1.
Leía estos días un breve libro del profesor de matemáticas y autor de diveros ensayos de carácter pedagógico y filosófico, Henri Roorda (1870-1925); se llama Mi suicidio (Trama editorial, 1997), el volumen, y es la justificación de ese acto suyo de poner fin a su vida.
Me llamó la atención una de las frases/confesión que escribe, dice así:
“Daba mucha importancia a todo aquello que es excepcional: el entusiasmo, la exaltación, la embriaguez. Ahora bien, lo que en una vida humana ocupa casi todo el tiempo son las tareas monótonas y cotidianas, las horas en las que se espera, las horas en las que nada sucede. El hombre normal es aquel que sabe vegetar”.
Diría yo que en ese vegetar, le crecen al hombre contemporáneo (un hombre necesariamente normal) jardines por dóquier. No solo al estilo de los modernos jardines verticales, que también, sino que se le atraviesan en su vida cotidiana desde todos los ángulos posibles. Dicho en otras palabras: se le descompone la realidad y, en ocasiones, se le presenta al modo de capas sucesivas que pueden activarse o desactivarse (al estilo del photoshop).
A este respecto, en la parte final del libro de Roorda, en el capítulo titulado «Ultimos pensamientos antes de morir», se dice algo interesante; escribe Roorda:
«Resulta imposible distinguir nuestros males reales de nuestros males imaginarios».
La clave, diría yo, es que no tenemos el poder de activar/desactivar esas capas de la realidad (sean producto de la mente o de la física, tanto da), sino que se nos presentan según un sistema jerárquico que nos es ajeno, azaroso e incomprensible. Y, así, en el momento más insospechado, nos brinca al frente un estrato que, hasta ese momento, permanecía invisible antes nuestros ojos.
2.
La gran fuerza dramática de La trabajadora (Lit. Random House, 2014), la última novela de Elvira Navarro, reside ahí justamente, en esa incapacidad emocional para separar la ilusión de la realidad, la paranoia del temor, el deseo de la aceptación indolente.
Si durante el siglo veinte los escritores se afanaron en investigar las derivas psicológicas de la locura, podemos decir que en el siglo veintiuno los escritores se darán a aceptar la continuidad del trastorno, entendido como un plano igualmente real (no mental, sino físico, al menos en lo que respecta a su traslación sensorial, a aquello que nos afecta).
El gran tema para los escritores hoy es investigar de qué modo la voz autorial es capaz de dar entidad artística a esa realidad estratificada, tan extraordinariamente diferente, según el punto de vista que adoptemos. La grandeza del autor literario estribará, pues, en su capacidad para elucidar de un modo coherente el modo misterioso en el que percibimos hoy la vida. Su acierto en el sampleo y en el montaje mental (y su traslación textual de dicho procedimiento) será lo que condicione la autenticidad, viabilidad y pertinencia de su trabajo.
Escribía Robert Musil en El hombre sin atributos:
«Ya no existe un hombre completo frente a un mundo completo, sino que un algo humano se mueve en un común líquido nutritivo» [1. La traducción es de José M. Sáenz, revisada por Pedro Madrigal / Austral-Seix Barral, 2012 (p. 225)].
La tarea del realismo literario hoy, pues, será que ese algo humano resuene verosímil y aceptable en la mente del lector; no espejear la vida, ni volverla artificiosa (en un sentido deformante o pantagruélico, más propio de otro siglos precedentes), sino proveer al lector de una emotividad fluida que le haga sentir en el medio de un sistema de fuerzas incomprensibles, pero que se pueden aprehender (así sea intuitivamente, al modo poético). En definitiva, que el realismo no debe buscar más plasmación que la de la pura vida, pero no como correlato cinematográfico (es decir, no emergiendo desde la univocidad de lo visual, pero tampoco sacrificando todo a la inmanencia del estilo), sino en tanto plasmación del espíritu humano, de lo que hoy es -o puede ser- el espíritu humano (en el que se mezcla de una manera natural la tecnología con lo anatómico, lo físico con lo mental, la imaginación con las emociones, la imagen con el texto, etc).
Si quieren comprobar un modo posible de retratar este trastorno de la realidad, esta incredulidad de estar vivo, ese cuestionamiento literario sobre la autoridad de una voz que quiere dar cuenta de una realidad contemporánea, no dejen de leer La trabajadora.
es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.
«El gran tema para los escritores hoy es investigar de qué modo la voz autorial es capaz de dar entidad artística a esa realidad estratificada»
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O a lo mejor el gran tema es otro. Vete tú a saber. Es más, a lo mejor no hay «gran tema».
… Pero no deja de ser una buena y atractiva tarea, sea o no sea «el gran tema»… eso poco importa.