina amistad que surge por motivos que ninguno de los dos puede comprender, pero ambos saben que de alguna manera está conectada con los sucesos de aquel día, y algo más remotamente, a la partida de Nick. Pero no dura, esa amistad, y los dos pierden el contacto en las semanas y los meses que siguen a la graduación de Liam, y esta separación es de algún modo más definitiva, más deliberada que la separación entre él y Nick, de modo que pasan muchos años hasta que un amigo que tiene en común le habla de la decisión de Liam de especializarse en psiquiatría, y de su nombramiento en una universidad de California.

Y conforme se acerca a los treinta años de edad, se da cuenta de que cada vez piensa menos en aquel día, y el recuerdo del muchacho que él fue se disipa, suplantado por una versión diferente, más fácil, de sí mismo, hasta que finalmente, ya cumplidos los treinta, pasarán semanas enteras sin que piense en aquel hombre, en la chica, en el coche, de modo que a veces se pregunta si de verdad ocurrió todo, si acaso Nick no tendría razón hace ya tantos años, que todo lo sucedido fue algo que él se inventó, que imaginó, y que toda aquella ansiedad y el odio que sintió por sí mismo fueron autoinfligidos.

Pero ahora tiene ya niños propios, hijas, y de alguna manera, todo aquello vuelve, inundándole, llenándole la mente, hasta que ya no sabe cómo contenerlo, y decide que tiene que contárselo a alguien, que tiene que compartirlo. Y así, porque no puede dormir, empieza a contar su historia en la oscuridad, mientras escucha la respiración de su mujer, que guarda silencio a su lado, y mientras lo hace piensa no solo en la historia sino en ella, en el calor de sus piernas, sus pechos, en la curva de su abdomen y de su espalda, en el modo en que la intimidad de su vida juntos y de sus niños se ha integrado en ambos, y esas cosas ocupan su mente en el preciso instante en que él oye cómo ella contiene el aliento, oye el modo en que sus palabras han trastornado algo en su interior, como si ella tensase el cuerpo ante su contacto y se apartase.

Y en ese momento él sabrá – sabré – que he despedazado algo, que ha desaparecido la confianza entre nosotros, que lo que fue no ha terminado, ni ahora, ni nunca.

by James Bradley

(Adelaida, 1967) estudió derecho para luego dedicarse a escribir. Ha publicado tres novelas, Wrack (1997), The Deep Field (1999) y The Resurrectionist (2006), y un libro de poesía. Es también el editor de dos antologías, Blur, de autores jóvenes australianos, y The Penguin Book of the Ocean. James Bradley reseña ficción en diarios y revistas australianas, y mantiene el blog City of Tongues. En 2012 recibió el Premio Pascall a la Crítica, y fue también reconocido como Crítico Australiano del Año.

2 Replies to “Los Llanos”

  1. 2
    miguel lohle

    Muy fuerte e interesante ´Los Llanos´, lo vivido por esos niños,perdurará en todos ellos, en sus profesiones, en sus vidas desde su inconsciente, por ejemplo Liam decide después de medicina estudiar psiquiatría, estudio de la conducta humana…………..

+ Leave a Comment