«Wilbur perdió los dientes en el hoyo
cuando la cinta tropezó y el cárter del aceite le dio,
Tommy perdió un dedo por hacer el tonto con una chapa de metal
Y se lo echaron a las palomas que hay en el tejado de la Unidad Norte.
Rata… rata… rata… Todos son ratas como yo»
Una rata como yo, Dr. Schwarz Kult [1. Dr. Schwarz Kult es el grupo de música grunge que Hamper formó junto a su compañero de trabajo y amigo Dave Steel. Una rata como yo es una de sus canciones, «un despotrique sin rumbo»]
1. Renegados
En el caso de algunos libros resulta injusto y acaso irrelevante aventurar un juicio estético sobre los mismos. Especialmente si se trata de una memoir. Porque su ambición no suele ser artística, sino testimonial, rozando en muchas ocasiones la confesión exculpatoria o el descargo de las responsabilidades. Pero, además, en el caso de algunos libros (el que nos traemos entre manos, en particular), resulta inmerecida una crítica severa, rigurosa y justa. Por una sencilla razón: porque se trata de una jaculatoria de naturaleza penitente, un confiteor.
De hecho es justamente la descarnada e histérica desesperación con la que vemos a Ben Hamper (Flint, 1956) acatar su destino (convertirse en una “rata de fábrica”) lo que hace que Historias desde la cadena de montaje (Capitán Swing, 2014) sea un testimonio valioso y que su lectura no sea en vano. Un libro en el que apenas hay descripciones, ni transiciones, ni menos aún tramoya narrativa y que es una especie de flujo de experiencias, repleto de emociones exacerbadas y fantasías que son un puro disparate mental (fantasías alentadas por el consumo inclemente de alcohol y drogas).
Si acaso se hubiese de censurar algo al libro de Hamper, quizá fuese precisamente esta misma pura verborrea con la que se construye el libro. Y es que a Hamper se le intuye más acertado y eficaz en pequeñas dosis. Así, quizá uno hubiese preferido que las historias se presentasen más secuenciadas, al modo de breves capítulos. Porque está claro que Hamper tiene mano para el humor, para reírse de sí mismo y de la miseria de su trabajo. Es el suyo un humor rápido y directo, bendecido por una sintaxis fácil de aliento cínico, impúdico y vital. Una energía repleta de metáforas hiperbólicas, pero que no excluyen un cierto sentimiento trágico de la vida.
Lo que sí agradece uno es la ausencia de moralina, y es que para todos los que busquen aquí ese mito de la felicidad del trabajo y de la heroicidad obrera, olvídense ya. Hamper lo deja claro:
«La verdad es que ser un obrero de fábrica no tiene nada de noble ni de galante, sino que se trata más bien de un trabajo de prostitución barata».
2. La Meca de la grasa
La familia de Hamper tiene una larga -e ininterrumpida- trayectoria como mano de obra no-cualificada para la industria automovilística, y que se inicia en 1910, con su bisabuelo. Una larga retahíla de hombres con ansias descomunales por el alcohol. El padre de Hamper, de hecho, “era incapaz de combinar de manera satisfactoria su amor por la cerveza y sus necesidades monetarias”, nos cuenta Hamper. Razón por la cual su madre, una católica “estricta y devota” (Ben es el mayor de ocho hermanos), se ve obligada al pluriempleo.
Nos cuenta Hamper:
“Estaba muy seguro de que no quería formar parte de General Motors, y la idea de convertirme en un borracho de primera no me seducía demasiado”.
Y las cosas fueron bien para él hasta el segundo año del instituto: era un buen estudiante, comenzó a interesarse por la poesía y, en ausencia del padre -bebiendo en los bares- y la madre -trabajando-, cuidaba de sus hermanos (cocinaba para ellos, se encargaba de las tareas del hogar y de arbitrar peleas, etc). Incluso llegó a obtener, nos dice, “una mención honorífica en un certamen [de poesía] organizado por el Detroit News”.
Pero todo se torció en el penúltimo año de instituto, cuando cambia “los libros de textos por discos de The Mother of Invention”, se une a “una pequeña banda de vándalos” y se dedica la mayor parte del tiempo “a tragar e inhalar todo tipo de sustancias ilegales que cayeran en mis manos”. Para colmo de males, su madre se divorcia de su padre y, un día, su novia, Joanie, le anuncia que está embarazada.
Se casan de inmediato y Hamper se ve obligado a dedicarse a lo primero que pilla (pintor de brocha gorda y limpiador de oficinas). Pronto se queda, sin embargo, en el paro y se dedica a beber, sentado en el sofá, y esperando a que su mujer vuelva del trabajo. No pasará mucho tiempo hasta que su mujer le eche de casa (y se quede con la custodia de la niña, Sonya).
Así define Hamper esta época:
«no éramos más que un par de críos confundidos jugando a papás y a mamás”.
Total, que se vuelve a casa de su madre y se instala en el sótano y se dedica –nuevamente– a beberse el dinero del paro, a regodearse en el consumo de cocaína y a comprarse discos nuevos. Entretanto, tiene tiempo para reflexionar, para pensar su futuro:
“Estaba muy seguro de que no quería formar parte de General Motors, y la idea de convertirme en un borracho de primera no me seducía demasiado”
Pero el destino parece que, en algunos casos, quede marcado con fuego.
Y, sí, finalmente se cumple la fatalidad del hado: Ben Hamper entra a trabajar en la General Motors. Lo asignan a la planta de cabinas, un lugar donde “el ruido era ensordecedor, parecía que estaba resonando una espeluznante grabación de trenes fornicando”.
Tiene 22 años.
Y se nos define así:
“no tenía formación, ni experiencia, ni titulos, ni enchufes de ningún tipo. Bebía demasiado para encajar en la mayoría de las ocupaciones y me faltaba ambición a raudales para siquiera intentar las demás. Pero, sobre todo, aborrecía la idea de introducir mi cabeza en la sociedad”.
A partir de este punto, Hamper se dedica a contarnos su periplo por las diferentes secciones de la fábrica, con sus momentos de pausa (en los que le despiden y vive del dinero del paro, aguardando a que le vuelvan a contratar). Son diez años de turnos monótonos en los que la única lucha, el único reto es pelear contra el reloj, a base de la camaradería de los juegos, las apuestas, las bromas y el alcohol. Sobre todo el alcohol. Resulta increíble, de hecho, la cantidad de alcohol que se bebía en las fábricas automovilísicas norteamericanas en los años ochenta.
3. El escritor proletario
Hamper, alienado por el trabajo, no encontraba consuelo más que en «mi enconado pasatiempo como literato».
Se sentaba cada tarde en la cocina, y comenzaba a escribir en la vieja Underwood de su madre. Escribía de todo, nos dice: «desde poemas de amor a cartas llenas de odio o haikus sobre la primavera». Un día, después de estar listo «para fraguar un enorme volumen que no terminaba de ocurrírse[le]», se encuentra con un periódico underground, el Flint Voice, y decide mandarles una crítica del disco de la banda Shoes. A los dos días le llama el director, Michael Moore, y le contrata como crítico musical.
Pronto se convierte en «una de las lecturas preferidas para los lectores del Flint Voice» y se le comienzan a asignar todo tipo de acontecimientos excéntricos. Llegó incluso a entrevistar a Buddy Holly (y eso que llevaba más de veinte años muerto). El caso es que Hamper se inventa un personaje, «Cabeza remachadora» y, a instancias de Moore, comienza a contar sus experiencias en la fábrica. El Flint Voice (de periodicidad quincenal) se convierte en el Michigan Voice (de periodicidad mensual y con sesenta mil ejemplares de difusión) y el éxito de su columna hace que a Hamper comiencen a solicitarle artículos de otras revistas.
Todo se precipitará en 1986, cuando a Moore le ofrecen dirigir la revista Mother Jones y se lleva a Hamper con él, en un intento de que «la revistilla recuperara la intensidad reivindicativa de antaño». El primero de los artículos de Hamper gusta mucho y le preparan incluso una gira promocional. Pero después de solo tres números al frente de la revista, despiden a Moore (al parecer se negó a publicar un artículo crítico con el régimen sandinista de Nicaragua) y esto significa el fin de los días de Hamper como columnista de Mother Jones.
Hamper recala en el Detroit Free Pres, donde sus «crónicas sobre la vida en la fábrica tuvieron un éxito instantáneo».
Pero las cosas se ponen feas para Hamper: le sobrevienen los ataques de pánico, las crisis nerviosas. Y comienzan a tratarlo con Inderal y Triavil y Xanax, las sanciones por indisciplina en la fábrica se suceden al mismo ritmo vertiginoso que su desquicie. Le trasladan a la fábrica de Pontiac, vive en un constante estado zombi y los doctores comienzan a desaconsejarle seriamente que vuelva a trabajar en la fábrica. Y para agravarlo todo, el alcohol: llega a beberse tres litros de cerveza en un descanso para comer de cuarenta minutos.
El siete de abril de mil novecientos ochenta y ocho le sobreviene su último ataque de pánico en la fábrica y ya no vuelve más.
«Los ataques terminaron en cuanto dejé la fábrica», confesaba Hamper hace varias semanas [2. Cómo escaquearse del curro, explicado por «el enemigo ideológico» de Springteen. Esteban Hernández. El Confidencial. 21-04-2014]. Lo que también se terminó fue el alcohol y casi casi el impulso de la escritura (Hamper no escribió más libros, aunque sí que escribió guiones para un programa de la televisión local de Flint). Lo que sí que parece no haberle abandonado es su pasión por la música, pues ha venido oficiando como locutor de radio en varias emisoras.
Hoy día sobrevive con su pensión y gracias a los royalties de Historias desde la cadena de montaje.
Su hija ha conseguido escapar a la tradición familiar y no se dedica a la industria del motor: es camarera, y estudia en la universidad.
es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.
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