Recién leí Crónicas a contragolpe, de Luis Miguel Estrada (Morelia, 1982) y caí en la cuenta de que mis primeras referencias sobre el boxeo son cinematográficas. On the Waterfront, Raging Bull y Rocky me hicieron comprender el deporte como una hazaña de dimensiones narrativas salpicada de perdedores, dolor y algo parecido a la gloria. Dos de estas películas representan polos opuestos: On the Waterfront tiene a Terry Malloy, un ex boxeador de casi treinta años, cuya carrera se va al carajo cuando la mafia del puerto de Nueva York, para quien trabaja, lo obliga a perder una de sus peleas; en el extremo optimista está Rocky Balboa, un matón que apenas es nadie en el cuadrilátero hasta que comienza a entrenar muy duro y consigue personificar el sueño americano al final de la segunda parte del film. Por otro lado, Jake LaMotta, el protagonista de Raging Bull, es el más complejo, el más parecido al realismo de Crónicas a contragolpe. El Toro del Bronx no es ningún Marlon Brando que lidia con la crisis de alcanzar la treintena sin ambiciones, ni tampoco es el inocente Silvester Stallone que desayuna cinco yemas crudas antes de enfundarse unos converse y perseguir gallinas en un callejón. LaMotta, más que un peleador, es un símbolo de autodestrucción y caos, el epítome del autodesprecio, un manojo de celos, inseguridades y lascivia, un hombre. Robert DeNiro interpretó al único personaje que me ha hecho sentir vulnerable justo como cualquiera se siente al otro día de beber casi una botella de bourbon. No hablo de cruda, sino de un estado de ánimo que un amigo llama blues del whiskey y que se parece a una larga tarde de calor. Es cierto, yo tengo algo de LaMotta y quizás Luis Miguel Estrada también. ¿Por qué lo digo? Sólo alguien que siente empatía por la fuerza y la necedad y la derrota puede reconocer a su par; sólo alguien con estas características puede describir hazañas y diagnosticar temperamentos como los que abundan en este libro.
Crónicas a contra golpe interpreta la pulsión del boxeo bajo la mirada de un escritor capaz de forjar un vínculo con los hombres que se destrozan encima de un ring. Pero Estrada es ante todo un narrador, y si Alfonso Reyes dijo que el ensayo es el centauro de los géneros, el morelense expone la crónica como la quimera de los textos periodísticos. Su prosa y dominio de la trama poseen una factura emocional que me recordó a un solo de Jimmy Page o a un largo cuento de F. X. Toole, el autor de Million Dollar Baby. Su escritura me conmovió y esto se debe en parte a las historias y estilos de algunos de los boxeadores sobre los que habla: Orlando Siri Salido, Julio César Chávez Jr., Sergio Maravilla Martínez, Manny Pacquiao, Juan Manuel Márquez, Érik Morales. Los cuatro apartados del libro que retratan a estos peleadores privilegian la erudición boxística, datos estadísticos, palmarés, trilogías y tetralogías de peleas, y los encuentros en los artificiosos programas de HBO donde se sigue a un boxeador las 24 horas previas al combate o cuando enfrentan a los contrincantes cara a cara en una mesa para intercambiar insultos.
Estrada sabe qué agregar o excluir de la página para que yo siga leyendo el arco de tensión que se genera en una crónica, cuando un muchacho de 13, 16 o 22 años comienza a pelear, o a partir de un mojado que consigue su comida en los basureros de restaurantes en Los Ángeles y se convierte, años después, en profesional.
Crónicas a Contragolpe me recordó mucho a una frase de Barry McGuigan que Carol Oates hizo famosa en su libro Sobre el boxeo. Al irlandés le preguntaron por qué peleaba y éste respondió: “Porque no puedo ser un poeta, no puedo contar historias”. La deficiencia literaria de McGuigan tiene su contraparte en Estrada, el peleador que se levanta desde una esquina secreta en el ring y diseña la historia que subyace a la voluntad de los boxeadores que retrata: por un lado nos da las crónicas de varios underdog o favoritos que buscan la fama y el respeto, y por el otro nos muestra la miríada de pantallas produciendo dinero por el pago por evento que generan las peleas. La lucidez de este libro es tal en la medida que contiene una veta realista con el capitalismo como base. El ampuloso neón ilumina las peleas narradas en Macao, Las Vegas, Dallas y Ciudad de México; las historias de los boxeadores que aparecen aquí poseen un brillo abstracto que proviene de las cantidades de dinero en juego por parte de contratos y firmas. Estrada, con lucidez narrativa, ejerce una crítica como nota al pie del boxeo; él es ese tipo de peleador que sabe leer la cobardía y tretas de los promotores y HBO cada vez que obligan a sus muchachos a declinar encuentros.
A veces leía este libro como si se tratara de una colección de relatos deconstruidos. La materia de las crónicas es la del mundo y la escritura y esto hace que sus personajes, los boxeadores, se compongan de elementos desmontables tanto de la realidad como de la ficción. Estrada situó, por ejemplo, en la frontera de lo real a Sergio Martínez y a Manny Pacquiao. Inventó a ambos, los dotó de carácter, de una progresión en su psicología y estilo de pelea y de enfrentamientos rodeados por un halo de honor. Por eso, cualquier rastro de rencores y victorias en Crónicas a contragolpe son al mismo tiempo partes del estilo de Estrada e inexplicablemente también partes de mí y de cualquier lector. Mi diálogo con su libro derivó en el reconocimiento de que ama lo esencial; no es un filósofo ni un minimalista, sino un fanático, alguien que incurre más en el exceso de un gusto, alguien que convierte la disciplina de la brutalidad en ejercicio literario.
La cadencia narrativa de las crónicas reúne la agudeza de observaciones técnicas y un tono que no excede en cursilerías de peleadores sagrados. Si no fuera por esto, yo ahora no sería capaz de distinguir el estilo antimexicano de pelea con el que se conduce Juan Manuel Márquez, ese tipo de estrategia que, por cerebral, tiene más semejanza con el ajedrez y con el daño como un cálculo de probabilidades. Una parte del talento de estos textos consiste en salvar la brecha entre el aficionado a la literatura y al boxeo.
Tanto en la vida, como en la ficción, la mirada del espectador es lo importante. El prólogo de Estrada es un ejemplo cuando dice que, para escribir las crónicas, tenía que ir a algún bar porque no tenía televisión y limitarse a beber sólo tres cervezas. Quiero decir que el autor de Crónicas a contragolpe se expone como personaje de novela negra -un periodista obsesionado con el funcionamiento del capitalismo tardío y el boxeo como su símbolo- para hacer hincapié en su forma de mirar el deporte. Así lo imagino: se acoda sobre la barra de un bar en Puebla y pide una cerveza Victoria. Frente a él, en la pantalla, se disputa una pelea por el cinturón supergallo en Tokio. Toma nota de cada uno de los movimientos de los peleadores pero lo distraen, sin saber por qué, los asistentes y demás personas alrededor del ring. Descubre de pronto que tanto los cutman de ambas esquinas, como Bob Arum, el réferi y el público son piezas de un rompecabezas indescifrable donde el dinero y el poder forjan una gigantesca e invisible Masamune que pende, a modo de guillotina, sobre el cuadrilátero. Entonces, pide otra Victoria y espera al final de la pelea para escribir algo al respecto.
Sólo he visto un par de encuentros de box en vivo. A veces repaso algunos momentos de Muhammad Ali, Mike Tyson o Sugar Ray Robinson en YouTube. Intenté practicar el deporte a los 8 años, cuando un amigo me propinó un guantazo en la oreja y me enfurecí al mismo tiempo en que comencé a marearme. Lo intenté una vez más hace unos cinco años, por la noche, en unos búngalos. Un amigo y yo bebíamos un par de Modelos y cuando se terminaron a él se le ocurrió comprar una botella en la recepción; yo prefería la cerveza, no teníamos tanto dinero como para whiskey. Discutimos por un momento, mi amigo me dio un empujón, caí de espaldas. Entonces, me puse en pie y levanté los puños a modo de defensa. Un par de muchachos que bebían en el búngalo de enfrente se dieron cuenta de qué pasaba y guardaron silencio. Mi amigo me miró, perfiló su defensa, respiró hondo una, dos, tres veces. Bailamos un rato, nuestros pasos parecían resquebrajar la duela, el viento aulló en la distancia. Entonces, el público comenzó a silbar y a gritar cosas que no entendíamos. Por supuesto, se habían dado cuenta de que fanfarroneábamos, pero aquella noche, por casi media hora, nos dedicamos a repartir golpes al aire. No sabíamos nada de boxeo, pero lo importante era nuestra mirada, una forma o voluntad de entender algo que a la fecha no me es tan ajeno.
Aún pienso que Raging Bull es de un realismo equiparable al de Crónicas a contragolpe. Ya sea uno u otro soporte, género o tono, las historias que invocan la violencia y la derrota aún son historias de hombres.
nació en Veracruz, 1989. Ha publicado en revistas como Tierra Adentro, Luvina y la revista electrónica Litoral-E. Obtuvo la mención honorífica en el Premio Nacional de Cuento Joven Comala 2014 por su libro En el pabellón de las dieciséis cuerdas.
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