Cuando el amor es correspondido flotamos incluso en las zonas más pesadas, pero cuando nos rompen el poco corazón que nos queda resulta que todo envenena y sólo nos queda comer en exceso, dar vueltas en la cama o inventarnos cualquier artilugio para que el mundo no olvide nuestro dolor.
Bastante de lo anterior, de lo que hacemos o no cuando evocamos al maldito amor está reflejado en La Trama Nupcial, novela que Jeffrey Eugenides entrega una década después de Middlesex, que resultó ganadora del Pulitzer en 2003.
Esta nueva novela acontece en los años 80, pero no hay razón para creer que los sentimientos han mutado: la desesperación, las ganas, los yerros e incluso las perfidias son semejantes a las actuales. Incluso al leerlo recordaremos la Teoría del Eterno Retorno, pensando que en esta ocasión, sólo en este regreso, tendremos la oportunidad de ser felices.
Tres personalidades proyectan un fragmento de la vida universitaria en Brown, tiempos en donde la deconstrucción y el simbolismo pretenden obtener la verdad, y en las que paralelamente el escritor originario de Detroit logra detallar las diferencias sociales, así como las relaciones familiares que edifican a cada personaje.
Hoy, gran parte de las relaciones amorosas se sustentan en “remedios” que evitan la ruptura, la muerte o el odio. Se vale de todo, del incandescente cariño, el sacrificio o las horas de enclaustramiento sexual; lo anterior no es desconocido pero sin duda cada historia cuenta con su detalle psicópata, esperanzador o fraudulento, y es precisamente La Trama Nupcial el retrato de un trío de voluntades que aguardan por una oportunidad.
Es evidente que muchas de las actividades narradas fueron un fragmento de la vida del autor, no es casualidad que las fiestas o los personajes descritos se parezcan tanto a los universitarios de hoy, que las madres sean orgullosas o que los padres se esfuercen por la educación de sus hijos.
Madeleine Hanna, la fémina que materializa el capricho y el amor en el trío, nos administrará una dosis de discurso barthiano, y en su camino nos daremos cuenta que la teoría y el conocimiento no nos hacen más racionales, acaso más animales.
Si Hanna representa a la manzana, Leonard Bankhead y Mitchell Grammaticus son los extremos en lucha, que acompañados de la ciencia y la religión, respectivamente, intentarán amar a la misma mujer y tomar las decisiones necesarias para manifestarlo, aunque ello signifique perseguirla o abandonarla.
Esta es la historia que reanudamos y reproducimos en los escenarios comunes, el atractivo juego en el que nos enredamos al pensar que somos capaces de curar a alguien con nuestro amor igual de patógeno, que podemos succionar el veneno o lamer las heridas del pasado, sin percatarnos de nuestros extravíos mentales.
En este devenir de errores y felicidad, el autor nos confiere un personaje maniaco-depresivo (Leonard Bankhead) —que muchos podrán asociar con David Foster Wallace— y que, advierto, nos prohibirá utilizar esa denominación mental como si fuera un atributo de intelectualidad o misterio, como comúnmente sucede. Un poco de enseñanza entre el drama, para entender que hay enfermedades que merecen cantidades iguales de soledad y compañía.
No menos trascendental es el mérito por exponer al rastrero pasar del tiempo, que de diversas maneras seguimos calcando con terquedad estructural, porque todavía hay feministas que siguen burlándose de los rascacielos “argumentando que eran símbolos fálicos”, porque aún contamos con individuos privilegiados que parecen vivir en la superficie exentos de la carroña humana del subsuelo, peor todavía, que coexistimos plagados de buenos sentimientos pero sin la capacidad de mover un dedo.
Si las decisiones de las hermanas Lisbon fueron literalmente de vida o muerte, en La Trama Nupcial encontraremos que el amor es casi lo mismo que reconocerlo y obtenerlo, aunque en ello se nos vaya la vida.
es comunicóloga especializada en deportes, periodista cultural y estudiante de Sociología enfocada al desarrollo de la Prospectiva Social. Y no, ella no nació un día que Dios estuvo grave.
Qué texto tan mal escrito.
Ya terminen de una vez con la revista, se está convirtiendo en la caricatura de lo que trataba de ridiculizar, allá en los buenos tiempos.
No es mala onda pero quizá sea cierto que el arte desinteresado no paga, por eso se tienen que pedir las becas. Digo, no está mal si se hace legalmente, pero eso (Esquina Boxeo, La Dulce Ciencia) quita tiempo para dedicarlo a Hermano Cerdo, y por dignidad deberían cerrarla ya.
Digo esto como lector que soy de Hermano Cerdo, desde que mandaban la revista en pdf al mail (me suscribí en marzo de 2006: «Hermano Cerdo, nosotros te juramos»).
Ojalá no me lo tomen a mal.
¡Oinks!
Estimado Lector de la vieja guardia:
Coincido con Mauricio, y se agradece cualquier crítica que busque despertarnos. No sé si el Cerdo se está convirtiendo en caricatura de sí mismo, opiniones puede haberlas para todos los gustos. Sin embargo, como colaborador habitual, no puedo dejar de responder a tu comentario.
Es verdad: el arte desinteresado no se paga. Todo lo que hemos hecho en el Cerdo lo hemos hecho y lo seguimos haciendo por amor a la literatura. Y eso, para los tiempos que corren, ya nos merece a todos los que hemos hecho o hacemos el Cerdo un poquitito de respeto.
Un saludo cordial,
J.S.
Estimado, gracias por la crítica. Tienes razón en lo del tiempo. No sabes cuánto le he dedicado, sin ganar un solo centavo, a este proyecto durante siete años o así.
La Dulce Ciencia tiene, y ya lo he dicho, un apoyo para echarlo a andar como empresa, tal cual si fuéramos una empresa de zapatos.
Acepto la crítica pero que me llames becario no está nada bien. Yo hago mi dinero y firmo con mi nombre.
Un abrazo.
Tú tienes toda la razón, Mauriki, discúlpame, llamarte becario es inexacto (no lo dije con la intención de ofenderte). Mucha suerte con los nuevos proyectos, espero verlos en las librerías muy pronto, y muchas gracias por todos estos años de iluminadoras traducciones, descubrimientos y rock and roll.