La comedia necesaria

En 1977, en medio de la campaña electoral que lo llevaría a la presidencia colombiana meses después, Julio César Turbay zanjó con una frase memorable las disputas que enfrentaban entonces a los líderes de su partido en Antioquia: “No voy a ser el árbitro de su gallera”. La afirmación de Turbay resume bien los dos temas de los que se ocupa esta comedia escrita para echar abajo cualquier clase de prejuicio sobre la validez actual de la novela como formato. En primer lugar, la competencia por el poder político asumida como un campo de batalla sin reglas ni límites claros en el que el ganador se lleva todo. En segundo lugar, la manera más bien típica en que las formas solemnes –vulgares, divertidas, violentas e incluso criminales– de la política se identifican ante sí mismas, esto es, como farsa, como un gran e inacabable malentendido que rige al mundo cual maldición gitana.

Dividida en siete partes, sesenta y nueve capítulos, dieciséis excursos (con “La estrategia Pastrami” como joya de la corona) y un epílogo, la novela narra los hechos que desencadenan (nunca mejor dicho) las primeras elecciones en “un país corrupto e impotente cualquiera, […] una nación sin Líder y enferma de reelección” que ha vivido bajo el embrujo del Estado de opinión durante lustros por obra y gracia del Barómetro Permanente de Opinión (BPO): “El resultado de los esfuerzos de HAL Inc. por aunar la sabiduría de las masas y la inteligencia artificial en un matrimonio indisoluble de apenas doce megabytes que cualquier ciudadano con conexión a Internet podía descargar gratuitamente de los servidores de la compañía y que, veinticuatro horas al día, siete días a la semana, reflejaba con fidelidad el estado del Estado de opinión”. La postulación de un artista del perifoneo como contrincante legítimo de un líder aparentemente imbatible, terminará revertiendo las tendencias, revelando la fragilidad y el grado de contenida turbación del estado del Estado, y sacando a la luz los escrúpulos de aliados y enemigos políticos residentes en el país o al acecho en el exilio.

En el centro, una de las nóminas ficcionales más variadas de la que tenga memoria la literatura colombiana: un payaso de restaurante convertido en opositor, un periodista satírico convertido en periodista político, un gurú espiritual convertido en candidato presidencial, un ministro convertido en mártir, una embajadora convertida en líder moral de una nación expectante, un profesor convertido en blanco del desprecio de una nación expectante pero digna, un mayordomo convertido en traidor, una madre convertida en ángel exterminador, un líder convertido en sombra de líder, dos adolescentes convertidos en comentaristas desencantados de la coyuntura y un largo etcétera que comprehende una multitud que se hace y se rehace literalmente cada capítulo.

En este particular reside una de las fortalezas del libro. Haciendo uso de un recurso que en otras manos terminaría por entorpecer de manera irremediable la narración, el autor se arriesga a hacer sobre la marcha un inventario de las costuras del relato. Si bien los desajustes de la trama introducidos por el editor en las conversaciones con el autor le otorgan no poco dinamismo a la narración, algunos apartes de las conversaciones en sí resultan más interesantes que los giros mismos. La tensión constante entre las expectativas del lector (enumeradas por el autor) y las anticipaciones del autor (enumeradas por el editor), constituye un logro formal admirable.

Otra fortaleza de Donde mueren los payasos radica, antes que en los diálogos o en los incontables pasajes en los que el ridículo es amo y señor de escenas impecablemente narradas, en el emplazamiento de la ingenuidad como motor principal de la persecución del poder y de la construcción de expectativas por parte de los actores ajenos a las maquinaciones palaciegas. Si farsas electorales como The Campaign (Jay Roach, 2012) o Man of the Year (Barry Levinson, 2006) asumían la ingenuidad como vehículo de un altruismo de última hora que remataba la trama deslizando la promesa de orden, paz y prosperidad para todos a manera de cierre, Donde mueren los payasos no sólo la lleva hasta las últimas consecuencias, sino que se articula a partir de ella. Ni siquiera en los mejores momentos de ese Dalái Lama de la mercadotecnia editorial que es el editor (“La infelicidad vende”, afirma en uno de sus múltiples momentos de elocuencia), el funcionamiento interno del BPO es cuestionado. Éste es sólo uno de los múltiples ejemplos del grado de sencillez con que Noriega construye una narración en la que las digresiones hacen las veces de alimento lateral minuciosamente acabado de artificios tan sencillos como eficaces: “La publicidad era un factor decisivo. Como decía el eminente sociólogo y actual embajador en Suiza, Antonio Zimmerman, el BPO podía ser un instrumento falible, pero al menos era público, y el cambio en el índice de alerta electoral no sólo se había advertido en Palacio”.

En lo referente al género, no hay duda de que Donde mueren los payasos es una novela política: divertida pero política, lúcida pero política, desencantada pero política. En medio de un cambio en los criterios de reconstrucción de nuestra historia y acontecer políticos por parte de escritores del más variado signo (Cuaderno de la noche de León Sierra Uribe y Érase una vez en Colombia de Ricardo Silva son dos buenos ejemplos), esta novela es prueba de que un relato explícitamente político puede, por un lado, encarar el desafío de ofrecer un ejercicio formalmente complejo sin perder con ello una sola gota de dinamismo y diversión, y por el otro, alertar sobre los peligros que el apasionamiento desbocado y la solemnidad constituyen para ese trámite que son las elecciones, un mensaje que conviene no olvidar si no queremos que esa comedia necesaria que es la democracia se convierta en una pesadilla innecesaria.

by Alberto Sánchez

sobrevive como historiador mercenario en Cali.

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