a Virginia Cosin
I have a reason for working at night. It’s the light,
I have a sense of shame in the light.
Dirk Bogarde, del film The Night Porter
Con el tiempo todo esto que usted quiere sacar de encima se le
aparecerá en sueños o en el aburrimiento de llevar el
nene a la calesita. Como ya le dije otra vez,
todo lo que ocurrió está en usted, y seguirá estando.
Jorge Di Paola, Parpadeos
1
Me gustaban las historias de sicarios que contaba Edwin Medina de regreso a casa. En ellas no había una carga moral o ese tono aleccionador que hubiera entorpecido el relato. Las contaba con la simple satisfacción de saber que no lo iría a interrumpir, y si alguna vez lo hice, porque algunas noches era lo único que nos mantenía despiertos, fue para que esa pregunta concediera otro detalle a la historia. En todo eso, también, había algo de añoranza.
Con Edwin trabajábamos en los clubs de Miami Beach. Eramos promotores o “promoters”, como nos divertíamos al decirlo en inglés, así sonaba a algo prestigioso, aunque supiéramos que no era otra cosa que buscar turistas (“no blacks, no obese people”, como aclaraba Herb) y convencerlos de que fueran a las discos de Ocean Drive y Washington Avenue. Por cada uno de ellos recibíamos algunos dólares. No estaba mal: eran pocas horas, sin horario o jefes visibles, y a la madrugada podíamos entrar y beber algunos tragos. Además, siempre aparecía uno que otro negocio extra. Y en mi caso, era mejor que seguir en el astillero.
Habitualmente pasábamos las primeras horas de la noche en el hotel Delano, que por aquel entonces todavía era propiedad de Ian Schrager, el creador de esa buena idea llamada Studio 54. Mi amigo prefería trabajar a un lado de la entrada, por donde estacionaban los taxis, sobre la avenida Collins. Traía una radio chiquita para escuchar la música de Frankie Ruiz, Tito Gómez y Gilberto Santa Rosa. A metros había una newspaper box al que iba seguido: no porque estuviera preocupado por las noticias, eso me lo dejaba a mí, sino porque adentro escondíamos las botellas de ron y cerveza que tanta falta hacían.
Edwin era bajito, con el pelo bien negro, que le gustaba peinar con gel. Usaba camisas blancas que por lo general combinaba con los jeans que compraba en Aventura Mall. Tenía un macizo reloj de plata con falsos diamantes que bailaba en su muñeca. Lo llevaba en la de la mano derecha, la que casi no podía utilizar por haber recibido en una pelea un botellazo que le había cortado los tendones. De esa mano, como mechones débiles, sus dedos se movían torpemente. Siempre pensé que aquel reloj era como un resarcimiento: que la atención se depositara en ese brillo, en lo bello de su exuberancia, opacaba lo que había sido arruinado.
Yo era el escritor. Así me presentaba Edwin. Un escritor que en verdad no había editado ningún libro pero al que alguien considerara como tal, saltando el tonto prurito de que de uno lo es solo cuando publica; era una caricia. Y por aquella época escaseaban. Apenas si llevaba algunos meses en la Florida. En cambio para Edwin la situación era distinta. Había estado en Chicago, en la casa de una tía que le había dado refugio y los contactos necesarios para comprar papeles falsos y así poder largarse adonde quisiera: un tiempo por Los Ángeles, otro por Las Vegas, hasta caer en New Jersey. “Mi Big time, escritor, mi Big time…”, decía con una nostalgia inevitable.
Había empezado a trabajar en una escuela pública, en el servicio de limpieza. Eso por las mañanas, ya que por las tardes, en el mismo edificio, iba a las clases gratuitas de inglés para inmigrantes. Vivía en la casa de una familia guatemalteca que le había preparado en el guardarropas de una de las habitaciones de los hijos varones una piecita donde Edwin dormía y escribía cartas.
Con el tiempo las clases le permitieron cambiar de trabajo: entró en la cocina de un geriátrico en las afueras de la ciudad, y pudo mudarse a un estudio y comprar un Mustang. Durante esos años conoció a Sarah. “Una blanquita hermosa, escritor”. Edwin la pasaba a buscar con el Mustang y daban algunas vueltas por las calles del centro. Le hablaba de las montañas verdes y húmedas de su país y de ese cielo nublado que a veces se parecía a los atardeceres de invierno de New Jersey. Pedían hamburguesas en un drive-through y las comían a un lado del East River County Park. Otros días preferían ver alguna película en el Hollingshead, uno de los pocos autocines que todavía quedaban a mediados de los años noventa. Edwin enviaba fotos a sus familiares y amigos de esa novia americana, tan diferente en apariencia y gustos a las muchachas de su barrio. Eso era, nada más, el principio del sueño americano…
Todos los días había algo para hacer. No digo que pasara siempre lo del concejal, pero unos trabajos salían. Como era el más chiquito me ponían para transportar de aquí para allá algunas cositas. Se vendía bien. O nomás abrir carros, o por la noche arrinconar a alguno que salió de los cabarets del centro. Plata que entraba y salía, escritor, no es que me queje, pero me hubiera guardado algo y ahora tal vez no estaría trabajando de noche y con este frío.
2
Por esa época Estados Unidos vivía otro resurgimiento. Luego de la Guerra del Golfo y la derrota en las elecciones presidenciales de George H. W. Bush ante Bill Clinton, los demócratas intentaban mejorar las cosas. La ciudad de Miami aprovechaba ese resurgimiento y se iba llenando de agencias de modelos, Gianni Versace había comprado Casa Casuarina, MTV Latino como Sony Music y Warner abrían oficinas y las celebrities de Hollywood deambulaban por South Beach. La confianza en los nuevos tiempos solo se había empañado por el asesinato de aquellas dos turistas europeas. A la primera la habían encontrado estrangulada en un hotelucho de la Pennsylvania, cerca de la biblioteca pública de la calle tercera. A la otra en la playa, desnuda, y con un tiro en la cabeza. Todo en menos de un mes. The Miami Herald había publicado una serie artículos sobre los crímenes y la gente no hablaba de otro tema.
“El asesino ya se marchó a otro estado. Sabe que si lo cogen aquí le meten la inyección”, dijo Arnaldo, uno de los valet parking del Delano.
“La recompensa subió a 8,000 dólares”, dije yo.
“Tal vez no sea uno solo y tenga un socio”, agregó Edwin.
“¿Sabes tú algo?”, preguntó Arnaldo.
“Chismoseos”, dijo el Chacal. “La policía agarró a unos negros de Liberty City, pero parece que no han conseguido mucho…”.
“¡Chico, por una foto te darían el cielo!”, contestó.
El Chacal se rio y otra vez caminó hasta la esquina. No hacía falta que no estuviera en el cielo: aquí en la tierra se aferraba a su cámara fotográfica como un santo se aferra a su martirio. Era paparazzi y trabajaba para algunas revistas internacionales. Le decían el Chacal, creo menos por el libro de Frederick Forsyth que por su versión cinematográfica. Jairo Simmenel, como mostraba su ID, era un cazador implacable. Sabía medir el tiempo. A veces cambiaba de ropas, se ponía en la piel de un turista perdido o de un homeless, como había sucedido con la instantánea tomada a Madonna y Warren Beatty en el Eden Rock. Y a diferencia de otros paparazzi, no era un tipo pedante.
Más tarde, cuando se marchó al Chinese Grill por un dato que había recibido de otro promotor, Edwin sirvió lo que quedaba de la última botella de ron. No habíamos logrado vender ninguna y los turistas parecían haber elegido el resguardo de una habitación de hotel ante el cielo que presagiaba tormenta. Mientras bebía, mi amigo me miraba con aquella tristeza que solía entrar en sus ojos en la madrugada, cuando decidíamos dar por terminado el trabajo y el dinero había sido tan poco, y todo se volvía extrañamente más pesado por el cansancio de la noche y el calor del alcohol en la sangre.
Era entonces cuando volvía a su barrio y a las historias de sicarios. Como si reanudara una conversación interrumpida, como si el estar aquí hubiera sido solo un largo intervalo en la continuidad de una tácita cronología, Edwin me agarraba del brazo y me arrastraba hasta ese territorio. Ahí estaba Gretel, con la kawasaki roja cruzando las calles de tierra y dejando ese surco de lodo que apestaba, mientras los más chicos en las esquinas fumaban y hablaban de mujeres. Ahí el Rolo, que contaba los billetes en la puerta del bar ese día en que las tapas de los diarios mostraban las fotos en primerísimo primer plano del cuerpo acribillado del concejal Domínguez antes de las elecciones municipales. Todos los meses a la Santa Muerte había que dejarle una ofrenda para que no se olvidara de uno, para que la Santísima Trinidad acompañe, y esa era una plegaria que abrazaba sus vidas. Ahí también Luis Fernando, que siempre le recriminaba como si fuera un castigo: “ven pa’cá, Edwin, ya te olvidaste de nosotros. ¿Te volviste gringo o qué?”.
Luego del asesinato del concejal sobró billete, no digo que mucho pero sobró para tabaco y las chicas, escritor. Y también se fue rápido como vino. Yo no sabía lo que hacía, era chamaco, y uno a esa edad qué puede importarle, solo quiere pasarla bien, comprarle algo a la familia, invitarla a comer un domingo.
El día de mi santo yo no había dicho nada, pero vino Luis Fernando y puso la bolsa arriba de la mesa: para el Yanki. Eran unas Naik. Estaban casi nuevecitas. Ese mismo día me las estrené mostrándolas por ahí. Al preguntarme de adónde las había sacado tuve que decir que era mi santo y pagar unas rondas de cerveza, puta. Ese día gané unos cuantos partidos con el Rolo. A mí siempre me quisieron, no tenía mayores problemas, no era como Yoel, que andaba buscando pleitos como si la gran cosa.
3
Algunas noches, todavía con el alcohol en la sangre, robándole un poco de sueño al cansancio que crispaba amargamente el cuerpo y lo hacía como vulnerable al deseo, me alejaba de Edwin y él no preguntaba, sabía callar. Si nos cruzábamos por algún lado y me veía dar vueltas, caminar en busca de lo mío, solo bajaba la cabeza y se perdía en una calle mal iluminada. De este modo, la noche parecía valer la pena. Así se vivía y así se pasaba el tiempo.
La casa era en uno de los barrios que hay en el cerro. Pero el security estaba de nuestro lado. Mitad para él y lo otro nosotros. Algo fácil, eso fue lo que dijo. Era como a la tardecida, después de comer. Así que la panza la teníamos medio llena, pero igual con Gretel y Luis Fernando saltamos las rejas y nos metimos. Había un televisor bien grande que al Gretel le gustó enseguida: me dijo que ahí íbamos a ver los mejores partidos. En una pieza encontré una radio y un montón de CD. Estaba curioseando los títulos cuando escuché los gritos. En la otra habitación había una mujer con dos niños, era la sirvienta que le decía a Luis Fernando que se fuera, que los señores iban a venir de un momento para otro, pero Luis Fernando quería saber dónde estaba la plata, se había obstinado en que en la casa guardaban un montón de dólares. La chica decía que no había nada y que nos fuéramos. Él no le creía y sacó el revólver, y fue cuando se lo puso en la cabeza a uno de los niños. Jamás hubiera pensado que iría hacer eso, a un chamaco, no, pero se lo puso y apretaba, hacía fuerza contra la cabecita del chico, y Luis Fernando seguía preguntando dónde estaban los verdes, decime hija de puta, adónde los guardan. Yo me iba a meter pero la chica al final le mostró el lugar. Sabía nomás, tenía razón. A mí me tocó cortar el teléfono, no fuera que llamaran a la policía no bien saliéramos de la casa. Los encerramos en la habitación y cargamos el televisor con la radio y una bolsa con algunas cositas de oro. Con la plata hubiera sido suficiente, pero Luis Fernando me ordenó que lleváramos todo.
4
De mi país no había mejores noticias. La corrupción del gobierno de Menem era una pandemia, y todo aquello por lo que me había ido (todo aquello que después de años sigo sin entender) se extendía como un mal que seducía y quebraba de un golpe las pocas buenas intenciones. Pensaba que de todas maneras cuando hubiera que elegir un nuevo presidente, en 1999, otro espíritu borraría esos años. Probablemente era una última esperanza de siglo, o la primera desilusión con que empezaría el milenio. Lo mismo con aquellas turistas: era el fin, la clausura de un tiempo irreversible que pronunciaríamos como algo lejano, una visión oscura, misteriosa.
Luis Fernando estuvo muy seguro al decir que al Rolo se le terminaron las dudas. Con el security fue el problema. Le habían chismoseado del dinero y quería su parte. Se puso pesado, pero Luis Fernando rápido le dijo que ya tenía bastante, que nosotros habíamos hecho lo más difícil. Era a nosotros a quienes podrían atrapar. Lo mejor era dejar las cosas como estaban. ¿No tenía razón? ¿Qué más se podía hacer? Pero el security seguía sin entender. Por esa época fue que empezó todo, los días se pusieron algo raros. Un viernes el security fue al pool y nos amenazó, le dijo un montón de cosa en la cara a Luis Fernando que nunca antes habíamos escuchado. A pesar de eso, no dijo nada, se cayó la boca porque ya había pensado algo, no se la iba a llevar el cabrón así de fácil.
5
A veces el dinero de las discos y el alcohol lo olvidábamos por un rato; los clientes del Delano se volvían cargosos y buscaban alguna prostituta. Nosotros se las conseguíamos y así la ganancia se multiplicaba, ya que también ella, agradecida por el aviso, nos daba unos dólares. Hubo cierta noche que la cantidad que nos ofrecieron fue mucha, más de lo que jamás hubiéramos tenido. Sonaba lindo, pero el asunto se complicó.
“¿Una gorda?”, repetimos como si no hubiésemos escuchado bien.
“Sí. El gringo quiere eso”, dijo Arnaldo.
Trabajar en la calle tenía sus ventajas, en este caso, era que conocías a mucha gente, entre ellas a las prostitutas que deambulaban por la zona. Lo malo era que la policía también te conocía. Los negocios había que hacerlos con cuidado.
“¿La China?”, pregunté.
“Le gusta comer pero no es para tanto. Es como gordita”, dijo Edwin.
“Es un cerdo”, dijo Arnaldo.
Con el visto bueno de Arnaldo, la China se metió en el hotel. Y antes de que hubiéramos pensando en qué iríamos a gastar el dinero, salió puteándonos. “Reject, amigos”, dijo Arnaldo. “Quiere una más gorda. Y rápido”.
“Las putas por lo general son flacas”, dijo Edwin.
“¿Podemos cambiar el asunto por una negra?”, pregunté.
“Que sea gorda, baby. Con eso alcanza”, dijo Arnaldo
Otra vez nos pusimos a trabajar en el asunto. De las prostitutas conocidas no había ninguna más gorda que la China. Hubo un momento, sin embargo, que Arnaldo pensó en una amiga cubana, ya algo vieja, pero gorda, “grandota como un building”. Cuando se la íbamos a presentar al gringo, la cubana nos confesó que era una transexual. Nos quedamos pensando (con la mitad del dinero pagaba el alquilar de mi cuarto), pero no, al final la descartamos, no fuera que el tipo tuviera otros gustos y lo tomara con muy poco humor. En Estados Unidos no todo el mundo lo tiene.
Había pasado una hora y no encontrábamos nada. Ya casi como último recurso, como quien sabe que es inútil pero igual lo hace por costumbre, decidí hablar con Dayllan, el otro valet parking del turno noche en el Delano. No le gustaba meterse en esa clase de negocios (no sé por qué hablaba siempre de su familia), pero si el dinero era el suficiente, olvidaba por unos minutos cualquier asunto de moral. Como sospechaba, no lo convencieron los dólares que le ofrecí. Después de discutir con Edwin y Arnaldo hasta cuánto podría darle, la suma a Dayllan le pareció la indicada.
La chica trabajaba en el downtown, así que había que traerla, y ya eran 20 dólares menos, sin contar lo de Dayllan. “Antes que nada”, dijo Edwin y se encogió de hombros mirando el vacío, con una mueca, entre resignación y desconcierto. Cuando finalmente la prostituta apareció, no estaba mal. “Es gorda”, afirmó Dayllan. Era gorda, sí. Pero a los cinco minutos salió del hotel. “Still flaca”, dijo Arnaldo. “El gringo dice que quiere una gorda. Una gor-da. Fat, eso”.
“Qué se cree el pinche culeado”, dijo Edwin ya cansándose del asunto.
“El gringo le dio un tip a la chica”, dijo Arnaldo. “Hay que apurarse porque se está durmiendo, you know…”.
El esfuerzo iba más allá de nuestras posibilidades. Ya no esperaba nada más de todo aquello. En las calles todavía quedaban algunos turistas. Muy pronto comencé a caminar y a convencerlos para que entraran a las discos. A unos alemanes el plan les cerraba solo si conseguía pastillas. Hablé con Edwin y me alejé del Delano. En la calle 5 no encontré al dealer así que tuve que ir hasta el bar de la 2 y Ocean Drive. Ahí estaba Fello. Era un problema: en esa época tenía la nariz muy fácil.
No sé cuánto tiempo me habré quedado con él en el bar, pero al salir, del cielo gris descendía un alba cansada y fría. En el taxi sentí cómo mi cabeza terminaba de revolcarse en el alcohol y la resaca de la cocaína. Camino a casa el Delano lucía como siempre a esa hora: anticuado, impersonal, incluso sucio. Sin embargo había algo distinto. Arnaldo saludaba a una mujer (a una mujer realmente gorda) mientras la ayudaba a meterse a un taxi. Llevaba un vestido fatalmente gracioso por el color amarillo. Era alta, hombruna, casi varonil. Al otro día, cuando me levanté, me dije que todo había sido un sueño.
A los pocos días de robar la tiendita de la calle Solís, donde saqué los anillitos para regalárselos a mi hermanita María Elena, no, escritor, ella es la del medio, María Ana es la más grande, mataron al Gretel. Un tiro en la cabeza. Pensamos que se habría pasado de vivo con alguien, porque a veces era prepotente de gratis, pero cuando los tipos del sindicato se dieron una vuelta por el bar, nos dimos cuenta de qué lado venía el asunto. Por eso, cuando una noche un carro lo siguió al Rolo por la calle Sucre, decidimos irnos por un tiempo del barrio. En el invierno los hoteles del centro se llenaban de la gente que venía del norte para pasar unos días en la ciudad, pero en verano casi que no había nadie, todos huían del calor y elegían el mar. Fuera de temporada esos hotelitos eran casi regalados. Eran un buen lugar para vivir, al menos hasta que se olvidara el asunto del concejal.
6
Porque tal vez las cosas sucedan sin mayores razones, o en todo caso, una vez pasado cierto tiempo, descubramos que hubo motivos, y eso ya no moleste. Los asesinatos de las turistas, por ejemplo. A las pocas semanas había aparecido otro cadáver. Esta vez a la chica le habían sacado las uñas y quemado parte de la cara. El asesino no se había ido de la ciudad, seguía junto a nosotros. Quizá lo habíamos convencido para entrar en alguna disco, o tal vez hubiese preferido una botella de ron y una puta. O lo cruzamos por Washington y nos dio vuelta la cara con asco. Pero eso no importaba. Conocer su rostro de nada hubiera servido porque ninguno lo hubiese delatado. Éramos extranjeros con visas débiles o a punto de expirar, asilados políticos o ilegales, y nadie cree en tipos como nosotros, nunca tenemos buenas intenciones.
El rostro de las víctimas, en cambio… Todo aquello estaba próximo, tan posible. Veía a esas chicas reírse en los bares, seducir con la mirada, con la simple caricia de su pelo, pensando cómo no tenían miedo si un asesino andaba ahí fuera dispuesto a arrancarles la vida.
Unos días después de la tercera muerte, Edwin vino con la noticia de que se marchaba.
El calor se había vuelto insoportable. En un cuartito los tres metidos era algo como un infierno. De vez en cuando íbamos al mercado para comprar lo que hacía falta, sobre todo para tomar algo, refrescarnos. No había mucho que hacer. La calle estaba desierta y cerrada la mayoría de los negocios. Pero la plata se acababa bien rápido, así que Luis Fernando ya había hablado con Yoel para hacer un trabajito. No pregunté mucho, pero era una casa de barrio caro. En poco tiempo preparamos todo. Ese día Rolo desapareció. Cuando nos despertamos ya no estaba en la habitación. Lo esperamos toda la tarde, hacía falta un brazo más. A Luis Fernando lo noté de buen ánimo, listo para contar los billetes que tendríamos; en cambio Yoel actuaba medio raro. Cuando decidió comprar unas cervezas, ahí desconfié. Pero no dije nada, escritor. Solito lo seguí. Fue por las dudas, no de miedoso, pero a Luis Fernando no le gustaba que se anden con chismoseos. Al final apareció el Rolo, pero con tres tipos más. Cuando quise volver al hotel, escuché los disparos.
7
Poco tiempo seguí trabajando en South Beach, ya que sin Edwin todo era distinto. Me fui a la ciudad de New York por dos años que se hicieron muy largos, y cuando regresé, conseguí un puesto de traductor en una agencia de publicidad. En todos esos meses mi vida había cambiado. No sé si para bien, pero se había vuelto más predecible, es decir, menos apretada de dinero. Una noche que corregía unos textos, golpearon a mi puerta. Pensé que eran los vecinos de al lado, una parejita que siempre necesitaba azúcar o sal, pero en cambio me enfrenté con una mujer. Por su ropa —un vestido negro muy amplio que le llegaba hasta las rodillas— y el sobrepeso, parecía tener más de cuarenta años, aunque debería andar por mi edad. Por mi acento argentino no dudó que yo era la persona que buscaba.
Se presentó como la esposa de Edwin. Tal vez si no lo hubiera dicho no hubiera pensado que alguna vez la había conocido, pero no sabía dónde ni cuándo. Me dijo que quería verme porque él a menudo hablaba de mí en Puerto Rico. Le ofrecí lo que poco que tenía en la heladera, arroz chino y un vaso de Coca Cola, que rehusó al ver que no era light. Con un orgullo que no ocultaba algo de narcisismo, me dijo que se estaba cuidando, ya que había sido alguna vez una mujer obesa. Todavía lo era, así que esa mujer debió haber sido muy gorda. Me preguntó si había escrito algo sobre Edwin, de esas historias de las que tanto hablábamos en nuestras noches de trabajo por South Beach. Le mentí y contesté que sí, que tenía un cuento. Prometí que se lo enviaría una vez que le hubiera dado las correcciones finales. Mientras le hablaba, algo en su rostro, otra vez, me hizo pensar que en algún sitio antes la había visto, pero seguía sin precisar el lugar ni la fecha.
Sin más preámbulo, aquella mujer me lanzó en la cara que a Edwin lo habían matado. Había sucedido en su país, al regresar ya con la residencia americana, porque su esposa era puertorriqueña. Lo habían asesinado en una pelea mientras estaba con algunos viejos amigos, por eso ella creía que la causa era por algún asunto del pasado. Ante sus palabras, no puede agregar mucho. Solo aquello de rigor, lo que se usa en los momentos de tristeza, pero no sirve de alivio. Son lugares comunes que ni siquiera expresan el dolor que uno siente. La mujer me agradeció el cuento sobre Edwin, nos abrazamos, y nunca más la volví a ver.
Miami-Guadalajara, 2011-2013.
(Buenos Aires, 1977), es escritor y dibujante. Ha publicado el libro de cuentos Una extraña felicidad (llamada América) y el de comics ¡La gente no puede vivir sin problemas!.
Vivió ocho años como un ilegal en los Estados Unidos donde trabajó en un astillero, en la cocina de un cabaret, en algunas discotecas, en la construcción. Escribe en el blog: www.matematicasencopacabana.blogspot.com
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