Bungalow

Estoy aquí, a un paso del mar, y ni siquiera soy capaz de comprender dónde está él. El mar. El mar.

─Alessandro Baricco

I

25 de diciembre

Mi anhelo era que un planeta errante destruyera la tierra el pasado 21 de diciembre. Días, inclusive meses antes de esa fecha, en el mundo no se hablaba de otra cosa que no fuera la destrucción.

En el apocalíptico ambiente global, se sentía una esperanzadora visión sobre el fin de los tiempos. Sin embargo no pasó nada. Todas las especulaciones sobre el calendario Maya quedaron despejadas cuando comprobamos que aquella piedra derruida no marcaba el fin de la vida en la tierra.

II

Estaré algunos días en un bungalow que he rentado en Bahía de Kino. Hace un par de semanas me dieron la noticia: tengo cáncer, muy avanzado. Solamente le he contado a mi hermano. Se quedó serio, con ese rostro grave que pone a veces, cuando le dije que venía a pasar estos días en el mar.

III

Bahía de Kino luce solitario. Jesús García, el hombre que me renta el bungalow, y homónimo del héroe de Nacozari, me informó que esperan, para el próximo domingo 31, a una multitud de gringos que vienen a pasar el fin de año.

IV

Llegué hoy, no sin tener que zafarme de reuniones familiares so pretexto de trabajo acumulado que necesito entregar antes que inicie el 2013.

V

Bahía de Kino es un lugar hermoso. Como la mayoría de playas y pueblos hermosos en México, está habitado por gringos decrépitos. Antes aquí vivían los Seris, que fueron desplazados a Punta Chueca y Desemboque.

Lo que más se ve estos días en Kino, son gringos con cuerpos podridos conduciendo cuatrimotos o enormes camionetas. Gringos en bermudas a los que el invierno de Sonora les resulta débil. Mujeres de pellejos asquerosos con gorras de colores fosforescentes y bañadores ridículos. Mujeres en chancleta que te saludan, agitando sus brazos flácidos, en la playa. Hay pocas parejas de estadounidenses jóvenes. Pocos niños rubios que juegan en la arena. Pero son muchos los viejos de piel enrojecida que pasean a perros gigantescos. Viejos que sonríen de manera imbécil, sabedores que son dueños de la playa en la que tú estás dormitando.

VI

Miro el mar como a un amigo de la infancia. Paso esta tarde navideña observando el océano y pensando en la idea de mi fallecimiento. La muerte había sido algo que suponía en la vejez, no ahora, en mi edad productiva. Pienso en la tristeza de mis padres y amigos. En la borrachera de los funerales. En el recuerdo que se tendrá de mí, temo, como una persona gris y rencorosa.

VII

Me recorre, como la enfermedad que le está cerrando el camino a mi cuerpo, una melancolía pesada. Las lágrimas se me escapan como queriendo incorporarse a este mar de invierno. Después de todo se trata de mi existencia anulada intempestivamente. Ahora se me ocurre que no he hecho nada importante en toda mi vida, y que la mayoría de mis conocidos no tardarán en olvidarme. Si me detengo a pensarlo, en realidad son pocos rastros los que marcan mi paso por la tierra.

VIII

Me gusta el mar de noche. Es un universo de sombras pesadas que despliega su límite en la playa. Una lengua oscura que lame la arena.

Pienso en acabar hoy mismo. Sería tan sencillo como hundirme en esa enorme penumbra que late mar adentro. Morir una navidad, que aguafiestas resultaría. Eso sí que no me lo perdonaría la abuela. El día que nació el hijo de Dios, qué vergüenza.

IX

Destapo una botella de tinto. Quiero creer que el viento helado, que sopla desde el océano, me reconstruye por dentro; ataca a mis células malignas y las borra. Respiro hondo y doy un trago.

X

Del mar se desenreda un viento frío que terminará por arruinar mi precaria salud. Termino la botella en el bungalow. Ya resguardado de la intemperie, recibo una llamada de mi madre. Me desea feliz navidad y todo eso.

Tengo miedo. Me enredo entre cobijas y tiemblo. Siento mis huesos, mi carne agitada.

XI

26 de diciembre

Despierto temprano. Quiero estar frente al mar. A estas horas no hay un alma en la playa. Siento que estoy dentro de un sueño.

XII

Alguien ha estado lanzando pelotas de golf a la playa. Las hay por docenas. Algunas se camuflan con la espuma que deja en la orilla el oleaje; otras tantas van y vienen, empujadas por la marea. Putos gringos, pienso.

XIII

Me siento bien, sano. Me quedo observando la estructura, el andamiaje de las olas. Es fácil darse cuenta que el viento sopla desde el noroeste de la costa. Pareciera que las olas empujan desde la Isla del Tiburón. Nunca he ido a esa isla que, tengo entendido, es la más grande de México. Me entran ganas de conocerla. Esperaré a un lanchero para que me lleve. Cientos de veces he venido a Kino y ésta será la primera que la visite.

XIV

Destapo una botella de tinto. Es temprano pero tengo prisa. El alcohol siempre me ha distendido. No quiero someterme a tratamientos inútiles.

XV

Me quedo observando y escuchando el oleaje. Todo tiene forma de ola. Alguna vez leí que la materia está constituida por fractales. ¿Qué son los fractales sino el movimiento petrificado de las olas? Las nubes, las marcas del mar en la arena, todo tiene sus formas. Las torpes líneas de mis manos, las islas perdidas en el horizonte, las enormes dunas de San Nicolás… Pienso en “La gran ola” de Hokusai.

XVI

Pasa un lanchero y le hago señas desde la orilla. Apaga el motor y grita que va de pesca, que no está moviendo gente. -Ahorita pasa otro lanchero que lo lleva. Me dice desde lejos. Vuelve a encender el motor de la vieja lancha y se adentra en el mar. Me da envidia ese pescador. Me da envidia su salud, su trabajo, su existencia. Me quedo observando la lancha que se aleja hasta convertirse en un punto que podría ser cualquier cosa. Asocio la imagen de la pequeña balsa rompiendo el horizonte, con las reglas que se usan en la construcción para medir niveles. Un vértice que equilibra el mar pareciera aquel punto en el fondo del paisaje.

XVII

Camino por la playa. Me quito los zapatos para acostumbrarme al agua helada. ¡En verdad que está fría! Decido aguantar hasta aclimatarme. Después de un rato de caminar pateando finales de ola, el frío ya no me afecta. Se me ocurre que puedo entrar a darme una zambullida. Dejo mis cosas en la arena y de una sola inmersión estoy en esa realidad de burbujas. A las siete de la mañana, de un 26 de diciembre, ni gaviotas hay en la playa. Sólo estoy yo, un tipo enfermo y desnudo dándose un chapuzón.

XVIII

Cuando estoy dentro del mar canto una de Caifanes: ‘Sombras en tiempos perdidos’:

Junta tu monstruo dolido con el mío…

XIX

Se me olvida por un instante que pronto moriré y que hace frío. Recuerdo mujeres generosas con las que he compartido momentos en la playa. Como la mañana de aquel invierno que M vino conmigo. Lo hicimos dentro del agua y justo cuando salí de su sexo para correrme, me pinchó el dedo gordo del pie un cangrejo. Pensando que era algo más peligroso, como una mantarraya, sumergí mi cara para ver al animalejo metiéndose en un agujero entre la arena. M dijo que el cangrejo había usado sus tenazas conmigo porque había salido de su cuerpo sin su consentimiento. Esperamos que llegara la noche para brincarnos a la casa sola de un gringo. Golpeamos puertas hasta que una abrió.

XX

Luego con S, en aquel encuentro de futuros médicos en alguna playa de Guerrero. No importó la gente. Nos zambullimos hasta que el agua nos llegó al cuello. Ella enredó sus piernas en mis caderas. El mar hace presión en los sexos, hacerlo dentro de agua es sumamente placentero. Recordando momentos vitales en el mar, siento deseo. No lo había sentido desde que me dieron la noticia. El deseo es una forma de la vida. Los muertos no son cachondos, pienso.

XXI

Pasa otro lanchero. Le silbo, le hago señas. Viene hacia mí hasta un punto en el que podemos hablar sin gritarnos.

—¿Cuánto para la Isla del Tiburón?

—No te conviene, güero. Consíguete más gente.

—Vengo solo y ahorita no hay nadie. ¿Cuánto me sale?

—600.

—Déjame ir por el dinero, ¿te veo en una hora aquí?

—Ya vas, güero.

XXII

Salgo del agua, temblando. Me pongo los pantalones y voy rumbo al bungalow. La agitación hace que me sienta mareado. A medio camino tengo que tumbarme un momento en la arena. Quiero darme un baño con agua caliente y quitarme la sal de la piel. Me incorporo y no me detengo hasta llegar a la ducha. Me seco el cuerpo, me pongo pijamas y me tiro en la cama. Tengo fiebre.

XXIII

Ha pasado más de una hora. El lanchero debe estar esperándome. No puedo salir así. Esta maldita enfermedad ya quiere reventarme. Me gustaría que alguien estuviera conmigo, S. Pienso llamarla, en no llamarla. ¿Para qué invitarla a esto? Lo único que me queda es dormir.

XXIV

Son las tres de la tarde. Siento dolor en cada átomo que constituye mi cuerpo. Estoy sudando entre cobijas. Me levanto para tomar un arsenal de pastillas. Regreso a la cama. Afuera se escucha el mar rompiendo.

XXV

Recibo una llamada de mi madre. Contesto arropado, metido entre cobertores. Pregunta cómo lo estoy pasando, estupendo, le digo. Trabajando como un lunático. Sugiere que vaya a Hermosillo, que todos se reunirán en casa de Paty. Le digo que no estoy para reuniones, que necesito terminar la chamba. Agradezco la invitación y le pido que guarde tamales de elote para mi regreso. Me manda besos y bendiciones. ¡El poder que tienen las bendiciones de las madres! Me quedo tranquilo un rato. Me levanto y como un par de duraznos. Vuelvo a la cama.

XXVI

Son las ocho de la noche. Necesito comer algo sólido. Me enfundo todos los suéteres que traje y conduzco rumbo a Kino Viejo. Ceno pizza de mariscos. En realidad está sabrosa, aun cuando todo lo que meto por mi boca sepa a fierros retorcidos. El lugar está animado. Todos se ven saludables. Entre los comensales no hay ningún moribundo, pienso. Observo a todos y se me hacen poco menos que gaviotas atragantándose de pizza. Familias enteras con sus vidas minúsculas de pequeño puerto. Sus vidas encendidas y llenas de vigor. Alcanzo a comer rebana y media. Regalo lo que sobra a un par de niñas que andan sin zapatos. Niñas repletas de vida y arrojadas a la noche fría de Kino Viejo.

XXVII

Regreso. Me interesaba beber vino frente al mar oscuro. Quién sabe, quizá hubiera sido el momento. Pero de lo único que tengo humor es de volver a tumbarme en la cama y desaparecer modestamente, sin lirismos trágicos.

XXVIII

27 de diciembre

Son las ocho de la mañana. Tengo la sensación que estuve flotando en pesadillas toda la noche. Esas medicinas, me lo había advertido el doctor, son muy fuertes. Sin embargo me siento repuesto. Me lavo y salgo a la playa. Rápido consigo que unos pescadores me lleven en su lancha hasta la Isla del Tiburón.

XXIX

Viajar en lancha es una sensación única. Vas saltando, literalmente, sobre las olas. Uno de los pescadores me ofrece de lo que fuma. Extiendo mi mano y le doy fuertes caladas hasta atragantarme de humo; entonces me agarra una tos de perro. Mis compañeros de viaje se ríen por mi forma de toser. Está regañona, ¿no? Me dice el encargado del motor.

XXX

El oleaje, de por si tranquilo de Kino, se pone más lento. Las gaviotas vuelan sobre nosotros haciendo su característico sonido, que percibo muy potente, casi ensordecedor. La luz entra a mis ojos de forma distinta, inunda mis retinas e instala pequeños círculos luminosos en donde miro. El mar brilla misteriosamente y me suspendo observando su resplandor.

XXXI

Los pescadores me preguntan sobre mi oficio. Les digo que soy periodista y que estoy haciendo un reportaje sobre gringos que pasan el fin de año en las playas de México. Entonces me cuentan algunos problemas sociales que hay en Kino Viejo. Que si la luz eléctrica, los narcos y las putas del muelle.

XXXII

Llegamos a la Isla. Un lugar feo. Los pescadores han quedado pasar por mí dentro de dos horas. Hay una reunión de mujeres Seris que me ofrecen sus artesanías. Compro un par de collares, más para que me dejen en paz que por otra cosa.

XXXIII

Camino entre piedras marinas un rato. Llego a un lugar donde la playa de Kino se ve extendida. Desde aquí miro los kilómetros de arena blanca que constituyen la Bahía. Esta playa es mi lugar favorito de todos los que conozco. Hace años que planeaba, junto con compañeros de la universidad, comprar un terreno cerca de este mar. No por nada me gustaría quedarme aquí.

XXXIV

Antes que mi cuerpo no responda, descanso en un empedrado cerca de uno de los extremos de la isla. Abro la mochila, saco una manzana y destapo una botella de tinto. Observo cómo se estrella el mar en un par de rocas invadidas de coral. Desde aquí puedo ver un banco de agua donde nadan pequeños peces tornasoles. Me gustaría saber el nombre de esos peces. Me gustaría tener tiempo para enterarme de los nombres de todos los peces que habitan el océano.

XXXV

Bebo. Si no me animo a entregar el equipo ahora, y en un lugar tan hermoso como éste, lo haré después de una larga y penosa agonía en la cama de un sanatorio. Clavo la mirada en el mar. Allí está, a metros, mi tangente. ¿Y si algo pasa y sobrevivo? ¿Si todas las pruebas que me practiqué estuvieran equivocadas? ¿Si esto que calcina mi cuerpo fuera tan solo una eventualidad causada por los nervios? ¿Si un brujo repara el daño? Silencio. Los colores de ultramar me dan un tour por la muerte.

XXXVI

Llegan los pescadores después de tres horas y media. Me siento oscuro por dentro. Arribo al aparato con dificultad. Quiero ver a mi madre, a mi hermano. Quiero ver a S.

XXXVII

No importa la palidez de mi cara, los pescadores se ríen y comen ostiones. Me ofrecen yerba y niego con la cabeza. Pago lo acordado y me bajo en la orilla de la playa. No me siento en condiciones para manejar hasta Hermosillo. Me he dado cuenta que ni el vino ni las drogas me vienen bien. Eso es una mala señal.

XXXVIII

Llego al bungalow y allí está Jesús García. Con su gorra, su barriga y su cara de buena gente. Me pregunta si me siento mal y le digo que me he mareado al subirme a una lancha. Viene a cobrarme lo de la renta y a preguntar si me quedaré otra noche. Le digo que sí y le extiendo el dinero. Jesús regresa a su vida en Kino Viejo. Enciende su Jepp y me saluda desde el otro lado de la calle. Entro al bungalow y me atasco de pastillas.

XXXIX

28 de diciembre

Es día de los Santos Inocentes. Para los enfermos la madrugada es como la cárcel para los presos. No hay para dónde ir. Uno se tiene que quedar con su conciencia transmitiéndole imágenes fatales. Algo que me da un poco de sosiego es escuchar el mar. Me gustaría ver el mar ahora mismo. El brillo, casi metafísico, de la luna untada en el agua. Me levanto y abro la persiana. Allí está. Es el mar de noche que, como yo, no tiene a dónde ir.

XL

Amanece. Vine a estar en el mar y he pasado la mayor parte del tiempo en este bungalow. En este lugar que, aunque no es el mar, tiene lo necesario para sentirme arropado por el océano. Todos los motivos de su decoración hacen referencia al paisaje marítimo. Una lámpara de peces. El azulejo de la cocina, un estanque inmóvil. Las sábanas, los cuadros de mal gusto, todo remite al mar. Luego está la ventana que da a la playa.

XLI

Me como alguna pera, una mandarina. Me preparo café. Me siento con ánimos. Voy a la playa. Estoy un rato caminando hasta llegar a las palapas. Hay una familia de mexicanos que me saludan. Están friendo pescado en un disco. Me sigo de largo hasta encontrar un lugar agradable. Saco de mi mochila un libro de Rodrigo Ray Rosa. Quiero fumar. Quiero emborracharme. Abro el libro en página 244 y leo: “Quince minutos exquisitos en negro y blanco. Olas, únicamente olas, sin un centímetro de cielo, barca, orilla, ni siquiera espuma, cien por ciento olas, y el sonido del viento sobre el mar.” Los libros, siempre lo he pensado, son fascinantes. Un aparato mágico, como quedan pocos, hecho por el hombre. Me quedo mirando y escuchando, a todo color, las olas que van y vienen.

XLII

Mi trance es interrumpido por un vendedor de pequeñas y hermosas esculturas de palo fierro. Compro cinco: dos tortugas, dos gaviotas y un búfalo. Son mis regalos navideños.

De tanto mirar el mar me ha dado apetito. Me gusta el hambre, hace que me sienta vivo.

XLIII

Como filete de pescado, arroz y ensalada en el Pargo rojo. Todo muy bueno. Hace tiempo que no terminaba un plato como éste. Bebo una cerveza Tecate que me parece una delicia. Pienso en los cuentos sombríos de Rey Rosa. Me pregunto qué estará haciendo el autor en estos momentos.

XLIV

Mi cuerpo no da para mucho. Me siento agotado. Me arrastro hasta al carro y conduzco hacia el bungalow.

XV

Pastillas. Quiero reponerme. Salir, ver el mar de noche. Lo que me queda de vida me duele. Poco a poco me voy quedando dormido. Lo último que escucho es un breve oleaje.

XLVI

Ya la tarde está cayendo. Aunque estoy mareado y débil, es más mi necesidad de salir de aquí. No siento que me vaya caer bien el vino, pero sí un cigarrillo frente al mar. Fumar mirando el mar. Sólo me falta la música brasileña y la compañía de S para que este día no sea este día. Para que este día sea aquel en el que tomábamos videos de cometas y gente desnuda paseando por la playa de Icaria. Ese día que recuerdo como uno de los más iluminados de mi vida.

XLVI

Este día podría ser otro día, pero no lo es. Es éste que sucede como una broma pesada. Mi hermano ha llamado. Pregunta si puede venir a visitarme. Le digo que no, que estoy bien, que estaré en Hermosillo para recibir el año. Me dice que me quiere y que no me deje vencer. Se me ha hecho un nudo en la garganta con sus palabras y no he podido decir más. Él lo ha entendido y después de medio minuto ha colgado el teléfono.

XLVII

Las tardes en esta playa son alucinantes. Pareciera que el sol es degollado en la distancia, y que su sangre enjuaga las nubes que sobrevuelan la costa. Pareciera tantas cosas pero todas suenan tan ridículas. Si tuviera tiempo, y fuerzas, podría registrar todos los atardeceres del 2013. Sería un proyecto estupendo. Estoy seguro que ninguna puesta de sol me quedaría a deber.

XLVIII

Siento mi muerte zumbar en el viento helado. El mar me llama y se me hace tan dramático el color que ha tomado ahora que ha caído el sol. Tonos grises que asocio con el color que tendrá mi rostro rígido, mi cuerpo tendido. Siento la enfermedad avanzando en mi cuerpo.

XLIX

Un pelícano se me queda viendo desde la orilla de la playa. Está cayendo la noche y tengo que ir a tomar una buena cantidad de pastillas. Si tuviera cojones me metería al mar ahora mismo. Me dejaría ir. Sería la broma del día de los Santos inocentes más pesada que le hubiera jugado a alguien.

L

Caminan por la playa tres niños gringos. Uno de ellos me advierte y pone cara de espanto. Quizá creyó que aquella estampa se trataba de un fantasma mirando el mar. Después de muerto, pienso, no estaría mal espantar a la gente desde la ventana de este bungalow, y digo, como queriendo que aquel niño me escuche: no temas gringuito, sólo se trata de un hombre demacrado que mira el mar oscuro.

by Iván Ballesteros Rojo

(Hermosillo, 1979). Es escritor, editor y reportero. Ha publicado los libros de relatos Monstruario (2007) y Mecanismos (2010). Aparece en las antologías Breve colección de relato porno (2011) y Naves que se conducen solas (2011). Es fundador de editorial Tres Perros y director de la revista Pez Banana. Bungalow es parte de un libro inédito titulado Plaga serena.

3 Replies to “Bungalow”

  1. 2
    López Carrasco Martín

    Este cuento me hizo querer ir al mar. Paso por un episodio como el que vive el personaje. Así nos sentimos los moribundos, como fantasmas.

  2. 3
    Joel García

    Inevitablemente, me hiciste recordar un par de días terribles que pasé -también con fármacos- en esa misma hermosa playa, a donde acudí -como gato viejo y derrotado-, a lamer mis heridas…Grandes frases, excelente ritmo y muy fregonas imágenes…melancólico-saudadoso hasta el tuétano… En hora buena, ojalá sigas soltando así de chilo tu pluma.
    saz.

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