William Ospina y su Poesía (y yo)

Conocí a William Ospina en la casa de mi abuela. En ese momento lo perseguía una fama tenue de hombre de letras con ciertas inclinaciones sociales. De hecho, la fama dependía de un librito que llevaba tiempo en boca de la gente y otro tanto sin que lo editaran. Circulaba en fotocopias despintadas, un puñado de las cuales alguna vez pasaron por mis manos. Es un ensayo que se llama ¿Dónde está la franja amarilla? Ahora se consigue hasta en Amazon y en Google Books, claro, pero eso es ahora. Ha llovido mucho desde entonces.

Yo estudiaba literatura en la época de ese encuentro, así que mi abuela usó todo el ímpetu del matriarcado familiar para hacer venir hasta su casa a una parienta que era amiga de Ospina. Para hacerla venir con Ospina, desde luego. ¿El nieto literato cómo no iba a conocer a semejante escritor, que había escrito…? Bueno, en esa época no creo que mi abuela, ni mucha gente en realidad, hubiera podido dar el nombre de un solo libro de narrativa o de poesía escrito por Ospina.

A pesar de eso, Ospina ya viajaba por todo el mundo dando conferencias y recitando poemas, así que fue muy generoso en cedernos una tarde. Se la cedió a la abuela entusiasta y al nieto que era, en todo, nada más que un principiante de principiante. Fue una tarde muy agradable, al menos para mí. Ospina es un excelente conversador. Se conoce muy bien el canon literario, desde el Popol-Vuh hasta Polibio, desde Achebe hasta Zorrilla de San Martín. Además, ha viajado intensamente, así que puede pasar de la Viena de Kafka a El Cairo de Mahfuz, y todo con la facilidad de un narrador experto que afila y afina cada palabra.

Me gustaría repetir varias de esas palabras que nos compartió Ospina, o recrear la soltura para conversar que me dejó tan buena impresión. El problema es que no me acuerdo de casi nada de lo que hablamos. Recuerdo una cosa, eso sí. Mi abuela (tenía que ser ella, claro) le dijo hasta con aplausos que yo tenía varios de sus libros. Ospina soltó un “mmm” y me preguntó cuáles. Nombré algunos títulos y él me interrumpió a media lista. Con un suspiro, dijo algo así: Ah, los de crítica literaria. Nadie me va a convencer de que no fue un suspiro de decepción. Pero ¿qué pretendía que yo hiciera, si La franja amarilla ni se conseguía?

Tal vez esperaba que yo tuviera esa obra y por lo menos dos o tres libros de poesía. Porque no me cabe duda de que Ospina es un muy buen poeta. Tengo dudas sobre otras de sus facetas, pero eso lo diré luego. De Poesía (Bogotá: Norma [2008], 363 pp.), en cambio, no me quejo. Es un libro sólido y bueno, que recoge varias de las antologías que Ospina ha publicado.

No recuerdo cómo nos despedimos ese día. Él se fue y lo próximo que me dijeron de Ospina es que planeaba viajar al Amazonas, para ambientar mejor un libro que estaba escribiendo. Por mi parte, me fui de la casa de mi abuela (y de Colombia) a seguir con la carrera. Y a no leer ni ver más a Ospina, sino hasta varios años después.

***

“El amor de los hijos del Águila”
(William Ospina, Poesía, p. 175)

En la punta de la flecha ya está, invisible, el corazón del pájaro.
En la hoja del remo ya está, invisible, el agua.
En torno del hocico del venado ya tiemblan, invisibles, las ondas del estanque.
En mis labios ya están, invisibles, tus labios.

***

Algo nos pasó a la poesía y a mí. No es odio. Pero en cuestión de un par de años nos dejamos de entender.

Hace un tiempo, una amiga me contó que eso mismo le había pasado con la poesía, y a mí me pareció escandaloso. ¿Cómo puede uno dejar de entenderse con los poemas? Cuando reaccioné así, desayunaba poesía por la mañana (entiéndase, leía poemas mientras atacaba un plato de cereal), e incluso escribía versos en un cuaderno consagrado a los poemas. Es más, me han publicado un par: uno fue mi primera publicación y hubo otro en 2010.

Aclaro que mi problema no es con toda la poesía. Leo los sonetos de Shakespeare con una mezcla de admiración y escalofrío. Mi problema, en cambio, es con la poesía contemporánea. La que se publica en antologías de todos los tamaños y en revistas como The New Yorker. Las legiones enteras que marchan por Internet y mantienen vivas a tantas editoriales dedicadas a la autopublicación.

Confieso que lo he intentado. He pasado por cantidades de antologías: antologías con “best of” y “seleccionados” en el título, antologías de poemas urbanos y multiculturales, antologías publicadas por editores y editoriales de buen criterio. Pero la proporción de los poemas que me terminan gustando es diminuta, casi despreciable. Si de una antología entera me voy para la casa con dos poemas excelentes bajo el brazo, me doy por bien servido. (Hay excepciones: en Luna nueva encontré varios).

No obstante, voy a tratar de ser justo con la poesía contemporánea, a expensas mías. Puede que el culpable de mi extrañamiento con la poesía no sea la poesía, sino yo. Es posible que no me haya acostumbrado a los nuevos modelos. Por eso disfruto más aquellos poemas que han sobrevivido el paso de las décadas o los siglos y se han abierto campo en el paladar de los lectores de hoy. Por esa misma línea, lo que se escribe hoy, y redefine los esquemas, necesitará otro período para aclimatarse y será un manjar para una generación futura de lectores. Los poemas que hoy disfruto seguramente les causaban migrañas a los lectores de hace cuarenta años. Y así sucesivamente.

Podría montar una defensa desganada contra este argumento, y decir que no es toda la poesía contemporánea la que me molesta. De hecho, me encantan ciertos poetas cuyos sepulcros siguen tibios, como Ted Hughes y Philip Larkin. Y hay poemas de escritores vivos que me han gustado mucho, como “Las armas”, de Luz Helena Cordero; “Amén”, de Álvaro Mutis; “La lectura en tinieblas”, de Jotamario Arbeláez; y “Los 85”, de Maruja Vieira. Son cuatro ejemplos, todos colombianos. Hay varios más, incluido William Ospina.

A pesar de esa lista, tiene que haber algo de razón en la crítica con la que me flagelé hace unos momentos. Sí, debe ser que no me he acostumbrado del todo a los cambios que experimenta la poesía que se escribe en la actualidad. Pero no voy a dejar que la poesía salga con las manos limpias de este asunto. ¿Por qué los poemas de Ospina, un poeta contemporáneo, funcionan tan bien, mientras que necesito ejercitar una disciplina monacal cuando intento leer tantos poemas que se publican actualmente?

Pensemos en Poesía, la antología de Ospina. Es un muy buen libro, y creo que se debe a dos elementos importantes: la presencia de poemas narrativos y el uso hábil del lenguaje y las metáforas.

Sobre lo primero: no todos los poemas de Ospina son narrativos. Pero en la antología hay suficientes de este tipo para impedir que sintamos que quedamos atrapados en una nueva reflexión sobre un atardecer refulgente o sobre el horror de perder un amor sin nombre y sin historia. Un buen ejemplo de un poema narrativo de Ospina es “Los hijos del soldado”, que cito más abajo.

Ospina desentierra contextos narrativos fascinantes para plantar ahí sus poemas: un soldado japonés para quien la Segunda Guerra Mundial no terminó, las vidas de Francisco de Quevedo y Walt Whitman, un político corrupto y playboy de República Dominicana, el Bogotazo, las reflexiones de Einstein sobre la relatividad, Ariadna y el laberinto, la locura de Nietzsche ante un espejo. Los poemas también recorren lugares muy distintos: la isla de Pascua, París, Roma, el cañón del Patía, Viena, Barbados.

Incluso cuando los poemas no son narrativos, esos contextos vívidos aportan mucho. Y, a diferencia de lo que sucede con tantos poemas, en los de Ospina uno siempre tiene un sentido de lo que está pasando. Para desentrañarlo no es necesario releer el poema seis veces y pasar por un momento zen. Es increíble que haya que destacar eso al hablar de la poesía actual, pero así es.

En los poemas de Ospina también hay espacio para críticas sociales (“Yo no soy el que hace inviolable su crimen bajo el ropaje de una ley o una iglesia” [235]). También para punzantes ironías (en un poema basado en la Segunda Guerra Mundial: “Mira los dorados adornos, bebe el perfume dulce y blando, / no preguntes qué están quemando los hornos” [255]). Para reflexiones retadoras (“Cuando el infierno triunfaba, el infierno era el bien” [261]). Hay diálogos con la ciencia, la filosofía, la historia. Ospina abre espacio, en síntesis, para algunas de las grandes posibilidades que ofrece la narración.

El segundo factor muy positivo en Poesía es el uso del lenguaje y las metáforas. El lenguaje es lírico, sin ser recargado. ¿Podría haber una mejor forma de describir a las aves en vuelo que esta: “los patos / del norte hacen saltar su sombra en los sembrados” (126)? En vez de decir anochece, Ospina escribe que “la luz abandona los ángulos” (127). Con el paso del tiempo, se “afantasman los finos cabellos” (203).

No todas las descripciones son igualmente exitosas. Pero abundan las que presentan retratos frescos, palabras perfectamente escogidas, giros que te obligan a abandonar la hoja y degustar cada palabra. El lenguaje conserva la capacidad de comunicar cosas del mundo, y lo hace con destreza y un fino dominio de los sentidos. No están aquí los undívagos y sitibundos de la poesía decimonónica (o de los versos nuevos hechos en imitación de esa poesía). Tampoco están las alocadas cascadas de palabras coloquiales y hasta intestinales que no pasan de ser inyecciones de sonidos y connotaciones. Ospina sabe escoger lo mejor de las distintas tradiciones que conoce tan bien.

Lo contrario es, básicamente, lo que falla con tanta frecuencia en poema contemporáneo tras poema contemporáneo. Si no es que los juegos se salen de la mano, y ya no sabemos ni de qué ni para qué está hablando el poema, entonces el lenguaje es escueto hasta tornarse insípido o es florido hasta producir reacciones alérgicas. Muchos poetas parecen enorgullecerse de tornarse ilegiblemente experimentales. Otros parecen estar escribiendo para cuatro personas, una de las cuales es o fue su pareja y las otras tres dan clases de literatura en diferentes universidades. No son descripciones que lo llenen a uno de emociones cálidas sobre el futuro de la poesía.

Y tampoco sobre el presente. Mucho se ha escrito sobre esto, y no quiero martillar más sobre clavos bien enterrados. Pero no me sorprendería si de verdad hemos llegado al punto en que hay más poetas que lectores de poesía. Además, los poetas comprometidos tienen la mala fortuna de que escribir un poema requiere menos tiempo que una novela. Las excepciones deben ser casi nulas, si excluimos los poemas épicos (como Paradise Lost, que me encanta) y las novelas románticas de Harlequin. Digo que es una mala fortuna porque los anaqueles de poesía se llenan hasta reventarse con libros escritos con apuro por personas que prefieren ver su nombre en el título de un libro encuadernado que revisar a fondo un verso. Rodeados por tantos libros escritos así, muchos textos serios se sumergen y se pierden.

La poesía no está sola en esta suerte. Hace unos años me referí al género del cuento, que sufre de males semejantes. Varios han comparado la situación del cuento con el estado actual de la poesía. La pregunta que tanto poetas como narradores necesitan reconsiderar es para quién escriben. Si uno quiere ir más allá del círculo de cuatro que mencioné hace un momento, entonces cabe cuestionarse si dedicarle tantas energías al trapecio verbal vale la pena. Muchos poetas contemporáneos parecen haber decidido que sí, que el lector debe acostumbrarse a ser un observador de espectáculos que alternan entre ser soporíferos y ser escandalosos. No es una sorpresa que, justo en medio del show, tantos observadores hayan dejado solos a los poetas.

***

La segunda vez que vi a William Ospina fue en una librería del oeste de Cali. Ospina estaba sentado a la mesa con mi parienta, la misma que lo llevó a la casa de mi abuela unos seis años antes. No sé qué comían, pero conté con la suerte de que él tuviera la boca llena cuando me acerqué a saludarlo. Masticó con un afán que seguro le causó indigestión y me dio la mano, sin levantarse, cuando extendí la mía. Tanto tiempo, dije. Él asintió en silencio. Mi parienta le recordó cómo nos habíamos conocido y él no dejó de asentir en silencio.

Este ya era el Ospina de Ursúa, una obra que abandonaba con bríos los estantes de las librerías. Quizás era difícil prever que un poeta y crítico literario produciría una novela exitosísima en ventas. Claro, si uno busca en la obra de Ospina previa a Ursúa, uno puede hacer algo que siempre es muy fácil: detectar raíces o señales de lo que vendría después. En Poesía, por ejemplo, se recogen poemas que a lo largo de varios años Ospina escribió sobre la selva, sobre conquistadores, sobre indígenas. Uno de esos poemas, cuya simetría me encanta (es un minicurso sobre cómo manejar las expectativas de los lectores a través de la repetición), lo cité más arriba: “El amor de los hijos del Águila”.

Nada de eso surgió durante el breve encuentro con Ospina. No quería interrumpirle aún más la comida, pero era inevitable hablar de Ursúa. De hecho, le dije que lo felicitaba por la novela (asintió) y le dije que había sido tan bien recibida que me habían regalado dos ejemplares de Navidad.

Lo que dijo Ospina después (de hecho, lo único que dijo en ese encuentro) fue la mejor respuesta que se me ocurre ante el comentario que hice. Ospina terminó de masticar, sonrió y dijo: Pues la va a tener que leer dos veces, entonces. Nos reímos, nos despedimos. Y pasarían un par de años más hasta mi próximo encuentro con Ospina.

***

“Los hijos del soldado”
(William Ospina, Poesía, p. 269)

Mi padre era maestro. Yo tenía siete años.
Y un día recibió, como todos, la carta.
Había sido aceptado en el partido
(aunque él jamás habría solicitado el ingreso).
Le enviaron un escudo con la esvástica.
Unos meses después marchaba rumbo a Rusia.
Mi madre estaba enferma aquel invierno,
los tres niños debíamos hacer todo en la casa.
Y a veces venían cartas desde el frente oriental.
La guerra era una ausencia, un silencio, un temor que crecía.
Después las cartas se acabaron, y se acabó la guerra.
Y los hombres volvieron, pero él seguía en el frente.
Qué larga fue la infancia; que triste está Alemania en la memoria.
Los tres íbamos juntos cada sábado
a esperar aquel tren.
Sin hablar lo esperábamos.
Y mi madre creía que estábamos jugando en los campos vecinos.
Año tras año, sin faltar, cada sábado,
sin decírselo a nadie,
esa estación nos vio crecer callando.
Cuando caía la noche regresábamos.

***

Durante años, las únicas novelas que leí eran de autores muertos. El más cercano al mundo de los seres con pulso era Beckett, y eso que en 1989 él ya había emitido su último suspiro bañado en whisky.

No era mi meta leer autores muertos. Tal vez se volvió un hábito en la universidad. En los cursos de literatura, por lo general nos limitábamos a aquellos autores que habían pasado la prueba del tiempo. En términos prácticos, eso excluye a casi todos los vivos.

Cuando decidí embarcarme a leer autores vivos, no sabía muy bien qué piedras levantar ni en qué criterios confiar. A tientas, leí con entusiasmo a Delillo, Auster, Coetzee, Saramago, Schlink, Pynchon. Y así fui encontrando a muchos otros más. Algunos me gustaron, algunos me suscitaron bastante menos entusiasmo. En el mundo hispano, leí a varios escritores colombianos jóvenes (Antonio García, Pilar Quintana, Mario Mendoza), a ganadores de premios (Ariel Magnus, Carmen Posadas, Gioconda Belli). No pretendo hacer una lista exhaustiva. El punto es que por fin estaba leyendo autores con quienes uno se podía sentar a tomar un café (al menos en principio).

Ahora, si el Federico modelo 2013 se encontrara con el Federico que solo leía autores muertos, y ese segundo Federico expresara sus dudas sobre si leer o no leer escritores contemporáneos, ¿el modelo 2013 le daría una palmada entusiasta en la espalda y le diría que es algo que le recomienda con los ojos cerrados?

En cuanto a la palmada, sí, seguro. Honestamente, ¿quién no querría leer a Coetzee? Pero no en cuanto a los ojos cerrados. No niego que uno siente algo refrescante y vigorizante al leer literatura que se refiere a juegos de video, a programas de televisión, a los fenómenos propios de un mundo posmoderno e interconectado. Eso está muy bien. Sin embargo, no quiere decir que la literatura ubicada en el contexto actual sea necesariamente mejor. Para expresarlo de una manera casi utilitaria: esa efervescencia que experimentamos al ver nuestro mundo retratado y trepanado en una novela no quiere decir que esa novela merezca absorber parte de nuestro (siempre limitadísimo) tiempo para leer literatura. De ese modo, se tiene que sentar uno a pensar, con la mano en el pecho, si el próximo libro que leamos va a ser la nueva novela de ABC, que se acaba de ganar el Premio XYZ, o va a ser el Ulises.

Tampoco digo esto para apelar a los clásicos con los ojos cerrados. Hay clásicos que uno solo lee por obligación y disfruta quizás por destellos. Además, hay obras que aun en el tifón de la producción literaria contemporánea han sobresalido hasta el punto de que (casi) sin duda serán considerados clásicos de nuestra época. La idea no es oponer los clásicos a los contemporáneos. La idea es diluir una actitud que se ha vuelto un cántico de guerra entre muchos escritores, críticos y aficionados actuales. La actitud es de desprecio hacia quienes no están al tanto de la literatura contemporánea. A estas personas por poco les amarran alrededor del cuello una cadena con una campana para que anuncien su entrada al pueblo.

No es un pecado consuntivo no haber leído los últimos cinco ganadores del Herralde, o los libros shortlisted para el Booker. Es más, hacer esas cosas ni siquiera debería ser visto como una virtud, salvo por el aporte innegable de mantenerse informado de primera mano de los experimentos y desarrollos literarios. Nunca habrá tiempo para leerlo todo, así que caemos irreflexivamente en el juego de la industria editorial si sentimos que es necesario estar siempre preordenando y devorando las últimas novelas.

Este afán por lo último funciona mejor en otros campos. Por ejemplo, en las ciencias sociales es muy importante leer lo último. Son ciencias que se adaptan y que construyen sobre los hallazgos de lo que vino antes. Pero en la literatura no pasa lo mismo. Porfirio Barba Jacob no se desmiente o se invalida por el hecho de que entre en auge la poesía de Ospina. En cambio, el paso del tiempo sí que importa para decantar tanto de lo que se publica hoy en día, y muchas (muchas) veces lamentamos hasta con dolor hepático haber escogido literatura tristemente pasajera y apurada.

Hay otra dimensión en este asunto de leer a los vivos que es esencial para este escrito. ¿Cómo se afecta mi relación con el texto por saber que el escritor está vivo? Si paso una tarde con un escritor, y luego me encuentro sus obras en una librería, ¿podré luego leer sus libros de la misma manera en la que leo a Chandler, a Cheever y a tantos otros que, en virtud de sus muertes, nunca compartirán ni un Hola conmigo?

Todo el mundo sabe lo difícil que es separar al escritor del escrito. Uno ve el lado negativo de esto muy a menudo en la blogosfera. Las cosas van normales hasta que una columna de un autor desata en los comentarios maldiciones tan acérrimas que de verdad tienen que brotar de algún lugar distinto a la columna. Quizás de un encuentro en un bar entre el autor y el comentarista que terminó con intercambio de insultos y lanzamiento de vasos de cerveza.

La relación visceral con un escritor no depende necesariamente de un encuentro en un bar. La gente lleva siglos escribiendo biografías de escritores, y una biografía nos puede abastecer de material para detestar o amar a un autor. Esto también cambia nuestra apreciación del texto.

Pero es difícil que una biografía tenga el mismo efecto que compartir una mesa o un podio con una persona. Algo tan tonto como que alguien no me dio la mano al irse de un evento puede convertirme en un enemigo aguerrido de la literatura que esa persona produzca. Y hay más tonterías ineludibles: puede que el tono de voz o el acento del escritor nunca me permitan oír su voz narrativa de la misma manera.

Hace un par de años, en un evento literario, yo mismo tuve que compartir una tarde con un escritor infinitamente presumido. Una amiga nos presentó, y aun estando ella presente este escritor ignoraba mis preguntas, cambiaba los temas que yo proponía y hasta evitaba mirarme a los ojos. No creo que sea porque él descubrió en mí un brote de halitosis que ha pasado desapercibido. En algún momento, él se describió como un escritor de calibre C, y supongo que quienes no figuran en su radar pierden el derecho a interactuar con él. En verdad, eso no me da rabia; me da lástima. Pero eso es en lo personal. En materia literaria, no quiero pontificar ahora y decir que leeré sus textos sin prejuicios. Mejor voy a admitir que no leeré sus libros. He leído uno de sus cuentos, y fue suficiente para convencerme de que no me perderé de gran cosa. Hay escritores de calibre A (para usar la terminología de este escritor) cuyos libros forman una fila interminable; ¿para qué perder el tiempo con un autoproclamado C?

¿Qué efecto han tenido, entonces, mis escasos encuentros con Ospina en mis apreciaciones de Poesía? Por un lado, fue difícil dejar de caer en tangentes biográficas: ah, está escribiendo de Cali porque ahí se crio; ah, está escribiendo sobre el Amazonas, tal como luego haría en Ursúa. Es algo que he notado que la gente que me conoce suele hacer cuando lee algún texto que he escrito: “Ah, escribiste esto por ser [colombiano u hombre o abogado o lo que sea], ¿no?”. Sin duda, es una tentación difícil de resistir. Es la crítica biográfica, que me parece soporífera, pero es casi inescapable.

No fui ajeno a este tipo de crítica mientras leía Poesía. Pero hubo algo que me había predispuesto a querer incinerar Poesía. La sensación no vino de mis escasos encuentros con Ospina (aunque no he contado el último todavía). Vino de otra cosa, que durante un tiempo me hizo oscilar entre el desprecio y la decepción cuando pensaba en leer a Ospina. Esas reacciones me las produjeron las columnas de Ospina en el periódico El Espectador.

Durante años, me convencí de que, cada vez que Ospina publica una columna en el periódico, al final debería pedir perdón. Sé que es una revulsión personalísima porque todo el tiempo me mandan por correo retazos de esas columnas. Además, la gente las comenta con la boca llena, y han llegado a formar parte de esa tradición pseudoepigráfica de los falsos forwards que circulan por Internet. Así que la gente las disfruta. Sin embargo, con algunas excepciones, cuando las leo suelo sentir que un virus electrónico se va a tornar biológico y se me va a regar por el brazo.

Bueno, exagero en algunos detalles. Pero lo que encuentro es que todas esas grandes virtudes de Ospina como poeta hacen cortocircuito cuando llegan al periodismo. Los contextos narrativos que he elogiado se mutan en anécdotas tediosas sin pies ni cabeza. El lenguaje fresco y descriptivo se convierte en un sedante intravenoso que deja al lector en un estupor en el que ni se asoman las ideas. No estoy diciendo que el periodismo deba ser un hermanastro de la estadística. Pero sí esperamos que por lo menos diga algo, que proponga algo, que discuta algo. Los medios de información nacieron como un foro de ideas, y qué lástima sería que un affaire con las redes sociales y con el género de las memorias light engendrara un anecdotario florido en lugar de un periodismo que informe y rete.

En las columnas de Ospina que he leído (y perdí muy rápido el gusto por leerlas, así que seguramente se me han escapado unas muy buenas), he visto un método recurrente. El método es tomar un pensamiento, que podría resumirse en un manojo de palabras, y estirarlo y amasarlo, usando diferentes palabras y viéndolo desde distintos ángulos, hasta convertirlo en un párrafo o incluso en una columna completa. En la poesía, esto funciona bien. En un artículo de periódico, baja el ritmo hasta el punto de que difícilmente se le detectan los signos vitales.

Cada columna de Ospina que leí en los años previos a Poesía me llenó de razones para no querer siquiera ojear sus libros, ni una vez ni dos. A pesar de todo, yo sabía, especialmente desde mi tercer encuentro con Ospina, que él era un gran poeta. Es precisamente su vocación lírica la que interfiere con su prosa.

Poesía es, entonces, un libro que invita a hacer las paces con la poesía contemporánea. El libro decae hacia el final, donde pierde mucho del ímpetu de las casi trescientas páginas anteriores. Los últimos poemas son líricos y se obsesionan con listas casi taxonómicas. Son poemas que se asemejan a un diario de viaje, a muy poco de ser pretencioso, en el cual el viajero recorre palabras, más que paisajes o personas. Esos textos parecen parientes más cercanos de las columnas de periódico que de los poemas que ocupan casi todo el volumen.

Y ahí está otro de los retos con leer escritores vivos: entre las obras que van saliendo, buscamos a tientas las mismas virtudes de las obras anteriores, y muchas veces nos llevamos decepciones. La presión por publicar, tan fuerte en el mercado actual, a menudo diluye la calidad hasta que ya ni reconocemos a los autores que nos encantaban. O quizás nos casamos con una sola faceta del autor y no logramos reconciliarnos con la nueva producción; no nos gustaba el autor en general, sino el autor de X obra. También pasa.

***

“El geólogo”
(William Ospina, Poesía, p. 209)

Aquí hubo un mar hace un millón de años.
El hombre no lo sabe, mas la piedra se acuerda.
Pártela: hay un cangrejo en sus entrañas,
todo de piedra ya, forma magnífica
que se negó a ser polvo.
Ante el peñasco y el guijarro, piensa
que acaso fueron seres dolorosos,
sangre y pulmones palpitantes.
Entre la ciega roca
y el trémolo extasiado de la salamandra
Tan sólo hay tiempo.

***

Fue en Cartagena, mi último encuentro con Ospina. Se dio allá en enero de 2008, en el Hay Festival. Entre los cardúmenes de nombres que recorrían el programa del festival, Ospina figuraba un par de veces. Terminamos escogiendo un evento con Ospina: la Gala de Poesía, uno de los pocos eventos nocturnos.

Este ya era otro Ospina, sin duda. Años antes lo habrían incluido en la gala, y un puñado de lectores devotos se apuntaría con entusiasmo. Ahora lo habían invitado como poeta, claro, pero también era el autor del sorpresivo éxito editorial de Ursúa. Todavía faltaba El país de la canela. Y faltaba el Rómulo Gallegos. Pero el de Ospina ya era un nombre de uso doméstico.

En la gala, Ospina compartió la tarima con tres poetas más. Un par de poetas hombres masticaron cada palabra de unos largos panegíricos dedicados a las vaginas y los senos. Una poeta presentó unos textos bien pensados. Pero quien brilló fue Ospina. Manejó los tiempos muy bien al recitar, y presentó unos poemas fuertes, líricos sin ser edulcorados, agrestes sin ser vulgares, cálidos, cautivadores. Lo hizo muy bien.

A la salida del evento, me lo encontré por casualidad cerca de la entrada del Teatro Heredia. Estaba solo en ese momento, y me le acerqué para felicitarlo. Entornó los ojos para mirarme. Nos conocimos una vez, le dije, hace unos años, en Cali. Rasgó más los ojos e inclinó la cabeza hacia atrás. En la casa de mi abuela, le dije, y añadí el nombre de ella. Ah, sí, dijo; creo que sí. Asintió tibiamente. No tenía ni idea, claro.

William Ospina
by Federico Escobar Córdoba

es escritor y abogado. Ha sido profesor universitario y editor. Nacido en Cali, ahora vive en San Juan. Ha publicado Veneno y La muerte y otras cosas que se confunden con el amor.

3 Replies to “William Ospina y su Poesía (y yo)”

  1. 3
    Paloma

    Sumercé…empecé a leerlo y pensé un jovencito ‘gomelo’ acercándose a lo ilustre. Pero esa sensación sólo me duró tres párrafos. Para decirlo directo sin palabras rimbombantes ni frases trascendentales Su escrito es BUENO, BUENO, BUENO…sencillo y profundo. Gracias!!

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