En una plaquette publicada en 2009, dejaba dicho el escritor y crítico, además de editor de la revista mexicana La Tempestad, Nicolás Cabral (Córdoba, Argentina, 1975), que un ejercicio de vanguardia “rastrea, en el hiato entre el rostro y la máscara, el momento de verdad”. [1. “Por una crítica de vanguardia”, plaquette crítica publicada con motivo del encuentro El Grito, Casa Refugio Citlaltépetl, ciudad de México, septiembre de 2009.] Y es precisamente en esta disyuntiva donde se ha de buscar la significación última del propio título de su primera novela, Catálogo de formas, que acaba de publicar la editorial Periférica.
Son esas formas variaciones posibles de lo evidente y sabido; esto es, visiones normalmente vedadas o, mejor dicho, que no suelen estar presentes (razón por la cual no son aprehendidas por lo sentidos). Para que se entienda mejor la cosa hemos de pensar en el cubismo sintético. Y en su descomposición de planos: en su despliegue hacia el frente y hacia los lados de todos los planos posibles de una figura. Aquí, claro está, esta simultaneidad en la que se nos presentan planos auto-excluyentes, se habrá de referir a las visiones lingüísticas de un mismo asunto (o sea: puntos de vista, pero también en lo que respecta al estilo literario), y a la incorporación de símbolos (que funcionan al modo inverso de la inscripción en la pintura; esto es, aquí tienen una función icónica o figurativa). Y es que alienta a esta nouvelle de Cabral una idea neovanguardista: la de ser reanimación del cubismo. Y digo bien: no plasmación o nostalgia primitivista, sino intento de tonificar un proceder de avanzadilla que, a lo que parece (y aunque hayan pasado más de cien años) [2. En el Museo Picasso de Barcelona se exhibe en la actualidad Post-Picasso, una exposición de carácter global donde se rastrea la influencia del genio cubista en artistas posteriores, y una cantidad notable de las obras escogidas fueron realizadas con posterioridad al año 2000.], no ha dicho todavía su última palabra.
En esta acometida de Cabral hay dos puntos cruciales: que se basa -libremente, eso sí- en una historia verdadera (la del arquitecto y muralista mexicano Juan O´Gorman) y que rompe las coordenadas del espacio-tiempo (así, la secuenciación de textos no se quiere fragmento sino poliedro; levemente difuminado su engarce y sometido a un vértigo helicoidal). Un tercer elemento nada baladí del diseño estructural de la narración es la solidificación conceptual de cada uno de las partes (de los poliedros) en los que se subdivide el texto. Ello permite que se vaya instaurando en la mente del lector un cierto dibujo, una particular geometría abstracta y una noción de fuerzas opuestas y que mantiene enhiesta la tensión narrativa: la oposición de arte y naturaleza, así como la idea del borramiento -o desaparición- del artista. A todo ello se le ha de sumar el carácter intertextual de la obra y que la convierte en netamente literaria y contemporánea, y se ha de hacer notar su deuda bernhardiana, especialmente con la novela Corrección.
La aspiración de “el Arquitecto” (pues así se le llama a O´Gorman en la novela), ya en el tramo último de su vida, aquejado de una locura desbocada, es la de “limpiarse volverse naturaleza” y la de ser “abono para lo vivo tierra para las plantas […] un catálogo de formas vivas e inestables […] parte del entorno”. Sin embargo, el Arquitecto fue antes un activo arquitecto comunista, seguidor de las ideas de “el Suizo” (Le Corbusier), del que más tarde renegará, aceptando el status de genio de su némesis, “el Estadounidense” (Frank Lloyd Wright). Pasará lo mismo con su profesión, a la que se dedica en cuerpo y alma, seducido por su funcionalidad (por su utilitarismo) y a la que, más tarde, abandonará, considerándola “una puta”. Así, tenemos a un hombre sometido a un ideal, pero que se revela ambivalente, pues con idéntico ahínco se entrega a dos utopías: una pragmática, la de las construcciones sociales, eficientes, baratas y otra delirante, quimérica, la de una arquitectura secreta, inhabitable, en consonancia con la naturaleza. En un momento dado, el protagonista lo expresa así: “Deseo, paralelamente, el equilibrio de las formas y el estallido orgiástico, la eficiencia y el derroche”.
En definitiva, se trata en Catálogo de formas de la confrontación entre lo real y lo posible, y habita así el texto una zona donde se exploran las diversas formas de esa confrontación, en lo que se constituye acaso como una experiencia de escritura orgánica, aquella en la que la materia narrativa muestra su radical crudeza (donde la palabra es pigmento y el símbolo fragmento de realidad), frente a una interdicción formal que, a la vez que la contiene, le otorga una libertad magnífica. Vaya, una soberbia primera novela (y ello no a pesar de su brevedad, sino justamente gracias a ella), una prueba exacta y fehaciente de que el postmodernismo no ha sido sino un mal sueño efímero y de que hoy, hoy más que nunca, nos son necesarias las enseñanzas de esa tradición del pasado que nos aguarda en reposo.
es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.
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